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Luthier

Debí de recorrer el bosque durante horas, o días, el tiempo se amontonaba frente a mí de manera imposible y casi insoportable. Mi cuerpo protestaba ante el mínimo movimiento y aunque la nieve aliviaba el dolor y la sed, me hería con su temperatura. Estábamos en pleno invierno y el bosque apenas y ofrecía un refugio seguro cuando las temperaturas descendían.

Me concentré en avanzar, en ver mis pies y dar un paso detrás de otro. Introducía en mi boca pequeñas bolas de nieve que descongelaba con mi aliento antes de beber. Mi estómago ya no protestaba ante el hambre, solo emitía un dolor sordo y molesto que me debilitaba cada día más.

Al atardecer del cuarto día la visión de las primeras granjas de Luthier me llenó de esperanza y no pude sino evitar sonreír y sentirme dividida ante los sentimientos que nacían en mi corazón. Aliviada de ver el reino enemigo en toda su expansión. Que estupidez más grande. Si alguien me lo hubiera comentado hacía un mes no le habría creído, quizás lo hubiera llamado loco.

Las granjas se repartían aquí y allá, junto a diferentes terrenos baldíos cubiertos de nieve. De algunas chimeneas salía un humo muy fino, como si la madera utilizada para encenderlas también fuera escasa, ¿tan mal vivían? En ninguna casa de Calixtho faltaba la leña en el invierno, hasta la familia más pobre contaba con reservas suficientes para sobrevivir, al menos en Ka.

No quería pedir ayuda a aquellas personas tan pobres, pero no tenía salida. Era eso o congelarme en el camino hacia el centro de Luthier. Ajusté mi armadura, mucho más rígida que mi viejo peto de la frontera, y me dirigí hacia una de las granjas. Un mendrugo de pan y unos minutos junto al fuego serían suficientes.

Un anciano decrépito respondió a mi llamado. Temblaba tanto que por un momento temí por la integridad de sus huesos.

—¡Mi señor! —Realizó una reverencia profunda y su espalda tronó—. Disculpe mis viejos huesos, mi señor, no lo esperábamos en nuestra humilde morada ¿a qué debemos el honor de su visita?

—Descuida, buen hombre, solo busco refugio del frío y de quienes me persiguen —expliqué mientras sujetaba sus hombros para evitar que ejecutara una reverencia ante cada una de mis palabras.

—¡Mi señor! Está herido y hambriento. Permítame ofrecerle un plato de sopa y un trozo de pan.

El buen hombre me llevó frente a un exiguo fuego, donde calentaba una pequeña olla con un líquido burbujeante en su interior. A toda prisa me sirvió un gran plato y dejó para sí la sopa que quedaba el fondo de la olla. Luego me entregó lo que sospeché era su última barra de pan. Perdida por el hambre no me detuve a pensar demasiado en las necesidades de aquel anciano y devoré a toda prisa la sopa aguada y el pan duro que me había ofrecido. Aquel líquido calentó mi espíritu y el pan sació el sordo gruñido de mi estómago. Una vez me sentí satisfecha dirigí una mirada de agradecimiento a aquel pobre anciano, que se limitaba a raspar la olla con la punta de los dedos y a chuparlos con evidente desesperación.

—Buen hombre, permítame retribuirle. —Busqué en los bolsillos de Ialnar y encontré una bolsa con monedas de oro. Dejé dos en las arrugadas manos del hombre y por un momento temí que muriera de la impresión.

—¡Mi señor! Había escuchado de su generosidad, pero no había sido testigo de ella. Si en algún momento dudé de tales historias, me disculpo profusamente. —La cantidad de reverencias que hacía me estaba mareando, por lo que le detuve con un gesto de mi mano.

—Toma, para que no vuelvas a reverenciarme así. —Le tendí una tercera moneda—. No es necesario, a tu edad puedes lastimarte.

—Ay, la juventud, es un tesoro que se pierde moneda a moneda con cada año cumplido. Soy demasiado anciano ya para cortar mi propia leña, a veces mis vecinos están demasiado ocupados como para ayudarme y yo no deseo ser una carga para nadie.

Mientras me explicaba sus problemas de la vejez, incluyendo una vejiga caprichosa, me fijé en su chimenea. Estaba alimentada por un montón de ramitas secas del bosque.

—¿Tiene leña? —inquirí.

—Sí, un buen montón de troncos, pero no puedo cortarla yo mismo ¡Pero jamás le pediría tal trabajo! Está herido, mi señor, y acaba de escapar de sus salvajes enemigas.

