La batalla
El viento soplaba con fuerza aquella mañana. Estaba frío, quizás, mucho más que el que había experimentado en las mañanas de entrenamiento con mi ejército. Los hombres se veían decididos y listos, con rostros huraños, feroces y valientes, no había espacio para el miedo o la duda. Frente a mí se reunían unos mil hombres, al frente los mejor armados, aquellos que tenían un mayor estatus. Atrás, los menos favorecidos, aquellos que contaban solo con un trozo de cuero como armadura y una espada oxidada como arma. Era un orden que cambiaría en la batalla, la sangre de los ricos nunca se arriesgaba en vano, pero era la primera en reclamar el botín.
Mis ojos se posaron en una figura que, con infinita lentitud y sigilo, se unía a las filas. Espoleé a Galeón y lo dirigí a su posición.
—Ebbe, creí decirte que era mejor permanecer en el feudo, junto a tu esposa.
—No puedo dejar mi deber, que sea padre no me hace más débil que mis compañeros —sentenció con fiereza.
—No, no te hace débil, al contrario, pero no es justo que pongas en riesgo tu vida ahora. Permanece junto a tu esposa, cuida de ella y de mis tierras mientras estoy lejos.
—No puedo. Si lo hago, no tendré nada para mi familia —suspiró con la mirada baja.
Sentí un gran vacío en mi estómago, no quería que aquel hombre acudiera a la batalla, pero no podía evitarlo. Hacerlo sería quitarle los medios para mantener a su familia, incluso si estos consistían en saquear y robar a Calixtho.
—Está bien, pero permanecerás en retaguardia. Tienes una hija por la cual vivir, Ebbe.
—Todos tienen hijos, mi señor, pero entiendo su pensar. —Con una reverencia rápida Ebbe se dirigió a su posición.
Avanzamos en formación, conmigo y los capitanes al frente. Cada paso del caballo, cada balanceo de mi cuerpo sobre la silla, incluso mi respiración, era insoportable. Tal era mi desesperación que deseaba arrancar de raíz mis pulmones, dejar de respirar, de vivir, cualquier cosa antes de matar a mis compañeras. Al acercamos a la entrada de mi feudo pudimos ver cómo se organizaba una gran multitud compuesta de ancianos, granjeros, mujeres y niños que nos vitoreaban con alegría y orgullo.
Si tenía problemas para mantenerme sobre mi silla, ahora la dificultad se había incrementado. A la distancia podías escuchar sus vítores y cánticos, pero al acercarte podías leer la realidad en su mirada. La desazón, el miedo y la incertidumbre al ver a sus padres en la formación. Los ojos que desesperados se clavaban en las facciones de seres queridos, quizás con la descarnada necesidad de memorizarlo con vida una última vez.
Sentí el deseo de acelerar el paso de Galeón, pero me contuve. Era la última oportunidad de los padres, hermanos e hijos de abrazar a sus familiares y no iba a arruinarla debido a mis demonios.
—Odio todo esto —susurró Enael al acercar su caballo al mío—. Las emociones, la alegría, la solemnidad y la tristeza, todas reunidas para despedir a quienes aman.
—No hay mucho que podamos hacer —respondí—. Debemos seguir adelante con el plan del rey.
Enael guardó silencio y continuó cabalgando a mi lado. Viajamos durante todo un día y nos detuvimos a las afueras de la primera aldea, montamos nuestro campamento y nos dispusimos a ingresar a la aldea para comprar algunos suministros extra. Fue en ese momento en el cual me encontré con una cruenta dualidad.
—¡Héroes de Luthier! ¡Abran paso a los futuros héroes de Luthier! —chilló un vendedor al vernos entrar a su aldea.
La población nos rodeó, alegre, bulliciosa. Nos entregaron regalos, comida e incluso algunas pieles. Los capitanes se quedaron con lo mejor y repartieron lo demás entre sus mejores hombres. Fue un alivio cambiar la carne seca y el pan por comida caliente y relativamente fresca.
