Jadiet
Todo desapareció al alrededor de aquella chica y se convirtió en nada. La música dejó de sonar, el ambiente dejó de sentirse cargado y demasiado cálido. Las advertencias de Ialnar desaparecieron por completo de mi mente. Solo quería acercarme a ella y verla más de cerca, abandonar la mesa en la cual me encontraba y actuar por mi cuenta.
Di un gran trago al vino, en él encontré el valor para hacerlo, para iniciar un encuentro que, en otras circunstancias, no habría hecho. Inava siempre se mantenía en las esquinas de las posadas y bares, sin llamar la atención, porque hacerlo terminaba muy mal. Ialnar no, él podía acercarse y solicitar permiso a su padre para bailar con su hija.
El vino, o quizás el descubrimiento de aquella nueva y repentina libertad nublaron mi mente y debilitaron mis piernas. Podía hacerlo, podía acercarme a ella. La antigua Yo se encontraba a kilómetros de distancia.
Enderecé mis hombros, dejé el vino en la mesa y me dirigí hacia aquella pareja. Al ver cómo me acercaba, su padre frunció el entrecejo y los labios. Parecía dispuesto a defender a su pequeña princesa de las garras de un caballero tres veces más joven y fuerte que él ¿era eso un buen padre en Luthier? Quizás.
—Mi señor —saludé al hombre, los nervios casi me traicionaron. Mi voz tembló ligeramente—. Ialnar para servirle. —Hice una ligera reverencia sin perder de vista sus ojos color oliva, como los de su hija.
—Ialnar —repitió el hombre, en un instante notó que era el hombre del que todos hablaban en la fiesta. Su actitud hacia mi cambió con la velocidad de un rayo. Respondió mi reverencia y sus ojos brillaron, mucho más amables—. Soy Elmer, dueño del mercado de sedas más grande de Luthier y ella es mi hija, Jadiet. —Señaló con un gesto de su mano a su hija y por fin pude establecer contacto visual con ella.
Si en la distancia había robado mi aliento, de cerca robó todo lo que había en mi mente. Solo podía fijarme en aquellos amables ojos y en el contorno delicado de sus labios sonrojados. A toda prisa aparté la mirada, no deseaba que su padre pensara en mi como una amenaza para su hija y su honor.
—Un gusto conocerla, señorita Jadiet. —incliné respetuosa mi cabeza.
—Quisiera responder en iguales condiciones, señor Ialnar, pero me enseñaron a no mentir —espetó ella por lo bajo. Su padre gruñó exasperado.
—Me temo que no la comprendo —respondí dudosa y con una amarga sensación en el pecho. Rechazo. Puro y voraz rechazo.
—No me interesan los caballeros intensos que creen que con un par de moretones en el rostro pueden impresionar cualquier par de faldas y piernas que llamen su atención —chistó ella con la barbilla levantada. Si, rechazo. Mi rostro debió demostrar mi turbación, misma que fue malinterpretada por su padre como indignación.
—¡Jadiet!
Su padre se deslizó entre nosotros como salido del suelo. En un movimiento demasiado rápido como para detenerlo abofeteó a su hija. El sonido llamó la atención de cuantos nos rodeaban, pero nadie se inmutó, todos volvieron a conversar como si nada hubiera pasado. Los hombres con una sonrisa despectiva en sus rostros y las mujeres con gestos de pena o de altivez según sintieran misericordia u envidia hacia la joven y hermosa Jadiet.
Me distraje observando sus reacciones, porque de haber concentrado mi mirada en Jadiet o en su padre, habría desenvainado mi espada y con ello, arriesgado mi misión. Había sido mi culpa, si antes me odiaba, ahora de seguro me había ganado su desprecio. Estúpida Inava, Ialnar tenía razón, debías mantenerte alejada de las chicas.
—Aprende a hablar con un caballero —rugió su padre—. Te he educado mejor que esto, Jadiet ¡Discúlpate inmediatamente!
Un par de ojos color primavera se clavaron en mí, había odio y desafío en ellos, pero también un dejo de derrota y tristeza que retorció mi corazón.
