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La noche de bodas

Shalus, Ukui y el sacerdote se encontraban frente a mí en el despacho. Sus expresiones variaban entre la diversión y la condena absoluta, pero como noble y héroe de Luthier, me debían al menos un poco de respeto y la deferencia de escuchar mi versión de los hechos.

—Has raptado a una joven —dijo el sacerdote con reprobación—. Su padre no deseaba que se casara contigo y en consecuencia la raptaste —recitó como un padre molesto ante la travesura de un hijo—. No puedo llevar a cabo una boda así. No sin el consentimiento de su padre.

—Había un acuerdo de por medio, iba a casarme con ella y su padre decidió entregarla a otro hombre —siseé.

—Por lo que cuentas era solo un acuerdo de palabra, decidiste esperar un tiempo y cortejarla. Es normal que su padre se impacientara, no es usual tomarse el tiempo de enamorar a una mujer —espetó Ukui.

—Amigos —intervino Shalus—. Ialnar es joven, solo un muchacho al que no le nace la barba aún —bromeó—. Solo miren cuantos libros tiene en este despacho, de seguro adora esas novelas de romance y heroísmo tan típicas de la juventud. Por supuesto que cree en esas tonterías y tiene la libertad de ejercerlas si así le parece. No hay ninguna ley contra el amor.

—Si la hay contra raptar jovencitas —siseó el sacerdote.

—Ialnar tenía un acuerdo de palabra con su padre, uno que es tan importante como uno escrito si una de las partes es noble. —Shalus agitó un dedo en el aire para enfatizar su punto—. Por supuesto, Elmer no es noble, desconoce lo que es el honor y la sinceridad, típico comerciante.

—Tienes razón, amigo —cedió Ukui—. Había un acuerdo de palabra y a Ialnar no le falta dinero para pagar por su mujer, su padre no tenía el derecho de entregarla a otro hombre.

La piel del sacerdote tomaba diferentes tonos conforme escuchaba nuestra discusión. Era tan impresionante que por un momento dejé de escuchar las palabras de Ukui y Shalus y me concentré en contar los colores que podía tomar la piel. Me detuve al llegar al sexto, un enfermizo color amarillento que hablaba de peste y enfermedad.

—Si los caballeros están de acuerdo entonces no me queda de otra que oficiar este matrimonio —empezó—. No es correcto lo que hiciste, Ialnar. —Bajé la cabeza fingiendo pena y contrición—. Pero si esa chica no te ha visto en estos días y no has visitado su habitación...

—Mis sirvientes pueden corroborar su integridad, servidor de Lusiun. —Levanté mi barbilla—. No he hablado con ella, no hemos cruzado mirada y le doy mi palabra que no la he tocado en todo este tiempo. Jadiet es pura, nuestra relación es agradable a Lusiun.

—Bien —repuso el sacerdote—. Oficiaré la boda ahora mismo. No hay tiempo que perder si queremos conservar el buen nombre de tu casa y el de tu futura esposa.

Por un instante el mundo se silenció a mi alrededor. Había logrado lo que quería, Jadiet estaría a salvo en mis tierras, pero existía un vacío en mí, un agujero oscuro que tiraba de mi hasta consumirme y desaparecer todo a mi alrededor. Podía tenerla como mi esposa, pero jamás iba a ser mía, solo aceptaba por lo que podía brindarle, porque no tenía otra opción. Me sentí burlada, como tantas veces en el campamento, en la Palestra.

—Oye, Inava. —Una de mis compañeras de clase se acercó a mí y rodeó mis hombros con un brazo. Me tensé al instante, pertenecía al grupo que solo susurraba y se reía cuando me veían pasar—. Escuché algo que podría interesarte.

No quería responderle, pero casi nadie hablaba conmigo ¿qué podía salir mal si entablaba una conversación con ella?

—¿Qué escuchaste? —No podía creerlo, estaba hablando con una compañera, estábamos compartiendo alguna historia interesante, como tanto hacía ella con sus amigas en esos instantes en los que me sentía dejada de lado.

