Locura
El suelo del bosque no era lo único que estaba inundado de sangre, todo lo que podía ver a mi alrededor estaba cubierto del pegajoso líquido vital. Un espeluznante silencio había caído sobre aquel lugar otrora lleno de vida, el enervante brillo azul desaparecía con lentitud y con él, las guerreras que nos habían atacado. Apoyé mi hombro en un árbol y cerré los ojos por unos instantes, llevar aire a mi pecho era una tarea imposible y a la vez, necesaria. Estaba rodeada de aire y parecía no poder aprovecharlo, como si se hubiera transformado en agua.
Una mano se apoyó repentinamente en mi hombro. Apenas y tuve energías para sobresaltarme, daba igual, si tenía intenciones homicidas bien podía acabar conmigo. No podía levantar mi espada, solo tenía la fuerza suficiente para dejar que colgara laxa entre mis dedos.
—Esto será una pesadilla para Cian y quienes le apoyan, lo has hecho bien, Inava —susurró Enael. Su voz sonaba tan agotada y ronca como la mía. En algún punto los mandobles habían perdido su fuerza y solo quedaba gritar con desesperación, con el puro deseo de seguir en este mundo.
—Es una pesadilla, sea o no sea parte del plan —mascullé. Levanté un pie del suelo, la tierra bajo él emitió un extraño sonido de succión—. Demasiada sangre, Enael, es demasiado.
El mundo se abría a mi alrededor y me consumía como si solo fuera un simple bocado, algo pequeño que carecía de importancia y que, a la vez, podía causar un terrible desastre. Gemidos, gritos de terror, toses ahogadas, rezos y llantos se levantaban del suelo conforme el sol empezaba a surgir de nuevo en el horizonte.
—¡Se están retirando! ¡Debemos seguirlas y contratacar! —gritó Helton.
—¡No podemos perder! Lusiun vuelve a estar de nuestro lado —exclamó Stedd. Negué con la cabeza. El fanatismo parecía ser una gran fuente de energía para los cuerpos desgarrados. Solo el ver a Jadiet en peligro me habría arrancado del árbol que sostenía mi peso.
Nadie les siguió. Baldric se encontraba arrodillado justo en el centro de la matanza. Cuerpos desangrados, envenenados o heridos de muerte le impedían el paso. Sus hombros temblaban mientras acariciaba algo en el suelo, una cabellera rubia, quizás algún joven escudero.
—¡Ialnar! Reúne a tus hombres y acompáñanos —ordenó Derek. El muy desgraciado creía que tenía mando sobre mí. Negué con la cabeza.
—Esto se acabó, no voy a arriesgar a más de mis hombres, ellas han ganado, Derek, Helton, harían bien en preguntarse por qué —jadeé a voz de cuello, luego resbalé el en lodo y volví a apoyar mi peso contra el árbol. El mundo empezaba a perder nitidez en sus bordes y eso no podía ser bueno. Necesitaba sembrar la semilla de la duda en aquellas mentes traidoras. Ellos ya planeaban derrocar a Cian, ahora que les daría la excusa perfecta para hacerlo no podía perder el conocimiento, o la vida.
—Él tiene razón —exclamó Ukui—. Si teníamos el beneplácito de Lusiun, ¿por qué fallamos?
—¡Calla estúpido traidor! ¡Ambos son traidores a la corona! —acusó Helton. Quise reír ante su hipocresía. No era de sorprender, así se llevaban en este lugar. Podías ser el peor traidor a la corona, pero siempre habría alguien a quien acusar del mismo delito.
—La corona es traidora a Luthier —rugió Shalus. Apartó el cabello rebelde y empapado que caía sobre su frente. Su armadura estaba tan manchada que, lejos de parecer plateada, estaba pintada de un rojo cada vez más oxidado—. Es la única explicación para la repentina peste y esta derrota tan desastrosa. —Contuve una sonrisa, si bien ese era nuestro plan desde un inicio, Shalus estaba tan enojado, decepcionado y desesperado que él mismo había caído en nuestra propia trampa. No había necesidad de actuar.