—Lo siento, señor Ialnar. Disculpe mi estúpido comportamiento. —Aquellas palabras escaparon de sus labios con amargura y una muy bien fingida pena y vergüenza.
—Le ofrezco un baile con mi hija como disculpa por esta afrenta a su honor, señor Ialnar —dijo Elmer y tuve que sujetar el mango de mi espada para evitar cerrar mis dedos en su garganta ¿quién era él para decidir por su hija? No iba a permitírselo, le daría voz a Jadiet
—Si ese es el caso, creo que la dama debe tener voz en esto —repuse y luego agregué para corregir lo que habría sido un garrafal error—: Un baile se disfruta más cuando ambos lo desean.
Jadiet me miró extrañada, dudosa, como un venado ante la flecha de un cazador, luego miró a su padre y lo que vio en sus ojos no debió de gustarle, pues inclinó su cabeza y tendió una mano en mi dirección.
—Acepto compartir una pieza con usted.
No podía negarme. No sabía bailar y tenía dos pies izquierdos para los bailes en pareja. Suspiré y sonreí, ya me las arreglaría para no revelar mi identidad. Tomé su mano y una chispa encendió nuestra piel. Era agradable, una sensación única. Jadiet debió de sentirla también, pues miró su mano y ocultó una débil sonrisa.
Nos dirigimos al centro del salón, justo en el espacio que dejaban las parejas que danzaban con libertad y suavidad, ajenas al mundo y a la vez, con los ojos atentos al nuevo chisme o ultraje que alguien pudiera cometer.
Con ese peso sobre mis hombros coloqué mi mano en la cintura de Jadiet, cuidando de no rozar nada indebido, ella sonrió con cierta timidez y colocó su mano en mi hombro, ligera y delicada como una pluma. Sonreí y dejé que mi mano derecha acunara la suya con cuidado. Por un instante me permití escuchar la música, la suave melodía y el compás. Conocía algunos pasos básicos gracias a Ialnar, pero un prisionero privado de comida y medicinas no puede enseñarte mucho sobre etiqueta y bailes de salón.
Mi ritmo lento y cuidadoso pareció agradar a Jadiet. La turbación en sus ojos había desaparecido y se le notaba más relajada, hecho que llenó mi corazón de calidez. Por alguna razón, quería verla así, feliz, en paz, libre de cualquier angustia que alterara la belleza de su rostro.
—Debo admitir que esa bofetada valió la pena —confesó luego de un rato.
—Por favor, no digas eso, me gustaría bailar contigo sin que eso implique que debas resultar herida. —No me pude contener y mi mano se dirigió a su rostro, a esa mejilla enrojecida que hacía hervir mi sangre cada vez que fijaba mi mirada en ella.
—Puede ser, en un futuro —bajó la mirada—. Quiero decir, un baile que no amerite algo así —corrigió a toda prisa.
—Es un tanto ofensivo. —La hice girar sobre sí misma y regresé su cuerpo a mis brazos, donde encajaba a la perfección—. Solo logré un baile contigo gracias a una bofetada.
—Pensé que eras como los demás. Un bruto guerrero a quien debía rendir pleitesía solo por serlo —bufó con arrojo, para luego mirarme aterrada.
—Las apariencias engañan —susurré y guiñé un ojo ¡Yo! Quien nunca había atraído a nadie, ahora me encontraba coqueteando con la hija de algún importante mercader de Luthier. La idea casi me hace tropezar. No, aquello estaba mal. Ella creía que era Ialnar, un caballero, no una mujer y mucho menos una enemiga de su reino.
Jadiet eligió ese momento para buscar mi mirada y regalarme una sonrisa radiante y entonces lo supe. Estaba irrevocablemente atada a aquel gesto. Haría lo que fuera por ella, sería lo que necesitara de mí, solo para verla sonreír así.
Giramos, concentradas la una en la otra, sus ojos clavados en los míos, sus manos descansando confiadas en mi cuerpo, dejándose llevar, siguiendo mi ritmo y mis pasos. Una tras otra, el salón desapareció, las demás parejas con las que compartíamos el espacio, también. Detrás de ella solo había un borrón de colores, una nube de miradas y personas que no importaban en lo más mínimo.
