Problemas domésticos
Mis dedos obedecieron al instante la orden de Jadiet. Años de entrenamiento, de aceptar órdenes a la primera y sin cuestionamientos, entraron en juego. O al menos, de eso deseaba convencerme. No tenía otra opción. Solo ceder, fluir con lo que tuviera planeado y dejar en sus manos nuestro futuro y el de mi reino.
—¿Así aman en tu reino? —me retó al ver que mis dedos se mantenían plantados en las partes cubiertas por su vestido—. Pensé que al menos serían buenas amantes.
—Yo... yo no. —¿Qué deseaba? La situación ya era violenta y vergonzosa como para que ella estuviera sobre mí, poderosa, en control de una situación cada vez más desquiciada.
—Estás haciendo el tonto, no puedes simplemente quedarte plantada sin hacer nada. —Tomó mis manos y las colocó en su espalda baja. El calor que sentí en mis dedos me sorprendió, me fue imposible no acercarla más a mí, no llevar mis manos al interior de su vestido y terminar de sacarlo de sus suaves brazos y quedarme como una idiota admirando lo que había debajo.
Jadiet alzó una ceja al ver mi reacción, en la penumbra pude notar un leve enrojecimiento en sus mejillas, un tierno color que revelaba que nunca había sido vista desnuda en tal situación. No podía permitirle seguir adelante. La aparté de mí y mientras me sacaba el chaleco y la camisa casi me perdí su expresión de duda y de amargura que dominó su rostro ante el rechazo.
Me aseguré de arrojar fuera la camisa y el chaleco. Shalus silbó y comentó alguna obscenidad que cayó en oídos sordos.
—Eso debe ser incómodo —dijo Jadiet mientras recorría los bordes de las vendas que cubrían mi pecho—. A mí los corsés me hacen perder el aliento, solo por esta vez me permitieron ir libre, dijeron que sería más fácil para ti y que... que así lograría demorar tus deseos y atrasar el momento, que sería mejor para mí.
El temblor en su voz despertó algo en mí, acuné su rostro con mis manos y acaricié sus mejillas con mis pulgares ¿era esto lo que sufrían las mujeres de Luthier? ¿amantes desconsiderados, esposos violentos y noches de terror? ¿ella esperaba algo así de mi parte?
—¿A qué le temes? —inquirí para salir de dudas. No me sentía capaz de seguir adelante si su plan era consumar a cualquier costo.
—Tenemos que consumar de alguna manera esto, manchar las sábanas. Los hombres de allí fuera están esperando por ella para regresar a la fiesta y mostrarla al amanecer.
Asentí con lentitud al comprender sus palabras. Tenía que haber algo que pudiera hacer, no tomaría la salida evidente, porque no solo no era segura, sino que implicaba una gran humillación para Jadiet.
Como siempre, todo se reducía a mi ingenio y en ese momento la segunda solución más evidente era nuestra única salida. Por supuesto, implicaba unos minutos de vergüenza y algunos sacrificios de su parte.
—Tengo una idea ¿Confías es mi? —Tomé sus hombros y la aparté de mí. Me arrodillé frente a ella, tomé el borde de su falda y deshice las cintas que la mantenían ceñida a su cadera. Jadiet abrió los ojos por la sorpresa, pero no protestó ni realizó ningún movimiento para detenerme, por lo que terminé de sacarle aquella pieza pomposa. Aproveché la oportunidad y la arrojé fuera.
—¿Qué planeas hacer? —preguntó mientras trataba de tapar su cuerpo con las sábanas. El pánico poco a poco empezaba a controlar sus ojos. Tenía que detenerla antes que saliera gritando de la cama y arriesgara nuestros cuellos. Ella no era una guerrera, no sabía mantener la calma en una situación de tensión.
—Me llamo Inava —susurré para distraerla, además, nunca había preguntado mi nombre, como si desconocerlo invalidara mi existencia. Si íbamos a luchar juntas por nuestra vida, lo mínimo era conocernos—. Nunca lo preguntaste y pensé que... dada la situación...
—Inava —recitó distraída. Me gustó como se escuchaba mi nombre en su voz, como el susurro de la seda y la firmeza y agudeza del acero.
