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La venganza de Cian

La magia del bosque pronto fue reemplazada por la crudeza de la ciudad. Los caminos flanqueados por fina hierba y arbustos cubiertos de bayas y flores aromáticas se transformaron en un eterno lodazal de desechos animales y humanos. El canto de las aves y el rugido de los depredadores pasó a ser grito de los vendedores, soldados ocasionales y peleas domésticas que llegaban hasta nuestros oídos desde las ventanas entreabiertas de humildes cabañas y casas de adobe.

—Quiero regresar —susurró Jadiet. Vestía de nuevo la prenda que Lamond había confeccionado para ella y montaba de lado, como una buena dama debía de hacer y ocultaba su rostro con una capa con capucha. El calor bajo ella debía de ser infernal, pero no queríamos arriesgarnos demasiado y cumplir con todos los preceptos sociales posibles. Una mujer de su clase no debía ser vista entre la plebe.

El tono bajo de su voz hacía imposible aliviar las horas de viaje que quedaban por delante. No podían escucharla tomar la iniciativa en ninguna conversación o responder con su típica altivez y desafío.

—Y yo —respondí también por lo bajo.

—Casi prefiero pasar el resto de mi vida destripando y desollando conejos —masculló—. Vivir como una salvaje es más agradable que experimentar las comodidades de la civilización.

—Con suerte Cian hará de esto un espectáculo de un día.

—Con suerte habrá acabado con todo para cuando lleguemos. No quiero ser testigo de tu crueldad —negó con la cabeza y miró hacia el frente, sus pálidas mejillas resaltaban con el sol que impactaba contra ellas.

—Lamento que debas ver esto, mi amor.

—Sianis dijo que necesitaba endurecer mis ojos ante la violencia, estaré bien.

—La violencia en batalla, no aquella ejercida por sórdido placer. Eso es lo que hará Cian. Matará a esas personas de maneras crueles para sentar un precedente y destruir la moral de cualquier enemigo. Más que de ayuda, puede ser algo que nos afecte.

—No dejaré que me afecte, Ialnar —repuso con firmeza.

—Lo hará, queramos o no, lo hará.

Conforme continuamos avanzando el ambiente a nuestro alrededor cambió por completo. Los vendedores habían cerrado sus puestos, las casas, de aspecto más resistente y elegante, tenían las ventanas cerradas a cal y canto y quienes compartían con nosotras el camino tenían expresiones adustas y lúgubres. Podía cortar la tensión con mi espada. Los vellos de mi nuca se erizaron y mi mano se dirigió hacia las bridas de Zafiro. Jadiet levantó la cabeza ante mi gesto y en silencio me tendió las riendas de su caballo. Con sus manos libres buscó las dagas que escondía en las mangas de su vestido y mantuvo la vista fija en el camino, baja como debía de ser, pero sin perder de vista ningún detalle.

Mis precauciones resultaron fructíferas un par de metros después. Un inocente choque entre dos hombres se convirtió en una batalla campal marcada por golpes, insultos y gritos llenos de miedo y desesperación.

—Son guerreros de Shalus —susurré al reconocer sus rostros. La mugre del camino los cubría y ya no portaban sus gambesones o cotas de malla. Lo habían perdido todo y ahora eran obligados a aplaudir al hombre que les había dejado en la pobreza.

Alcanzamos el palacio a media mañana. Varias decenas de guardias se encargaban de organizar a los convocados, algunos terminaban en lo alto de las murallas, los más pobres debían conformarse con algún resquicio en las rampas y bloques que las conformaban. Un auténtico riesgo, pero aquello a Cian le traía sin cuidado. Un plebeyo siempre podía ser reemplazado por otro.

Uno de los guardias tomó las riendas de Galeón y me pidió con cortesía inusitada que bajara de mi montura.

—Tiene un lugar predilecto junto a los consejeros del rey, mi señor. Su mujer puede permanecer con sus esposas.

