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Necesidades

Con todo lo ocurrido en el día, casi había olvidado mi promesa a Ureil, por suerte, bastó con una orden a las cocinas para que lo prepararan todo. Al igual que en Calixtho, en Luthier se alcanzaba la adultez a los dieciséis años y era un momento especial, uno que algunos celebraban con banquetes y una visita a algún repulsivo burdel lleno de esclavas. Ureil solo deseaba un banquete y parecía feliz con la idea. El alivio en su mirada confirmó mis temores, de cumplir esta edad en su hogar, su padre lo habría llevado a rastras a algún lugar de mala muerte con el objetivo de hacerlo un hombre de verdad.

—Es increíble, ese chico nos descubre y tú lo premias con un banquete —protestó Jadiet mientras se cambiaba de vestido. No entendía la manía de cambiar de ropa si solo íbamos a cenar en mi castillo, pero no iba a quejarme, aquella costumbre me estaba regalando la inolvidable imagen de Jadiet en ropa interior.

—No voy a castigarlo por mi error. Fui yo quien no echó el pestillo —respondí mientras vestía una camisa de seda azul.

—Y fue él quien decidió escuchar detrás de la puerta. —Un fuerte aroma a canela y flores llenó la habitación. Jadiet parecía descargar su furia con el envase de perfume.

—Eso solo significa que necesitamos un mejor lugar para nuestras reuniones. Ureil no es un peligro para nosotros. El verdadero peligro es Alfwin y aún no sé cómo deshacerme de él —confesé. Até mi talabarte y ajusté mi espada en su vaina antes de dirigirme hacia donde estaba Jadiet. Deslicé mis brazos por su cintura y tomé la ofensiva botellita de perfume de sus manos—. Aunque, me acabas de dar una idea, podría encerrarlo contigo y esta botellita, lo ahogarías hasta la muerte.

Observé nuestro reflejo en el pequeño espejo del tocador. Jadiet lucía hermosa, con un leve rubor destacando sus mejillas y una gota de color carmesí en sus labios. Había peinado su cabello en un moño alto, con algunos mechones sueltos para enmarcar su rostro. El vestido tenía un escote cuadrado que, junto al moño, hacían que su cuello se extendiera por siempre. Su piel llamó a mis labios y pese al intenso aroma del perfume, me perdí en aquella extensión cremosa y suave.

—Inava, llegaremos tarde a tu propio banquete —protestó Jadiet con fingida molestia.

—Podemos no presentarnos, dejarles el vino y la cerveza. —Acaricié sus clavículas y su pecho desnudo con la punta de mis dedos y recorrí el encaje del escote con mi dedo meñique. En lo único en lo que podía pensar era en retirar aquel odioso vestido y volver a escuchar la suave sinfonía que me había regalado en el bosque.

—No, sería muy mal visto. Fuera manos. —Una línea ardiente se dibujó en el dorso de mi mano de manera tan repentina que la retiré más por la sorpresa que por el dolor. Jadiet blandía en sus manos una sencilla lima de uñas.

—Vaya arma —mascullé antes de separarme de ella y tenderle mi mano—. Bien, iremos al banquete, bailaremos y nos divertiremos un poco.

—Y pensaremos como acabar con Alfwin —señaló Jadiet mientras tomaba mi mano—. No podemos dejar cabos sueltos.

—¿Quién eres y qué hiciste con la vieja Jadiet? —inquirí con cierto orgullo. La hice girar con ayuda de mi mano para apreciar aquel hermoso vestido negro. Abrazaba sus curvas a la perfección y resaltaba todos sus atributos.

—Alguien puso una espada en mi mano y conocimiento en mi mente, dos regalos que jamás podré pagar. —Dejó de girar y apoyó sus manos en mi pecho. Sus ojos brillaban con anhelo y orgullo—. Alguien me enseñó de lo que soy capaz. —Apoyó su peso en la punta de sus pies y robó un beso a mis labios—. Me temo que tendré que pasarme la vida amándote para saldar mi deuda.

—No tengo quejas —balbuceé. Todo en Jadiet era especial, incluso sus ocurrencias.

—Tú y tu torpeza —acarició mi barbilla—, te ves muy linda cuando balbuceas, es como si te pusiera tan nerviosa que pierdes todo control sobre ti misma. —Deslizó sus dedos en mi cabello— ¿Puedo cortar tu cabello? Empieza a estar algo largo y aunque te ves hermosa con el cabello así, luces mucho mejor cuando está corto.

—Por supuesto, puedes hacerlo mañana, con la luz del sol.

—Dalo por hecho —sonrió y revolvió mi cabello—. Me encanta como rebotan tus rizos.

