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Juicio y razón

La muerte se sentía tan o más desesperante que la vida. Solo era una extrema nulidad con conciencia de estar viviendo en ella. Un mundo oscuro del cual no había escapatoria y que te abrazaba con sus helados tentáculos con el objetivo de no dejarte escapar. Si esta era la muerte, no quería estarlo, quería regresar a la vida o al menos, morir de verdad. Ir a la otra vida que tanto nos prometían las sacerdotisas del Rito y representantes de la Gran Madre en Calixtho.

La otra vida sonaba maravillosa, un lugar donde las guerras y las muertes no existían, donde podías vivir para toda la eternidad o hasta que te decidieras a regresar, con otro cuerpo, para experimentar una nueva existencia en un ciclo infinito de vida y muerte.

—Inava, bebe esto, necesitas sacar de tu sistema el soporífero.

Oh, un soporífero. En algún rincón de mi mente aquella palabra tenía un sentido, uno muy importante. El borde frío y húmedo de un cuenco se apoyó en mis labios y un líquido ingresó en mi boca. Salado y dulce, un sabor extraño invadía mi lengua y poco a poco me arrastraba lejos de los sediciosos tentáculos de la muerte.

—Beba un poco más, señora, solo un poco más y todo estará bien. —Una nueva oleada de líquido invadió mi garganta. Luché por tragarla, por evitar respirar y ahogarme. Trago a trago aquella bebida pasó a mi interior y antes que pudiera hacer algo, al exterior. Una inmunda y desagradable calidez cubrió mis piernas. Protesté a viva voz y a mis oídos solo llegó un quejido sordo y chirriante—. Está bien señora, es solo el soporífero saliendo de su cuerpo.

Solo durante mi prueba en la frontera había experimentado lo que era yacer sobre un charco de mi propia inmundicia. Era lo peor. Sentirse húmeda, apestosa y sucia, sin control alguno, como un bebé crecido del que se espera algo mejor.

Lo indigno de la situación terminó por atraerme hacia la realidad. Abrí un ojo y la luz del día me cegó. Abrí el otro y el color de la habitación me agobió. Me vi obligada a cerrarlos y a abrirlos luego de un rato, cuando mis sentidos habían terminado de dar vueltas y de mostrarme todo con gran exageración en los detalles.

—Señora, es un alivio verla despierta. —Audry se encontraba a mi derecha. Sostenía en su mano un cuenco rebosante de un líquido cristalino, instintivamente me aparté de él—. Puede tomar un baño, si lo desea —señaló con la mano la tina humeante que se encontraba frente a la cama—, solo vaya con cuidado y a ser posible, tome este último trago de suero. Mucho me temo que tomó demasiado anoche.

Rechacé el cuenco y luché por tomar asiento en la cama. Mis pantalones y las sábanas apestaban y se pegaban a mi cuerpo. Solo quería salir de ellos, no me importaba darme de bruces contra la alfombra. Audry dejó el cuenco en la mesita de noche y corrió a auxiliarme, pronto me encontré desnuda y sumergida en el agua tibia de la tina. Cerré mis ojos para ignorar el trabajo de Audry, quien doblaba mi ropa y las sábanas hasta hacer un paquete.

—Llevaré esto a la lavandería, usted descanse y cuide de no dormirse, podría ahogarse.

Sacudí una mano, no iba a dormirme en la tina, mis párpados pesaban y mi cuerpo se desconectaba por momentos, pero poco a poco ganaba fuerza y con ella, regresaba la claridad y el entendimiento a mi conciencia.

—Jadiet —mascullé aquel nombre como si resultara ajeno a mi boca. Un sordo dolor se hizo presente en mi pecho y aumentaba con cada latido de mi corazón. Jadeé y sujeté los bordes de la tina. Debía encontrarla, necesitaba una explicación y luego quizás... quizás. Traté de levantar mi peso con los brazos, pero fue imposible, regresé al agua con un gran chapoteo. Justo en ese momento regresó Audry. Al leer la expresión de mi rostro tuvo la decencia de bajar la mirada y prestarme ayuda para salir de la tina.

