Inoportuna ayuda
La noche transcurrió con infinita lentitud y pese a lo tedioso y angustiante que pudiera parecer, se me hizo corta. Era capaz de admirar la belleza de Jadiet durante días de ser necesario, una noche no era suficiente para memorizar su rostro o conocer a la perfección hasta el último cabello en su cabeza.
Era lo único que podía hacer, luchar por memorizarla, por recordarla bella y a mi lado, porque no era digna de ello. Porque yo solo la exponía al peligro, a las manos ambiciosas y deseosas de un hombre como Cian. Porque era tan egoísta como para poner su integridad por encima de la felicidad de mi reino.
—Deja de pensar estupideces —interrumpió mis pensamientos con firmeza, aun cuando tenía la voz afectada por el sueño, como si fuera capaz de leer mi atribulada mente.
—Estás despierta.
—Sí, no sé qué misteriosa poción me habrán dado a beber, pero ahora es demasiado tarde —suspiró y miró como la luz del amanecer se colaba por la ventana—. Debiste aceptar mi plan.
—No podía hacerlo, Jadiet. Tendremos otras oportunidades de cambiar todo esto, solo hay que ser pacientes.
—Gaseli quizás no tenga tiempo.
—Lo sé, pero no podía tomar otra decisión. —Abandoné la cama y busqué mis pantalones. Las palabras se amontonaban en mi garganta, quería soltarlas, pero era imposible. No podría retornarlas en cuanto salieran de mi boca. Tomé aire y a toda prisa dejé escapar la verdad que me atormentaba—. Soy una cobarde. No deberías estar conmigo. Cuando esto termine y regresemos a Calixtho serás libre. Este matrimonio no es válido y podrás hacer con tu vida lo que gustes —mascullé.
—¿Es que acaso no me quieres? —preguntó dolida. Apartó las sábanas y se acercó a mí—. Lo he visto en tu mirada, no puedes negarlo.
—Ese es el problema —susurré—. Te amo tanto como para alejarte de mí. No quieres a alguien como yo a tu lado. —Aparté la mirada mientras entrelazaba mis dedos y los retorcía entre sí. Todo se había convertido en un remolino que amenazaba con arrastrarme a las profundidades del mar.
—Si no quisiera alguien como tú hace rato que me hubiera ido. Deja de pensar estupideces, Inava —exigió con ferocidad. Para mi sorpresa sujetó mi barbilla con firmeza, me obligó a bajar la mirada y enfrentarla—. Esto no tiene que ver contigo o conmigo, es tu reino, tu deber. Nos veremos obligadas a tomar decisiones difíciles y es necesario aceptarlo.
—Calixtho no es tu reino.
—Lo es desde que la mujer que yo... que yo... —Su voz tembló y por un instante perdió la fiereza que la alimentaba. Esto me dio la oportunidad de tomar su mano y liberar mi rostro. Entre ambas el aire se llenó de un espesor desconocido, una energía que vibraba y que tenía el poder de acercar nuestros corazones o de alejarlos para siempre—, la mujer que yo... amo —suspiró aquellas palabras como si por fin fuera libre de un peso que le aplastaba el pecho y le impedía respirar.
—No puedes decirme eso ahora —sollocé sin poderme controlar, la pena y la alegría combatían a muerte por un lugar en mi corazón—, no puedes decirme que me amas ahora que estoy convencida de alejarte.
No era justo, ni para ella ni para mí. No quería que estuviera en peligro ni deseaba cargarla con toda la culpa y las decisiones duras que debía de tomar. Jadiet no merecía sufrir más, merecía una vida feliz, junto a una persona que la amara, una persona que pudiera darle el mundo y no fuera una guerrera con demasiadas responsabilidades y poca gracia que ofrecer.
—No tienes que alejarte, Inava. Solo debes quedarte a mi lado y aceptar mi apoyo. —Entrelazó nuestros dedos—. Juntas somos más fuertes, juntas podemos salir de todo esto.
—Jadiet...
—No te atrevas a alejarte ahora, no permitas que todo esto destruya lo que existe entre nosotras —rogó.