—Dicen que Aeda quiere invitarte a salir, pero que es demasiado tímida para pedírtelo.

—Estás equivocada, Aeda solo me odia. —Negué con la cabeza y retiré su brazo de mis hombros.

—Oh, solo finge hacerlo porque no sabe cómo hablar contigo. Tienes que invitarla tú ¿Ella te gusta, cierto?

Asentí con lentitud, estaba en esa confusa edad en la que cambiabas de gustos cada semana. Un día podía gustarte la chica que devoraba libros al fondo del salón de clases y al siguiente, aquella que era tan torpe como para cortarse con una espada de madera de entrenamiento. Aeda era mi interés en aquel momento, sabía montar a caballo y no temía a las justas ni a los juegos de guerra, era perfecta y todas aseguraban que llegaría a comandante en su adultez.

Me dejé llevar por sus excusas e historias, pronto nos encontramos en el patio de la escuela. En una esquina, bajo la sombra de un gran árbol, se encontraba Aeda acompañada de sus amigas, todas sonrieron al verme llegar, pero no era alegría lo que expresaban sus ojos, era algo más, algo que no podía definir.

—Hola, Aeda —saludé sin mirarla a los ojos.

—Inava —respondió ella con voz contenida, nunca la había escuchado hablar así, siempre era segura de sí misma ¡Sí! Era tímida, le intimidaba mi presencia.

—Quería... —¿Cómo se suponía que debía invitarla? Nunca había hecho algo así—. Quería invitarte a salir ¿qué dices?

—¿A salir? —De nuevo su voz tembló.

—Verás, me gustas y escuché que yo te gusto y pensé que...

—¿Tu? ¿Gustarme? ¡No había escuchado algo tan estúpido en toda mi vida!

Comprendí entonces que el tono contenido de sus palabras se debía a la risa que mantenía a raya. Todo a mi alrededor estalló en risas y silbidos. Traté de salir de allí, pero me vi impedida por algunos empujones.

Sacudí mi cabeza, ahora no era utilizada como una fuente de risas o la víctima de bromas crueles, sino una fuente de seguridad a la que debía aceptar porque no había otra opción y si bien era algo mucho más noble, no dejaba de tener un asqueroso sabor amargo que se negaba a abandonar mi boca.

La organización del lugar se tomó una hora más. Todo estaba listo menos el altar para el sacerdote. Desconocía el ritual, pero esperaba que me guiaran a través de él tal y como lo hacían las sacerdotisas de Calixtho.

El salón central de mi palacio se convirtió en un auditorio. Los sirvientes me arrastraron a mi habitación, prepararon un baño lleno de aceites esenciales y tuve muchísimas dificultades para mantenerlos fuera de la habitación. Insistían en ayudar, en vestirme e incluso, en peinarme y perfumarme por completo. Al parecer, debía sentirme como todo un rey, era un día que debía celebrar en su máximo esplendor.

Las atenciones cayeron al fondo del agujero oscuro, no dejaba de consumir cada instante, cada interacción. Apenas fui consciente de los regalos que me hicieron mis aliados y capitanes, solo quedó grabada a fuego la expresión de Enael antes de acercarse al trono.

—Un regalo útil para sus campañas, mi señor —susurró con la cabeza gacha. No me permitía verlo a los ojos y quizás, fue mejor así. Había un rastro rojo en ellos que tiraba de mi pecho, que ataba mi lengua y encendía mi garganta.

Recibí en mis manos un abrigo de piel, era de color gris y blanco, suave, su delicado aroma a menta y sándalo era único. Sonreí y asentí en agradecimiento.

—Siempre que lo lleve conmigo pensaré en tu lealtad —susurré. Sus hombros temblaron por un segundo, por suerte, recuperó la compostura, realizó una reverencia y regresó a su lugar entre los demás capitanes.

