Lusiun
Nombrar nuevos capitanes, sargentos y cabos después de mi pequeña venganza en el bosque fue tarea fácil. Ebbe, Enael y algunos de los soldados más valientes y leales recibieron tal honor y a lo largo del viaje de regreso fueron instruidos en sus nuevas responsabilidades por los capitanes que se habían apegado a mis órdenes y deseos. Sin saberlo, había logrado lo que deseaba, viajar sola y en silencio, disfrutar de un tiempo para mirar con odio mis mangas manchadas de sangre ¿Cuánta pertenecía a Yelalla y cuánta a Eneth? Rasqué mi pierna. La herida que me había hecho en batalla escocía y picaba como un enjambre de abejas. No teníamos muchos médicos en el grupo y no iba a pedir ayuda a uno. Podía resistir hasta llegar a mi castillo.
—De verdad espero que esto no te cause problemas ante el rey. Acabaste con más de la mitad de tus oficiales, Ialnar —repuso Enael en cuanto entramos a la primera aldea.
—Él me entenderá —suspiré—. No puedo permitir que vayan por ahí desobedeciendo mis órdenes como si yo no valiera nada.
—Pensé que habías impartido justicia porque querías asegurarte de ser obedecido, no para ganar respeto y crearte un nombre —resopló Enael con incredulidad.
Lo miré con desprecio. Había dado en el clavo al preguntarme, al aprovecharse de mi mente afiebrada y llena de dudas y culpa.
—Lo hice por muchas cosas, Enael. No soy perfecto, nadie lo es. Cuando entiendas la responsabilidad que puse sobre tus hombros lo comprenderás.
Espoleé a Galeón. Quería esconderme detrás de las puertas de mi castillo. Desaparecer un par de días en mi habitación. Cualquier cosa con tal de volver a conectarme con el mundo, porque no me sentía así. Entre la fiebre que arrastraba mi mente a confines oscuros y sin control y la culpa agobiante, me sentía flotar lejos de mi cuerpo, lejos del vaivén del suave paso de Galeón, de la peste que emanaba de mi armadura y de la comezón que amenazaba con obligarme a arrancarme la piel con las uñas.
Lamentablemente no podía cumplir aún mis deseos. Debía presentarme ante el rey, entregarle su parte del botín, deleitarlo con la historia de mi grandiosa victoria y quizás, aprovechar la oportunidad de acercarme a Gaseli.
Durante el viaje a palacio repetí la estrategia, mantuve a los hombres alejados de las aldeas en la noche y pronto me encontré frente a las grandes puertas de roble que impedían el paso a todo aquel que no tenía nada mejor que ofrecer a Cian que su vida. Los guardias reconocieron el brillo del oro, la suavidad de las pieles y la calidad del grano que llevábamos con nosotros así que pronto la historia llegó a oídos del rey y se nos permitió ingresar a su humilde morada.
—Mi señor —saludé en cuanto vi al rey acercarse a nosotros. Se le notaba fresco, descansado y feliz ¿quién no lo estaría cuando recibías una fortuna como premio absoluto por no hacer otra cosa que sentarte en un trono?
—¡Asombroso, Ialnar! Increíble y lo has hecho tu solo. Sin ayuda de otras casas.
Sonreí por cortesía y humildad. En su carta me había ordenado no compartir el plan o la misión con otras casas. La misión era mía y mía sería la responsabilidad detrás de su éxito o su fracaso.
Cian me esperaba en el salón principal, se encontraba sentado en su trono, con la espalda tan recta que era imposible que estuviera cómodo. El aspecto magnánimo del salón, las paredes que parecían brillar por luz propia y el suelo de mármol imposiblemente blanco me hicieron recordar el estado en el que me encontraba. Me sentí sucia, por dentro y por fuera.
—Mi rey. —Me arrodillé en su presencia—. Es un gran honor para mí informarle del éxito de nuestra misión.
—Algo escuché —dijo con fingido desinterés—. Mis administradores están haciendo un inventario de tu botín.
La sangre hirvió en mis venas. No tenía nada que ver con la fiebre que embotaba mi cerebro y llenaba de plomo mis extremidades. Tomé un rollo de pergamino de mi cinturón y lo extendí en su dirección.