—No me separaré de ella, no sería correcto ante la compañía que nos rodea —fruncí mi nariz para dar énfasis a mis palabras despectivas—. Busca algún lugar en las primeras filas, detrás de los consejeros y la familia del rey.

—Como lo prefiera —chistó el soldado con evidente molestia—. Me encargaré de sus caballos.

—No es necesario. Los dejaré en la caballeriza del pueblo.

—Las caballerizas del palacio son mejores, mi señor —balbuceó con los ojos abiertos a su máxima capacidad. Sus labios pálidos y el temblor de sus manos eran prueba suficiente del terror que le producía mi negativa a cooperar con él.

—¿Estás tratando de decirme lo que debo hacer? ¿Puedes creerlo, querida? Soldados con mayor autoridad que sus señores—espeté. Jadiet levantó el mentón y resopló. Era la imagen perfecta de la altiva mujer noble.

—No, no por favor, nunca se me ocurriría —balbuceó el muchacho—. Es solo que mis órdenes...

—Dile a tu superior que solo recibo órdenes del rey.

Tomé las riendas de sus manos petrificadas y guie a los caballos hacia una caballeriza cercana. Lejos de la multitud incluso el pútrido viento que se levantaba en las calles era bienvenido.

—¿Y si eran órdenes de Cian? —susurró Jadiet mientras la ayudaba a desmontar.

—Entonces debió dármelas en persona, no enviar a un soldadito. No te arriesgaré por darle el gusto. —Tensé mis manos sobre la silla. Mi piel vibraba con energía y mis dedos temblaban—. No deben separarnos, Jadiet.

—No lo permitiré —aseguró ella con firmeza. Sus besos contra mi mejilla y sus brazos llenaron de calma mi atribulado espíritu—. Mantén la cabeza fría, mi amor. Cian quiere verte cometer un error. No le des una excusa.

—No le daré la oportunidad —juré.

Después de pagar por el alquiler de las cuadras nos dirigimos al palacio. La multitud se encontraba organizada lo mejor posible alrededor de una gran tarima de al menos dos metros de alto. Los comerciantes y ricos se encontraban en las primeras filas detrás de los consejeros y la familia del rey. Me dirigí a ese lugar con Jadiet de la mano, granjeros y vendedores pestilentes se apartaron de nuestro camino, del suelo se levantaban nubes de polvo y suciedad debido a las prisas que tenían por alejarse de mí y evitar concurrir en mi ira. Era un noble, podía desenvainar y matarlos sin miramientos y luego acusarlos de deshornar a mi esposa. Nadie quería rozarnos siquiera por error.

No había bancos o taburetes, debíamos permanecer en pie durante todo el evento. Cian nos negaba cualquier comodidad porque estaba en su poder hacerlo.

El tiempo transcurrió entre empujones, disculpas profusas y un calor insoportable. Podía sentir las manos de Jadiet luchando por no dirigirse a la capucha. Era mejor así, había que evitar cualquier tentación posible, Cian estaría especialmente excitado por las ejecuciones, no había porque darle una excusa más para que nos convirtiera en blanco de sus libidinosos deseos.

Por fin los soldados de la guardia real hicieron sonar sus trompetas y tambores. El ritmo congeló mi sangre, era lúgubre, agudo y a la vez, enervante y sediento de sangre. Era como si describiera a la perfección las emociones de Cian en ese momento.

La multitud se apretujó aún más a nuestro alrededor, prueba fiel de que los soldados forzaban un corredor para el rey y su séquito. Sobre la tarima, un grupo de sirvientes se apresuró a dejar una silla alta recubierta de oro y tapizada con terciopelo rojo, a un lado dejó un taburete de aspecto humilde y poco más. Cuatro soldados se apostaron en las esquinas de la tarima y otros cuatro rodearon las sillas, solo entonces Cian subió al escenario y su presencia nos obligó a arrodillarnos. Por entre mis pestañas pude ver que le seguía Gaseli y el resto de la familia real, en su mayoría, algunas hermanas del rey y sus sobrinos y primos pequeños, todos ocultos, encerrados en el palacio y víctimas de su irrefrenable temor a perder el trono. Los posibles herederos al trono jamás abandonarían el palacio en vida, lo tenían prohibido por su seguridad, sin embargo, en Calixtho circulaban perturbadoras leyendas y rumores sobre la verdad detrás de aquella práctica. Rumores que era imposible corroborar porque rara vez era posible ver a la familia real junta.