El cambio llegó al anochecer. Tan pronto el último rayo de sol desapareció en el horizonte, puertas y ventanas fueron cerradas a cal y canto. Incluso los grillos dejaron de cantar. Algunas velas se dejaban ver entre las rendijas de los tablones que cubrían las ventanas.
—Esto es inaudito —dije por lo bajo—. Hay un ejército a su alrededor, deberían sentirse seguros.
—Eres un señor, pero eres tan ingenuo como un bebé —chistó Enael— ¿Acaso todas tus batallas y campañas no te enseñaron algo? No me digas que no lo viviste porque me reiré de ti. Crédulo como un niño.
—Discúlpame si no lo viví. Todos tenemos el derecho de ser ignorantes —espeté con indignación. Si esto era algo que desconocía y que Ialnar manejaba a la perfección, bien podía darme por muerta.
—De seguro que sí, pero fue tan terrible que lo olvidaste, no te culpo —sonrió y luego frunció el ceño—. Quizás se deba a que eres un caballero, nunca te mezclaste con los soldados, no conoces sus costumbres. —Negó con la cabeza y levantó la mirada hacia la luna—. Estos son los momentos más peligrosos para los pueblos. Por fuera aparentan ser felices ¿quién no lo estaría? Grandes y míticos guerreros, héroes de Luthier que acuden al llamado del deber. Hombres valientes que se dirigen a atacar a las responsables de nuestra pobreza, de nuestro eterno castigo. Hombres que gastarán su dinero y comprarán cualquier cosa porque la vida está por terminar.
—No veo que tiene de malo —siseé—. Es bueno para la economía del pueblo.
—Lo malo llega al caer la noche, Ialnar. A plena luz del día solo das rienda suelta a esas necesidades que puedes saciar con dinero. Por la noche, cuando el silencio y la oscuridad te atormentan con premoniciones de muerte ¿alguien podría culparte si buscas saciar algún otro deseo? Los condenados a muerte tienen derecho a un último deseo. Un soldado no y créeme que buscará cumplirlo.
Comprendí las palabras de Enael justo en el instante en el que un grito desgarrador se dejaba escuchar desde la aldea. Hice el ademán de levantarme, pero Enael solo sujetó mi mano y me miró con intensidad.
—No puedes hacer nada.
—Son mis hombres, deben de obedecerme.
—Ahora son monstruos. Puedes ordenar a los capitanes que persigan a quienes cometan atrocidades, pero lo harán de mala gana, ¿sabes cuántos hombres menos tendrás en el campo si encarcelas a quienes dejan salir sus demonios al anochecer?
—Esto es repulsivo ¿De qué sirve mi título? Soy su comandante —gemí y forcejeé contra su agarre. No podía permitir que cometieran una masacre, que atacaran inocentes en aquella aldea llena de rostros sonrientes y compasivos, rostros con nombres, rostros que pertenecían a mujeres, hombres y niños con una vida por delante.
—Es mejor que lo ignores y duermas, nos queda un largo viaje por delante y si quieres evitar el mayor daño a las aldeas, deberás despertar temprano al ejército.
Enael resultó ser un buen consejero. Evitamos la mayoría de las aldeas del camino, en mis hombros en el paso que imponía se encontraban el destino de cientos de inocentes. Si no les obligaba a avanzar a la velocidad adecuada, la noche podría atraparnos en las tierras cercanas a algún poblado y entonces mis manos estarían tan manchadas como las de quienes decidían actuar con cobardía.
Días y noches transcurrieron en un remolino de confusión y rutina. Al no detenernos en las aldeas, debíamos limitarnos a acampar, preparar alguna comida rápida, dormir y volver a marchar.
El bosque nos recibió ominoso luego de unas dos semanas de viaje. Cuatro días nos separaban de Calixtho, de mi destino y del de mis compañeras. El deseo por advertirles creía con cada paso de Galeón, con cada risotada de mis soldados y con cada comentario de mis capitanes.
—¡Capturaré a una guerrera! ¡Ya verán! Mi casa se enriquecerá con la presencia de tan fino trofeo.
—Yo capturaré a dos ¿te imaginas? Seré la envidia de todos.