—No es un problema. —Saqué de mi cinto el hacha de mano de Ialnar y pedí al anciano que me guiara hacia la leña. Tenía razón, tenía una buena cantidad de troncos secos, solo necesitaba que alguien se tomara el trabajo de cortarlos para él.

Corté suficientes como para que aquel hombre no pasara frío durante unos días. Deseé haber hecho más, pero mis costillas protestaban con cada golpe y era imposible para mi continuar.

Gracias al buen corazón de aquel anciano pude pasar una noche tranquila, cálida y cómoda frente al fuego. No había más para aislarme del suelo que la capa de Ialnar, pero dormir en una cabaña era mil veces mejor que hacerlo al aire libre, donde el viento, la nieve y el frío se colaban hasta lo más profundo de mis huesos.

***

El reino de Luthier no estaba organizado en ciudades comunicadas entre sí o unidas por murallas, sino que era un gran conglomerado de ciudades, pueblos y villas que habían surgido alrededor del palacio y que habían sido formadas conforme los nobles y caballeros recibían como premio tierras y favores de parte del rey. Algunas ciudades pertenecían a señores muy poderosos, contaban con sus propios ejércitos y podían ser más o menos prósperas dependiendo de sus habilidades administrativas.

Los pueblos y villas podían o no pertenecer a algún señor. Algunas habían surgido espontáneamente y el rey las reconocía como parte del reino siempre que pagaran sus impuestos.

La familia de Ialnar poseía un pequeño pueblo a las afueras de Luthier. Gaira era su nombre y hacia allí debía de dirigirme para controlar que su tío no derrochara la fortuna familiar y arruinara la vida de todos los que vivían bajo su responsabilidad. Por supuesto, primero debía acudir ante el rey y presentar mis respetos, entretener a la corte con mi historia y luego, pedir permiso para retirarme y seguir adelante con mi nueva vida.

—Y tu misión, no te olvides de eso —mascullé por lo bajo.

Los caminos que llevaban hacia el centro de Luthier se encontraban en diferentes estados de deterioro. A mi alrededor encontré algunas posadas, mercados y sembradíos. Tal y como lo explicó Ialnar, las mujeres pobres huían al verme avanzar por el camino o si tenían algún pequeño puesto en los mercados, no me llamaban o me ofrecían sus productos, solo bajaban la mirada, como si quisieran que el suelo se abriera y las devorara. Sus contrapartes masculinas, por el contrario, no paraban de ofrecerme sus productos, gritaban sus ofertas a viva voz y no me permitían dejar sus puestos sin haber comprado, o considerado comprar, aquello que me ofrecían.

A un lado del camino se encontraba un puesto dedicado a la venta de hierbas, una chica tímida y nerviosa no paraba de acomodar los racimos que colgaban del techo de madera y aquellos que estaban sobre la mesa. También cerraba y abría las bolsas de lino y piel que colgaban de las columnas, parecía desesperada y deseosa por desaparecer detrás de la mesa.

No quería molestarla, pero necesitaba hierbas, Luthier no era un lugar conocido por sus avances en medicina e incluso una guerrera de Calixtho como yo podía superar con creces a sus médicos más eminentes.

—Esto no es mío, señor —jadeó la chica en cuanto me detuve frente a su negocio—. Es de una amiga, yo solo cuido el negocio porque ella ha tenido un hijo y está...

—Tranquila. —Levanté una mano para que se tranquilizara y dejara de balbucear. Entendía su terror. A medida que te acercabas al castillo, las restricciones hacia las mujeres eran mayores. Vender hierbas y tener algún enemigo entre tus vecinos podía llevarte a las mazmorras del castillo y con ello, a largos meses de tormento. Podían acusarte de vender brebajes para facilitar el aborto, para no concebir un niño o peor, para que la mujer no diera a luz un niño, sino una niña—. Solo quiero unas hierbas medicinales.

—Oh, entiendo. Disculpe, señor —realizó una reverencia y reacomodó por enésima vez los fardos de hierbas—. Tengo para usted algo de romero, manzanilla, orégano, diente de león, jara, lentisco, hinojo.

—Dame una bolsa de cada uno, por favor —pedí y le tendí dos monedas de plata— ¿Tienes por casualidad algo de licor de ajenjo?

La chica suspiró aterrada y miró a su alrededor. En sus ojos podía leer la lucha interna que libraba. Si me decía que no, temía a mi ira, si me decía que sí, temía a la condena que un hombre noble pudiera imponer sobre ella.

—Solo necesito un poco —sonreí con lo que esperara fuera encanto ¿cómo lo haces cuándo no tienes manera de verte en un espejo y practicar? —. Es para mí uso personal. —Bien hecho, mancha la memoria de Ialnar, Inava.