—Con que es verdad —susurró Jadiet—. Ninguno de los posibles herederos al trono han alcanzado la mayoría de edad. No reconozco a ninguno. Todos son más jóvenes que los que vi la otra vez.

—¿Otra vez?

—El antiguo rey convocó a una ejecución similar, Cian se encontraba con él, así como el resto de la familia real. El mayor si acaso tendría unos catorce años. Debería ser todo un hombre ahora, pero no puedo verlo. Ni siquiera veo a quienes deberían ser jóvenes adultos ahora.

—Ahora entiendo a Ukui —susurré—. Logró escapar de la muerte y ocultar el secreto de su casa.

—No creo que lo hiciera.

—¡Arriba mi pueblo! Hombres de Luthier, es mi deber presentarme ante ustedes en terribles circunstancias para nuestro reino. Yo, su rey, responsable de protegerlos y amarlos, he sido víctima de la más cruel de las traiciones. Yo, que solo tengo en mente lo mejor para ustedes, fui traicionado por los hombres que juraron lealtad a mí. Todos, menos uno, decidieron que estarían mucho mejor sin mí —jadeó para dar énfasis a sus palabras— ¡Sin mí! Su rey elegido por Lusiun para guiarlos hacia el bien y la luz. ¿Dónde estaría nuestro reino ahora si hubieran tenido éxito? Lusiun envió sobre ellos su ira y diezmó sus ejércitos con una terrible peste y aun así decidieron seguir con sus planes, escucharon la maldad en sus corazones y volcaron toda la responsabilidad de la derrota sobre mí. ¡El elegido de Lusiun!

Tenía que darle crédito, su actuación era maravillosa, salvo por una o dos mentiras, parecía vivir la experiencia como real, algo imprescindible para evitar cualquier asomo de duda entre el pueblo y su éxito era evidente. Podía escuchar los murmullos de horror y desprecio de parte de los aldeanos y comerciantes.

—Ukui, Shalus, Helton, Baldric, Stedd, Dereck y Eosian se encontraban detrás de esta pantomima, de esta infame treta para hacerse con el trono. No menciono sus casas porque han sido despojados de su nobleza, hoy no son más que hombres del pueblo y como tales serán juzgados.

El abucheo general me permitió expresar con libertad mi asombro.

—¿Eosian también será juzgado? —resoplé.

—¿Su representante se unió al complot? —inquirió Jadiet, al verme asentir suspiró—: entonces pagará por su culpa. Actuaba en su nombre, sus decisiones eran las de Eosian. Se debe ser cuidadoso a la hora de elegir un representante, puede costarte la vida.

Cian esperó a que los murmullos, insultos y amenazas desaparecieran para continuar con su veredicto.

—Sufrirán la pena máxima por traición todos los miembros de sus familias, sus generales y capitanes —expresó con un brillo maníaco en los ojos. Mi estómago se revolvió, no iba a poder soportarlo, no podía ver a inocentes morir de forma cruel—. Sin embargo, soy misericordioso, y como prometí al único noble que se mantuvo fiel a mi nombre, no castigaré a los inocentes.

Temblé, mi piel perdió toda temperatura. No solo estaba colocando una diana en mi cabeza, sino que me estaba salvando de una posible venganza. Una acción tan llena de conflictos y dualidades que me sentí perder el equilibrio. Jadiet se las arregló para sostener mi peso. Su capa ocultaba a la perfección el brazo con el que rodeaba mi cintura.