—¡El Todopoderoso Cian es el enviado de Lusiun en la tierra! No puede ser un traidor, en su sangre no corre ni una gota de pecado. ¡Detén tus blasfemias ahora mismo! —Helton apuntó su espada a Shalus, quien no retrocedió, solo se arrodilló el suelo, como si estuviera dispuesto a ser decapitado al instante, Helton sonrió con satisfacción y se acercó a zancadas a su posición. Solo mi agotamiento evitó que avanzara y detuviera aquella locura, daba igual si querían matarse, pero si lo hacían, arruinarían el plan que Cian y yo compartíamos. Odié mi cuerpo y su debilidad, por muy buena que fuera una estrategia, siempre dependería del factor humano y estos momentos, era demasiado humana. No podría evitar la muerte de uno de mis aliados, muerte que estaba a punto de suceder a unos metros de distancia.
Shalus me sorprendió al levantarse de entre el lodo y los cuerpos. Helton borró la sonrisa en cuanto extendió un brazo cercenado en su dirección para señalar el cadáver de uno de sus soldados.
—Estas manchas parecen peste para mí —reclamó—. Una de rápido esparcimiento y mortal si enfermó a nuestros hombres en solo unas horas. Si esto no es obra divina, no sé entonces lo que es —gruñó—. Me llevaré a mis hombres, me niego a dejarlos morir en las manos de dos fanáticos.
Baldric, quien no había pronunciado palabra hasta entonces solo asintió. Dejó su lugar en el suelo después de acomodar con ternura el cadáver que sostenía y apretó sus puños con fuerza.
—Estoy con Shalus esta vez, Cian ha cometido algún error y Lusiun lo ha castigado a través de nosotros. Seguir sería una locura.
—Cobardes, traidores.
—El único traidor aquí lo conocemos todos —siseé, el silencio cayó sobre el lugar, hasta los pájaros cercanos decidieron cesar sus cantos, perfecto, necesitaba que me vieran como un aliado más, debían superar su ambición y ver lo que era mejor para Luthier—. No necesito más pruebas para comprender que Lusiun no aprueba las nupcias con una mujer de Calixtho y ha decidido demostrar su disgusto en nuestra carne. Me llevaré a mis hombres. —Miré a Enael, no tenía fuerzas para dar la orden. Él solo pasó uno de mis brazos sobre sus hombros y bramó:
—¡A sus caballos! ¡En marcha!
El revuelo de pies y de caballos fue mucho menor a lo esperado. No quise mirar, no quería encontrarme con mi ejército diezmado. Un ejército que, si bien no era completamente mío, lo apreciaba como si lo fuera. Había entrenado en las mañanas con ellos, les había arengado y dirigido en batalla, no había lazo de unión más intenso que aquel, incluso si eran mis enemigos y merecían la muerte.
Enael me ayudó a subir sobre Galeón, luego subió a su caballo. Cabalgamos juntos durante algunos metros, sorteando árboles, arbustos y ramas bajas hasta que encontramos un camino amplio que seguir. Mis ojos se cerraban con insistencia, como si cada párpado pesara una tonelada. El frío empezaba a recorrer cada una de mis extremidades, sabía lo que me estaba pasando, pero no quería reconocerlo, no podía hacerlo. No ahora. Clavé mis pies en los estribos y me obligué a avanzar un poco más hasta que cabeceé sobre la crin de Galeón, Enael resopló con hastío. Giró su caballo y se dirigió a nuestros hombres, sus órdenes llegaron a mi cerebro como un murmullo ininteligible, pronto el rumor de decenas de pisadas se alejó a mi diestra. Cerré los ojos y descansé mi frente sobre Galeón.
—Vamos, debes estar herida. —Enael rodeó mi torso con sus fuertes brazos y trató de bajarme de la silla. No, no podía revisarme ahora, ¿qué pasaría si mis hombres se daban cuenta?
—No seas tonta, los he enviado por otro camino. Estaremos solos un buen rato. Déjame revisar y retomaremos el viaje.
Asentí y me dejé llevar hasta el suelo. Entre la consciencia y la inconsciencia pude sentir como desabrochaba cada parte de mi armadura y como el viento acariciaba mi piel helada y pegajosa. Se las arregló para abrir el gambesón y palpar mi abdomen, allí, sobre mi cadera, una herida gritó su presencia. Me revolví contra sus manos.
—Es algo profunda, pero tratable. No estás perdiendo mucha sangre, es un alivio —acarició mi cabello— ¿Sabes? Te pareces demasiado a él, a veces me confunde —admitió mientras lavaba la zona con vino. El fresco líquido rodó sobre la herida y empapó mi espalda—. Quiero odiarte por lo que ocurrió, de verdad que lo deseo, pero es imposible, no cuando te pareces tanto a él. Incluso tienen el mismo cabello —ahogó un sollozo—, quisiera que fuera él quien estuviera encargado de esta misión, pero soy lo suficientemente inmune a la ceguera del amor como para entender que no habría tenido el valor. Ialnar era un chico de lectura, de buena música, un posible erudito. No un guerrero.