—No creo que eso sea necesario, hice un inventario yo mismo —respondí.
—Lo sé, pero nunca se puede estar seguro, Ialnar. —Esta vez, Cian tuvo el atrevimiento de sonreír con cinismo.
—Mi señor, me temo que...
—Oh si, sentirse insultado está bien. Beneficios de ser el rey. Puedo insultar tu honor sin consecuencia alguna ¿no es así, Ialnar?
Mordí mi lengua. Era una trampa, una básica, absurda. Tomé el poco control que quedaba en mí y me aferré a él como una tabla en medio del mar. Era mi única salida, una deshonorable, cobarde y estúpida salida.
—No, mi señor, tiene razón. Es mejor ser precavido, pero me atrevo a afirmar que sus números serán iguales a los míos.
Cian alzó una ceja, con un gesto de su mano ordenó a uno de sus guardias que tomara el pergamino. El joven obedeció y lo extendió frente al rey para que este pudiera leer.
—Juegas con fuego, Ialnar. Si estos números no son iguales a los de mis administradores, lo pagarás caro.
—Estoy seguro que serán los mismos —repuse. Una parte de mi temía haber cometido algún error al contar, uno pequeño que me costara la vida, pero no podía permitir que Cian tuviera un gramo de duda sobre mí. No permitiría que todos los sacrificios realizados fueran en vano.
—Mientras esperamos los resultados, permíteme ofrecerte mi hospitalidad. Una habitación ha sido preparada para ti. Purifica tu cuerpo y reúnete conmigo para la ceremonia de agradecimiento a Lusiun por nuestra victoria.
Ejecuté una nueva reverencia, me levanté y abandoné el salón a grandes zancadas. Una ceremonia a Lusiun, lo que me faltaba enfrentar. Ahora tendría que soportar a aquellos hombres vanagloriándose y consagrando la muerte de mis compañeras a algún dios vacío y misógino.
—Los dioses los crean los hombres a su imagen y semejanza —mascullé a las paredes de mi habitación. Me deshice de mi armadura y sumergí mis brazos en la jofaina con agua tibia que habían dejado en una de las mesas. Mi piel casi suspiro de alivio, el escozor provocados por el lodo y la sangre seca desaparecieron. Como pude lavé mi rostro, cabello y torso. Clavé mis uñas en mi piel, sentí la imperiosa necesidad de rasgarla, de desprenderla de mí. Me sentía ahogada, perdida detrás de una montaña de carne, órdenes y responsabilidades que poco a poco apagaban las llamas de mi futuro.
Pedí a los sirvientes más agua caliente. Obedecieron al instante, el agua dejaba escapar pequeñas nubes de vapor. Bajé mis pantalones y desprendí la venda de mi herida sin cuidado. Abracé el dolor como un buen amigo, me ataba a la tierra, a la vida y me recordaba que debía enfrentar las consecuencias de mis actos.
Espolvoreé algunas hierbas en el agua, vertí vino en ella y observé como teñían el cristalino líquido con sus propiedades. Mientras, lavé los bordes de la herida con ayuda de un esparadrapo. Estaban rojos, hinchados y separados. Maldije para mí, necesitarían ayuda para cicatrizar bien.
Lavé la herida con la tintura, asegurándome de verter suficiente en toda su extensión. Con algo de suerte todo estaría bien. A continuación, formé una bola con el esparadrapo y lo introduje en mi boca. Era el momento de la verdad, nunca lo había hecho por mi cuenta. Iralnys siempre se había hecho cargo de estas tareas mientras Yelalla me distraía con historias. Presioné la aguja entre mis dedos, Yelalla ya no estaba, había acabado con su luz. Me tocaba sobrevivir a la oscuridad.
Con ferocidad clavé la aguja en el borde de la herida, mordí con fuerza el esparadrapo, mi mandíbula crujió y las lágrimas en mis ojos me cegaron por un momento. Lo merecía, era mi justo castigo. Seguí adelante, no tenía opción.
***
La ceremonia sería oficiada en el salón del trono. Me dirigí allí con paso inseguro, mi pierna protestaba, pero se sentía mucho mejor que durante el viaje de regreso. La fiebre no había desaparecido y empezaba a pesar sobre mis hombros.