—Cuéntamelo todo, Audry —ordené—. Dame una buena razón para no matarte en este instante —amenacé mientras me vestía a toda prisa. No tenía paciencia para soportar más intrigas, más traiciones y engaños.

—Jadiet tenía algunos planes con el señor Enael —empezó.

—Claro, porque yo solo imaginaba cosas anoche... Porque fue anoche, ¿no? —quise saber. Lo que me faltaba era haber dormido durante días. Terminé de ajustar el gambesón y mi armadura y envainé mi espada.

—Sí, señora, anoche. Solo durmió hasta el amanecer. —Señaló la ventana, la luz mortecina del nuevo día empezaba a ingresar a la habitación.

—¿Y bien? ¿qué era ese plan tan maravilloso que implicaba envenenarme? ¿una escapada a la luz de la luna? —Tenía todo el sentido del mundo. Quizás una venganza de Enael, quizás un desliz de la propia Jadiet. Sus rostros mientras compartían lindos secretos solo podían revelar algo así de importante para ambos.

—Verá...

—¡Señor, Ialnar! —gritó una voz fuera de la puerta, se le escuchaba tan angustiada que le permití entrar. Era un sirviente, llevaba el rostro enrojecido y sudoroso—. Señor, en el salón solicitan su presencia, ha ocurrido algo terrible, espantoso, ¡bochornoso!

—Cálmate —sus continuos gritos retumbaban en mi cabeza—, cuéntame lo que sucede.

—Se trata del señor Alfwin, señor, lo encontraron muerto a la orilla del camino. Fue apuñalado un par de veces mientras regresaba a su casa. Han capturado a su esposa y la han traído hasta aquí.

Antes que el sirviente pudiera terminar la historia Audry y yo ya nos encontrábamos en camino al salón. Alfwin era un hombre importante, si culpaban a su esposa, la pobre mujer no tendría escapatoria.

Tenía razón en temer, frente a mi trono se encontraba arrodillada una mujer de lacio cabello negro. Sus sollozos hacían temblar todo su cuerpo y balbuceaba incoherencias. Su vestido azul se encontraba rasgado en varias partes revelando sus hombros, sus piernas y su espalda. A su alrededor se encontraban capitanes y generales. Miré a Ebbe y con un gesto de mi mano le indiqué que le prestara su capa a la mujer. Así lo hizo, levantando una ola de protestas entre los demás.

—Yo se lo he ordenado, nadie merece ser deshonrado de esa forma —repuse con firmeza. Todos cuadraron sus hombros y enderezaron sus espaldas.

—¡Señor! Esta mujer ha asesinado a su esposo.

—Esperó a que regresara borracho del banquete y le mató en el camino.

—Es una bruja que solo da a luz a niñas.

—Quería aprender a leer y a escribir en la escuela que usted ordenó construir.

Levanté una mano y detuve aquella avalancha de acusaciones. Si aquello era cierto, aquella mujer no tenía escapatoria. Por suerte no lo era, Alfwin era un buen guerrero, incluso borracho pudo haberse defendido de su mujer. La pobre solo era un costal de huesos y piel, demasiado temerosa para tomar un cuchillo o amenazar con su propia voz la vida de alguien.

—Mujer, dime ¿qué sucedió? —inquirí con firmeza. No podía darle el beneficio de la compasión, el gesto de la capa debía de bastar.

—Estaba en casa, esperando a mi esposo junto a mis hijas. No llegó en toda la noche, pero no me preocupé. Verá, él frecuentaba a otras mujeres, desesperado por encontrar el hijo que yo no podía darle... no sabía qué le había ocurrido hasta que llegaron sus hombres a mi puerta.

—¿Dónde están tus hijas?