Abandoné aquel puesto con los bolsillos vacíos, pero con una bolsa de lona cargada con lo esencial. Con algo de suerte podría tratar yo misma cualquier herida que me fuera infligida y mantenerme alejada del cuchillo carnicero de los matasanos de Luthier.

—¡Ialnar! ¿Eres tú?

Continué caminando por un par de segundos, después de todo, ese no era mi nombre. Cuando me di cuenta de mi error me detuve y esbocé una sonrisa avergonzada.

—Perdón, iba atrapado en mis propios pensamientos y...

Detuve mi explicación apresurada cuando fijé mi mirada en quien me había llamado. Las descripciones de Ialnar no le hacían justicia para nada. Enael era un hombre hermoso, la definición perfecta de caballero, aunque apenas lo era. Ancho de espaldas, de mirada profunda y ojos aceitunados. Su cabello, para ser el de un hombre de Luthier que solo se baña dos veces al año, estaba perfectamente cuidado, caía en suaves ondas desordenadas hacia la izquierda. Tenía una barba descuidada que, lejos de restarle atractivo, sumaba aún más. Noté como algunas chicas de los puestos ahogaban un suspiro para luego ocultarse detrás de sus productos.

—Pensé, pensé que estabas muerto, amigo mío. —Desmontó a toda prisa de su caballo y se acercó a zancadas hacia mí. Por un instante me llené de terror ¿cómo se saludaban? ¿tenían un código? Ialnar nunca me lo había explicado y no era como si pudiera consultar a su espíritu en ese momento.

Por suerte, Enael tomó el mando y me abrazó con ímpetu. Golpeó su pecho con fuerza contra el mío, como dejando en claro que se trataba de un abrazo varonil y no otra cosa. Jadeé, había dolido, y mucho.

—¡Lo siento! Debes estar herido. Lo último que supe es que te habían capturado durante una incursión en Calixtho. Verte con vida es —suspiró y sonrió—, es todo un milagro, amigo.

—Pude escapar —expliqué y carraspeé, con la esperanza de que mi voz sonara un poco más gruesa...—. Lo siento, fueron algo violentas con mi cuello —expliqué.

—Bueno, siempre tuviste una voz irritante, prefiero la actual —guiñó un ojo y pasó una mano por su cabello—. ¿Te diriges a palacio?

—Sí, voy rumbo a palacio, quiero entregarle al rey mi informe en persona.

—¿Al rey? —inquirió indignado y no pude evitar empezar a sudar ¿había dicho algo malo? —. Siempre le decimos Cian. —Me dio un empujón amistoso—. Estás conmigo ahora, no hay porqué guardar las apariencias.

—¿Ah? Si, si, por supuesto, pero estamos en la calle de un mercado, tu sabes. —Esperaba que se tragara mi excusa.

—Siempre el cerebro entre los dos, te envidio. Bueno, si vas a ver al "rey" yo te llevaré. —Tiró de las riendas de su caballo negro y me las ofreció—. Conde puede llevarnos a ambos, no queda mucho camino por recorrer. Si nos damos prisa llegaremos al anochecer.

Miré el cielo, el sol se encontraba en lo alto. Enael podía ahorrarme un día de camino. Tomé con fuerza las riendas de Conde y este resopló.

—¡Conde! Es Ialnar, tú lo conoces.

«Si tan solo supieras» pensé y sin dar más tiempo al caballo para revelar mi identidad subí a la silla. Enael hizo lo propio detrás de mí y tomó las riendas.

—Mi caballo, mis riendas —recitó como si se tratara de una broma entre ambos. Al notar mi silencio agregó con cierta preocupación y conmiseración en su voz—: Debieron de hacerte mucho daño, no estas actuando como tú mismo. Usualmente discutimos por quién lleva las riendas del caballo.

—Lo siento, solo estoy cansado —respondí.

—Puedes descansar, no te dejaré caer —prometió—. No dejaré que salgas lastimado de nuevo —susurró para sí, pero pude escucharlo a la perfección.

No dormité ni un segundo. Iba contra mi naturaleza. Dormir dando la espalda a un guerrero de Luthier, si me lo hubieran dicho hace un mes habría tachado de loca a la autora de tal idea. Los hombres de Luthier eran nuestros enemigos, no había nada más que entender ni aceptar.

—¿Dirás algo al rey de lo que averiguaste en tu estadía?

—Por supuesto, es mi deber —respondí a toda prisa y con orgullo.