—Yo me conformo con ganado. Una esclava requiere mucho trabajo ¿las vacas y las cabras? Obedecen sin importar quién sea su amo.
—Creo que robaré algo de ganado y ¿por qué no? Quizás alguna mujer, no creo que todas sean guerreras.
—Las niñas son mejores, más fáciles de educar y moldear.
Sostuve con fuerza las riendas de Galeón. Mis dedos temblaban en el interior de mis guantes y la piel de mis mejillas vibraba ¿qué estaba haciendo? Tenía que detenerlos, tenía que hacer algo, no podía condenar a las niñas de Lerei a una vida de zozobra y sufrimiento.
—Tienes razón, cuando crezcan serán las mejores esclavas que puedas imaginar.
—¿Cuándo crezcan? ¿Por qué esperar?
Aquella fue la gota que derramó el vaso de mi autocontrol. Me incliné sobre la grupa de Galeón y vomité mi desayuno. Las arcadas atrajeron la atención de Enael y algunos de mis capitanes.
—¿Se encuentra bien, mi señor?
—Quizás debamos pasar la noche aquí. Hemos cabalgado demasiado y el cansancio puede enfermarle.
Miré a mi alrededor. Nos rodeaban algunas granjas y cabañas, el sol tardaría un buen tiempo en ocultarse. No, no iba a arriesgar sus vidas. Me erguí sobre mi asiento, limpié mis labios con el dorso de mis guantes y bramé:
—¿Está cuestionando mi fuerza, Jisauv?
—No señor, para nada señor. —El más joven de mis capitanes adoptó una postura firme sobre su silla—. Solo era una sugerencia, señor.
—Mis órdenes no deben ser cuestionadas ¡nunca! Avanzaremos hasta el anochecer y acamparemos. Cuando estemos lo suficientemente cerca, avanzaremos también de noche, así que es su deber habituarse al cansancio ¡esa es la vida de un hombre de armas!
Jisauv y quienes le rodeaban asintieron, dieron media vuelta a sus caballos y expresaron mis órdenes. Sonreí, se sentía bien, había fuego en mis venas, mi voz no había temblado y lo mejor ¡Me habían escuchado! Quizás podría evitarles una vida de sufrimiento a las guerreras que fueran capturadas. No podía dar una orden tan directa o sospecharían, pero si alguna que pudiera mantenerlas a salvo. Decidí dedicar el resto del viaje a pensar la instrucción adecuada.
***
Durante las noches siguientes avanzamos sin encender ni una antorcha. Si lo hacíamos, sabía que las vigías en la muralla las descubrirían y enviarían una partida de exploración a vigilar la zona. No, era mejor sorprenderlas.
—Tienes muy mala cara —dijo Enael.
—Todos tenemos mala cara, hemos viajado durante semanas —espeté. No quería responderle mal, pero mi corazón no dejaba de latir a toda prisa y mi mente me recordaba a cada momento que podía ayudar a mis amigas con solo encender una antorcha. Estarían preparadas y entonces... El plan de Eneth se iría por las letrinas. Calixtho nunca tendría la oportunidad de ser libre.
—No, el miedo se refleja en tus ojos —su expresión angustiada fue acompañada de un ligero apretón en mis manos.
—Enael, ya hemos hablado de esto. Es peligroso que seas tan atento.
—Estamos cerca, mañana podremos cargar. Deberías dejar dormir a los hombres. No hay aldeas ni nadie cerca a quien puedas molestar. —El cambio de tema no pasó desapercibido para mí, pero decidí no comentar nada. Di la orden a mis capitanes y en un instante el bosque se llenó de suspiros de alivio y una que otra maldición. Descansaríamos y al alba atacaríamos a mi gente.
Extendí mi manta en el suelo y me preparé para una noche llena de angustia y de las terribles dudas que empezaban con: ¿y sí?
Froté mi pecho, mi corazón se negaba a calmarse, podía sentirlo aún por encima del peto. Un crujido a mi derecha me obligó a abrir los ojos y me encontré cara a cara con Enael. Había extendido su manta junto a la mía, pero a diferencia de mí, se encontraba sentado, con la espalda apoyada contra un árbol.