—En casa, custodiadas por soldados —sollozó aún más fuerte. Su desesperación se contagió a mi corazón.

—Ebbe, protégelas con tu vida. Si algo les ha ocurrido, tienes la orden de pasar por el filo de tu espada a los responsables. Lleva a tres hombres contigo.

Ebbe aceptó sus órdenes con un saludo y en un instante desapareció del salón. Las protestas no tardaron en levantarse. Puños aguerridos y escupitajos furiosos se alzaban en el aire.

—Los niños no son culpables de los pecados de sus padres —resalté—. Esas niñas merecen protección. Además, la mujer acaba de narrar su versión de los hechos, ¿de verdad creen que una mujer así podría matar a su esposo?

—¡Brujería! Pudo haberlo envenenado.

—Las brujas adquieren grandes poderes en las noches con luna.

—Anoche casi era luna llena.

—Es una bruja.

—¡Basta! Sin una prueba sólida no puedo culpar a esta mujer —exclamé. Los gritos, amenazas y acusaciones se transformaban en una avalancha de dolor en mi cabeza. No podía soportarlos.

—Encontramos un trozo de vestido negro en el puño de Alfwin —intervino uno de sus soldados. De nuevo las voces y acusaciones sobre brujería se levantaron entre la multitud. Levanté una mano para detenerlos antes que decidiera rebanarles el cuello uno a uno. El soldado en cuestión me tendió el trozo de tela, era un fragmento de encaje negro muy fino y elegante.

—¿La mujer tiene algún vestido negro? —pregunté— ¿Buscaron acaso en su hogar?

El silencio dominó el lugar, la tensión solo se veía fracturada por los suaves sollozos de la mujer.

—Requisen su casa, si existe algún vestido negro, tráiganlo a mí —indiqué.

Mientras realizaban la requisa solicité una taza de té y una hogaza de pan. Necesitaba fuerzas para enfrentar la locura que se presentaba ante mí y cuyos responsables empezaba a sospechar. Si Jadiet y Enael habían tenido algo que ver con esto me iban a escuchar. No podían tomar decisiones unilaterales de esa manera.

Daba buena cuenta del pan con miel y el té cuando regresaron los soldados. Tenían en sus manos un vestido negro.

—¿Está intacto? —inquirí.

—Si.

—¿Tiene encaje? —señalé el encaje que tenía en mi mano.

—No, es sencillo, muy humilde, mi señor.

Los hombres en el salón se miraron a la cara, sabían cuál sería el veredicto y parecían niños a los que les habían quitado un dulce contra su voluntad.

—Entonces no fue ella. Déjenla en libertad —sentencié. Un soldado se apresuró a liberar sus manos y pies—. Mujer, siéntete libre de acudir a mi si alguna vez te ves amenazada. La paga que correspondía a tu esposo por la próxima campaña te será pagada en su lugar. Nadie queda desprotegido en mi feudo.

—¡Gracias, mi señor! Es usted justo y misericordioso. —La mujer se arrastró hasta mí y besó mi mano una y otra vez. Podía ver en sus ojos el alivio y la disposición a hacer cualquier cosa con tal de demostrar su gratitud.

—¿Y sus tierras? —preguntó un viejo con ojos de rata—. Sus tierras no pueden descuidarse, mi señor.

—Ella es perfectamente capaz de llevar las tierras de Alfwin hasta que nombre a un sucesor digno —respondí con firmeza. Luego, con un gesto de la mano les indiqué que se retiraran. Necesitaba encontrar a Jadiet antes que aquella multitud.

Solo cuando el salón se vació por completo me atreví a dejar el trono y regresar a mi habitación. Audry me seguía los pasos de cerca, por primera vez, demasiado nerviosa para intervenir o hablar con su típica practicidad nórdica. Al llegar a mi habitación la vi, ahí se encontraba Jadiet, parecía haber terminado de entrar por la ventana y sacudía el polvo de la roca y la argamasa de su vestido negro.