Entre risas recorrimos el pasillo que daba al salón. Mis manos no dejaban de recorrer la cintura de Jadiet y labios no dejaban de protestar en broma y robar besos a los míos en cada oportunidad. Al llegar al salón una máscara de seriedad cubrió nuestras facciones, ahora éramos marido y mujer, un matrimonio respetable de Luthier no podía llegar entre juegos y besos a una fiesta. ¡Como extrañaba la libertad de Calixtho!

En el salón se encontraban todos como de costumbre y para variar, sus expresiones eran de tedio y rabia mal disimulados. Alfwin no paraba de mirar a Enael con cara de pocos amigos y Ebbe hacía su mejor esfuerzo por entablar algunas conversaciones. Ureil sonreía de oreja a oreja en respuesta a lo que Enael le susurraba en el oído y Audry solo rodaba los ojos al escucharlos.

Jadiet tomó asiento a mi lado y empezó a servir mi plato, pronto lo llenó de garbanzos, carne asada y una ensalada de aspecto mustio. Llené mi vaso de vino y lo levanté, mis caballeros me imitaron.

—Ureil, hoy alcanzas una nueva etapa en tu vida. Una llena de responsabilidades, peligros y decisiones importantes. Deja que la sabiduría, la experiencia y tu corazón guíen tus pasos y no temas nunca luchar por lo que consideras correcto.

El chico levantó su copa con alegría y bebió hasta vaciarla. Enael se apresuró a rellenar de nuevo la copa y la entregó en sus manos con un roce de dedos accidental, pero no por ello menos indiscreto. Tal acción se ganó un bufido de parte de Alfwin. Tomé un trago de vino y empecé a comer, Enael debía de ser más cuidadoso con sus acciones o pronto me vería en la obligación de salvarle la vida.

—Y bien, Ureil, ¿pretendes divertirte esta noche? —inquirió Alfwin con una sonrisa sórdida.

—¿Divertirme, señor? —respondió el joven con educación—. Claro, para eso el señor Ialnar organizó este banquete. —Levantó su copa y dio un trago con una sonrisa—. Le estoy agradecido, mi señor.

Asentí con lentitud y traté de llevar una nueva cucharada de garbanzos a mi boca, para mi tormento ya habían perdido todo su sabor.

—Vamos muchacho, este día es especial, no debe quedar solo en un banquete —repuso uno de mis capitanes. Su esposa, que estaba sentada a su lado dio un respingo. Era evidente donde se encontraba la mano que había desaparecido bajo la mesa—. Hoy debes hacerte un hombre en toda la definición de la palabra. ¿No es así, mi señor?

Quería escapar de aquella conversación, pero era imposible. No paraban de solicitar mi atención y habría sido mal visto ignorarlos.

—Solo si él lo desea, por supuesto. —Un pisotón de parte de Jadiet me reveló que no estaba para nada conforme con mi respuesta y pronto comprendí por qué. No era un insulto hacia ella o hacia cualquier mujer, había dejado en evidencia al inocente Ureil. Todos los hombres sonreían y él solo trataba de encogerse en su asiento.

—¿Qué dices, muchacho? ¿Quieres o no?

—Todos esperan alcanzar tu edad para experimentarlo.

—Es momento de que pruebes lo bueno de la vida, ¿cómo no querrías experimentarlo?

—Bien hecho —masculló Enael a mi lado. La mesa poco a poco era tomada por un bullicio sin control. Cada cual parecía querer hablar más alto que quien le interpelaba o quien intervenía en la conversación antes que él.

—Quiero decir, que cuando él esté listo probará, con su esposa, como debe ser —dije a viva voz. Un silencio marcado por la vergüenza descendió sobre la mesa. Las esposas de aquellos hombres me miraron con gratitud.

—No venga con mojigaterías, mi señor —dijo Alfwin—. Todos sabemos que...

—Todos sabemos lo que dice Lusiun al respecto. Que hayamos convertido la mayoría de edad en una fiesta llena de pecado y lujuria aún a costa de los deseos del agasajado no solo trasgrede sus principios, sino que se convierte en una celebración del cuerpo y del sexo por el sexo, sin el sacro objetivo con el que fue creado. ¿Quién les dijo que para hacerse hombre debe yacer con una mujer?

Quería decir otras cosas, pero habría significado mi muerte en manos de aquellos hombres que ya me miraban con odio mal disimulado. Alfwin solo alzó su copa en mi dirección e inclinó su cabeza por respeto, uno muy mal actuado.

Por suerte el banquete no duró mucho. Debido a nuestro aporte para la gran batalla, no contábamos con demasiados alimentos para gastar en banquetes y otros actos superfluos, más si contábamos con vino y cerveza en abundancia, una mezcla letal si Enael y Ureil continuaban compartiendo miradas por encima de sus copas. Estaba por intervenir cuando los músicos rompieron el tenso ambiente con sus alegres melodías, aquello sirvió como distracción para los cada vez más iracundos generales.

