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Nuevas estrategias

El despacho de Lamond era, por decir lo menos, un contraste total respecto a la mansión. Era un lugar pequeño, casi silvestre. Las paredes estaban compuestas por rocas sin tratar, brillantes solo por el paso del tiempo. En ellas podías encontrar gran cantidad de estanterías llenas de libros y algunas piezas de arte diminutas. Justo en el centro se encontraba una gran mesa redonda, en el centro destacaban los viejos trozos de pergamino y en su exterior habían dispuesto varios platos con carne asada, queso, vegetales y frutas. La imagen provocó en mi estómago un sonoro gruñido, Jadiet rio por lo bajo y me guio de la mano hasta una de las sillas, tomé asiento y ella de inmediato se dio a la labor de llenar mi plato con todo tipo de alimentos.

—Jadiet —protesté.

—Shhh, está bien, quiero hacerlo —dijo para luego señalar con la barbilla como Humbaud y Sianis repetían sus acciones con sus respectivas parejas—. No hay nada malo en consentir a tu pareja de vez en cuando. Podemos hacer de esta costumbre de Luthier algo especial si así lo deseamos.

Acepté sus palabras y pronto nos encontramos comiendo en un silencio agradable, roto solo por los gemidos de alivio y las alabanzas de Humbaud al sentir su estómago lleno por primera vez en días por auténtica comida caliente y no pan duro y carne seca.

En cuanto la comida desapareció, Avelin dispuso de los platos y copas vacíos mientras Lamond encendía algunas velas extras. Había un aire de unión y equidad entre todos que mis labios no dudaron ni un instante en formar una sonrisa. Esto era lo que necesitaba Luthier. Trabajo en equipo, igualdad. Si iba a trabajar con ellos no debía haber secretos.

—¿Estás segura? —susurró Jadiet al leer la resolución en mi mirada—. Si lo haces los involucrarías en todo esto.

—Ya lo están, Jadiet.

Aparté la silla hacia atrás y me levanté. Los ojos de todos se clavaron en mí y en respuesta mi corazón aleteó furioso contra mis costillas. Empujé la sensación de burla, de vergüenza y de dolor a lo más profundo de mi mente y clavé mis ojos en Humbaud y Lamond.

—Queridos amigos, me siento honrado por su recibimiento y su confianza en mí, pero para hacer honor a ellos debo decirles la verdad —el silencio fue mi respuesta, nada se movía en aquella habitación salvo mis dedos nerviosos—, no soy quien creen que soy. —Miré hacia el techo unos instantes, necesitaba controlar mi respiración—. No soy Ialnar, soy Inava, su hermana gemela. He tomado su lugar y mi misión es liberar Lusiun.

Solo el suave susurro del viento al ingresar al despacho interrumpió el pesado silencio que se instauró en el lugar después de mi confesión. Humbaud me miraba con una mezcla de admiración y miedo, mientras que Lamond solo lo hacía con entendimiento, aunque con algunas dudas latentes en el fondo de sus ojos.

—Entiendo —dijo por fin—. Lo entiendo por completo, Inava. Eres una guerrera de Calixtho, justo como Sianis. Quiero que sepas que no te consideramos nuestra enemiga, sino una aliada valiosa. Disculpa si tengo mis dudas, no dejo de ser un hombre de Luthier y como tal, algunas enseñanzas de mi juventud me son difíciles de superar. —Se levantó y desenvainó su espada—. Sin embargo, no soy un tonto y sé reconocer a un verdadero guerrero. —Clavó su espada en el suelo y se arrodilló frente a ella—. Tienes mi espada y mis aliados a tu servicio, Inava de Calixtho.

El aire se tornó espeso y casi imposible de llevar a mis pulmones, la solemnidad detrás del juramento de Lamond era abrumadora. Desenvainé mi espada y le imité.

—Lamond, tienes mi espada y a mis aliados a tu servicio. Estoy seguro que juntos lograremos acabar con la tiranía.

Humbaud eligió ese momento para lanzar un grito de emoción, nos abrazó a ambos con sus brazos y juntó nuestras cabezas.

—Son las dos personas a las cuales confiaría mi vida sin dudar.

Finalizado cualquier acto solemne, decidimos empezar por lo importante, los pergaminos. La tinta se encontraba corrida en algunos lugares y en otros, parecía haberse desvanecido casi por completo. Unir frases y dibujos era una tarea titánica, en especial con aquellos retazos a los que les faltaba un trozo del borde o cuando sus irregularidades no coincidían con las del vecino.