—Eso está mejor —sonreí y tomé sus hombros. Con cuidado la recosté en el colchón. Era mi turno de sonrojarme, debajo de mi estaba la mujer de mis sueños, solo separada de mi cuerpo por una sábana y unos calzones ridículamente largos—. Ahora abre las piernas—dije a viva voz. Shalus silbó y Ukui rugió:
—¡No tienes que pedirle nada!
—¡Lo hiciste a propósito! —siseó ella para luego darme una bofetada. El impacto de su mano no ardió en mi mejilla, sino en mi estómago. Gruñí, sujeté sus manos sobre su cabeza y descansé casi todo mi peso sobre ella.
—O actuamos bien, o no se lo creerán. Sigue mis movimientos, hay que sacudir la cama. Y por favor, lanza un gemido o un grito que les convenza de tu pérdida.
—Yo ideé este absurdo plan, pero ya no estoy de acuerdo con ¡Ay!
Un pellizco en una de sus costillas fue suficiente para que lanzara un grito convincente para nuestros espectadores. Quizás, fue demasiado, pero no podía estar segura y era mejor exagerar.
Liberé sus manos y apoyé las mías en el cabecero de la cama.
—No me mires —exigí a Jadiet, pero ella solo mantuvo sus ojos clavados en mi todo el tiempo.
Resoplé ante su testarudez y empecé a sacudir la cama. Era incómodo, traté en todo momento de no rozar su cuerpo con el mío, pero las sombras debían parecer realistas, así que no tenía mucha opción. El sudor y la vergüenza bañaban mi piel y Jadiet no ayudaba, solo permanecía allí, quieta, como un costal de legumbres.
—¿Qué haces? —exigí saber entre dientes.
—Lo que me dijeron las mujeres casadas, no moverme, no hacer nada —sonrió petulante.
—Tienes que hacer algún ruido. Gime, grita, has algo —dije con urgencia. En mi mente llevaba la cuenta de los segundos, con 300 bastaría para dar una actuación que satisficiera a los hombres que esperaban afuera.
—No voy a hacer nada, Inava. Ya me he avergonzado lo suficiente.
—¿Quieres ayuda? —pregunté a la desesperada. No podíamos permanecer tan silenciosas, sospecharían y ¿qué haríamos si se atrevían a espiar entre las cortinas? Nos había metido en este problema y nos sacaría de él, era mi deber.
—¿Qué? —Sus mejillas se tintaron de carmesí y su pecho del color de las cerezas. Era una imagen preciosa, una que grabé en mi memoria con fines egoístas.
—Que si quieres ayuda. —Bajé a su altura, en un punto la vergüenza se convirtió en calor y el calor en una atracción imposible de contener. Tomé su barbilla entre mis dedos.
—¿Ayuda para qué?
—Para ser convincente. Solo tomará un beso.
Jadiet puso los ojos en blanco, luego miró las siluetas de Shalus y Ukui justo fuera de la cama. Acarició su cuello, quizás sopesando sus opciones, por fin, en el segundo 260, asintió.
Humedecí mis labios con la punta de mi lengua, como un espejo, Jadiet me imitó. Fue un beso como ningún otro, carnal y desesperado. Dominé y saboreé por completo su boca, mordí sus labios para luego besarlos y chuparlos a gusto, si esta era la última vez que me permitiría besarla, quería que fuera épico. Entonces ocurrió, un tierno, pero sonoro gemido logró abrirse paso entre nuestras bocas, mezcla de ambas. Detuve todo y me separé de ella entre jadeos.
Una despeinada, sonrojada y bastante atolondrada Jadiet me devolvió la mirada. Parecía estar fuera de toda realidad. Aproveché el momento para desenvainar mi espada un par de centímetros y apoyé en ellos mi pulgar hasta romper la piel.
Vertí algunas gotas en la cama y para estar segura las froté con mi dedo. Tomé las sabanas y las arrojé fuera, habíamos superado la prueba, podríamos vivir un día más.
—Por fin —espetó Ukui—. Me alegra saber que todo esto valió la pena. Elegiste una buena mujer, Ialnar.
—Bien hecho, muchacho —se despidió Shalus—. Esto será suficiente para satisfacer al sacerdote y a todos tus vasallos.