No podía decirle que no a aquellos ojos verdes que me miraban implorantes. Mi corazón ganó la lucha contra la razón y el miedo. Con un latido feroz me empujó a reclamar sus labios. Rodeé su cuerpo con mis brazos, acercándola todo lo posible a mí. Quería fundirme en ella, desaparecer. Había sido una tonta al pensar siquiera que podía alejarme de ella. Era imposible, ella era la mujer a la que amaba y era lo suficientemente egoísta como para permanecer a su lado.
—Eso está mucho mejor —admitió ella contra mis labios—. Nada de esa tontería de "Te amo lo suficiente como para alejarme". Estamos juntas en esto, Inava, te guste o no.
***
Abandonar el castillo del rey fue como dejar atrás una gran y pesada roca de mármol. El alivio invadía no solo nuestros cuerpos, sino el de la compañía entera. Mis soldados hablaban más, incluso cantaban al marchar. Había alegría en el ambiente y emoción. Quizás solo era la sed de sangre y de oro ante el inminente ataque. De salir bien, todos serían ricos a base del saqueo y las recompensas de guerra.
Si sobrevivían. Si no, sus familias solo recibirían un pago convenido y poco más. Se decía que era un aliciente para que los guerreros lucharan con ahínco sin entregarse a las garras de la muerte, pero no dejaba de ser un sistema cruel.
A mi regreso al castillo me esperaba otro banquete importante. Los mercaderes y dueños de negocios en auge en el reino habían respondido afirmativamente a mi invitación. No sabía si lo habían hecho por cortesía, temor, odio o una mezcla de todos esos sentimientos negativos, pero eran parte de un plan que estaba en marcha. Debía espiarlos para el rey y para mis propios intereses. Serían útiles de alguna manera, eso estaba claro.
—Estoy harta de banquetes —protestó Jadiet mientras se dejaba caer bocabajo en la cama—. Es agotador mantenerte perfectamente erguida, siempre con una sonrisa servil y la cabeza erguida, pero la mirada baja. Ugh.
Acabábamos de llegar de palacio y ya teníamos un banquete organizado para los comerciantes y burgueses. El cansancio hacía mella en nuestros huesos y mentes, pero era una responsabilidad que no podíamos evadir, en especial dadas nuestras circunstancias.
—Tú fuiste la de esta idea —apunté mientras luchaba por atar el odioso pañuelo que complementaba mi conjunto de ropa para la ocasión. Una camisa de color azul, una chaqueta negra con bordados de oro y un pañuelo blanco que se perdía en el cuello de mi camisa. Era imposible atar aquel odioso pañuelo. Jadiet resopló desde la cama al ver mi problema y se acercó a mí para solucionarlo.
—Sé que fue mi idea, eso no quiere decir que la celebre —bufó mientras con manos expertas anudaba aquel odioso pañuelo. En segundos estuvo listo, pero no lo regresó a su lugar, sino que lo mantuvo entre sus dedos, una expresión traviesa empezó a dominar las líneas de su rostro.
—¿Jadiet? —Mi corazón se aceleró y mis mejillas se llenaron de calor al verla, era como si mi cuerpo estuviera listo para responder al suyo a la mínima provocación.
—Esto es... —Tiró del pañuelo hasta que mis labios casi rozaron los suyos, nuestros alientos y respiraciones se mezclaron, creando así una mezcla única e hipnotizante—. Me gusta. —Levantó una ceja y miró mis labios—. Es como tener el control en la punta de mis dedos —susurró asombrada. Yo por mi parte estaba perdida en la deliciosa sensación que dejaba aquel pañuelo contra mi cuello, la tensión que creaba, el ligero mareo que dominaba mi cerebro y el fuego en los ojos de Jadiet.
Tan pronto como ocurrió, se detuvo. Jadiet soltó el pañuelo, dejó escapar una risita y lo acomodó en su legítimo lugar. Luego entrelazó nuestros brazos y descansó su cabeza en mi hombro. Sus ojos volvían a ser los de una perfecta esposa servil y deslumbrada por su esposo.