—¿Bailamos? —pidió Jadiet—. Sé que la situación no es la mejor y que estás a punto de decapitar a Enael, pero ambos son adultos y saben lo que hacen. Divirtámonos un rato esta noche —susurró con un tono cálido y lleno de implicaciones, o al menos, así lo percibió mi mente. No hacía falta más de parte de Jadiet para llevarla a límites y emociones incontrolables.

—Está bien, bailemos un rato. —Tendí mi mano y como un buen caballero le pedí un baile. Jadiet aceptó con una reverencia, como la perfecta esposa y dama que era. Ahogamos unas risitas mientras nos dirigíamos al espacio destinado para el baile. Una burla silenciosa a un sistema que estábamos destruyendo día con día, incluso si era a nivel personal.

Nos deslizamos sobre el suelo como la primera vez que nos conocimos, en perfecta sincronía, sus pasos armonizaban con los míos hasta tal punto que no se sabía quién guiaba a quien. Giro a giro su cabello empezó a escapar de su moño, pero no importaba. Sus ojos eran el centro de mi universo, su cálida piel en mis manos era todo lo que me anclaba a la realidad y el suave vaivén de su pecho al respirar era todo lo que necesitaba para mantenerme con vida junto a ella por toda la eternidad.

Para la siguiente pieza Enael pidió la oportunidad de bailar con Jadiet, no quería hacerlo, no quería separarme de su calor durante toda la noche, pero ella le miró con emoción mal contenida y luego tiró de mi mano para indicarme que aceptara. Aunque aquello me confundió, pues no eran los mejores amigos sino fieros rivales en el amor, la idea de una posible reconciliación me hizo concederle la pieza, quizás habían enterrado las armas de guerra y se disponían a trabajar juntos.

Busqué a Audry, ella consintió el baile y con la rigidez y firmeza típica de alguien de Cathatica que oculta su naturaleza, siguió mis pasos. Mientras nos balanceábamos entre las parejas, pude ver como Jadiet susurraba algo a Enael y este asentía con seriedad. No me gustó nada verlos compartir así. Había algo que me estaban ocultando, ¿por qué reían y susurraban? Se suponía que todo lo que nos unía era mi misión y cualquier decisión o discusión respecto a esta debía ocurrir frente a mí.

—Pareces un esposo celoso —advirtió Audry masajeando mi mano. Fue entonces cuando noté que estaba sujetando la suya con demasiada fuerza.

—No estoy celoso —respondí entre dientes.

—Déjalos, si es algo importante lo sabrás, tienes que confiar en ellos. —Giró llevándome con ella a un nuevo lugar, uno desde el cual no podía ver a Jadiet y a Enael.

—Enael es un hombre muy bien parecido —espeté—. No me sorprendería que Jadiet se sintiera atraída por él. —Incluso en mis oídos aquello carecía de sentido, pero para mi corazón significaba mucho.

—Tonterías, solo tiene ojos para ti. Deberías escucharla, siempre desesperada por aprender a leer para por fin dar buena cuenta de ese libro negro que oculta con tanto celo, para aprender más de este mundo y estar a tu altura. No quiere ser una esposa de mente vacía, quiere tener algo para ofrecerte. Esa mujer te ama con locura.

—Ya veremos —mascullé, hice lo posible para no ruborizarme, aunque era una batalla perdida.

La pieza terminó y Enael regresó con Jadiet, ambos compartieron una mirada cómplice antes de separarse, él me entregó su mano y se inclinó ante mí. La expresión en sus ojos era ilegible. Al incorporarse se excusó de la fiesta alegando cansancio, le permití marchar y observé como despeinó el cabello de Ureil al pasar frente a él y desapareció como una sombra en uno de los pasillos.

—¿De qué hablaban? —pregunté con fingido desinterés. Mi sangre ardía y burbujeaba convertida en alguna sustancia viscosa de color verde.

—Oh, de que debía ser más cuidadoso con Ureil, se le nota demasiado que empieza a babear por él —respondió mientras soltaba su cintura para hacerla girar sobre mi otro brazo— ¿Me estabas observando? —preguntó con atrevimiento cuando el giro la regresó a mi pecho.

—Estaban bailando cerca, fue inevitable verlos —mascullé. La gran explosión verde en mis venas se vio controlada por un momento.

