Identidad
Sobre mis pies desnudos cayó una cascada de agua, brebaje y bayas, único contenido de mi estómago. La sensación tibia del líquido y su textura, así como su aroma, provocaron nuevas y poderosas arcadas. Me doblé sobre mí misma, agobiada ante la desesperación, la confusión y la furia que empezaban a crecer en mi interior a pasos agigantados.
¿Qué clase de broma enferma era esta?
Cuando pude recuperar el aliento noté que tenía las manos libres, no atadas detrás de mi espalda, y que ya nadie intentaba colgarme de ellas y forzar mis hombros hasta límites imposibles con el objetivo de obtener información valiosa sobre Calixtho. Los hombres de Luthier torturaban hasta la locura, hasta la muerte. No tenía sentido que me liberaran.
Tomé aire. Nadie me torturaba, ni me amenazaba. Había logrado tomar las bayas venenosas antes que pudieran arrancarme información, eso era lo último que había hecho. Había sido capturada por el enemigo, por soldados de Luthier. Mis compañeras y yo habíamos sido hechas prisioneras durante una misión de exploración en medio del bosque, miré el suelo y las paredes, eran de madera oscura y no de rocas ¿qué hacía en el campamento?, ¿cómo había regresado? Sacudí mi cabeza, dolía, me sentía confusa y mareada.
—Bienvenida al ejército de la frontera, Inava. —Levanté la mirada y la encontré frente a mí, era la comandante. Su expresión era orgullosa, como una madre satisfecha ante un nuevo logro de sus hijas. En sus manos llevaba un paquete doblado con mucho cuidado. Lo tomé y su peso casi me obligó a soltarlo—. No lo tires, no quieres que tu nuevo uniforme se manche con vómito ¿o sí?
A toda prisa desenvolví el paquete, dejé a un lado la armadura de cuero y metal, el gambesón azul, los brazales, las botas, tres bayas venenosas nuevas y la cota de malla. Solo quería la capa. La flamante capa azul oscuro que representaba el respeto y el honor que tanto había busco a lo largo de mi vida. Sentí un ardor insoportable en el fondo de mi garganta que nada tenía que ver con la sed o las arcadas y sí con un sentimiento que nunca había experimentado con tanta fuerza: orgullo.
—Vamos, no llores ahora. Eres de las últimas en salir, ve a darte un baño, estrena tu nuevo uniforme y únete al banquete. Lo mereces.
Levanté una ceja ante la actitud de excesiva amabilidad de Eneth. La mujer que siempre había asociado con dureza, tortura y con llevar mis límites al punto de quiebre y más allá y que pensaba incapaz de algo más que gruñir e insultar, ahora sonreía, me felicitaba y palmeaba mis hombros con camaradería y cariño. Era todo un fenómeno, quizás se debía a que no era ya una simple recluta, sino una verdadera guerrera, una mujer lista para el combate y la muerte en las peores condiciones.
Había superado la mítica prueba de la que todas hablaban, pero que nadie te explicaba. Todas las guerreras de la frontera la habían superado y quien no, desaparecía para siempre en las entrañas del reino.
Era parte de una élite. Por primera vez podía caminar con la cabeza en alto y la espalda erguida, por primera vez sería respetada y valorada. Infundiría miedo no solo en nuestros enemigos, sino en todas aquellas que se atrevieran a menospreciarme, a burlarse y esconder su odio desmedido por los hombres y todo aquel que era diferente en falsas acusaciones y errores a causa de la oscuridad. Nadie volvería a confundirme.
—¡Inava! ¡Lo lograste! —Yelalla, mi mejor y única amiga se encontraba repantigada en el borde de la piscina que dominaba el baño del campamento. El lugar estaba cubierto por un suave y muy cálido vapor de agua, era una bendición sentirlo besar tu piel. Sonreí y dejé mi nueva ropa en uno de los bancos, luego desenredé los harapos que tenía por ropa interior y los arrojé a un cubo de basura repleto de vendas, cada cual más sucia y sanguinolenta que la anterior.
En otra ocasión habría esperado a que el baño estuviera a solas, a que nadie pudiera verme y empezar a cuchichear, pero era Yelalla la única en él y mi felicidad era tal que ningún comentario insidioso habría roto aquella burbuja que me mantenía a flote en el aire.
Probé la temperatura del agua con mi pie, estaba muy caliente y apestaba a hierbas medicinales. Si me metía de golpe ardería contra mi piel rota y magullada. Quizás si me metía con lentitud podría evitar el peor dolor y disfrutar de la tibieza del agua contra mis músculos abusados. Debí de pensarlo demasiado, porque Yelalla perdió la paciencia, sujetó mi rodilla y tiró de mi hacia el agua.