Esperé hasta que se fueran para abandonar la cama y pasar el pestillo. La euforia que había dejado en mi aquel beso desapareció por completo y fue sustituida por la ira más apremiante.
—Es una estupidez, no todas las mujeres sangran —resoplé. Ahora que estábamos solas, la indignación burbujeaba en mi pecho tanto como la pena y el duelo por aquellas mujeres que no tenían la suerte de demostrar su pureza con sangre.
—Las honorables si —respondió Jadiet en automático—. Lo que dices solo es una excusa barata.
—Las cosas aquí están tan poco avanzadas. —Rodé los ojos y me quité el talabarte.
—¿Qué quieres decir con eso? —espetó Jadiet desde la cama. Cubría su cuerpo con una de las almohadas y recorría la habitación con la mirada.
—En Calixtho se estudia el cuerpo humano en profundidad, nuestra medicina está muy avanzada —me dirigí al armario y encontré que había sido dividido. Un lado estaba ocupado por mi ropa, el otro, por vestidos y camisones. Elegí uno al azar y lo dejé a los pies de la cama. Jadiet se sonrojó profusamente, pero lo tomó y corrió las cortinas. Solo sus bufidos revelaban el esfuerzo que ponía al vestirse dentro de la intimidad del dosel.
—¿Y eso que tiene que ver? —preguntó por fin.
—Nuestras doctoras saben todo sobre ese mito llamado virginidad —escupí la palabra con desprecio—. Un simple capricho de la naturaleza que varía tanto como diversa es la mujer.
—Claro, si tiene diversidad de parejas...
—Puede ser tan flexible como frágil. Puede soportar un parto sin romperse o fracturarse con una caída al jugar —interrumpí— ¿Entiendes ahora por qué es una tradición tan estúpida? —Jadiet abrió y cerró la boca varias veces—. Podrían condenar a una mujer inocente que cabalgó para llegar al pueblo de su marido o a una que aún es físicamente virgen.
—Lo que dices es una vil mentira.
Resoplé y me dirigí a la mesita de té que se encontraba frente a la ventana. Contenía una jarra de vino, frutas y queso. Devoré a conciencia aquellos tentempiés, era mucho más efectivo descargar mi ira y ahogar la vergüenza que burbujeaba en mi estómago con el queso curado de Luthier que explicarle a Jadiet las complejidades que desconocía y que se negaba a entender.
—La cama es mía —dijo con firmeza—. No quiero dormir junto a ti.
—¿Alguna razón especial? —El vino, o quizás el tono pedante en su voz despertaron en mí el deseo de retarla, empujar sus límites. Ver hasta dónde era capaz de llegar. ¿Dónde había quedado la Jadiet sumisa y amable?
—Eres tú —bufó. Giré a mirarla y la encontré tapada hasta la barbilla con sábanas nuevas. Había vestido la cama, las viejas fundas de almohada y el cubrecama se encontraban amontonados en el suelo. Había corrido las cortinas del dosel y las había atado a las columnas.
—Sí, la última vez que revisé seguía siendo yo —respondí con amargura—. Aun así, es mi cama y aquí entran sirvientes al amanecer, como no nos vean juntos empezarán a hablar.
—Juntas, Inava. Juntas.
—Cuanto antes te acostumbres mejor. Las paredes tienen oídos. Te referirás a mi como hombre —exigí con severidad. El fino metal de la copa se dobló bajo la fuerza de mi agarre. No permitiría que una niñita petulante arruinara todo.
—¿O qué? —Levantó la barbilla en claro gesto de desafío.
—Nos matarás a ambas. Yo tengo el valor para acabar con todo en un segundo, ya he tomado la decisión con anterioridad. —Jugué con el cuchillo que acompañaba a la bandeja—. Dudo que tú puedas hacerlo.
Jadiet frunció los labios y luego de meditarlo unos instantes asintió, pateó las sábanas lejos y se levantó de la cama. Sus pies apenas hicieron ruido sobre los tablones de madera que no habían alcanzado a ser cubiertos por la alfombra que rodeaba la cama. Detuvo sus pasos frente a mí, alzó una ceja y tomó un trozo de queso de la bandeja.