—Creerías que con todas las batallas en las que hemos participado deberíamos estar acostumbrados a esto, o al menos, a sobrellevar mejor este momento —dijo alicaído—. Quiero decir, este vacío justo en el estómago, esa sensación de no saber si esta será o no tu última noche.
No respondí, no tenía fuerzas ni valor para hacerlo sin que me temblara la voz. Las escaramuzas y redadas en la frontera no contaban como experiencia en combate. Esta sería mi primera batalla y ni siquiera era para mí bando, por defender a quien amaba o mis tierras. Me sentía sucia, manchada por un pecado invisible que, en tan solo unas horas, se convertiría en vivaces manchas carmesí sobre mi armadura.
—No tienes que temer, yo estaré a tu lado en todo momento. —Sentí el peso de su mirada y el calor de su mano en la mía—. Te protegeré de las espadas, lanzas y flechas enemigas, nada te tocará, Ialnar.
Tensé la mandíbula para contener un sollozo, único sonido que podría expresar sin límites ni control alguno todo lo que estaba sintiendo. La soledad absoluta que reinaba en mi corazón, el duelo prematuro ante las muertes de las que sería testigo, el terror ante una inminente muerte, a ser descubierta.
¿Qué pasaría conmigo si era descubierta? ¿Eneth me salvaría? Froté mi pecho. No, no lo haría, cubriría sus huellas, estaba sola. Sería acusada de traición. La más terrible de las traiciones, luchar por Luthier. Moriría atravesada por decenas de espadas, no llegaría a juicio, de eso estaba segura.
—Si sigues frotando tu armadura la desgastarás ¿estás bien? —Dedicado y atento Enael, un hombre que no merecía, un hombre que no era mío y por quien mis sentimientos estaban confundidos.
—Sí, estoy bien, en solo que no quiero dejar de sentirlo —respondí—. Damos por sentado los latidos del corazón, pero en un momento así —jadeé y tomé aire para continuar—, en un momento así toman tanta importancia.
—Bueno, si de mi depende, mañana al atardecer este corazón —palmeó mi pecho—, seguirá latiendo, seguirá vivo para amar y disfrutar de la vida.
—Sí, seguiré vivo para seguir adelante con lo nuestro. —No pude contenerme, era imposible. La sinceridad de los sentimientos que transmitía su mirada era tal que parecía entrar por mis ojos para llegar a mi corazón desgarrando todo a su paso.
—Lo haremos.
La luz del sol empezó a iluminar levemente el cielo nocturno. Di la orden a los capitanes y estos despertaron a sus tropas. En tan solo un instante todos estaban de pie y listos para el combate. Nadie parecía adormilado, todos estaban atentos, despiertos, solo la marcialidad y rigurosidad de su entrenamiento evitaba que expresaran la tensión que sentían en sus cuerpos. Al encontrarme frente a tan formidable tropa comprendí por fin la orden que debía dar, una que condenaría a toda aquella guerrera o mujer que nos hiciera frente, pero que la salvaría de una vida llena de sufrimiento y pena:
—¡No quiero prisioneras!
Todos asintieron en silencio, nada de gritos de guerra. Un equipo de avanzada se deslizaría dentro de Lerei y mataría a las vigías, las cuales, según las instrucciones de Eneth, serían pocas y estarían dispersas solo en este día. Sin nadie para dar la alarma, daría la orden de entrar. La caravana de suministros debía de encontrarse a las afueras del pueblo, lista para que las provisiones fueran repartidas entre los más necesitados una hora después del amanecer. Atacar antes reduciría las bajas civiles, o al menos, eso quería creer. Había desesperación, hambre y valor, una mezcla peligrosa para un pueblo posiblemente desarmado.
Los hombres de la avanzada corrieron hacia Lerei. Sus pasos eran rápidos y seguros, apenas hacían ruido. Los perdimos en la distancia. Conté en mi mente, un minuto, dos, cinco. Los suficientes para que terminaran con su misión. Levanté mi brazo y mis capitanes me imitaron, el silbido de las espadas al ser desenvainadas llenó el aire.