Terminada la entrega de regalos, fui conducida a una habitación contigua al salón junto a mis aliados. Suspiré, no sabía cuánto más podía soportar esta pantomima, cuanto tiempo tenía hasta que la oscuridad me consumiera.

Jadiet debía encontrarse con las esposas de mis aliados y las sirvientas ya casadas. Al no contar con su madre, o la mía, ellas se encargarían de educarla en las labores que debía ejercer en el hogar y todo lo que debía esperar de su noche de bodas. Cómo debía comportarse, qué debía hacer, o bien, lo que no debía hacer. Tal labor la adoptaron Shalus y Ukui para mí.

—La novia debe estar bien informada para este momento —dijo Shalus con una sonrisa mientras daba un sorbo a su quinto vaso de vino—. Por supuesto, ella no sabe nada de lo que le espera hasta este momento, como es propio de jóvenes de su altura.

—Tú ya sabes lo necesario —espetó Ukui—. Tu padre debió explicártelo.

—Además, no es como si fueras completamente inocente —Shalus brindó por sus propias palabras y continuó bebiendo.

—Esta noche es especial —empezó Ukui, sus palabras clavaron una daga en mi estómago—. Una noche inolvidable para ambos —el filo ascendió por mi abdomen hasta alcanzar mi pecho—. Por eso mismo no dejes pasar la oportunidad de enseñarle quien manda.

El afilado metal se convirtió en hielo. Lo miré sin poder contener la incredulidad y el enojo que dominaba mis facciones.

—¿Qué? —inquirió airado.

—No seas así, Ukui. Tendrá toda una vida para enseñarle. Además, es un niño romántico, ¿no es así, Ialnar? Te gusta el romance y todas esas cosas. Tu noche de bodas tiene que ser todo lo que deseas y más. Si quieres que sea hermosa y no una apología al dominio natural del hombre sobre la mujer, entonces estás en tu derecho.

Estrujé los reposabrazos entre mis dedos. Sentía escaparse el control, los sentimientos empezaban a tomar forma frente a mí. Quería matarlos a ambos, a todos en aquel lugar. No solo era enfermizo esto de reemplazar a Ialnar, ya no era una carga con muchas muertes en mis manos, ahora era una afrenta a mis valores más básicos.

—Lo importante es que consumas el matrimonio. Tienes una sábana que mostrar a quienes permanezcan despiertos después del banquete.

—Claro, la sábana es muy importante, así como los testigos en el dormitorio —Shalus guiñó un ojo—. Como los invitados de mayor rango en este lugar, Ukui y yo estamos encantados de aceptar nuestro legítimo deber.

Oh, oh no. Gemí. No podía ser, no podía estar ocurriendo. Las palabras de Shalus rebotaron en el interior de mi cabeza. Ya habían asumido que serían testigos ¿era una costumbre? Jadeé, la tradición del lazo de Calixtho me parecía menos incómoda, un bello paseo, una pequeña imposibilidad agradable, ante esta barbarie de Luthier.

La oscuridad se cernió sobre mí, lo último que escuché fueron los gritos alarmados de Ukui y las risas descontroladas de Shalus y su grito: ¡Oh, solo dale un vaso de vino! ¡Es tímido!

Regresé en mi al sentir el golpe del vino contra el fondo de mi garganta. Ukui y Shalus me ayudaron a ponerme en pie, al parecer mis piernas no dejaban de temblar, y me llevaron hacia el altar, donde el sacerdote ya esperaba por mí.

Todos se encontraban de pie, era el centro de las miradas. Miré mi ropa, llevaba lo mejor que tenía Ialnar en su armario. Botas y pantalones completamente nuevos y relucientes, un nuevo talabarte para mi espada y una camisa de seda de mangas abombadas cubierta por un chaleco de cuero grueso decorado con remaches.