—Todo estará bien. Cualquier caballero valorará lo que hiciste por los niños —susurró.

—Sin embargo, no puedo dejarles en libertad. Los niños se convierten en adultos y con ello, nacen las venganzas y el pecado. Es por eso que permanecerán cautivos en mi castillo, resguardados hasta que sean lo suficientemente mayores como para ser juzgados.

—Maldito infeliz —siseó Jadiet.

—Es un desgraciado. —Apreté con fuerza la vaina de mi espada. Necesitaba drenar de alguna manera la ira y la energía que burbujeaban en mi interior y entraban en conflicto con la frialdad de mi piel.

—Dicho esto, demos paso a las ejecuciones. Son muchos los culpables y poco el tiempo que tenemos disponible para su justo castigo. —Después de tales palabras Cian recorrió la multitud con una mirada feroz y satisfecha. Sus ojos se detuvieron unos instantes por encima de mi cabeza, inconscientemente sujeté a Jadiet contra mí. No la tendría, moriría antes de permitir que se acercara a ella.

Satisfecho con la cantidad de testigos, Cian tomó asiento en su trono, Gaseli le imitó y todos los posibles sucesores se organizaron por tamaño detrás de él. Los niños más pequeños delante y los mayores atrás. Traer niños a una ejecución, en especial a una tan cruel, quería vomitar, no era de sorprender que todos resultaran tan desquiciados como Cian. Quizás y era un acto de misericordia para el mundo el desaparecerlos antes que pudieran reclamar el trono. Cian creaba a sus propios enemigos, pero se aseguraba de destruirlos antes que obtuvieran la fuerza suficiente para hacerle frente. Un juego de azar y violencia que de seguro le llenaba de satisfacción.

Un rugido de la multitud me hizo apartar la mirada de los niños. Los verdugos se encontraban ya sobre la tarima, hombres fuertes, de pechos lustrosos y velludos y rostros cubiertos por máscaras grotescas y deformes, con grandes colmillos que surgían de entre los labios gruesos y desiguales y llegaban a dar la vuelta a lo largo de las mejillas.

De inmediato un grupo de soldados trajo a rastras a los condenados. Shalus, Ukui, Helton, Baldric, Stedd, Dereck y Eosian fueron obligados a formar una fila en el borde del escenario para enfrentar a la multitud. Se encontraban amordazados y maniatados, solo vestían las finas camisas interiores y pantalones que llevaban por debajo del gambesón y la armadura, las prendas en cuestión estaban reducidas a harapos que poco hacían por cubrir su piel.

Los verdugos arrastraron tres braseros con carbones al rojo vivo. En el borde descansaban los mangos de diversas herramientas de acero cuya forma no llegaba a distinguir salvo por el inusitado y vicioso brillo que despedían desde el interior de las brasas.

Los pechos de los condenados empezaron a subir y bajar con frenesí, no podía culparlos, en su lugar desearía morir de algún ataque al corazón.

En cuanto los implementos adoptaron el color que los verdugos deseaban, desenvainaron de sus cintos enormes cuchillos afilados, patearon las rodillas de sus prisioneros y los obligaron a hincarse sobre el duro suelo de madera. Los seis verdugos se posicionaron junto a los nobles y miraron al rey a la espera de sus instrucciones.

—Ya que fueron sus cabezas las que idearon toda esta desgracia, opino que deben recibir un nuevo corte de cabello, ¿qué dicen? —preguntó lo último en dirección al público, este bramó enfurecido dando su consentimiento para tal humillación.

Al momento los verdugos sujetaron los cabellos de aquellos hombres y tiraron con fuerza. Rechiné mis dientes, no se trataba de un simple corte de cabello. Cian había ordenado que les desollaran la piel de la cabeza. Jadiet tomó aire con fuerza y apretó mis dedos. Los afilados cuchillos invadieron el cuero cabelludo de los caballeros con facilidad, podían cortar rápido y limpio, pero los verdugos se tomaron su tiempo creando así una cacofonía de gritos que helaba la sangre.