Para mi condena, y la suya, la música se detuvo y como si se rompiera el hechizo, nos vimos obligadas a separarnos. Su padre nos había dado permiso para una pieza y nada más. No quería arruinarlo imponiendo mis deseos. No sería correcto.
—Señor. —Deposité la mano de Jadiet en la de su padre—. Fue maravilloso bailar con su hija. Tiene usted una gran bailarina en la familia.
—Su madre le enseñó bien —respondió Elmer con ligereza. Sus ojos se oscurecieron—. Murió durante la última peste, una lástima. Me dejó una hija maravillosa, pero estoy perdido en algunos temas.
—Me encantaría volver a verla, si eso está bien con usted —interrumpí a toda prisa y luego agregué—: y si ella lo desea, por supuesto.
Elmer frunció el ceño y sacudió la mano con desenfado.
—Muchacho, se nota que eres nuevo en esto, y eso me agrada, solo Lusiun sabe lo mucho que desprecio a los caballeros que visitan decenas de damas a la vez. —Dio una agradable palmada en mi hombro, como si no me hubiera advertido de la exclusividad que esperaba para su hija—. Solo necesitas mi permiso, ella aceptará lo que yo considere justo y perfecto para ella. —Arrojó una mirada de advertencia a Jadiet, pero ella parecía estar de acuerdo con él.
—Está bien. —incliné mi cabeza en dirección a Jadiet a modo de despedida. Me dolía, no quería dejarla en manos de aquel decrépito anciano, solo me consolaba el hecho de que no parecía ser un bruto como los demás. No estaba ansioso por monedas de oro, ni vendía a su hija al mejor postor.
—Ven a mi casa dentro de unas semanas. Serás bien recibido y podremos hablar —dijo Elmer—. Un caballero de su alcurnia y renombre en mi casa, es todo un honor.
—El honor es mío, conocer a una preciosa princesa y a su sabio padre es todo un regalo de Lusiun para mí.
Con aquellas palabras marqué mi despedida y me dirigí de nuevo a la mesa más vacía. Con manos temblorosas me serví un vaso de vino ¿qué había hecho? Eso no era parte de la misión, acababa de aceptar una reunión de compromiso con un importante mercader, todo por no poderme controlar, por dejarme llevar por aquella belleza que había cautivado mis ojos. Froté mi pecho, no solo mis ojos, me dije, mi corazón latía desbocado y no a causa del miedo. Levanté la mirada y encontré los ojos de Jadiet clavados en mí. Su padre discutía con otro caballero, era el momento perfecto para jugar a las miradas. Sonrió y musitó un: «Nos veremos pronto» con los labios. Imité su táctica: «Pronto, lo prometo».
***
Cómo lo había planeado, abandoné el castillo del rey al amanecer. Las tierras de Ialnar se encontraban a un par de días de viaje a pie. Al noreste del castillo, en tierras fértiles, de las más codiciadas por los nobles.
Por lo que me habían dado a entender, mi tío, había estado desfalcando las tierras aprovechando mi ausencia. Debía de reclamar lo que era mío, pero ¿qué haría con él? ¿retarlo a un duelo? Echarlo sonaba como una buena opción. Las tierras eran de mi padre, su hermano, el único con derecho sobre ellas, mientras viviera, era yo.
—Ugh. —Froté mi rostro, empezaba a pensar en términos masculinos hacia mí y a tratarme como si fuera Ialnar. Debía de ser normal, después de todo, era mi papel y con él debía identificarme.
Las posadas de esta región tenían un mejor aspecto, la música escapaba de ellas y el olor a buena comida era realmente atractivo. Se acercaba la primera noche de mi viaje y necesitaba un lugar para pasar la noche, así que escogí aquella con la música más atractiva y con las menores risotadas de borrachos posible.
Era un lugar agradable, cálido, con muchas personas en las mesas, comiendo, bebiendo y charlando animadamente. No había gritos, como en las otras, solo personas que se divertían con el vino y algunos juegos de azar.