Se hizo el silencio entre los murmullos que dominaban el salón. El sacerdote levantó en sus manos un cuenco de agua hasta que la superficie de esta reflejó la luz del sol que entraba por una de las ventanas. Mantuvo la posición por mucho tiempo, repitiendo por lo bajo una oración que apenas llegaba a entender. Al terminar, las puertas de la entrada se abrieron y tres figuras se detuvieron bajo el dintel. Mi corazón se detuvo, pero nadie más reaccionó, nadie gritó ni advirtió la presencia del enemigo. Miré con atención, solo eran Ukui y Shalus, entre sus fuertes brazos llevaban a Jadiet, o quien asumía era ella, pues llevaba el rostro cubierto con un velo tan espeso y opaco que era imposible ver sus facciones.

Mi futura esposa lucía un vestido tan blanco que amenazaba con dejarme ciega en el lugar. Sus pies y el bajo de su falda no tocaban el suelo. Era evidente que Ukui y Shalus la cargaban para evitar cualquier mancha en su pureza.

La falda llevaba un encaje tan vaporoso que por un momento temí que se enredara en la daga, en las hebillas o en la espada de Ukui, pero no fue así. Lograron llegar al altar y depositaron a Jadiet con sumo cuidado frente a mí.

Tomé aire, si bien estaba en una ceremonia falsa, sin sentido y sin amor verdadero por una, o dos de sus partes, ya no estaba segura de nada, pero lo estaba haciendo por un bien mayor y en eso debía concentrarme.

El sacerdote ordenó que desenvainara y dejara descansar mi espada en las palmas de mis manos y así lo hice. Entonces tomó un cucharón de madera y lo llenó del agua que acababa de consagrar.

—Repite después de mí, Ialnar —indicó. Asentí y prosiguió—: Con esta espada purificada por el agua iluminada por Lusiun juro proteger nuestro hogar, a ti y a nuestros hijos hasta mi último aliento.

No sabía si agradecer lo opaco de su velo u odiarlo, no podía verla a los ojos mas no estaba segura de desear hacerlo. Mis piernas temblaban y mi cuello estaba realmente tenso, al final, logré balbucear aquellas palabras. Al terminar, tome tanto aire que parecía que no hubiera respirado en horas.

Jadiet extendió entonces sus manos. El sacerdote vertió en ellas el agua y le indicó que repitiera:

—Con estas manos juro servirte, amarte y adorarte a ti, a nuestro hogar y nuestros hijos por el resto de mi vida.

El resto de la ceremonia consistió en lecturas aburridas y pasajes sobre la obediencia al representante de Lusiun en el hogar. Mis deberes se limitaban a proteger a mi familia, a proveer para ellos y llevarlos por el buen camino. Los de Jadiet no eran más que advertencias sobre lo que se esperaba de ella como esposa, eterna madre, cuidadora y cocinera, de ella debía venir el amor que requerían los hijos y la sinceridad y lealtad ciega para con su esposo.

Entonces llegó el momento más esperado, debía quitarle el velo. Mis manos temblaban, así que agradecí que los guantes de cuero que llevaba ocultaran aquel movimiento tan poco elegante.

La imagen que encontré debajo de aquella tela me robó el aire de los pulmones. En sus ojos había decisión y valor, así como una fiereza que no había esperado. Su sonrisa era amplia, pero no feliz, era tan irónica, cínica y vengativa que habría provocado que un ejército diera media vuelta y se retirara del campo sin que una espada fuera desenvainada ¿qué había hablado con las mujeres?

—Pueden sellar su unión con un beso —dijo el sacerdote mientras sujetaba el cuenco con agua. Intuí lo que haría, así que me apresuré a tomar el rostro de Jadiet con mis manos e inclinarlo hacia mí.

Fue un beso casto, rápido. Nos sostuve mientras el agua caía sobre nosotros, terminaba la purificación y la ceremonia, estábamos juntos y habíamos sido bendecidos.

—Que sus hijos sean sanos y numerosos —pronunció el sacerdote.