—Es mejor cuando lo haces de golpe —dijo cuando por fin pudo hablar por encima de mis gritos y maldiciones.
—¡Eso fue terrible!
—No, terrible es lo que pasamos y aquí estamos, vivas. —Apartó un largo mechón de cabello cobrizo de su frente. Sus ojos azulados brillaron de alegría—. Guerreras de la frontera, por fin. No puedo creerlo. —Estiró los brazos por encima de su cabeza y luego me rodeó con ellos—. Lo logramos. —Me miró con cierta ternura y ensoñación, o tal vez solo era el cansancio que hacía mella en sus ojos y los quince centímetros que le sacaba en altura.
—Sí, lo logramos. Ahora empezará lo verdaderamente difícil —suspiré y tomé asiento—. Batallas, misiones de vida o muerte, órdenes complejas y...
—No seas aguafiestas. —Me liberó de su abrazo y buscó entre los geles y jabones el que sabía era mi favorito. Canela y miel, un aroma que hacía mucho no había disfrutado.
La sensación vigorizante de la canela contra mi piel y la suave caricia de la miel me transportaron a un lugar único, uno donde solo estaba yo, sin preocupaciones, sin agobios ni dudas.
—Un buen baño, a las demás chicas les tomó horas salir de aquí. Supongo que todas extrañábamos estas comodidades. Un año robando en los campos y durmiendo en graneros —recordó con amargura—. No entiendo por qué no pudieron tratarnos con normalidad —protestó mientras masajeaba el gel en mi enmarañada cabellera.
—Todas deseaban sobrevivir por su cuenta, obedecer a rajatabla lo que nos había ordenado Eneth y terminaron pagando el precio por ello —respondí—. Había una clara oportunidad para desobedecerla si prestabas atención a sus palabras: «Cada una obtendrá su propia comida y su propio techo», pero las demás prefirieron escuchar al miedo y huir en desbandada para sobrevivir por su cuenta.
—Es una suerte que nosotras no. —Rodeó mi cintura con sus brazos y tomó asiento a mi lado—. La verdad pienso que fuimos muy afortunadas de tenernos la una a la otra.
Fruncí el ceño, había tres chicas más en nuestro grupo rebelde. Sianis, Hanildra e Iralnys. Ellas habían contribuido tanto como Yelalla y yo a nuestra supervivencia. De hecho, de no ser por las habilidades de Iralnys con las hierbas y la medicina, nunca habríamos salido con vida de varias situaciones. Era una verdadera prodigio en el arte de la sanación, no entendía por qué no le pedía a la doctora del campamento, Xeia, que se convirtiera en su maestra.
—No lo entiendo —murmuré.
Yelalla respondió con una risita y escapó de mi vista sumergiéndose entre la espuma solo para resurgir en la otra punta de la piscina.
—Sal ya, nos dejaran sin nada de comer —apuró.
—Es un banquete, habrá toneladas de comida. —No me apetecía abandonar esa noche, ni ninguna otra, el abrazo del agua y los aceites. Jamás cambiaría la comodidad por el agobio de encontrarme entre una multitud.
—También habrá decenas de recién graduadas hambrientas. No hay que ser adivina para saber lo que ocurrirá.
La observé salir del agua. Tenía una piel muy bonita, acaramelada y suave, el agua y los aceites sumaban a su brillo natural, un fulgor que resaltaba curvas y músculos por igual. Escondí mi rostro bajo el agua cuando sentí un sonrojo cubrir mis mejillas. Nunca me había fijado tanto en el cuerpo de una compañera en el baño, por supuesto, tampoco había compartido demasiados. Los grupos grandes tendían a ser ruidosos, burlones y llenos de juegos crueles.
Yelalla empezó a vestir su nuevo uniforme. Primero, las vendas que hacían las veces de ropa interior, le seguía una camisa de lino blanca, de tejido grueso y un gambesón de color azul lo suficiente robusto para proteger la piel del peso y el roce de la cota de malla que iba por encima y que solía diferenciarnos de los demás cuerpos del ejército de Calixtho. El ejército interno y la policía no se molestaban en llevarla, confiaban en sus petos y gambesones, no las atacaban con flechas en el interior, solo con dagas, cuchillos y espadas.
Las armaduras nuevas suelen ser algo rígidas, el cuero no se ha ablandado en el calor de la batalla, pronto, Yelalla empezó forcejear con los broches de su peto. No pude resistirme y abandoné el cálido refugio del agua para ayudarla. Dio un respingo en cuanto sintió mis manos en su cintura y sus mejillas se tiñeron de rojo al descubrir mis intenciones.