Con un sonido de húmedo cloqueo las cabelleras fueron desechadas en un cubo vacío, un breve descanso en el cual Shalus ocultó el rostro en el regazo de su esposa, Esea. Ukui mantuvo la compostura, enfrentó a los espectadores con su rostro resquebrajado por la agonía. De nuevo los verdugos compartieron una mirada con el rey a la espera de sus instrucciones.

—Con sus lenguas urdieron terribles planes contra mí. Por ende, serán las siguientes en caer.

—¡No! ¡No! Piedad —gimió Baldric al verse atrapado por dos verdugos, un tercero le obligó a abrir la boca y con una tenaza tiró de su lengua. Un cuarto verdugo extrajo un cuchillo al rojo vivo de los braseros. El siseo del hierro al cocinar la carne y los gritos de Baldric inundaron el lugar ante el silencio gélido que había dominado al público, era como si todos temieran que, quien gritara, sufriría la misma pena.

Uno a unos los seis nobles sufrieron el mismo destino. Para cuando Shalus, el último en perder su lengua, cayó al suelo presa de convulsiones, Jadiet descansó su peso contra mí.

—No puedo seguir viendo esto, Ialnar —susurró.

—Tenemos que hacerlo, si salimos de aquí seremos su próximo objetivo.

—Ya lo somos, ya lo somos y terminaremos como ellos —lloriqueó presa del pánico. Presioné sus dedos con los míos con fuerza hasta que un jadeo de dolor cortó el llanto. No podía hacer mucho por ella, habría tiempo para la ternura después.

—Mantén la calma, Jadiet —gruñí—. Sé que es terrible, pero debemos ser fuertes. Todo estará bien, no enfrentaremos nada así, te lo juro.

—No puedes jurar algo así —balbuceó—. Vámonos, Ialnar, huyamos y no volvamos jamás.

Aunque meses atrás era lo que deseaba escuchar, ya era demasiado tarde. Había un plan en marcha, una luz al final del túnel. No era Jadiet quien me rogaba desaparecer, era el miedo que congelaba su corazón y nublaba su sentido. Si huíamos ahora, jamás se perdonaría a sí misma. Y yo tampoco.

—No, no caigas en el juego de Cian, Jadiet. Hace esto para llenarnos de miedo. Si huimos y dejamos todo como está, le daremos la razón y todo este sufrimiento será en vano.

—No quiero acabar así —sollozó.

—Jadiet, mi amor, ten valor. Deja que esto te motive a luchar, no permitas que llene tu mente de miedo. Recuerda que, en la batalla, un segundo de duda puede ser mortal —giré para verla y por un instante el mundo desapareció para nosotras. Aparté las lágrimas que recorrían sus mejillas con una caricia lenta y delicada—. Me tienes a mí, no dejaré que te pase nada.

En nuestra pequeña pausa, Cian parecía haber dado una nueva orden. Dos de los verdugos habían desaparecido y los nobles temblaban y se ahogaban en un charco de sangre, saliva y otros fluidos corporales. Pronto la situación tomó sentido. Los verdugos regresaron con un caballo y un carro de diseño extraño.

Se trataba solo de una gran rueda sostenida por un grueso eje y un marco ancho. Los caballeros nobles empezaron a gritar y farfullar, algunos vomitaron y trataron de escapar de sus ataduras. Esea y Drala se desvanecieron en el acto, nadie prestó atención a sus caídas ni revisó que estuvieran bien, el rebote de sus cabezas contra la madera de la tarima y el posterior crujido había sido enfermizo.

—No podemos marchar a alguna colina, así que yo mismo diseñé una rueda para la ciudad —se pavoneó Cian con una sonrisa torcida—. Señores, ya saben qué hacer. —Agitó la mano en dirección a los verdugos con desenfado. Estos rieron y sujetaron a Shalus por los jirones ensangrentados que restaban de su camisa, rasgaron su ropa y ataron su torso al borde externo de la rueda con gruesas cuerdas, luego desabrocharon el caballo de la rueda y lo llevaron a una esquina de la tarima.