—Vaya, sí que te hicieron daño. —Sentí a Enael negar con la cabeza—. Aunque suene como una venganza justa, no deberías hacerlo. Ellas se defienden de nosotros, somos sus enemigos, si dejáramos de atacarlas, nos dejarían en paz. Por eso construyen un muro y no armas de asedio.

—Es mi deber con el rey.

—¡Ese maldito ni siquiera se preocupó por enviar una patrulla a buscarte! ¡Ni siquiera envió esclavos o algún maldito labrador! Pudiste morir allí y a él no le habría importado.

Negué con mi cabeza. Era parte del plan, debía ofrecer información a Cian, debía ganarme su confianza. Palpé el pergamino que Eneth había atado a mi cadera en cuanto dejaron de golpearme. Eran los planes detrás del próximo envío de suministros desde Ciudad Central, Casiopea y Erasti hacia Lerei. Luego de un invierno tan crudo como el que habíamos vivido, hasta los granos para los cultivos habían sido consumidos y requeríamos de nuevos granos si queríamos empezar a sembrar al llegar la primavera. Eneth compartió conmigo todo lo referente a aquel macro envío: «Es un sacrificio menor si lo comparamos con el futuro de Calixtho. Quieres un futuro lleno de paz ¿No Inava?»

—Empiezas a sonar tan despreciable como ellos, Ialnar. Sea lo que sea que te hayan hecho, no llega a los talones de lo que hacemos a sus guerreras capturadas. Si te atacaran constantemente, si robaran tu ganado, tus cosechas, tus mujeres y niños ¿no lucharías también? ¿no te defenderías?

—Lo sé, Enael, pero no puedo dejar a Cian sin esta valiosa información.

—¿Por qué? Solo dile que escapaste, nada más. Demuéstrale tu respeto con una reverencia y acude a tus tierras ¡Tu tío lo está destruyendo todo! Los campesinos mueren de hambre mientras él celebra grandes banquetes todos los fines de semana. Las ratas han empezado a invadir las tierras, acabamos de salir de una peste, no sumemos otra.

—Esa plaga fue culpa de Calixtho. No contuvieron la suya.

—¡Hablas como esos malditos! ¿quién ordenó el ataque cuando apenas se estaban recuperando? ¡Cian! ¿Quiénes trajeron la plaga a las granjas septentrionales? ¡Los guerreros sobrevivientes y sus botines de guerra! Gran cosa, robaron ganado, mujeres, granos y riquezas, solo para provocar la pérdida de un centenar de granjas. No soy experto en administración y matemáticas, pero incluso a mis ojos resalta la pérdida.

—No quiero que sospeche nada, Enael —respondí, sorprendida ante la firmeza de sus convicciones—. Tu y yo pensamos diferente, si queremos algún cambio, debemos permanecer cerca de él.

—Ja ¿y luego qué? ¿derrocarlo? Te lo advierto, las casas de Daendir e Imil no paran de reclutar hombres de entre sus vasallos y granjeros. A menos que planeen atacarse entre sí, empezaría a temer por la cabeza de Cian, pero ambos sabemos que él no me importa. Y no me importaría morir por mis convicciones, lo prefiero, antes que arrodillarme ante él y ofrecerle información que llevará a la muerte de decenas de personas.

—Ya demostraste tu superioridad moral —bufé, lo cierto era que sus palabras habían construido un nudo en mi garganta ¿sería capaz de seguir adelante con el plan de Eneth? Enael tenía razón, significaba la muerte de muchas personas y de una explosión de violencia sin sentido que yo provocaría. Por otra parte, debía ganarme la confianza de Cian, debía encontrar un lugar en su corte para encontrar ese algo, esa debilidad que nos ayudara a destruir Luthier desde adentro.

Un par de vidas a pagar ahora, muchas vidas salvadas a futuro. Una difícil decisión. No pude evitar pensar en Yelalla y en mis amigas, debían de odiarme, ese era el plan de Eneth, extender rumores sobre mi supuesta cobardía. Negué con la cabeza, era injusto. Sobre mis hombros descansaba el futuro de todo un reino y ni siquiera mis amigas más cercanas tenían conocimiento de ello.

Tal y como lo había predicho Enael, llegamos a palacio al atardecer. Los guardas le dejaron pasar, más él solo detuvo el caballo y me permitió bajar.

—No me quedaré a ver como fomentas la masacre de hombres, mujeres y niños inocentes, Ialnar —siseó antes de dar media vuelta a su caballo para alejarse a todo galope y desaparecer entre las sombras.