—¿Dices que los acólitos habían escondido esto en el monasterio? —inquirió Humbaud mirando de cerca uno de los pergaminos con ayuda de una lupa.

—Así es, estaban bien ocultos —admití.

—Debieron de haberlos eliminado y no conservado, imagino que el temor a la ira de Lusiun impidió que lo lograran —repuso Lamond juntando dos piezas que observaba a contraluz—. Por lo que puedo leer aquí, mencionan a una tal Alandri. En ningún momento de mi vida he escuchado tal nombre, quizás la historia que a todos nos contaron de niños es falsa.

—¿No lo es cualquier historia sobre dioses? —intervino Avelin, quien demasiado ocupada colocando diferentes objetos pesados sobre los cuadros para alisarlos como para medir sus palabras.

—Toda leyenda tiene un origen real —dijo Sianis—. Todos tenemos a alguien sobre nosotros. Tenemos gobernadores, condes, nobles y reyes y sobre ellos, alguien superior, que dicta y controla este mundo y nuestras vidas.

—Eres tan crédula —bufó Avelin.

—Y tú tan sacrílega.

Esperaba un conflicto entre ambas, pero solo compartieron una sonrisa, luego una risita y finalmente un beso que sin duda alguna les robó todo el aire de los pulmones y parte de su alma. Humbaud y Lamond interrumpieron su labor para contemplarlas con cariño y aprecio, suspiraron a la vez y compartieron un beso casto entre ellos.

—¡Por Lusiun! —Una voz tan reseca como un desierto rompió la burbuja que se había formado a nuestro alrededor. Levantamos y giramos nuestras cabezas con tal velocidad que pude escuchar diferentes crujidos dominar el silencio tenso e incómodo que llenó el despacho.

Se trataba de un hombre de mediana edad, con una calva incipiente, pantalones de faena y una camisa blanca cubierta de manchas de sudor.

—Conocía los rumores, los había ignorado por la paga, pero esto... —jadeó horrorizado. Dio media vuelta y corrió pasillo abajo.

Jadiet, que se encontraba a mi diestra y más cerca de la puerta, se arrojó sobre mi regazo, desenvainó mi espada y corrió detrás de él. Sianis y yo la seguimos, Avelin, Lamond y Humbaud nos pisaban los talones. El terror de ser descubiertos había dado paso a la emoción de la cacería, a una respuesta de lucha a muerte que encendía nuestra sangre y la llenaba de valor.

Desde el fondo del pasillo nos llegó el inconfundible sonido de la batalla. El impacto de metal contra metal y los gruñidos de dos personas luchando a muerte. Aceleré mis pasos, Jadiet podía hacer frente a un simple jardinero, pero no a un jardinero con entrenamiento militar. Si aquel hombre era un soldado retirado, Jadiet se vería en apuros.

Me detuve a unos pasos de la acción. El jardinero luchaba con sus tijeras. Enfrentaba los mandobles de Jadiet con su herramienta con una mezcla de torpeza y firmeza. Después de todo, luchaba por su vida. Había escuchado y visto demasiado, era él o nosotros.

Jadiet tropezó con el bajo de su vestido, situación que aprovechó el hombre para abrir las tijeras y tratar de cerrarlas sobre el cuello de mi esposa. Por suerte ella recuperó el balance y con un giro impactó la empuñadura de su espada en las costillas del jardinero. Un enfermizo chasquido nos dio entender que había dado en el blanco y lo había fracturado. El hombre aulló y cayó al suelo de rodillas. Jadiet giró de nuevo y cortó su espalda con un golpe diagonal. De inmediato giró sobre sus pies y lo enfrentó con la espada en alto, lista para dar el golpe final.

Contuve el aliento, esta era la prueba final, el momento de la verdad. Jadiet debía actuar sin dudar. Mancharse por primera vez con la sangre de un enemigo, perder su inocencia para siempre y cargar en su conciencia con la muerte de su primer oponente.

Un instante de duda y una espada débil fueron suficientes para el jardinero, quién levantó sus tijeras en dirección al estómago de Jadiet. Rojo contra turquesa, Jadiet alcanzó a dar un paso hacia atrás y apartarse del filo mortal antes que hiciera demasiado daño, o eso esperaba. Fue mi señal para avanzar, extraje una daga de mi bota y apunté a sus pulmones. El tejido fibroso dio paso al filo de mi arma y lo abrazó con infame benevolencia. Un grito ahogado por un gorjeo fue todo el sonido que pudo emitir el jardinero. Jadiet observó la escena pasmada y pálida.