Este era el momento, ya no había marcha atrás. Mi brazo se resistía a bajar, se negaba a ser el responsable de las muertes que estaban por ocurrir. Uno a uno, obligué a los músculos de mis brazos a bajar y con ello, empezó la carrera. Pronto me vi rodeada por el tintineo de las armaduras, las respiraciones pesadas y los pasos firmes y apresurados. Miré a mi derecha, Enael se encontraba allí, concentrado en el camino a recorrer. Su expresión era decidida, con el dejo de tristeza de quien está allí por obligación, aun así, en lo profundo de sus ojos solo había espacio para un deseo, protegerme.
Sujeté las riendas con fuerza y aceleré, no permitiría que arriesgara su vida por mí, no era una damisela en apuros, era una guerrera que estaba a punto de cumplir su misión.
Paso a paso nos acercamos a Lerei, una vez en sus tierras, avanzamos sin encontrar resistencia. La silueta del pueblo se hacía cada vez más y más grande, más nítida, el sol apenas asomaba uno de sus rayos en el horizonte y nosotros ya nos encontrábamos a las afueras, entre las casas humildes y las granjas que rodeaban el pequeño pueblito de Cyril.
Un cuerno dio aviso de nuestra presencia, pero era demasiado tarde. El aire se llenó de gritos, del impacto de metal contra metal, huesos contra huesos, almas rotas, sangre. Las líneas frontales eran un desorden, solo las guerreras que vigilaban las calles del pueblo, y algunas de las que vivían en él, se habían apersonado a la plaza. Eran las que luchaban con valor contra nuestra invasión.
Por un momento me sentí dichosa, no había enfrentado a nadie, me limitaba a llevar a Galeón de un lado a otro, esperando que las débiles líneas defensivas fueran fracturadas por mis hombres. Lamentablemente, en batalla las cosas pueden cambiar en un segundo. Escuché gritos aguerridos a mi diestra y lo que vi me heló la sangre.
Eran reclutas. Jóvenes reclutas que no llevaban más de un mes de entrenamiento, la avanzada que siempre entregaba Lerei al campamento antes que las demás ciudades, las chicas que con su corta experiencia solían ser de gran ayuda a las reclutas del interior del reino. Gemí al verlas, por suerte, contaban ya con sus armas. Sus armaduras aún eran las de la Palestra, de su primera fase de entrenamiento, sin cota de malla, sencillas, de cuero y metal. No podrían hacer frente a nuestras armas. Era un ataque valiente, pero suicida en toda regla.
—Protejan el flanco derecho —gritó uno de mis capitanes.
La batalla alcanzó un nuevo nivel de violencia. A mi espalda escuché el cuerno de Eneth. En unos minutos estarían en el pueblo y deberíamos enfrentar una batalla en dos frentes.
—¡Dejen de jugar y mátenlas! —ordené a mis hombres.
Mis palabras tuvieron en el efecto deseado. Con renovadas fuerzas mis guerreros hicieron frente a las reclutas y a las guerreras que aún quedaban con vida. Pronto, logramos alcanzar el botín. La caravana estaba llena de alimentos, semillas para la cosecha, pieles, oro y ropa. Todos cargaron cuanto pudieron en los caballos disponibles y en sus espaldas. No me detuve a ver que tomaban. Alguien decidió robarse la caravana completa y fue secundado por un gran grupo de guerreros.
—Regresemos —ordené. No quería quedarme a ver los resultados del ataque. Aun me encontraba en el centro de mi ejército, sus cuerpos bloqueaban las peores imágenes, sus armaduras estaban manchadas de sangre, el aire apestaba a hierro y fluidos, pero era agradable engañar mi vista, si no las veía, no existían. Nada había pasado.
Esperaba que Eneth fuera lo suficientemente inteligente como para dejarme escapar, pero no lo fue. A medida que nos acercamos al campamento pude ver como alistaba a sus guerreras para hacernos frente y recuperar el botín. Por un segundo nuestras miradas se cruzaron. Era mi momento.
—¡Protejan la caravana!