En el salón se encontraban reunidos todos, al frente los caballeros y nobles según su poder e influencia en el reino. Al fondo sirvientes y algunos plebeyos. Los primeros vestían una suerte de uniforme compuesto de chaleco de piel de color negro, pantalones y camisas blancas, los segundos vestían ropas sencillas y de colores apagados.
Me dirigí a la segunda fila, ese era mi lugar. Algunos nobles y caballeros fruncieron el ceño al verme pasar, otros me ignoraron y unos pocos me dedicaron un asentimiento. Se había corrido la voz sobre mi victoria.
—No —dijo el rey desde su trono—. Ialnar, toma un lugar al frente. Que todos sepan que recompenso la honestidad.
Recordé entonces el inventario, asentí con humildad y tomé un lugar entre dos nobles cuyas capas de vibrantes colores se encontraban bordadas con hilos de oro. Mi camisa de lino, mis abrigos de piel de ardilla y mis pantalones de algodón resaltaban entre tanta riqueza.
—Ialnar realizó un inventario sincero, contó cada moneda de oro, cada cabeza de ganado y hasta la última piel que pudo recuperar de Calixtho —Cian se levantó, hizo un gesto con su mano y los guardias arrojaron a sus pies a dos hombres vestidos con túnicas negras—. Mis administradores contaron mal, obviaron algunas monedas, un par de pieles y quizás, una decena de cabezas de ganado, pensaron que no lo notaría —los hombres se encogieron en su sitio—, que tomaría su palabra y eso sería todo. Pero la sinceridad de Ialnar y su ferocidad al defender su honor ante mí, su rey, me hicieron dudar. Ordené un nuevo inventario, esta vez, a los más humildes servidores —dos jóvenes pajes que se encontraban junto al trono dieron un paso al frente—, y cuál no sería mi sorpresa al descubrir tan terrible engaño.
Si bien ya había silencio mientras el rey hablaba, ahora podía escucharse hasta el revoloteo de una mosca en el salón. Cian avanzó hasta posicionarse frente a los administradores, desenvainó su espada y con la punta les obligó a levantar la cabeza.
—Debería azotarlos, arrastrarlos por la ciudad, colgarlos, desollarlos y dejarlos a merced de las aves de presa —los hombres temblaron—, pero ese es un castigo reservado para los traidores y ustedes solo son simples ladrones.
Los administradores bajaron la cabeza, aunque el temblor de sus cuerpos no cesó. El rey señaló a uno de los hombres que estaba a mi diestra, un general a juzgar por las insignias en su armadura. El hombre en cuestión inclinó la cabeza y se acercó al rey y pude verlo mejor, era de mediana edad y su cuidada barba y su cabello castaño se encontraban ya veteados por la plata de los años.
—Shael ¿cuál es el castigo para los ladrones?
—Perder ambas manos, señor —respondió el hombre sin dudar.
—Ese es el castigo para ladrones comunes. —Cian paseó frente a los administradores, fingía pensar—. Ellos no son ladrones comunes, trataron de robarme —exclamó con cinismo.
—Entonces también deben perder la vida, mi señor —dijo Shael y desenvainó su espada—. Estaría orgulloso de hacerlo por usted.
—Creo que está decidido. Perderán sus manos y luego sus cabezas —sentenció Cian.
Dos jóvenes escuderos abandonaron sus puestos y se dirigieron a los administradores con dos bancos bajos de madera oscura. Los colocaron frente a los hombres y les obligaron a extender sus manos sobre ellos, luego retiraron las mangas de sus muñecas para presentar un blanco claro.
—Nadie sostendrá ni atará sus manos, deberán dejarlas allí en todo momento. Si las retiran, sufrirán el castigo de todo traidor —amenazó Cian mientras se posicionaba junto a uno de los administradores. El general hizo otro tanto. Los escuderos soltaron las manos de los prisioneros y se alejaron un par de pasos.