Sianis dio un paso al frente con una daga lista para rebanar el cuello del jardinero, Lamond llevaba su espada al ristre, listo también para acabar con nuestra indeseada visita. Levanté una mano y los detuve.

—Tiene que hacerlo Jadiet —dije por lo bajo y con seguridad. Era una prueba que debía sortear y superar por su cuenta. Cerré mi mano alrededor de la empuñadura de mi daga, deseaba acabar con el trabajo, pero incluso los animales llevaban a cabo tales acciones. Una tigresa siempre entrenaría a sus cachorros para matar, por cruel que pudiera parecer.

Sianis asintió y guardó la daga en su bota, Lamond hizo otro tanto con su espada. Humbaud observaba la escena en la distancia, quizás demasiado horrorizado como para intervenir.

—Solo recuerda, Jadiet, hazlo rápido y certero, debes matarlo, pero no provocarle sufrimiento innecesario —aconsejé—. Sabes cómo hacerlo.

Jadiet asintió, levantó mi espada y la apoyó en su antebrazo, luego clavó la punta con ligereza sobre el pecho del jardinero. Un trabajo un tanto difícil porque no paraba de temblar, toser y agitarse.

—Jadiet, hazlo —indiqué—. No permitas que sufra más.

Observé como su garganta subía y bajaba con dificultad, luego como su cuerpo se relajaba para luego tensarse. Sus labios se fruncieron debido al esfuerzo y con un grito ahogado dejó ir su peso sobre la espada. Un crujido y un golpe seco después el jardinero yacía sobre el suelo. Me apresuré a tomar mi espada, limpié la hoja en la ropa del difunto y envainé. Lamond y Avelin se apresuraron a tomar el cuerpo por los brazos.

—Nos encargaremos de él, esta mansión tiene un foso profundo en el que solemos arrojar algunos desechos. Nadie sospechara —explicó Lamond—. Mientras tanto, deberían darle un vistazo a eso. —Señaló con la nariz la herida de Jadiet—. No podemos confiarnos. Nos reuniremos en cuanto terminemos.

Me acerqué a Jadiet y revisé su herida, no era demasiado profunda, saqué un pañuelo limpio del interior de mis bolsillos y lo presioné con cuidado sobre la zona para detener el sangrado. Con algo de suerte solo necesitaría una profunda limpieza. Unas tijeras de jardinería difícilmente eran el arma más limpia de todas.

—Buscaré vino y miel —dijo Sianis—. Esperen por mí en el despacho.

Conduje a Jadiet de regreso al despacho, parecía una especie de muñeca, solo se dejaba llevar por mi brazo sin hacer algún esfuerzo por acompañar mis movimientos o resistirlos. Podía entenderla, no era fácil acabar con una vida, ni algo que una persona cuerda deseara hacer. Sin embargo, era necesario y como guerrera era peligroso detenerse a pensar en la moral justo en plena batalla.

—Tienes mucha suerte y buenos reflejos. Es poco más que una cortada —dije en cuanto logré sentarla frente a mí en la mesa. Rasgué un poco el vestido, para horror de Humbaud, y revisé a conciencia los bordes y el interior de la herida. Sianis eligió ese momento para regresar con vino y gasas.

—¡Ah! —No pude evitar alegrarme en cuanto escuché a Jadiet protestar por el ardiente beso del vino contra su carne, aunque era una exclamación de dolor, me demostraba que estaba ahí y no perdida en algún lugar oscuro e inhóspito de su mente.

—Tranquila, estarás bien —susurré, no tanto por aquella herida que se sumaría a las pequeñas marcas en su piel, sino por lo que seguro estaba pensando—. Todo pasa.

Lamond y Avelin se reunieron con nosotros cuando terminaba de vendar a Jadiet. Rodeé su cintura con mis brazos y la ayudé a bajar de la mesa. No quería que empeorara su lesión con algún movimiento brusco. Podía ser una herida pequeña, pero incluso estas podían representar un peligro para la vida si no tenías cuidado.

Reanudamos nuestro trabajo sin apenas compartir algún comentario por lo que acabábamos de vivir, esta vez, Lamond se aseguró de cerrar la puerta con cerrojo. La atmósfera era tensa, para nada amigable o cálida. Habíamos enfrentado nuestro primer contacto con la realidad.