—Jadiet, necesitas ser valiente —susurré—. Lo que viene no será agradable.

—Nada de lo que ha ocurrido lo ha sido —masculló ella en respuesta.

—Esto será peor —susurré.

Uno de los verdugos tomó el brazo de Shalus y tiró de él al máximo, otro tomó una gran masa de metal cubierta con pinchos, un lucero del alba muy elegante que de seguro había sido preparado para la ocasión. El verdugo tiró el mazo hacia atrás para tomar impulso, dio un paso al frente y descargó el arma sobre el codo de Shalus. Un grito agónico escapó de su garganta.

Sin inmutarse, el verdugo que sostenía su brazo volvió a tirar de él, esta vez, la maza cayó sobre su hombro. Una vez el brazo de Shalus perdió todo soporte, fue atado a uno de los radios de la rueda, entretejiendo el brazo entre ellos como si se tratara de un trozo de cuerda.

Repitieron la operación con el otro brazo, momento en el cual Shalus perdió el conocimiento. Rogué en silencio porque perdiera la vida, era un ser despreciable, pero incluso esto era demasiado castigo para alguien como él.

Los verdugos sacaron de algún lugar un cubo de licor rebajado con agua, lo vertieron sobre Shalus y lo obligaron a regresar al mundo real. Esta vez, dos verdugos extendieron sus piernas, la masa cayó, inmisericorde, sobre sus tobillos y rodillas. Todo lo que quedaba de Shalus era una cruenta imitación de una muñeca de trapo. Los verdugos ataron el caballo al marco del carro y esperaron la orden de Cian.

—Una vuelta a la ciudad será suficiente.

Tan pronto escuché tal orden sentí el peso de Jadiet contra mi costado. Me las arreglé para sujetarla mientras recuperaba la consciencia, algo que hizo cuando los gritos descarnados de Shalus desaparecieron en el horizonte.

—No creo poder soportarlo, Inava —jadeó.

—Está bien, esconde tu cabeza en mi pecho, concéntrate en mi corazón, Jadiet. —Acaricié su cabello mientras obedecía mis indicaciones—. Cian no lo notará, está demasiado emocionado contemplando las ejecuciones.

—No son ejecuciones, es tortura —gimió contra mi camisa.

—Lo sé, pero no podemos hacer nada.

—Estoy segura que sí. Tal vez si pensamos en algo...

—Jadiet, sería arriesgarnos en vano. No podemos hacer nada. No voy a arriesgarnos solo por ellos.

Cian no deseaba perder el tiempo, por lo que ordenó que siguieran con Ukui. Los verdugos dejaron su cuerpo desmadejado sobre la tarima y empezaron su trabajo en Helton, habían fracturado ya sus hombros y codos cuando la rueda regresó. Todo lo que quedaba de Shalus era una masa sanguinolenta de hueso, piel y músculo desgarrado.

—Cuélguenlo a la entrada de la ciudad, empalado en una lanza —ordenó el rey—. Oh y aten a Ukui con mi pequeña creación.

Ataron a Ukui a la rueda con una cuerda entretejida con zarzas, incluso dieron varias vueltas a su cabeza con la misma, formando una especie de corona. Como con Shalus, conminaron al caballo a avanzar guiado por un joven mozo que llevaba ya un tono verdoso en la piel.

Tal fue la suerte de Helton, Baldric, Stedd, Eosian y Dereck. Para cuando habían terminado con ellos, el sol casi besaba el horizonte, pero nadie se había atrevido a marchar, todos se mantenían firmes en sus lugares, a la espera del suplicio de las esposas de Shalus y Ukui.

Drala y Esea recibieron un baño de agua fría y licor que las trajo de regreso a la consciencia, ambas mujeres miraron con aprensión el camino de sangre que habían dejado sus esposos y que, de seguro, ellas repetirían.