—Eres cruel —carraspeé y di un paso tambaleante. Jadiet rio un poco más y sostuvo mi peso mientras los sentidos regresaban a mí. Mis mejillas, sin embargo, continuaban hormigueando. No podía evitar sentir algo de vergüenza ante mi pérdida de control, Jadiet me tenía atrapada en todos los sentidos posibles.
El salón principal estaba decorado como siempre. La comida era mucho más suntuosa que en otras ocasiones, con especias traídas de reinos lejanos y platillos que habían desafiado la creatividad de mis cocineros. Quería impresionar a esos hombres ricos, demostrarles que tenía tanto o más poder económico que ellos y que podíamos llegar a acuerdos beneficiosos para todos.
Mis caballeros se encontraban en la mesa principal, por sus expresiones hurañas comprendí que no les hacía gracia compartir la mesa con mercaderes y notables hombres de negocios. Era una distinción que existía incluso en Calixtho. Las casas nobles poco o nada querían relacionarse con la creciente burguesía.
Tomé asiento en el cabecero de la mesa junto a Jadiet. Todos los asistentes se levantaron, todos menos un distraído hombrecillo al final de la mesa, quien recibió una disimulada patada por debajo de la mesa para regresarlo a la realidad. De inmediato me sentí cómoda con él, me agradaba, pero debía poner freno a esas primeras impresiones.
—Bienvenidos amigos, es un honor disfrutar de su compañía en esta noche. Quiero que esta sea la primera de muchas veladas juntos como prueba de nuestra unión y fidelidad a Luthier, así como el compromiso que tenemos con su futuro y el de nuestros descendientes —levanté mi copa. Todos me imitaron, los burgueses sonreían y se notaban menos tensos. No podía decir lo mismo de mis caballeros. Suspiré, al menos había cumplido y como buen anfitrión había dado la bienvenida perfecta.
Corté con mi espada el plato de la noche. Un ternero rollizo relleno de carne y vegetales. Pronto todos se sirvieron una porción y empezaron a hablar entre sí. Evidentemente, separados por sus grupos sociales.
Jadiet tocó mi brazo con timidez, así que incliné mi cabeza en su dirección para escucharla. Empezó a servir mi plato con practicada habilidad, mientras, sus labios se movían a toda velocidad.
—Agmund se encuentra a tu diestra, es el hombre calvo que empieza a tomar el color del vino con cada copa. Caleb es ese muchacho moreno que no deja de estudiar los vegetales y las especias de la mesa. Dadmar es ese que lleva una gruesa cadena de acero al cuello, asegura que la lleva desde hace año y que no se ha oxidado, la emplea como prueba definitiva de la calidad de su acero. Ebrulf es ese hombre de cabello largo y garfio, se dice que perdió la mano en una feroz batalla contra los pueblos nórdicos, yo mantendría alejada a Audry de él si fuera tú.
Asentí y con una seña le ordené a Audry que se acercara. Como si hubiera sido golpeado con un rayo, Ebrulf dejó de comer y la miró con ira y superioridad, como si ella hubiera robado alguna de sus propiedades.
—Audry, mantente alejada de ese hombre —indiqué—. No tiene buenas relaciones con los tuyos.
—Como ordene, mi señor.
Jadiet ya había terminado de servir mi plato y ahora se concentraba en llenar mi vaso de vino.
—Gailhard, es ese caballero de elegante capa bordada en oro, nunca la deja, ni siquiera en los días más calientes del verano. —Asentí y me llevé un trozo de carne a la boca. Su delicioso sabor poco hizo por desaparecer la tensión en mi estómago—. Humbaud está al final, es el que está vestido con seda y encajes, a su lado se encuentra Lamond. —Observé al hombre, comía con ademanes delicados, como si en lugar de cortar la carne para comer, la estuviera modelando para crear toda una obra de arte. Lamond lucía el traje más vistoso de todos, le quedaba como un guante, delicado, pero funcional, pues entretejía cota de malla en zonas vitales con tejidos finos, pero resistentes. Era un hombre de aspecto feroz y manos fuertes, pero sus ojos se suavizaban cuando miraba a Humbaud. De inmediato temí por ellos y por el lazo que evidentemente les unía.