Todos repitieron sus palabras y con ello, dio inicio a la ronda de felicitaciones, abrazos y brindis. Los sirvientes arrastraron las mesas hasta colocarlas en el centro, armaron una pequeña tarima en el lugar del altar y pronto la música dominó el gran espacio. Pude escuchar como fuera del castillo los campesinos y comerciantes de mi feudo reían y gritaban. Tomé la mano de Jadiet y la conduje afuera, desde la puerta contemplamos a la multitud, todos se apresuraron a saludarnos y brindar en nuestro honor. Saludé con una mano y Jadiet me imitó. Por un instante me sentí plena, llena de un valor que no creí posible, todas estas personas me celebraban, aplaudían para mí.

—Y pensar que esto no es tuyo —siseó—. Me sorprende como tienes el valor para vivirlo como si lo fuera.

No pude evitar agachar la cabeza, tenía razón, todo esto no era por mí, era por Ialnar. Que tonta había sido al pensar que algo así podría ocurrir por mí.

—Vamos dentro, debemos estar en el banquete hasta el anochecer —dije mientras rodeaba su cintura con un brazo. Jadiet se tensó, pero no dijo nada ni hizo el ademán de retirarla, habría sido mal visto. A ojos de todos era mía y debía obedecer.

Tomamos asiento a la cabecera de la mesa central. Estaba llena de todo tipo de alimentos deliciosos, tantos que no entendía cómo podía soportar el peso. Había lechones, patos, pollo, venado y el gran plato de la noche, un jabalí fresco. Nadie había probado bocado y todos me miraban expectantes.

—El nuevo marido debe cortar el plato principal, demuestra que serás justo al repartir tus riquezas entre los tuyos y que proveerás para todos, no solo a tu familia —susurró Jadiet en mi oído—. Debes hacerlo con tu espada.

Desenvainé y los vítores no se hicieron esperar. Me acerqué al gran jabalí y con cuidado lo corté desde el lomo hasta la panza, justo en el centro. Algo de salsa salpicó mi mejilla, pero no presté atención.

—¡Por Ialnar de Eddand! —gritó Shalus levantando su vaso. Todos lo secundaron y los sirvientes inundaron el lugar. Se encargaron de cortar el gran plato principal y de servir, junto a las esposas que se encontraban allí, a todos los comensales.

Regresé a mi asiento junto a Jadiet. Me sentí hundir en el cojín, no había hecho nada en todo el día, pero me sentía como si acabara de salir de una gran batalla. Mis piernas y brazos temblaban, mi cabeza daba vueltas.

El suave roce de unos dedos en mi mejilla me trajo de regreso a la realidad. Jadiet se encontraba inclinada sobre mí y había retirado la salsa de mi piel. Enfoqué mi mirada justo para verla llevarse el dedo a la boca, al notar que la miraba solo alzó una ceja, era como si me desafiara a decirle algo, ¿qué podía decirle? Ni siquiera yo sabía que era real y que no.

Probé de todo un poco, los nervios que invadían mi estómago parecían aplacarse con cada bocado y regresar cuando daba un trago al vino. Segundo a segundo los platos desaparecían, era una cuenta atrás macabra. Bien podía estar comiendo mi última cena. En cuanto el postre desapareciera de las mesas y sirvieran el vino y la cerveza para la fiesta, mi sentencia sería llevada a cabo.

Tomé un último bocado de flan y me encontré con la mirada atrevida de Shalus frente a mí. Ukui estaba detrás de él. Dejé la cuchara sobre la mesa y suspiré.

—¡Es hora de sellar este pacto! —bramó Shalus. Todo el salón fue ocupado por un silencio atronador, luego risas, silbidos y gritos lo reemplazaron. Tiró de mí y de Jadiet y, ubicándose entre ambos, permitió que Ukui encabezara lo que para ellos era una marcha divertida y algo perversa, pero que en mi mente se equiparaba con caminar al patíbulo.