—Déjanos solas —ordené a Audry. Jadiet brincó en su lugar al escuchar mi voz, mas no se giró a enfrentarme. La tibieza del nuevo día que invadía la habitación fue reemplazada por la frialdad que existía en mi corazón. Ingresé a la habitación y cerré la puerta.

—Puedo explicarme —dijo en voz baja.

—Primero quema ese vestido. No podemos permitir que lo encuentren aquí. —Tomé asiento en uno de los sillones y apoyé mi frente en una de mis manos. No podía verla sin sentir el sabor de la traición en mis labios, sin sentirme manipulada por su presencia. Ni siquiera levanté la mirada en cuanto sentí el aroma a tela quemada o el crujido de la leña al recibir el calor del fuego. Por suerte, o quizás mala suerte, el vestido no tardó demasiado en quemarse y el evidente aroma desapareció con la brisa de la mañana.

—¿Qué estabas pensando, Jadiet? —pregunté por fin— ¿Qué estaban pensando Enael y tú?

Casi prefería enfrentar un engaño. La simple idea de que Jadiet hubiera manchado sus manos y su inocencia con un asesinato eran imposibles de soportar.

—Era una amenaza para nuestros aliados. Tarde o temprano hablaría con el rey y era necesario actuar cuanto antes —dijo con seguridad—. Enael y yo solo queríamos liberarte de esa presión, has hecho tanto que...

—No sigas, no me digas que lo hiciste por mi porque solo lo empeorarás —espeté.

—Pero... Inava.

Aquel ruego me llevó a levantar la mirada y a encontrarme con los ojos anegados en lágrimas de Jadiet. Frente a mí no estaba una asesina a sangre fría ni una guerrera, solo una joven con demasiadas ideas erradas en la cabeza.

—¿Tres días aprendiendo a manejar una espada y ya te creías capaz de tomar una vida? ¿De enfrentar a un hombre dos veces tu tamaño y diez veces tu experiencia? —increpé. Ya nada podría detenerme. Mi corazón empezó a latir a toda prisa, avivando así las llamaradas de furia y dolor que escapaban de mi alma.

—Por eso pedí ayuda a Enael... él estuvo de acuerdo. Dijo que sería bueno para mi enfrentar la muerte, verla de cerca, que no podrías protegerme para siempre y...

—Y por eso decidiste envenenarme. Traicionar mi confianza y envenenarme. —Mi voz se quebró y Jadiet trató de acercarse. Se lo impedí. No la quería cerca, bajo su piel no había más que otra persona que se aprovechaba de mi buena fe, de mi confianza. Ya no más.

—Lo lamento por eso, lo lamenté desde el momento que incliné esa jarra en tus labios. Inava... por favor...

—Vístete —ordené—. Viste tu armadura y acompáñame a nuestro claro. Si quieres ser una guerrera, aprenderás como una. Se acabaron las consideraciones contigo. Si crees que ahora que conoces la muerte tienes la entereza para soportar un verdadero entrenamiento, lo tendrás.

Dejé sola a Jadiet y me dirigí a las caballerizas. En uno de los cubículos se encontraba Enael, cepillaba un caballo con calma, como si no hubiera acabado con la vida de un hombre y casi provocado la muerte y el abuso de una madre y sus hijas.

—Enael... —empecé.

—No digas más —suspiró y bajó la mirada—. Lo siento, Inava, lamento haber actuado a tus espaldas, pero no lo que hice. Era necesario. Hay cosas que no se pueden posponer indefinidamente y su muerte era una de ellas. Inava me lo explicó todo, estaba preocupada por los comerciantes y porque aparentemente no sabías como acabar con ese hombre sin levantar sospechas.

—Claro, porque matarlo y dejar pistas que lleven a mi esposa no es lo suficientemente sospechoso —bramé en voz baja.

—Nadie recuerda el vestido de Jadiet, casi todos los asistentes a la fiesta de anoche eran hombres, no nos fijamos en esos detalles —respondió con la calma de una hoja que cae en otoño.