—No tienes por qué estar celosa, mi amor, solo tengo ojos para ti —bufé un "si" muy silencioso, por lo que agregó con un susurro apasionado—: en especial luego de lo que hicimos en el bosque. —Sus palabras actuaron como magia sobre mí, quería permanecer enojada con ella y con Enael, pero era imposible, no con sus ojos mirándome con tanto deseo—. Deberíamos dejar la fiesta pronto, te quiero solo para mí.

Solo soportamos dos piezas, dos melodías que se nos hicieron eternas. Ya no bailábamos en el fresco salón de mi castillo, sino entre las rocas ardientes de un volcán a punto de entrar en erupción. Antes de dirigirnos a nuestra habitación, Jadiet tomó una solitaria jarra de vino de una mesa cercana y riendo como una colegiala que ha cometido una travesura, dio un trago de ella. Finos caminos violeta se abrieron paso desde las comisuras de sus labios hasta su cuello y se perdieron en su escote. No pude evitar preguntarme qué tan deliciosa sería la mezcla de sabores, Jadiet y vino tinto. Carraspeé ante la repentina sequedad en mi boca.

—Estás loca —susurré mientras ella inclinaba la jarra contra mis labios. Una ola de vino invadió mi boca y me vi obligada a tragar para no ahogarme o derramarlo.

—Tú me enseñaste que la vida sin un poco de locura es aburrida —recitó ella mientras abría la puerta de nuestra habitación. Cerré detrás de nosotras cuidando de echar el pestillo y me abalancé sobre ella. Sus labios sabían a vino y a la crema del pastel del postre. No podía ni quería detenerme. Las sensuales promesas de Jadiet pesaban entre nosotras y eran demasiado para mí.

Tomé aire para sumergirme de nuevo en sus labios, me hacía falta, era como si solo ella pudiera llenar mis pulmones y cada rincón de mi cuerpo. Extendí mis manos en su dirección cuando se separó de mí, la necesitaba cerca, el mundo se cerraba a mi alrededor si ella no estaba cerca. Llevé una mano a mi cuello y volví a tomar aire, quizás estaba respirando demasiado rápido, nunca me había dejado llevar tanto por los brazos de la pasión ¿acaso se sentía así? ¿cómo si fuera a morir? Jadiet solo me miró fijamente con una expresión indescifrable en los ojos y los labios torcidos en un mohín de vergüenza y decisión.

—Lo siento, Inava, pero hay un problema que debemos resolver cuanto antes y me temo que no has tomado una decisión oportuna. —Se disculpó con pena—. Te juro que todo estará bien, duerme ahora, mi amor. Con algo de suerte el amanecer traerá buenas noticias.

Ahora era consciente del adormecimiento que escalaba desde mis pies hacia mi pecho y de la neblina que poco a poco invadía mi mente. Pensar dolía, era mucho más sencillo abandonarme a aquella pérfida nube que prometía suavidad y descanso. Luché contra ella, no tenía tiempo para sentirme traicionada o para odiar a Jadiet por envenenarme, necesitaba alcanzar las bolsas de hierbas y tomar algún estimulante, algo que contrarrestara el veneno que empezaba a matarme lentamente.

Porque debía ser la muerte, solo ella podía abrazarme con tanta fuerza y arrastrarme a los confines de un túnel oscuro y sin salida. Solo la muerte podía reclamarme con tanta rapidez después de beber un vaso de vino.

Un vaso ofrecido por las manos de quien decía amarme. Quise gritar, revolverme y rebelarme contra quien me sujetaba con firmeza y ataba mis manos y pies con pañuelos de algodón. Si algo me habían enseñado en el ejército de la frontera era a luchar contra los efectos de los venenos, a mantenerme despierta hasta encontrar un antídoto oportuno o a dejarme llevar si se trataba de las bayas, dulce sosiego en el más cruel de los tormentos.

La mayor tortura era saber que sus manos me habían llevado a la muerte, que era ella quien me había suministrado el brebaje de la muerte. Que sus manos y sus inocentes ojos me habían acariciado y gritado palabras de amor mientras su mente tramaba en secreto mi final.

Tomé aire por última vez, luché contra mis párpados y vi su silueta dibujada en las cortinas del dosel, la luz de la luna enmarcaba su figura en el alfeizar de la ventana, con su talabarte a la cintura y la espada envainada. Pese a la traición, sentí temor en mi corazón, era una gran caída. ¿Qué pretendía? ¿Escapar? Gemí ante el insufrible dolor que atravesó mi pecho. De todas las traiciones y engaños, este era el que marcaría mi final. Pobre y crédula Inava. Entre mis dedos se escapaba mi vida como el agua de mar entre los dedos de un náufrago sediento, pérfida, venenosa, pero única fuente de esperanza.

Me abandoné a la oscuridad con un pensamiento que trajo calma a mi desbocado corazón. Si moría en manos de una traidora al menos había conocido el amor.

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