—Eres un mal esposo, no provees para mí —siseó entre mordidas.
—Según tengo entendido, aquí las mujeres sirven a sus maridos, eres tú quien debería darme de comer. —Empujé el plato en su dirección, crucé mis piernas y me repantigué a gusto en la silla—. Adelante. —Si ella deseaba retarme en cada paso de este camino, yo no me quedaría atrás.
—Eres insoportable.
—Es curioso, pienso exactamente lo mismo de ti.
—Oh, pero aun así me salvaste.
—No podía simplemente dejarte a la merced de tu padre y Keiv. —Dejé el plato en su poder y empecé a soltar el talabarte y con él, mis pantalones. Las noches empezaban a ser demasiado cálidas para mi gusto.
—Van a matarte —susurró ella y por un instante se escuchó preocupada por mí. Terminé de tirar mis pantalones sobre una silla vacía y dejé mi espada sobre la mesa antes de fijar mi mirada en ella. Cualquier rastro de conmiseración y dudas desaparecieron de su rostro al fijarse en mi semidesnudez.
—No lo harán, seré un fenómeno, pero no soy mala con la espada.
—Eres una mujer. —Sus palabras me siguieron hasta la cama—. No se supone que seas buena con la espada.
—Hacia el sur hay un reino que estaría encantado de demostrarte lo contrario. —repliqué mientras descansaba mi cabeza en las almohadas—. En Calixtho todas llevan espadas, todas saben utilizar una y preferirían morir bajo su filo antes que entregarse al enemigo.
Las últimas porciones de queso y fruta desaparecieron bajo los dedos ansiosos de Jadiet, el vino recibió un trato similar. No la detuve, si quería ahogar su vergüenza, sus dudas y su pena en el jugo de la uva, era libre de hacerlo. Bajo mi techo sería libre de hacer lo que quisiera, sería lo mínimo que podía entregarle por haberla sometido a tal humillación y engaño. Mañana, cuando todos los invitados dejaran el castillo, contrataría a un maestro para ella.
—Bien, eso lo hizo más sencillo —suspiró mientras se colaba bajo las sábanas. El calor de su cuerpo invadió el mío. Sus mejillas estaban sonrojadas y sus ojos ligeramente desenfocados.
—¿Tan malo es? —Giré para enfrentarla.
—Sí, lo es.
—Entonces esperaré a que estés dormida para quitarme esto. —Señalé el vendaje de mi pecho.
—Pensé que los sirvientes entraban a tu habitación al amanecer —dijo Jadiet, su vergüenza y pudor dominados por el vino que circulaba por sus venas.
—A veces, pero no puedo dormir con el pestillo echado siempre, sospecharían. Esta noche tenemos una excusa. No perderé la oportunidad de dormir cómoda —sentencié y en secreto disfruté del color que cubrió las orejas de Jadiet.
—Si la perderás, no te atreverías a despertarme ¿o sí? —Para mi sorpresa, arrojó su cuerpo sobre el mío y descansó su cabeza sobre mi pecho. Todo rastro de incomodidad desapareció para ser reemplazado por una insuperable sensación de calidez allí donde su cuerpo tocaba el mío.
—¿Jadiet?
No hubo respuesta, solo el lento bajar y subir de su espalda contra mis manos. El vino había hecho lo suyo. Jadiet, una señorita seria y elegante, jamás había llevado a sus labios más de una copa, no pudo sino sucumbir ante el impacto de aquella bebida y sus propios conflictos.
***
Desperté mucho antes que Jadiet, encontrarla allí, sobre mí, completamente dormida y confiada entre mis brazos dio calor y paz a mi alma. La mujer que quería estaba segura por fin. Contuve una risa llena de alivio, era la primera vez que despertaba con una mujer a mi lado, eso por supuesto, si descartaba a mis compañeras de la frontera. Me sentía ligera, absurda y atontada.
Fue entonces cuando mi cerebro decidió despertar por completo y recordarme que nada de lo que estaba sintiendo tenía una base real y que Jadiet solo se encontraba allí a causa de su desliz con el vino.