Cuadro a cuadro organizamos la historia lo mejor que pudimos, pronto el tiempo y la emoción pasaron a ser solo un recuerdo lejano. Había cosas más importantes de las cuales preocuparse, como la tinta corrida o nuestros siguientes pasos si la historia y las leyes de Lusiun resultaban una farsa.

Me tomé un respiro y miré a Jadiet, continuaba revisando con intensidad el mismo pergamino de hacía horas. Sus ojos estaban vacíos y anegados en lágrimas, sus nudillos estaban blancos debido a la fuerza que ejercía sobre el viejo pergamino.

—Jadiet, déjalo. Vamos, creo que debes descansar —susurré con infinita ternura cerca de su oído. Me permitió retirar el pergamino, por suerte no lo había dañado, salvo por algunos dobleces en los bordes.

—La llevaré a nuestra habitación. —Anuncié a los demás, luego tomé la mano de Jadiet entre las mías, pero ella la retiró con furia.

—No necesito mimos, Inava. Estoy bien —rugió. Sus ojos se encontraban enrojecidos en los bordes y sus labios pálidos no temblaban sin control— ¡No quiero que avancen sin mí!

—Jadiet, acabas de matar un hombre, está bien si necesitas un segundo para reponerte. Nadie te considerará menos por eso —dijo Avelin—. No es sencillo.

—No se trata de eso —negó con la cabeza—. Se trata de mi cobardía. He entrenado tanto y ahora, en el momento de la verdad, me he congelado —golpeó la mesa—, me congelé como un corderito asustado, como la niña débil que era antes. —Gruesas lágrimas bajaron por sus mejillas— ¿De qué sirvió todo si no puedo pelear de verdad?

—Jadiet, fue tu primera pelea real, no seas tan dura contigo misma —intervine—. Nadie es perfecto en su primera pelea, todos tenemos reacciones diferentes.

—Yo casi muero por quedarme pasmada —espetó y apartó la mirada, de la nada, una polvorienta estantería era más interesante que su esposa. Busqué su mano y acaricié sus nudillos.

—Pero reaccionaste a tiempo, lograste esquivarlo en el momento justo. Esta pelea es la prueba que necesitabas, Jadiet, el entrenamiento está dando resultados y puedes considerarte una guerrera.

—Pero no pude... yo...

—Para todos es diferente y más o menos difícil. A veces simplemente ocurre en batalla, tu espada se desliza dentro de un cuerpo y te das cuenta de ello cuando te encuentras sola a mitad de la noche. Tu enfrentaste una situación diferente, un enemigo caído que debía morir y que te dio tiempo a pensar. Es mucho más difícil, Jadiet, pero una vez pasado esto, —tomé aire—, aprenderás a manejarlo.

—No quiero convertirme en un monstruo —susurró— ¿Y si me acostumbro a matar? O peor: ¿y si me paralizo en cada batalla?

—No te convertirás en un monstruo, te estás planteando la idea y te repulsa, esa es toda la prueba que necesitas —dije mientras trataba de convencerla de mirarme a los ojos—, en ocasiones solo tienes que pensar en el peligro que representaban para ti y quienes amas. ¿Qué iba a hacer ese hombre?

—Denunciarnos —susurró, por fin nuestras miradas se conectaron. Sonreí y aparté sus lágrimas con mi pulgar.

—Sí, denunciarnos y enviarnos a una muerte terrible y segura. No se lo pensó dos veces antes de escapar. Salvaste nuestras vidas.

Por fin Jadiet esbozó una pequeña sonrisa, tomó mi mano entre las suyas y descansó su cabeza sobre ella.

—Tú lo detuviste por mí.

—Sí, y lo lamento —bajé la mirada, en el momento había parecido una gran idea, pero ahora que podía leer la tormenta y la oscuridad en el rostro de Jadiet, no dejaba de preguntarme si esa había sido la mejor decisión—, quizás obligarte a acabar con él no fue lo mejor, pero...

—Calla, tonta, lo hiciste por una buena razón. Solo debo asegurarme de honrar tu confianza en mí. —Liberó mi mano, terminó de secar sus lágrimas con la manga del vestido y miró a todos en la mesa—. Terminemos con este rompecabezas, debemos avanzar.