Me dirigí a la posada y una camarera me atendió al instante. La ropa costosa del rey y mi armadura revelaban mi posición social.
—Mi señor, ¿qué le puedo ofrecer? —inquirió aquella mujer, en un tono que revelaba que estaba dispuesta a ofrecerme mucho más que lo que estaba en la carta del lugar.
—Solo una habitación y cena, por favor.
—De inmediato le prepararé la mejor habitación. —Guiñó un ojo— ¿Desea el servicio completo?
Me encogí de hombros y dejé un par de monedas de plata. La camarera las tomó y marchó hacia las habitaciones ubicadas en la parte superior. Mientras esperaba a que estuviera lista, otra camarera me sirvió un plato con sopa y pan y un jarro rebosante de cerveza. Comí hasta el hartazgo y pronto empecé a sentirme somnolienta. Para evitar caer dormida en la barra me concentré en la pista de baile, en el centro se encontraba un grupo de mujeres de vestidos casi transparentes que no paraban de danzar pese al agotamiento y la desesperación evidente en sus rostros. A su alrededor se encontraban algunos hombres arrojando monedas y gritando tanto que no llegaba a entender sus palabras.
—Su habitación, señor. —La primera camarera había regresado. Depositó en mi mano las llaves y permitió que sus dedos rozaran los míos—. Cualquier cosa que desee, solo debe llamarme. —Guiñó de nuevo el ojo y dio una vuelta—. Me llamo Taibeth.
—Muchas gracias, Taibeth, eso sería todo.
Decidí marcharme a mi habitación, no quería ser partícipe de aquel espectáculo, no podría intervenir y si bien era parte de mi misión, el no actuar ante una injusticia corrompería mi corazón.
La habitación tenía una chimenea y una gran cama, así como una mesa frente a ella y un candelabro con algunas velas. Me apresuré a encenderlas, odiaba la oscuridad, tanto la que nos regalaba el manto de la noche, como la que venía de las actividades que sin duda alguna se llevaban a cabo escaleras abajo. Hundí mi rostro en la jofaina con agua, como si fuera capaz de borrar de mis ojos la expresión vacía de los rostros de aquellas bailarinas. Esclavas, eso eran. Mujeres capturadas en Calixtho, o quizás, en Tasmandar, un reino que también tenía la mala suerte de compartir frontera con Luthier. Bufé, claro, ellos mantenían negocios en secreto, para Tasmandar los negocios lo eran todo y si su cliente exigía esclavas, ellos se las proporcionarían.
Un suave golpe en mi puerta me hizo sacar la cabeza del agua. Sacudí el exceso como pude y abrí. Frente a mí se encontraba una de esas bailarinas, una chica rubia ataviada con una sencilla túnica transparente y nada más.
—Mi señor, fui enviada para hacer amena su noche —musitó con aparente servilismo y deseo. Sin embargo, su voz temblaba y su cuerpo se encogía sobre sí mismo. No quería estar ahí, pero no tenía otra opción.
—No quiero compañía por esta noche —respondí.
—Por favor, acépteme, mi señor —rogó y sus ojos se clavaron durante un instante en los míos, desesperada, angustiada ¿qué le harían si la rechazaba? Suspiré y le permití entrar. Tan pronto cerré la puerta, la joven cayó de rodillas ante mí, con sus manos a ambos lados de mi cadera.
—No quiero nada de ti —dije y sujeté sus manos antes que viajaran al lugar menos propicio—. No quiero nada.
—Por favor, señor, si no lo hago me enviarán con alguien más, usted es un caballero, usted sabe tratar a las mujeres, no estaba en ese grupo, usted no sabe cómo... oh. —Al parecer había dicho mucho, porque clavó sus manos en sus labios y sollozó—. Perdone mi atrevimiento, perdóneme, perdone a esta esclava que...
—Por favor —caí de rodillas a su lado—. Por favor, basta —rugí. Si esto seguía así, revelaría mi identidad—. Está bien, estoy agotado y no quiero hacer nada, solo quiero compañía en mi cama ¿crees que puedes solo dormir a mi lado?