Mi tiempo en la frontera me había preparado para ser testigo de tales escenas, pero eso no evitó que mi estómago diera vueltas en cuanto noté las espadas bajar a la vez, o que mis oídos no protestaran ante el crujido de los huesos y los gritos desesperados de aquellos hombres. Mismos que se extendieron durante varios minutos, pues retorcían tanto que los escuderos lucharon para obligarlos a apoyar la cabeza en los bancos. Segundos después, un par de cabezas rodaron por el suelo, con los ojos abiertos de par en par llevados por el horror y la agonía.
—Ahora podemos dar paso a la ceremonia —indicó Cian luego de limpiar su espada en la túnica de uno de los administradores.
Mientras los sacerdotes ingresaban en el salón, me permití respirar. Había contenido el aire en mis pulmones durante toda aquella escena. Mi orgullo me había obligado a arriesgarme ante Cian ¿y si mi inventario hubiera estado errado? ¿y si me hubiera equivocado al contar? Jadeé y froté mi cuello. Al menos mi indignación me había llevado a algo bueno, había ganado el favor y la confianza de Cian.
Esta era la prueba definitiva, si quería ganármelo, debía arriesgarme más, dejar de lado mis temores, convertirme en su esclavo fiel y obtener así el derecho a acercarme a Gaseli.
Concentré mi mirada en los sacerdotes, hombres vestidos con túnicas blancas, cuyos bajos ahora se encontraban manchados de sangre. En su espalda y pecho tenían bordados un gran sol tejido con hilos de oro. Sus cabezas se encontraban rapadas, más no así sus barbas, largas hasta la cintura para los más ancianos, cortas para los más jóvenes. Los hombres reverenciaron a Cian, el más anciano se adelantó y le coronó.
La corona no era más que un aro de oro brillante, con rubíes rojos como la sangre engarzados alrededor. Desde el borde de la corona nacían ocho rayos de oro que simulaban los rayos del sol, cada rayo contaba con un diamante de gran tamaño en su centro.
—Con la presencia del hijo ungido de Lusiun, daremos inicio a su adoración —exclamó el sacerdote.
Los sirvientes cerraron a cal y canto las ventanas y contraventanas, sumiendo al salón en la más sórdida y agobiante oscuridad. El mismo sacerdote levantó la voz y empezó:
—Hace muchos siglos, el gran Regente, el gran Señor de los cielos, se encontraba solo en la inmensidad. Iluminaba y daba vida a nuestras tierras y nos protegía de las intempestivas horas de oscuridad. Él nos hablaba, nos aconsejaba y llevaba a los hombres por el camino de la sabiduría y la paz. —Escuché sus pasos desplazarse por todo el salón quizás solo eran sus acólitos rodeándonos—. Pero todo lo bueno tiene que acabar cuando llega el pecado de la lujuria, la vanidad y la ambición a nuestra vida. La reina de la oscuridad, la luna, Ilys, regente de todo lo malo, de los ladrones, los actos furtivos y el pecado, conoció a Lusiun un día. Su encuentro fue breve, pero más que suficiente para que sedujera a Lusiun. Ahora sus encuentros no eran suficientes, esos breves instantes eran pocos para el corazón lujurioso, descontrolado y perdido de esa mujer.
En ese momento todo aquel que tenía una espada desenvainó, apoyó la punta en el suelo y acto seguido se arrodillaron. Les imité a toda prisa.
—Ocurrió lo inevitable. Ilys engañó a Lusiun, le hizo olvidar su labor de amor y vida con el mundo, ocultó su brillo del mundo durante siglos, sumiendo al mundo en desesperación, hambruna, peste y desolación. Las temperaturas descendieron, más de la mitad de la humanidad pereció congelada, los supervivientes debían alimentarse de las pocas raíces que crecían en el suelo. Ilys continuaba engañando a Lusiun hasta que un día, los hombres del mundo clamaron a una sola voz y Lusiun escuchó, a su corazón engañado llegaron nuestras súplicas y pudo por fin liberarse del hechizo de la luna.
Resoplé y rodé los ojos. Solo mentes débiles podían creer una historia como esa. Ni siquiera en Calixtho creía las historias sobre la Gran Madre, pero las respetaba, no condenaban a nadie.
—Al ver lo ocurrido Lusiun comprendió el peligro de los pecados y del engaño al cual podían someternos las mujeres al dejarse llevar por sus emociones. Compartió sus descubrimientos con los pocos sobrevivientes que habían quedado en el mundo, las sociedades evolucionaron y crecieron hasta convertirse en imperios.