Si ellos eran los únicos en la habitación podía matarlos ¿qué tan rápido podía hacerlo sin que gritaran pidiendo ayuda?

Alcanzamos mi habitación demasiado rápido ¿La habían mudado? Al ver mi cama con cortinas y sábanas nuevas comprendí que no era así. Solo era esa magia antigua que hacía que lo que más temías ocurriera mucho más rápido que lo que más deseabas.

—Bien, a lo suyo. Has comido tanto que no dudo que tendrás un descendiente esta noche —bromeó Shalus.

—Solo ve a ello, no quiero dejar a mi esposa demasiado tiempo sola en esa fiesta —bufó Ukui.

Ambos encontraron dos sillas vacías y tomaron asiento frente a cada esquina de la cama, como si fueran jueces de un duelo. Shalus sacó una botella de vino de su camisa entreabierta y Ukui solo rodó los ojos.

—Bien, yo... —Tomé asiento en la cama y extendí la mano en dirección a Jadiet ¿qué iba a hacer? Una gota de sudor frío rodó por mi sien. Para mi sorpresa Jadiet tomó mi mano y permitió que tirara de ella hasta tenerla frente a mí.

—No seas tonta —susurró en mi oído—. No van a verlo todo. Por algo hay cortinas nuevas en el dosel.

Mi sonrisa fue tan incontrolable que mis mejillas dolieron por unos instantes, estaba a salvo, bueno, unas simples cortinas podían salvarme la vida, solo debía actuar. Shalus rio y comentó algo sobre las tonterías del amor, Ukui solo resopló.

Rodeé la cintura de Jadiet con mis manos y tiré de ella hasta dejarla sobre el colchón, luego pateé mis botas y procedí a cerrar muy bien las cortinas. Una vez ocultas, suspiramos a la vez, me dejé caer junto a ella y descasé mi antebrazo sobre mis ojos. Había sido un día imposiblemente largo, ahora que todo estaba bien, mis músculos y huesos exigían reposar sobre aquel suave colchón. Bostecé, si me lo permitían, podía dormir por el resto de mi vida.

Fue entonces cuando sentí el peso de Jadiet sobre mis caderas y sus pantorrillas contra mis muslos. El calor inundó mis mejillas y no me atreví a retirar el antebrazo de mis ojos. Sabía que estaba sentada a horcajadas sobre mí, podía sentir a la perfección donde su cuerpo conectaba con el mío.

—Para ser una espía eres bastante miedosa —susurró contra mis labios—. No puedes simplemente echarte allí como un cadáver, las cortinas son casi translucidas, se supone que deben ser testigos de algo.

Levanté mi antebrazo y permití que mis manos sujetaran su cintura, mis pulgares jugaron con la tela que la cubría.

—Tú me odias y no quieres estar con una mujer —señalé. Jadiet rodó los ojos, al estar tan cerca el gesto dejaba de ser molesto y era hasta insinuante y divertido.

—Amo mi vida mucho más de lo que te odio. —Sujetó mi mano y la llevó hacia los botones que cerraban su vestido en su espalda—. Así que quítame esta cosa y haz algo.

N/A: He decidido dejar adelantos de capítulos así que aquí les dejo una probadita de lo que se viene:

—¿Qué crees que estás haciendo? —siseó con los puños tan apretados que sus nudillos estaban blancos.

—Disfrutando lo único bueno que hay en mi vida. Enael es un hombre maravilloso.

—Es un hombre que cree que eres uno. No sé que es peor. —Enterró los dedos en su cabello y empezó a pasear en círculos—. Él es un pecador y tú le estás engañando.

—¿Y eso por qué te importa? —inquirí. La indignación burbujeaba en mi pecho. Ella me había rechazado, no tenía derecho a reclamarme nada.

—No es agradable encontrarlos besándose en las esquinas —dio un fuerte pisotón al suelo.

—No tengo nada que responder ante ti. Si quiero besuquearme con él lo haré.

—¡Estas casada conmigo!

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