—Esto no derrocará a Cian —confesé entre las punzadas que dejaba la aguja de Enael sobre mi piel—. Es solo uno de sus planes. Descubrió los míos y...
Era una terrible idea ser sincera ahora, pero ¿quién podía detenerme ahora? Estaba harta de las mentiras, de los engaños y las muertes. Si Enael decidía acabar conmigo, que lo hiciera. Liberaría mis hombros de la insoportable carga que ahora llevaban. Tantos muertos, tanta sangre. Una arcada recorrió mi cuerpo. Enael se apresuró a inclinarme hacia un lado. Escupí bilis y restos de galleta rancia, sabor que me obligó a vomitar aún más. Él esperó paciente a que terminara antes de colocar contra mis labios una cantimplora. Bebí y escupí, sabía asqueroso.
—Agua con jengibre y ajo, tu madre me la entregó antes de partir. Así que bebe.
—¿No me odias? —Traté de abrir los ojos, era un imposible, suspiré y rasguñé la tierra bajo mis dedos.
—Me temía algo así, Cian no es tonto, Inava. Accedí a participar porque sé que esto debilitará su posición como nunca. Ningún rey en toda la historia de Luthier ha diezmado su ejército de esta manera. Perderá popularidad y no te lo niego, eso lo desesperará, habrá muerte y dolor, pero también, será una oportunidad para actuar.
—Debemos ir a palacio, reunirnos con todos para dar el informe —susurré.
—Sí, y tengo un mal presentimiento sobre esa reunión —admitió Enael. Dio un último tirón a sus puntadas y vendó mi abdomen lo mejor que pudo—. Descansemos un rato, el mundo no se acabará porque te permitas dormir, Inava.
Abrí los ojos lo suficiente como para ver su cabello oscuro descansar junto a mí. Su barba lucía grasienta, pero incluso así era atractiva. Levanté una mano y recorrí la línea de su mandíbula, los vellos acariciaron las yemas de mis dedos con rudeza.
—Adivino, ¿te gusta y Jadiet no tiene una? —bromeó con ojos risueños a causa del agotamiento y de su propia broma.
—Es extraño no verte enojado.
—Culpa al cansancio y a todo esto —extendió los brazos—, nunca pensé que tendría tanta sangre en mis manos. Soy un guerrero, pero no un monstruo.
—Soy una guerrera obedeciendo las órdenes de una bestia —mascullé.
—Esa mujer va a escuchar mi acero, en algún momento —amenazó con voz gélida—. Morirá en mis manos suplicando piedad, no le daré la paz de una muerte digna y honorable.
—Guarda un trozo para mí.
—Olvidé que era tu hermano. —Sus ojos se suavizaron—. Es demasiado. ¿Por qué no podemos vivir en paz?
—Somos humanos, Enael. La violencia y los malentendidos siempre serán nuestra forma de vida.
Nos permitimos cerrar los ojos un par de horas y reanudamos el camino al anochecer. El paso de Galeón molestaba mi herida con un ritmo casi enloquecedor, por momentos deseaba bajar de la silla y quedarme sentada en el bosque para toda la eternidad. Para mi mala suerte, no era más que una guerrera con una misión y solo me quedaba soportar como una buena mujer de Calixtho, era mi deber levantar la cabeza y seguir a Enael en aquellos intrincados caminos.
Pronto nos encontramos con una luz titilante frente a nosotros, el viento llevaba hasta nuestros oídos algunas risas y gritos. No eran los de un campamento que se había propasado con el alcohol, sino los de uno que estaba descargando su frustración acumulada. Temí por las granjas que se desperdigaban en el bosque y quienes vivían ocultos en él. Enael y yo compartimos una mirada y espoleamos a la vez a nuestros caballos. Hombro con hombro cabalgamos hasta llegar a la fuente del alboroto.
En ese campamento improvisado se encontraban mis hombres, todos gritando al cielo, riendo y descargando su ira contra un chico que se encontraba atado a un árbol. Atado era describirlo de manera amable, no lo estaba. Un repentino rayo de luz de la fogata me permitió ver la pesadilla a la que estaba sometido. Dos cabezas oxidadas resaltaban de sus amoratadas muñecas, sus hombros temblaban con espasmos y a sus pies había un charco, mezcla de sangre y orina.