El palacio de Cian era tan suntuoso como el de la reina Appell, aunque sin tantas decoraciones en mármol y oro. Era descomunal, con paredes de piedra pulida y alfombras de color rojo y púrpura en los salones y el comedor. Una muestra de desbordante riqueza y desfachatez, nadie gastaría metros de costosa tela purpura solo para ser pisada durante los numerosos bailes y fiestas a los cuales convocaba, pero así era la monarquía de Luthier, ostentosa, incluso si su pueblo moría de hambre y enfermedades.

—Me dijeron que un caballero deseaba verme. —dijo a modo de bienvenida en cuanto entré en la sala del trono. Por fin lo tenía ante mí, un hombre fuerte, de cabello azabache con algunos rizos rebeldes que un peinado prolijo y varonil. Sus ojos oscuros, astutos y violentos me miraron de arriba abajo. Por un momento temí que me descubriera. Era el mítico enemigo de Calixtho, un ser despiadado que no dudada en enviarte a la muerte si era necesario.

Fiel a la etiqueta de Luthier, me acerqué al trono y besé el anillo que extendía en mi dirección. El león grabado en rubí era una exageración suntuosa, no llevaba el anillo de su padre, mucho más modesto, de plata y oro. Sonreí, Ialnar conocía muchos chismes interesantes sobre la nobleza.

—Sí, mi señor, pude escapar de las garras de esas salvajes —expliqué, logré hacerlo sin morderme la lengua o escupir. Mentir así sobre mi tierra, sobre mis hermanas, revolvía mi estómago.

—No están hechas para la guerra —negó con la cabeza—. Un buen guerrero de Luthier vale por 20 como ellas —rio con ganas— ¿Tienes algo para mí? Ningún guerrero escapa del cautiverio solo para ver a su rey. Deberías haberte dirigido a tus tierras primero.

—No mi señor, mi lealtad siempre será con usted. —Hice una reverencia—. Mi familia le debe esas tierras y es justo que me presente ante usted y ponga mi espada a su disposición.

Mi mano tembló ligeramente cuando sostuve el mango. No estaba muy acostumbrada a desenvainar una espada tan grande, pero me las arreglé para hacerlo con gracia. Apoyé la punta en el suelo y me arrodillé, solícita, ante mi enemigo.

—Bien, bien, me agradas. Entiendo tu sentimiento. —Con un lánguido movimiento de su mano me indicó que me levantara—. Pero tu lealtad no es suficiente.

—Lo sé, señor, por eso tengo para usted un plan de suministro detallado. Logré robarlo cuando escapaba. —Saqué el pergamino y lo tendí en su dirección. Un sirviente lo tomó y lo desplegó frente al rey. Era evidente que Cian no se rebajaría a tocar un pergamino húmedo y mugriento.

—Esto es muy interesante. —Con un nuevo gesto de su mano ordenó al sirviente que doblara el pergamino—. Te haré comparecer a mi presencia muy pronto, Ialnar. Por ahora, eres libre de descansar en alguna de las habitaciones del palacio. Mañana marcharás a tu feudo y permanecerás en él mientras decido un plan de acción. Mientras tanto, no quiero que una palabra de esto abandone este salón, o cinco cabezas decorarán las torres de mi palacio.

Los cuatro guerreros que fungían como guardia personal del rey, el sirviente y yo asentimos y ejecutamos una profundísima reverencia.

—Ahora, fuera de mi vista, Ialnar de la casa de Eddand. Mi sirviente te mostrará tu habitación.

Seguí a toda prisa al nervioso sirviente. Los pasillos del palacio se me hacían un gran laberinto y de vez en vez perdía al joven de vista, solo para encontrarlo al dar vuelta a una esquina.

—Esta será su habitación. Unas doncellas traerán su cena, señor. Procure no salir, el rey odia que su esposa sea vista por extraños. Usted me entiende.

El sirviente desapareció a través de los oscuros pasillos y me dejó a solas en aquella habitación de paredes de piedra y cama con dosel.

—El rey no escatima en gastos —repuse mientras me quitaba las botas y dejaba que mis dedos disfrutaran de la suavidad de la alfombra de piel que se encontraba a los pies de la cama—. Bien, Inava, has logrado sobrevivir a esto. Ahora debes tener ojos y oídos abiertos.

Me dejé caer sobre el colchón. Estaba viva, aunque viviendo una existencia que no era la mía ¿cuánto tiempo tardarían en descubrirme? Y si tenía éxito ¿los planes de Eneth darían resultado? Demasiadas vidas estarían en juego, un precio demasiado alto que quizás Eneth no había considerado, o quizás sí, pero había preferido dejar la carga de consciencia sobre mis débiles hombros.

—Maldita sea, Eneth —bufé antes de cerrar mis ojos y abandonarme al frío beso de la noche.

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