Me adelanté a todos, Enael espoleó su caballo y me siguió. Animados por mi orden y mis movimientos los soldados se unieron a mi ataque. Tomadas por sorpresa, mis compañeras solo pudieron defenderse. No tenían la iniciativa, ni la fuerza de sus formaciones, estaban perdidas y Eneth lo sabía.
Quizás por eso decidió buscarme y chocar su espada con la mía.
—Bien hecho —siseó—. Puedo ver que eres una mujer de palabra.
—Me diste una misión, tengo que cumplirla —gruñí.
Un tajo a mi pierna me hizo inclinarme sobre la silla. Eneth no se estaba conteniendo, no quería dar muestras de debilidad ni levantar sospechas. Bien, si eso quería, eso tendría. Renové mis ataques. Mi pesada espada era todo un reto para la suya, más pequeña y ligera. Aparté su arma y di un golpe a su rostro con el puño con el que sostenía la espada, evité que cayera de la silla sujetándola de la capa.
—¿Te informaron de lo de Gaseli? —siseé.
—Sí, no harás nada al respecto. Nada. —Me empujó y lanzó un golpe a mi pecho. Lo desvié con el brazal y contraataqué con un mandoble.
—¿Estás loca? ¿Tienes idea de lo que tienen planeado para ella? —Mis golpes pasados no eran mortales o excesivamente fuertes, pero ahora sí que lo eran ¿Quién se creía ella para condenar a la heredera a una vida de sufrimiento junto a Cian? ¿Era acaso una traidora?
—De nada nos sirve rescatarla, eso solo le demostrará a Cian que tenemos espías en su corte. Rescatarla no sería beneficioso.
—¡Podrías alimentar la rebelión! Ayudar a las casas que quieren matarlo por casarse con Gaseli. —Di una patada a su escudo para apartarlo, aproveché la oportunidad y di una estocada con mi espada directa a su hombro, justo donde las placas de la armadura se separaban para permitir el movimiento.
—Son casas conservadoras, se repetiría la historia y tendríamos que empezar desde cero. —Cerró sus dedos alrededor de mi espada y la extrajo de su herida con tal fuerza que me tomó por sorpresa y me tiró del caballo.
—Quizás sí... habláramos con ellos, si pudiéramos negociar un...
—¡No seas ingenua! —Eneth maniobró su caballo de tal forma que sus patas delanteras me patearon justo en el pecho. Caí hacia atrás y el aire escapó de mis pulmones casi en el mismo momento en el que mi alma salía de mi pecho ¿Qué clase de traición era esa?—. Obedecerás mis órdenes, Inava, o me veré obligada a prescindir de tus servicios y créeme —esta vez la pata de su caballo descendió sobre mi brazo derecho. algo crujió y mi visión se vio dominada por destellos de colores—, la muerte por traición no es agradable.
Justo en ese momento Enael saltó a la acción. Golpeó a Eneth con su espada y pronto ambos se vieron envueltos en una batalla cruenta y violenta. Eran tales los golpes que me sorprendía que sus armaduras pudieran resistirlos.
Reuní fuerzas de flaqueza para recuperar a Galeón y volver a montar. Desde la silla pude ver el campo de batalla. Aún teníamos la caravana, pero la perderíamos si esto seguía así. Tomé mi cuerno y justo antes de soplarlo la vi, Yelalla acababa de llegar, miraba el campo con expresión aterrada, un parpadeo después, sus ojos recuperaron la firmeza, frunció los labios y desenvainó.
No, no dejaría que algo le pasara a ella. Espoleé a Galeón y toqué la retirada. Mis hombres obedecieron al instante. Empujaron a sus contrincantes o las mataron. No me quedé para ver, cabalgué a toda velocidad. Necesitaba salir de allí cuanto antes.
Una guerrera me detuvo el paso, era Rakel, balanceaba la espada en su mano, insegura. Sus pies chapoteaban en los charcos de sangre. No era la fiera guerrera que se divertía atormentándome. Tiré de las riendas de Galeón y él, obediente, se encargó del problema. Rakel no volvería a levantar una espada ni a molestar a nadie en su vida.
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