Jadiet tomó asiento junto a mí y empezó a comer. Entre bocados continuó con su explicación.
—Radger es quien está junto a Alfwin. Míralo sufrir. —Levanté la mirada. Jadiet tenía razón. Alfwin no podía fruncir más el entrecejo porque era físicamente imposible. Sufría por gusto, por su mentalidad. Radger se veía como un hombre amable y jovial que no paraba de hacer reír a su vecino.
—Ese que ríe a carcajadas es Walbert, el dueño de la librería. Me sorprende que haya aceptado tu invitación, no logra llegar a todos los banquetes y bailes a los que es invitado. Siempre tiene la cabeza metida en un libro.
—Me agrada —murmuré. Era un hombre con algo de sobrepeso y una cabeza casi completamente redonda, su nariz era respingada y sus ojos estaban enmarcados por adorables arrugas en las comisuras. No había maldad alguna en él más que la necesaria para traer libros prohibidos al reino.
El banquete avanzó como lo tenía planeado, el vino y la cerveza limaron las asperezas y las diferencias entre los caballeros más jóvenes y los burgueses y pronto todos estuvieron hablando con libertad. Los músicos arribaron justo en el instante en el cual la última cucharada de postre desaparecía de la mesa y el ambiente pronto se tornó festivo y alegre.
Las mujeres de los burgueses, elegantes damas que parecían flotar por encima de los sencillos bancos de madera de mi salón como si fueran indignos de llevar su peso, habían empezado la velada hablando entre sí, pero ahora compartían tímidas risas y graves expresiones con las esposas de mis caballeros. Relacionarse les había costado menos que a sus esposos, les daba crédito por eso.
Mi mirada no tardó en fijarse en una de aquellas mujeres, de piel morena, ojos oscuros y cabello ondulado. Podía ver como se mezclaba a la perfección con aquellas mujeres, pero en toda su alegría y vivacidad había un dejo de oscuridad y violencia. Había algo en ella que era dolorosamente familiar y calaba en lo profundo de mi corazón como una lanza.
Fue al terminar el vino en mi vaso que comprendí el porqué de aquella sensación. Era Sianis, mi antigua amiga, el alma de las fiestas. Vestida como la esposa de alguno de esos burgueses. De pronto, el agradable efecto del vino y la música desapareció y un pitido sordo inundó mis oídos.
Como llevada por un hechizo me dirigí a aquella mesa y me detuve frente a ella. Mi corazón latía a mil por hora, esforzándose lo mejor que podía para transportar la sangre que se había convertido en viscoso aceite en mis venas.
—¿Me permite este baile? —invité. Las demás burguesas y damas de la mesa compartieron una mirada de sorpresa y una que otra risita. Era el tipo de interacción que me recordaba que en cuanto Sianis dejara aquella mesa, la destrozarían con comentarios mal intencionados.
—Por supuesto, no puedo negarme a la invitación del amo y señor de estas tierras —respondió ella con una reverencia y un brillo de reconocimiento en sus ojos. Noté con agrado que no miró en dirección a su esposo para buscar aprobación. Solo aceptó. Prueba fiel de que no había permitido que Luthier se metiera en sus huesos.
Tomé sus manos y la llevé al centro de la pista. Como si esa fuera la señal que necesitaban los músicos, el ritmo cambió a uno más rápido y agradable para bailar. Dirigí a Sianis durante un par de pasos, cuando los demás invitados dejaron de observarnos o empezaron a unirse al baile decidí intervenir:
—¿Qué haces aquí?
—¿Qué más? ordenes de Eneth —respondió a toda prisa.
—¿Y mi otro contacto?
—Murió en la batalla —escupió. Todo rastro de su alma alegre y bonachona había desaparecido. En su lugar había quedado una mujer endurecida por el dolor. Por alguna razón no creía que aquello fuera verdad. Eneth no enviaría a una espía que conocía las calles de Luthier a morir en aquella pantomima de batalla.