—¡Ureil! —exclamó Enael. Su grito me sacó de mi estupor. Bajamos de nuestros caballos y apartamos a mis hombres de él. Algunos lucharon contra nosotros, pero al descubrir nuestras identidades solo se hicieron a un lado, pálidos como la luna.
Desenvainé mi espada y me planté con firmeza frente a Ureil, mis hombres, los más sensatos, se arrodillaron de inmediato, los borrachos e idiotas solo me plantaron cara.
—¡Es un estúpido desertor! ¡Huyó de la batalla! ¡Merece la muerte! —gritaron en una cacofonía de justicia y venganza.
—¡Escapó por mi orden! —bramé, pero incluso mi voz quedó ahogada por el grito de Ureil al ser liberado por Enael. Contra mis mejores deseos y mi sentido de supervivencia me giré. Enael tenía sobre sus hombros el peso de Ureil y trabajaba con furia para liberar su otro brazo. Cada tirón sobre el clavo arrancaba sollozos y gritos descarnados al joven, Enael hacía lo mejor que podía para consolarlo, pero él lloraba más que Ureil, a quien de seguro no le quedaban más lágrimas que derramar.
Fue como si una corriente helada recorriera mi espalda. Los escasos sonidos de la noche habían desaparecido por completo, reemplazados por las ruidosas respiraciones de los soldados que se encontraban cerca de Ureil y de los murmullos de reproche de quienes estaban sentados junto a la hoguera.
—¿Quién fue el responsable de esto? —inquirí entre dientes, con un siseo animal que escapó desde lo más profundo de mi corazón— ¿Quién fue el desgraciado traidor que ordenó esto?
Recorrí con la mirada a mis hombres. Había algunos capitanes en el grupo, todos ocultos en la penumbra que dibujaba la luz de la fogata. Parecían encogerse con cada palabra que salía de mi boca. Para su mala suerte, toda misericordia había desaparecido de mi corazón, no había espacio para nada más que un profundo deseo de justicia disfrazada de venganza, de sangre y de retribución.
—Quiero que los responsables de esto se presenten ante mí, de lo contrario todos pagarán —amenacé.
—Te quedarás sin ejército si lo haces —espetó un soldado de amplia barba y aspecto desaliñado. Su gambesón se encontraba desgarrado y su frente brillaba a causa del sudor.
—Puedo elegir a uno de cada diez y aplicarles el mismo trato —señalé a Ureil sin atreverme a mirarlo. Suficiente tenía con sus quejidos quedos y las palabras ahogadas de Enael—. Y créanme que lo haré, una y otra vez hasta que solo queden nueve de ustedes.
—Esa es una injusticia. Nosotros creíamos castigar a un desertor —bramó un capitán. Su armadura, otrora brillante, se encontraba opaca y manchada, casi herrumbrosa.
—Creían, ese es el punto —interrumpí—. Y no solo decidieron aplicar justicia por mano propia, sino desatar sobre su cuerpo la ira de una batalla perdida.
—Y ahora usted pretende hacer lo mismo con nosotros —bramó un soldado.
—Salvo que yo soy la justicia, soy la ley. Por ende, lo que yo decida se hace. Quien no obedezca es reo de traición —afirmé con ímpetu—. Quiero a los responsables, o empezaré a echar suertes.
—Somos muchos más que ustedes —dijo un soldado en evidente estado de embriaguez, su paso era tambaleante y sus ojos se encontraban desenfocados, la saliva se acumulaba en la comisura de sus labios. Se había envenenado sin saber— ¿Quién podría detenernos si acabamos con ustedes? El trágico final de nuestro señor Ialnar —canturreó solo para ser silenciado por un compañero. A pesar de aquel gesto, pude ver como algunos asentían y otros pocos llevaban sus manos a la empuñadura de sus espadas.
—¿Es eso? ¿Cometerán traición en grupo? —Desenvainé y me puse en guardia. Si se lanzaban contra mí no tenía posibilidades de sobrevivir, pero me llevaría unos cuantos conmigo.
—Por supuesto que no —chistó un capitán desde las sombras—. Suficiente deshonra ha caído sobre nosotros hoy como para que derramemos sangre noble de esta manera.
—Acabar con un señor justo y bueno como Ialnar solo nos traerá desgracias —opinó un soldado—. Solo digan la verdad y terminen con esto.