***

Cerca del atardecer las piezas encajaron por fin. Un gran pergamino se extendía ante nosotros. Las letras casi borradas por el tiempo no contaban la historia de la primera Gran Oscuridad. Lamond tomó el honor y de pie sobre una de las sillas empezó a leer en voz alta para todos:

Trutbald era mi nombre, yo era un humilde granjero en el albor de los tiempos hasta que Lusiun el Grande decidió nombrarme como su representante entre los mortales. Durante esa época marcada por la oscuridad, la lucha, los monstruos y las guerras sin cuartel, fui elegido para dictar a las nuevas generaciones nuevas reglas de vida que nos llevaran a la grandeza y hacia la paz.

Escribo estas memorias para las futuras generaciones, para que nunca olvidemos nuestro pasado y, en consecuencia, jamás perdamos el camino hacia el futuro.

Trabajaba yo la tierra junto a mis queridos vecinos y como buen hombre rendía homenaje a Alandri, Lusiun e Ilys, nuestros tres grandes dioses regentes y protectores. Ellos nunca habían hablado con nosotros en persona, pero no nos importaba, porque ellos siempre garantizaban nuestro sustento. Una gran relación, a cambio de alabanzas obteníamos vida. No necesitábamos más, podíamos controlar nuestros problemas mundanos, o eso creíamos.

Sucedió un día, el día más caluroso del verano, estaba revisando las cercas que protegían nuestras tierras cuando la sombra de un árbol llamó mi atención. De la nada me sentí agotado, como presa de un hechizo. Mi cuerpo se dirigió hacia ese lugar y dormí por largas horas mientras Lusiun continuaba su viaje en el cielo. En un momento dado, sentí su beso en mi frente. Su calor no me molestó, emanaba vida y poder, era como respirar fuego.

Nuestro gran señor decidió contarme su historia, estaba aburrido en el cielo y ningún humano le había resultado interesante hasta que sus rayos dieron conmigo. Quise reír, era un granjero enjuto, con la piel cubierta de callos y ronchas y con un gran corazón, pero, ¿quién era yo para juzgar la sabiduría divina?

—Nunca has dado la espalda a tus vecinos y por eso eres mi elegido —admitió Lusiun—. La humanidad no deja de florecer en este mundo y no ha escapado a nuestra atención que no cuentan con leyes que regulen sus vidas. Junto a Ilys y Alandri he creado esta colección de leyes que deben de seguir al pie de la letra para vivir en paz junto a todos los hombres. Solo así podrán crecer y expandirse en este mundo.

Lamond terminó de leer y nos miró a todos.

—Siguen las leyes, estas no son las leyes que rigen Luthier —susurró—. No habla de pecados ni de prohibiciones, ni siquiera de control sobre las mujeres o sobre la persecución del amor entre dos hombres o dos mujeres. —Tomó aire con dificultad— ¿Nos han engañado todo este tiempo?

—¿Qué dicen las leyes? —inquirí, la emoción burbujeaba en mi pecho. Habíamos dado con una mina de oro.

No hagas jamás a tu vecino aquello que tú odias.

Ama a todos como si fueran tu propia familia.

Nunca levantes un arma contra tu hermano.

Todo lo que tomas de la tierra asegúrate de devolverlo de alguna manera.

Siempre se agradecido.

Vive tu vida siendo feliz, pero no olvides proteger la felicidad de tu vecino.

Si alguien comete un crimen, debe ser juzgado según la gravedad del mismo. Muerte al asesino y al traidor, perdón al ladrón, cárcel al reincidente y exilio a los déspotas y corruptos.

—He escuchado suficiente —susurró Humbaud—. Son leyes justas y perfectas, ¿por qué fueron alteradas?

—Quizás debamos continuar con la historia. Muchas de nuestras leyes fueron escritas después de la primera Gran Oscuridad —intervino Avelin—. Además, hay un tercer personaje en esta historia, uno que nunca había escuchado... Alandri.

—Presiento que esto no nos gustará —dije por lo bajo—. Un dios y dos diosas. Empiezo a entender por qué ocultaron todo esto.

—Vivimos una mentira durante siglos —secundó Jadiet.

Observé los pergaminos. En ellos se encontraba toda una revolución para Luthier, para sus habitantes y la futura caída de Cian. Mis manos temblaron presas de un frío que congelaba mis huesos. No iba a poder hacerlo sola. Eneth tenía que saber de esto y apoyarme con trabajo interno. Compartí una mirada con Sianis, la determinación en sus ojos me reveló que compartíamos opinión. Esto era demasiado poderoso como para cometer algún error. El final de la guerra por fin se encontraba en nuestras manos.

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