—Como sus esposas entiendo que debían lealtad a ese par de traidores, pero que esto sirva de lección. Su lealtad es primero conmigo, su rey —bramó Cian—. Antes que sus mujeres, son mías y como tal, haré con ustedes lo que me plazca. —Los verdugos rieron ante las palabras de Cian y llevaron sus manos a sus entrepiernas. Contuve una arcada, Cian no podía ser capaz de ordenar tal acto sobre las mujeres de sus enemigos en público, no era capaz. Tenía que ser incapaz.

Temblé de ira, era demasiado, Jadiet tenía razón. Había que detener esto, pero ¿cómo? En ese momento fui consciente de algo. Jadiet ya no descansaba su peso contra mi pecho ni se encontraba acurrucada bajo mi brazo, de hecho, había desaparecido de mi lado.

Mi corazón se detuvo. ¿Dónde estaba mi esposa? ¿La habían secuestrado mientras me encontraba distraída entre el horror y la pena? Levanté la mirada, los verdugos habían obligado a las mujeres a enfrentar a la multitud y se entretenían rasgando sus vestidos. Rechiné mis dientes, ¿qué podía hacer? Tenía que encontrar a Jadiet y liberar a esas inocentes de...

Un zumbido interrumpió mi pensamiento, un segundo zumbido me obligó a mirar la tarima, allí, Drala y Esea miraban hacia el horizonte con una expresión de alivio y felicidad incomparable. Del centro de sus pechos brotaba una flecha. Agucé la mirada, en el astil se encontraba atada una rosa diminuta.

—Jadiet —susurré.

Cian se levantó con tal ímpetu de su silla que la envió volando hacia atrás y golpeó a sus familiares. Su expresión colérica y sus ojos desorbitados casi me hicieron reír. Había sido burlado en el mismo acto público que él había convocado para vanagloriarse de su poder.

El pueblo empezó a dispersarse tan pronto los dos cuerpos sin vida de las mujeres cayeron al suelo. Poco importaron los gritos de Cian o las órdenes de sus soldados, nadie planeaba permanecer un segundo más en aquel festival de muerte.

Con el corazón en un puño me dispuse a buscar a Jadiet. Por la trayectoria de la flecha debía de haber disparado desde lo alto de las murallas que rodeaban el castillo. Un lugar peligroso, podían haberla descubierto y capturado. Gemí y aceleré el paso, si no había sido capturada debía de encontrarse en las caballerizas, junto a nuestros caballos.

Corrí los metros que me separaban de las caballerizas del pueblo con un pensamiento en mente: Que esté ahí. Por la Gran Madre, que Jadiet se encuentre ahí. Mi corazón latía tan deprisa que por un instante temí que escapara de mi pecho, pero no me importó, Jadiet era más importante en ese momento.

Resbalé sobre la paja húmeda al llegar al lugar, solo estaban nuestros caballos, Galeón y Zafiro resoplaban y agitaban sus colas. El mundo cayó a mis pies. Jadiet había sido capturada.

Un sollozo agónico me sorprendió, había escapado de mi garganta. Giré para regresar al palacio, quizás todavía había una oportunidad de rescatarla.

Galeón relinchó con furia y Zafiro pateó el suelo, el ruido fue suficiente para llamar mi atención, un segundo de distracción, tiempo suficiente para divisar en la esquina de la cuadra una mata de cabello rojizo y unos hombros que no dejaban de temblar.

—¿Jadiet? —El peso del alivio me llevó a caer de rodillas. Estaba viva, estaba bien y lo más importante, estaba conmigo.

Luché por recuperarme y me acerqué a ella. A su lado descansaba su arco y un carcaj con flechas, los tomé y oculté en mis alforjas, luego rodeé su cuerpo con mis brazos y me senté en silencio a su lado. No había nada que decir, se había hecho lo correcto.

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