—Sus esposas si —bufé.

—No hablarán contra ella ni contra ti. Eres un caballero, un hombre poderoso. No pueden hacer nada en tu contra. Levantar un testimonio así frente a sus esposos firmaría su sentencia de muerte. —Sacudí mi cabeza no muy convencida. Enael trató de apoyar su mano en mi hombro, pero la aparté con una sacudida. Su toque me provocaba repulsión—. Inava, están felices. Alfwin era odiado entre todas, un hombre perverso. Deberías escucharlas hablar. Dicen que ahora podrán caminar y vivir en paz, sin temer su juicio, amenazas y palabras mordaces.

—No tenías que meterla en esto —cedí al final. Si, habían quitado una responsabilidad de mis hombros, pero ¿a qué precio? — ¿Tenían que engañarme? ¿Por qué actuar así a mis espaldas?

—Admito que no fue la mejor idea y así se lo dije a Jadiet, pero ella no quería involucrarte en esto.

—Claro, quería ir de la mano contigo cometiendo locuras a mitad de la noche y que yo no me enterara. —Empecé a ensillar a Galeón. Una acción mecánica era lo mejor que podía hacer para sacar mi mente de las ideas asesinas que gobernaban mi mente.

—Hablas desde los celos, Inava. Ella y yo no tenemos nada, sabes cuales son mis preferencias. —Negó con la cabeza—. La conozco desde hace muy poco tiempo, pero Inava es para mí como una hermana, una que ha aceptado arriesgar su vida en esta loca misión. Ella solo quería dejarte al margen de esto porque no quería verte sufrir con una muerte más sobre tus hombros.

—Y a la par, graduarse como guerrera quitando una vida —espeté—. Mancharse las manos en mi lugar, que irracional. —Pateé un montón de paja y Galeón relinchó en protesta. Si lo pensaba bien, podía verlo hasta como un gesto romántico, un sacrificio necesario, pero la traición y el engaño pesaban como nunca y arrastraban toda buena intención como si de la corriente de un río embravecido se tratase.

—Si te sirve de consuelo, yo lo maté. Lo herí para ella, pero cuando era el momento de dar la estocada final, falló. Tienes que ayudarla a mejorar sus golpes. Aún no se siente muy segura con ellos.

—Solo tenía tres días de entrenamiento con espadas, unos pocos más fortaleciendo su cuerpo. Jamás habría podido matar a alguien vestido con gambesón y cota de malla.

—Me temo que la manía de Alfwin de nunca soltar esas prendas le jugó en contra. Le provocó un sufrimiento que se pudo haber ahorrado. —Los ojos de Enael se oscurecieron con odio—. Al menos no volverá a amenazar a Ureil ni a chicos como él. Era un fanático.

Jadiet eligió aquel momento para entrar a las caballerizas. Evitó mi mirada y la de Enael y ensilló su caballo a toda prisa. Al terminar se quedó cerca de nosotros, a la espera de una señal para avanzar.

—No lo olvides, Inava, fue un mal necesario —dijo Enael al verme subir a lomos de Galeón—. No hagas algo de lo que te puedas arrepentir.

—Al contrario de algunos —miré a Jadiet y luego a Eneal—, yo sí soy digna de confianza. Cuida tus pasos, Enael, puedes ser un gran aliado, pero si actúas de nuevo a mis espaldas, yo misma te decapitaré.

Enael realizó una pequeña reverencia con la cabeza en mi dirección y luego palmeó el muslo de Jadiet con camaradería. Era un gesto para infundirle valor, como si fueran dos niños que se protegen y apoyan antes de recibir algún castigo en la escuela. Negué con la cabeza. Esto era la vida real y Jadiet no podía seguir actuando así. Si no aprendía a contenerse y a reconocer sus límites, moriría antes de que pudiera desenvainar mi espada para defenderla.

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