—Quien se entregue morirá rápido —ofrecí—. Quien no, será clavado a estos árboles para morir devorado por las bestias del bosque y las aves de rapiña.
Pese al silencio reinante y la absurda lealtad por camaradería, no fue difícil encontrar a los culpables. Quienes se encontraban sentados cerca de la fogata los miraban con descaro a la par que estos perdían el poco color que quedaba en sus rostros. Estaban paralizados, sus labios temblaban y algunos sudaban copiosamente. Levanté mi espada y los señalé uno por uno.
—Entréguense ahora. Después será peor.
—Mi señor, tenemos esposa e hijos, no podemos dejarles —balbuceó uno.
—¿Asumes que por eso tu vida es más valiosa que la de este escudero y escriba? Eso es patético y cobarde. Creí enseñarles mejor.
—Mi señor, tenga misericordia.
Apreté los dedos alrededor del mango de mi espada, la mordedura del metal provocó un dolor agudo en mi piel que me ayudó a distanciarme de la situación y a centrarme. Giré y miré a Uriel. Descansaba en brazos de Enael, rendido quizás por alguna droga o por las heridas que recorrían su cuerpo. Respiraba con dificultad, aún estaba vivo y yo no tenía tiempo que perder.
—No la tuvieron con él, no la tendré con ustedes. Quiero a todos los responsables clavados de pies y manos a estos árboles —ordené a viva voz. Los soldados inocentes se levantaron y compartieron una mirada—. Si no lo hacen lo consideraré una insubordinación. Si algún culpable logra escapar, todos pagarán por él.
Aquello fue suficiente para que todos se decidieran a actuar. Pronto el lugar se llenó de golpes de martillo, gritos y súplicas. No me importaban, lo merecían, habían herido a un niño, habían torturado a Uriel.
Me arrodillé junto a Enael. Ureil iba y venía entre la consciencia y la inconsciencia. Sus heridas eran graves, pero no mortales. Enael había controlado la pérdida de sangre y por momentos vertía algunas gotas de agua a través de los labios rotos y ensangrentados de Ureil.
—No sobrevivirá al viaje —sentenció Enael con aguda agonía—. Necesita un lugar cálido y limpio para descansar y recuperarse. Estamos en medio del bosque, en medio de la nada —ahogó un sollozo y sorbió por la nariz—. Se suponía que debía protegerlo.
—Conozco un lugar. —Palmeé su espalda—. Hay una granja cerca de aquí. A caballo podemos llegar en algunas horas. Conozco al granjero. Estará encantado de ayudar.
—Asumes demasiado, Ialnar —susurró.
—Es nuestra única esperanza. Espera aquí, buscaré el caballo de Ureil y nos pondremos en marcha.
Enael escupió una risa amarga y señaló con su nariz hacia una hoguera cercana. Allí se encontraban los restos del caballo. Chisporroteando sobre el fuego. Cuchillos y tenedores descansaban sobre las rocas que servían como barrera a las llamas. Salvajes, eran unos salvajes.
—Me adelantaré. Debo hablar con el rey —comuniqué a mis soldados mientras me erguía—. De su paga saldrá el valor del caballo de Ureil —levanté una mano para ahogar las voces de protesta antes que se levantaran—, debieron pensarlo mejor antes de convertirlo en su cena.
En mi camino hacia los caballos me topé con uno de los soldados responsables. Colgaba de sus muñecas y había sido despojado de su cota de malla y gambesón. Solo contaba con una vieja camisa de lino manchada por el sudor como única protección ante los elementos.
—Mi señor... mi señor, por favor —lloriqueó—. Yo no quería hacerlo. Los demás empezaron y yo... yo estaba tan molesto por la derrota, por no poder llevar un tesoro a casa... mi señor, tengo familia.
—Tu familia no quedará desamparada —repuse con firmeza. Tomé las riendas de los caballos y regresé sobre mis pasos—. Lamentablemente no puedo decir lo mismo de ti.
—¡Al menos acabe conmigo! —rogó con un grito descarnado, mismo que reverberó en mi cráneo mientras me alejaba a toda prisa. Apreté las riendas entre mis dedos, mi corazón estaba dividido entre ofrecerle la misericordia de una muerte rápida o dejarlo allí, expuesto a los elementos y los animales. Mi mirada se topó con la de Enael y luego con los ojos desenfocados de Ureil. Mi resolución se fortaleció. No, no merecía piedad. Ninguno la valía.
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