Como si un gran trozo de hielo se deslizara a lo largo de mi espalda comprendí la terrible verdad. Eneth se había encargado de ella. Conocía un secreto demasiado peligroso, la existencia de Gaseli.
—Eso no está bien, Eneth tiene que pagar —dije por lo bajo.
—Oh, ahora los meses aquí te han convertido en una traidora ¿te has escuchado? —acusó con furia.
—Sí y lo mantengo. Eneth tiene sus propios planes y nada de lo que le he presentado es suficiente para ella. Estoy por mi cuenta ahora.
—Le encantará enterarse de eso. Bueno, si sobrevives a esta noche. —De una de sus mangas abombada extrajo una fina hoja afilada. Oculta en su pulgar, la clavó lo suficiente en mi cuello como para servir de advertencia. O medía mis palabras, o no saldría viva de ese lugar y nadie lo notaría hasta que fuera demasiado tarde. Su mano estaba en mi hombro a causa del baile y no levantaba ninguna sospecha.
—Gaseli está con vida, Eneth decidió ignorar tal hecho y me obligó a buscar otra oportunidad para debilitar a Luthier —siseé. La presión de la hoja cedió—. Estoy trabajando por mi cuenta porque mi lealtad está con la corona.
—No tenía idea —jadeó con sorpresa—. Aun así, debemos seguir las órdenes de Eneth. O Yelalla habrá muerto en vano. Si Eneth no quiere rescatar a Gaseli, una buena razón debe tener.
La mención de Yelalla trajo a mi mente aquellos oscuros momentos en el bosque. Recuerdos que deseaba enterrar en lo profundo de mi mente y escapar de ellos. Sería más fácil si pudiera confesarlos, pero solo Jadiet conocía la verdad. Si le decía a Sianis, moriría antes de poder explicarme y lo arruinaría todo. El secreto debía morir conmigo, incluso si con ello debía mentir a mis amigas y en consecuencia, alejarme de ellas. Había pasado mi vida en soledad, estaba acostumbrada, no sería nada nuevo.
—Si estás aquí como su informante, ten cuidado —advertí.
—Está formando una red, pero no estamos tan bien posicionadas como tú. Tu manejas información de primera mano. —La presión del acero regresó—. Cuéntame lo que sabes.
—Habrá un ataque las primeras semanas del verano, dentro de tres meses. Las motivaciones son religiosas a ojos oficiales. En el fondo solo hay una crisis en la corte. Si todo fracasa, Cian puede perder su corona, pero él está preparado para eso.
—Eneth no quiere que Cian deje el trono. No quiere lidiar con un nuevo rey.
—Ya, asumo que sus órdenes serán que proteja a Cian —bufé. No era una sorpresa para mí y una parte de mi empezaba a pensar que Cian y ella compartían algo.
—Asumes bien —dijo Sianis con frialdad—. Sobre el ataque, lo comunicaré. Espera instrucciones.
Giramos y bailamos por unos instantes más. Sianis sonreía y actuaba como cualquier esposa burguesa, despistada, alegre y sin demasiadas preocupaciones por el correcto comportamiento que marcaba Lusiun. Era todo un contraste con las parejas formadas por las esposas de los caballeros y sus esposos o algún tercero. Era el disfraz perfecto para Sianis.
—¿De quién eres esposa? —inquirí.
—De Lamond —respondió y sus mejillas se encendieron—. Es un matrimonio por conveniencia, él conoce mis gustos y yo los suyos. Te sorprendería la cantidad de parejas que se esconden tras esa fachada en Luthier.
—¿Tú...? —dejé la pregunta en el aire. Sianis asintió. Retiró la hoja de mi cuello y miró en dirección a la mesa.
—La esposa de Humbaud, Avelin —sonrió y por un segundo la dureza desapareció de sus facciones y volvió a ser la chica divertida y llena de energía que era meses atrás—. Es un tanto difícil, pero nos las arreglamos. Ellos no saben que soy de Calixtho.
—¿Y ella? —inquirí.