La joven esclava asintió y a toda prisa se dirigió a la cama, como si temiera que yo cambiaría de opinión y la echaría a su suerte fuera de mi habitación. Contuve una arcada y me dispuse a dejar de lado mi armadura. En instantes sentí sus manos en mis hombros ¿cómo se había movido tan rápido?
—Deje que le quite la armadura, por favor.
—No, solo ve a la cama, por favor —pedí con firmeza. Si esto seguía así, iba a ser descubierta tarde o temprano.
Para mi gran suerte, la chica obedeció. Mientras me deshacía de la armadura, ella corrió las sábanas y cobijas de la cama y la dejó lista para dormir. Le sonreí en agradecimiento y ella solo bajó la mirada. Rechiné mis dientes, empezaba a comprender la motivación de Eneth por cambiar todo lo que en este lugar estaba mal.
En cuanto me acosté a su lado y extendí las sábanas sobre nosotras, su cuerpo se tensó. Estaba tan rígida como una tabla, esperando algún movimiento de mi parte. Suspiré y le di la espalda, solo así podía ignorarla y derramar lágrimas amargas por su destino. Al amanecer, y justo antes de partir, deslicé un par de monedas de oro en su mano, quizás no era suficiente para comprar su libertad, pero sí para hacer que algunos de sus días fueran más llevaderos.
***
Después de aquel incidente traté de evitar las posadas, pero era imposible. No podía avanzar de noche, no era seguro. Maleantes, vagos y asesinos a sueldo recorrían las calles, todos con un mismo objetivo, ganar algo de dinero para sus familias. Lo único que los diferenciaba era el método que elegían para hacerlo. No era dinero fácil, o al menos, no desde mi punto de vista. Arriesgaban la vida cada noche y jugaban un terrible juego de azar en el que no sabrían si volverían a ver a sus familias.
El dinero fácil estaba en las tierras, pero aquellos malhechores se negaban a ser explotados por los señores, se negaban a trabajar la tierra por un miserable jornal y una casita de paja y madera. Tampoco contaban con habilidades como artesanos o mercaderes y no estaban tan locos como para echarse al mar y probar suerte en él.
Alcancé los límites de mis terrenos al atardecer del tercer día. Era una amplia extensión de terreno que terminaba a los pies de algunas colinas bajas. Aquí y allá podía ver la tierra oscura mezclada con la nieve y congelada. Las casitas de los campesinos exhalaban mucho más humo que las de aquellos ubicados en la frontera. Todo estaba rodeado por un gran cerco de madera y barricadas afiladas. Dos torres flanqueaban la entrada y en ellas se encontraban dos guerreros que, al verme, hicieron sonar dos tambores.
—El señor Ialnar ha regresado —anunciaron a viva voz.
Las puertas estaban abiertas, así que me limité a atravesarlas. Un guerrero me acercó un caballo y me reverenció.
—Nunca pensamos volverlo a ver, mi señor —dijo a toda prisa.
Los pocos guerreros que se encontraban allí me miraban esperanzados, podía notar sus pómulos y la palidez de su piel ¿qué demonios había estado haciendo el tío de Ialnar?
—Estoy aquí, por fin, en mi hogar, y muchas cosas cambiarán —prometí antes de espolear el caballo y dirigirlo a lo largo del camino que discurría entre las casitas de los campesinos y las tierras. Allí, a los pies de la colina se erigía una gran casa de piedra y argamasa, un castillo muy humilde, de su chimenea emanaba abundante humo y sus jardines se antojaban enormes, con arbustos secos que, en primavera, reverdecerían y darían lugar a un espectáculo de flores y aromas deliciosos. Tanta ostentación para tener a sus hombres, sirvientes y campesinos en tan terribles condiciones. Rechiné mis dientes, estaba harta, ya sabía qué hacer con el tío de Ialnar.
Era hora de tomar el lugar de Ialnar en sus tierras, de empezar a trabajar como él y como Inava, la espía de Eneth en tierras enemigas.
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