Rechiné mis dientes ¿qué cuento de hadas era aquel? ¿justificaban así su misoginia? ¿el control al que sometían a sus hijas, hermanas, madres y esposas?
—Pero el tiempo destruye los recuerdos, mancha las historias y las convierte en polvo y cenizas. Solo el pueblo elegido de Lusiun, sus hijos más fieles, mantuvieron viva su obra y sus enseñanzas. Es por eso que es nuestro deber recordarle al mundo el precio que pagaremos todos si dejamos que el orden natural de las cosas cambie. Somos más inteligentes, más fuertes y más sabios, en nuestras manos debe estar el control, no en el de ellas, es por eso que ese reino, Calixtho, debe desaparecer. Nos llevarán a la perdición, tal como Ilys lo hizo con la humanidad siglos atrás.
Fue una suerte que me encontrara arrodillada y apoyada sobre mi espada. La herida impedía que me levantara a toda prisa y apuñalara ahí mismo al sacerdote ¿quién se creía para esparcir tales mentiras como si fueran una realidad innegable?
—Por suerte contamos con valientes guerreros que no temen a la muerte, que dedican su vida a luchar contra el pecado y salvar nuestro reino de una nueva condena a la oscuridad eterna. Debemos aprender de Lusiun, debemos seguir su palabra, solo así evitaremos una nueva masacre en el mundo. La oscuridad del pecado puede volver a apagar su luz, puede que lo ofendamos lo suficiente para hacerlo ¡ya ha ocurrido antes! O acaso han olvidado lo que ocurrió cuando esas mujeres formaron su reino ¿olvidaron cuando la luz de Lusiun se apagó en respuesta a nuestros errores? ¿a nuestra debilidad? Lusiun ya nos ha enseñado el camino.
Y ahí estaba, la razón detrás del odio a Calixtho, una guerra de siglos fundamentada en un supuesto castigo de su dios sol.
Por suerte la ceremonia no demoró demasiado. Los sacerdotes ungieron el botín, Cian me entregó mi parte con gran pompa y palabras de orgullo y me permitió partir. Viví todo aquello como si estuviera encerrada en una burbuja, en una celda que me permitía ver la verdad y a la vez, me mantenía encerrada en su significado, en la presión que sujetaba mis hombros y me impedía avanzar o tomar una decisión.
—Enael, reparte el botín de manera equitativa. Entrega el doble a quien tenga tierras y familia que mantener —indiqué a aquel hombre, único en el que podía atreverme a confiar.
—Ialnar, no entiendo ¿no vienes con nosotros? —Sus hermosos ojos verdes brillaron apagados por la preocupación y las dudas. Parecía dispuesto a permanecer a mi lado, incluso si debía desobedecer mis órdenes.
—No puedo. —Era verdad, no podía permanecer con ellos, ahora que entendía sus motivaciones, lo idiotas que estaban siendo, el cómo miles de muertes eran responsabilidad de un cuento para asustar a los niños, no podía controlarme. Mi sangre hervía, mi mano solo quería desenvainar mi espada y cometer una masacre en ese mismo momento—. Necesito cumplir con algunos compromisos.
—Deberías descansar, Ialnar. —Miró a su alrededor y entrelazó nuestros dedos—. No sé qué ocurrió en el palacio, pero no eres el mismo ¿Cian te dijo algo? —Sus ojos brillaron con furia, una agradable calidez llenó mi corazón y aunque no lo creí posible, mis labios formaron una sonrisa. No todo estaba perdido en Luthier, había hombres como Enael o Ebbe, que no se dejaban llevar por la tontería expresada por los sacerdotes.
Enael separó nuestras manos y entrecerró los ojos, seguí la línea de su mirada. A un lado del camino se encontraban los sacerdotes, el pueblo los evitaba, todos clavaban los ojos en el suelo al verlos pasar y las mujeres parecían esconderse dentro de su ropa, algunas incluso se escondían detrás los puestos de venta o golpeaban con desesperación alguna puerta cercana. Era como si rogaran que las salvaran de una muerte segura y quizás, así era.
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