Tragué con fuerza la amargura que invadió mi boca y con cuidado abandoné la cama. Jadiet solo suspiró y abrazó mi almohada. Una sonrisa ladrona robó el mohín de tristeza que dominaba mi rostro y por un instante me permití disfrutar de sus facciones relajadas y felices. Si no podía amarme porque era una mujer, entonces me concentraría en hacerla feliz, verla sonreír era todo lo que deseaba y era suficiente para mi corazón.
Con esa idea en mente me vestí a toda prisa y ordené a uno de los sirvientes que llevara ante mí a un maestro escribano. Jadiet retomaría sus lecciones de escritura y lectura. Sería una mujer instruida, de las pocas de Luthier que sabría leer y escribir.
—Maestro —saludé en cuanto el sirviente se presentó con un hombre de larga barba entrecana y cabeza calva.
—Edeid, señor, maestro Edeid— se presentó— ¿En qué puedo servirle, mi señor? —El hombre ejecutó una reverencia tan baja que por un instante su barba barrió el suelo.
—Necesito que enseñe a leer y a escribir a mi mujer.
El hombre me miró tan alarmado como si le hubiera ordenado matar al rey.
—Mi señor, su juventud y nuevas ideas le engañan, una mujer es incapaz... ellas no deberían esforzarse en tales labores.
—Quiero que ella se encargue de mis tierras cuando marche a la batalla —respondí con firmeza—. Confío en mi esposa, quiero que ella sea capaz de administrar mis tierras. La experiencia me ha demostrado que los capitanes y generales, incluso los familiares, no son dignos de confianza en lo que se refiere a esos menesteres.
—Podrían seducirla, señor —refutó el maestro con condescendencia—. Las mujeres no son las...
—Confío en ella —chisté molesta—. Y le he dado una orden, le enseñará a leer y a escribir a mi esposa —sentencié—. Y cuando esté lista, aprenderá las matemáticas necesarias para administrar mi feudo. No quiero escuchar lo contrario de sus labios, odio la insubordinación. —Llevé mi mano al mango de mi espada, amenaza suficiente para un hombre que de seguro conocía el destino sufrido por mis viejos capitanes. Erguí mi espalda y cuadré mis hombros, esto de ser de sangre noble empezaba a convertirse en toda una segunda naturaleza para mi.
—Si señor —asintió a toda prisa.
—Y no dude en enseñarle todo lo que ella solicite. No quiero que escatime en conocimientos.
—Sí señor, lo que usted diga, señor.
***
Me encontraba reunida con Ukui y Shalus en mi despacho. Ambos tenían gruesas ojeras bajos sus ojos y supuraban alcohol por sus poros, aun así, exigían discutir conmigo el siguiente paso para proteger al rey de las intrigas de sus enemigos.
—Trataron de acercarse a mí —susurró Ukui—. Tienen sus sospechas y quieren estimar mi posición antes de hacer algún movimiento que puedan lamentar, —Sacudió un pergamino a medio quemar, prueba inequívoca de que había sido escrito con tinta invisible y que Ukui no era el más cuidadoso al revelar mensajes de tales características.
—¿Por qué les interesa tu posición? —pregunté, desconocía la historia de la casa de Fereir, a duras penas conocía la de Eddand y se suponía que era la mía.
—Pertenezco a la línea de sucesión —confesó Ukui mientras miraba a su alrededor—. Les confío esta verdad porque son mis aliados, si algo de esto llegara a oídos del rey, tendría a sus espías y asesinos sobre mí por el resto de mi vida.
—¿Imil y Daendir conocen tu secreto? —quise saber. Esto lo cambiaba todo. Complicaba mis planes a un nivel insospechado. Si el rey se enteraba que estaba aliada con un posible sucesor al trono, alejaría a Gaseli para siempre.
—Lo sospechan. No es difícil de averiguar, solo debes reconstruir el árbol genealógico de la familia real retrocediendo unos trecientos años. Imil es una casa conocida por contar con los mejores sabios, no me sorprendería que hayan dado con mi secreto. Si llegan a tenerme en sus manos, podrán hacer una reclamación formal a la corona a la par que revelan el sucio secretillo del rey.
—Y pondrían tu cabeza en peligro —repuso Shalus.
—La de todos nosotros —suspiró—. A estas alturas el rey debe saber que somos aliados o al menos, enemigos. Son a los únicos a los que invitas a bodas y banquetes.