—Lo sospecha. Hay cosas que revelan la identidad de una, incluso si quieres actuar. —Sus ojos brillaron con picardía—. Fue un alivio cuando me dijo que no le importaba de donde venía y que me dejara llevar.
Y así, con pasmosa facilidad, una de mis mejores amigas regresaba a mí y con ella, los momentos de despreocupación compartidos en el pasado. Volvía a ser una joven recluta sentada junto a una diminuta fogata, compartiendo una deliciosa cena de conejo y vino robado entre risas y bromas.
El sonido de un portazo me arrancó de aquella fantasía. Por un instante deseé condenar al responsable a una terrible tortura, pero las risas de Sianis me lo dijeron todo.
—Mucho me temo que deberás correr detrás de ella —dijo—. Y pon una cara seria, furiosa. Acaba de hacer una escena ante todos los dignatarios que tienes aquí.
—No iré tras ella. Hay mucho que hacer —sentencié. Había prioridades y lamentablemente los berrinches de Jadiet no eran una de ellas— ¿Me presentas a tu esposo?
—Lo buscaré.
Mientras Sianis se encargaba de tal misión, ubiqué a Alfwin, quien ceñudo miraba la fiesta desarrollarse a su alrededor. Me detuve a su lado y le ofrecí un vaso de vino. Necesitaba de su ayuda y de su excesiva lealtad al rey para identificar a quienes podían ser mis aliados. Solo un ojo entrenado en escandalizarse ante la mínima muestra de desprecio al rey era capaz de señalarlos.
—Gracias, mi señor —escupió molesto.
—Debemos mezclarnos con todos, Alfwin. Un servidor de su majestad debe ser capaz de identificar al enemigo y mezclarse con ellos. —Un bufido fue mi respuesta, pero inclinó la cabeza con respeto— ¿No lo haces al cazar? Esconderte a simple vista y cuando llega el momento justo, disparas tu flecha y obtienes lo que quieres. El juego de política es igual. Debemos identificar a nuestros enemigos, escucharlos y conocerlos. Un par de fiestas más y confiarán en nosotros. Conoceremos a los verdaderos enemigos del rey y no solo a aquellos que desprecian la religión y el orden que nos mantiene unidos como un solo reino.
—Debo admitir que ahora comprendo por qué es usted el señor y nosotros sus humildes vasallos —confesó—. Tiene usted toda la razón. Lusiun ilumina su mente.
Incliné la cabeza aceptando aquel cumplido. Con mi venia, Alfwin se mezcló en la multitud. Al instante apareció Sianis y su esposo, Lamond. Después de los saludos de rigor, fui al grano. Era un sastre prodigioso y tenía en sus manos la habilidad que necesitaba para proteger a Jadiet.
—Quiero un vestido —dije sin rodeos—. Uno que en su interior lleve un recubrimiento de malla, similar al que llevas ahora.
—Mi señor, será un reto que enfrentaré con gusto. Puedo tomar las medidas a la dama ahora mismo —dijo con pasión. Toda amargura y dureza desaparecían de sus facciones en cuanto se le presentaba la oportunidad de ejercer su profesión.
—Me temo que esta noche será imposible, amigo —suspiré. Sianis dejó escapar una risita que disimuló con una tos afectada—, pero mañana, antes de su viaje, podrá hacerlo. Se lo aseguro.
—Por supuesto, mi señor. Si me permite decirlo, me complace conocer un señor que se preocupa por su esposa lo suficiente como para nombrar un guardaespaldas mujer y ordenarle un vestido que proteja su vida.
—Muchas de las costumbres que guían nuestra vida no provienen de Lusiun, sino del hombre, para su beneficio. Me niego a dejar que guíen mi vida de esa manera —aseguré.
Un aliado más, dos si contábamos a su esposo. Debía andar con cuidado, pero con un poco de suerte, la red de apoyo que Eneth planeaba fundar en Luthier se vería enriquecida por hombres fieles a mí. No le permitiría tomar control de todo sin supervisión. Era evidente que algo pretendía, incluso si Sianis era demasiado ciega para notarlo actuaría contra ella y traicionaría su confianza y amistad. Había demasiado en juego.
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