Mi cabeza iba a tal velocidad que parecía llevada por mil caballos desbocados. Esto lo cambiaba todo. No me había detenido a pensar demasiado en la manera de acercarme a Cian para salvar a Gaseli, pero esta podía ser una salida.
—Finge aceptar —indiqué—. Esto lo cambia todo. Podemos trabajar con ellos.
—¡¿Qué?!
—Tu juventud te está fallando.
—No es así, si nos unimos a ellos tendremos acceso a sus más bajos y oscuros secretos. Cuando tengamos pruebas suficientes, los entregaremos a Cian. —Me sorprendí ante la firmeza de mi voz y la seguridad en mis palabras—. Ellos creerán que estamos tan indignados como ellos por el secreto de Cian, que no permitiremos que sangre de Calixtho gobierne nuestro futuro y que ofrecemos nuestra arma más preciada —señalé a Ukui—, como prueba de nuestras buenas intenciones.
—Estás loco. Yo soy partidario de atacarlos, destruirlos. El rey nos escuchará si explicamos nuestras razones.
—¿Y perder vidas? —siseé.
—Son nuestros hombres, deben vivir y morir por nosotros —espetó Shalus.
La oportunidad se escapaba de entre mis dedos con rapidez. No podía permitirlo. El sabor de la adrenalina inundó mi boca y alimentó mi lengua.
—Hay algo más para lo que necesitaremos a nuestros hombres, algo superior a todo esto —dije a toda prisa. Esperaba estar en lo cierto y que aquel sacerdote que me había invitado al monasterio no lo hubiera hecho solo por motivos místicos—. Los sacerdotes hablaron conmigo. Permítanme escucharlos, si estoy en lo cierto, no conviene involucrarnos en una guerra interna.
—Lo que dices no tiene sentido, pero como nuevo héroe del reino ese es tu privilegio —accedió Ukui—. Visítalos, escucha sus sabias palabras y según lo que te digan, tomaremos un camino u otro.
Nos despedimos con una reverencia rápida. Ukui y Shalus tenían un viaje por delante, solo para asegurarme, ordené a alguno de mis hombres que los siguieran de cerca. Todo empezaba a complicarse y ellos eran la llave de la libertad para Gaseli. La sangre de aquellos cuatro señores la liberaría por fin.
Presioné mi espalda contra el respaldar de mi silla. Me sentía rígida, como si la carga de mil mundos descansara sobre mí. Miré mis manos, aún podía sentir en ellas el crujir de los cuellos de mis capitanes y soldados, los últimos latidos de Yelalla, apreté los puños. No era hora de preocuparme por eso.
De la nada, un fuerte estruendo se dejó escuchar. Levanté la vista, mi mano se dirigió a mi daga y la empuñé con firmeza. La puerta había sido abierta de par en par con tal violencia que la manilla se había clavado en la pared vecina. Allí, bajo el marco, se encontraba Jadiet, con el rostro sonrojado, respirando con dificultad y con algunos mechones sueltos enmarcando la ira que manaba de su piel.
—¿Jadiet?
—¿Cómo te atreves a tomar otra decisión por mí? —rugió.
Separé mis labios, pero ningún sonido escapó de mi garganta. Frente a mí se encontraba la diosa de la furia y del fuego. Algo en mi interior se agitó, algo que se suponía que debía atar con cadenas de acero y candados de diamante.
—¿Qué decisión? —inquirí, mi voz escapó rodeada por temblores y balbuceos indignos.
—¡Asignarme un maestro de escritura y lectura!
—Asumí que deseabas continuar las lecciones que empezaste en casa de tu padre —respondí a toda prisa ¿acaso no deseaba leer y escribir?
—¡Ese es el problema! Asumiste —gruñó—. No quiero nada que venga de ti a menos que YO lo pida.
Cerró la puerta de golpe y escuché sus pasos alejarse a toda prisa por el pasillo. Pisaba con fuerza, prueba de su furia e indignación.
N/A: Jadiet está empecinada en hacerle la vida imposible a Inava y parece que va rumbo a lograrlo ¿Qué opinan? ¿Qué creen que pasará a continuación?
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