Todas sabíamos el profundo significado que tenía ese tipo de ayuda. En algún momento de nuestra infancia habíamos jugado a vestir armaduras con nuestras amigas o con esa chica que nos hacía sonreír como tontas, habíamos construido casas con las sábanas de nuestras madres y organizado bodas. En ocasiones, algún niño desconocido se habría acercado a jugar y habría escapado ante una lluvia de flechas de juguete y gritos de guerra, o bien, si demostraba ser un buen amigo, se convertía en el mercader, carpintero o secuestrador de nuestras muñecas. Un juego inocente reflejo de nuestra sociedad. Por supuesto, esos bellos años no duraron mucho para mí. En cuanto la hija de una noble decidió llamarme "niño" todas decidieron apoyarla.
—No tenías que hacerlo —susurró Yelalla—. Lo tenía controlado —mintió.
—Claro —acepté por su beneficio. Ni siquiera mi mejor amiga querría verse envuelta conmigo o confundir mis acciones y la entendía, siempre lo entendía—. Con el tiempo podrás sola. Al ser nueva está algo rígida.
Terminé con el último broche y me giré hacia mi propia ropa y armadura. Lo mejor era acudir al banquete temprano, comer algo rápido y buscar mi nueva habitación. Mañana sería un nuevo día, uno lleno de mucho trabajo. Necesitaba dormir y olvidarme de todo para empezar de cero.
—Permíteme. —Las manos de Yelalla reemplazaron las mías en cuanto estas empezaron a forcejear con los broches.
—No tienes que hacerlo —respondí. El calor empezaba a agolparse en mi rostro. Insoportable, el roce de sus dedos, incluso a través de la cota de malla y el gambesón, llegaba a mi piel. Su expresión de máxima concentración y sus mejillas, tan rojas como las mías, traicionaban sus palabras y actitud desenfadada.
—Tonterías, siempre he querido hacerlo. —Levantó la mirada y clavó sus ojos en los míos—. Creo que muchas matarían por hacerlo.
Di un par de pasos hacia atrás, necesitaba distanciarme de ella. Sus palabras eran irreales, una mentira. Una broma ¿por qué me decía algo que tanto ella como yo sabíamos que era una mentira? Nadie iba a pelear por mí. Nadie quería mi amor ni me amaría. Todas habían dejado en claro su opinión respecto a mi apariencia.
—No te burles de mí. Puedo soportar cualquier cosa, menos una broma así de tu parte —espeté. Tomé mi talabarte y espada y abandoné el baño a toda prisa ¿cómo se atrevía a decirme algo así? ¿a mentirme? Mis ojos ardieron, furiosos, por suerte el camino al comedor estaba despejado.
El camino se me hizo corto. A mi alrededor se confundían cabañas y callejuelas, el lodo salpicaba mis botas nuevas y el camino de rocas apisonadas se tornaba resbaloso si no tenía cuidado, pero nada de eso importaba. Si tropezaba o resbalaba, nadie sería testigo de mi vergüenza.
—¡Ey! Miren quien está aquí. —Sianis se acercó a mi dando brincos entre la multitud que se agolpaba alrededor de las mesas del comedor. Sequé a toda prisa las comisuras de mis ojos y fingí una sonrisa—. Lo logramos al fin. —Dio una vuelta para hacer revolotear su nueva capa y sus cabellos rizados en extremo botaron sin control sobre su cabeza.
—Sianis, por favor, no estarías tan feliz si comprendieras que mañana bien pueden enterrarte con ella —respondió Hanildra. Agitó su larga cabellera rubia y rodó los ojos—. Solo hemos dado el primer paso.
—Siempre de aguafiestas ¿no te aburres? —bufó Iralnys, luego clavó su profunda mirada color bosque en mí. No sabía cómo lo hacía, pero parecía tener el poder de mirar a través de la ropa y conocer cuántas heridas ocultabas—. Deberías ver a Xeia al terminar. Pasaste más tiempo que nosotras allí. De seguro fueron brutales contigo.
—Estoy bien. —Sacudí mi mano para quitarle peso a su diagnóstico. No se alejaba a la verdad, sus crueles burlas y palabras aún resonaban en alguna parte de mi mente, aquello dolía mucho más que la miríada de lesiones que cubría mi piel—. Quiero celebrar y olvidarlo todo.
—Entonces no se diga más y bienvenida a nuestro banquete. —Sianis sujetó mi brazo con el suyo y me hizo dar un vistazo al lugar.
No lo había notado, pero todo brillaba con un fulgor dorado tan intenso que mis ojos dolieron por unos instantes, había tantas velas colgando de las lámparas en el techo y de los soportes en las paredes que era imposible contarlas. De algún lugar surgía música, un ritmo imposible de ignorar, mis piernas de la nada empezaron a moverse y a danzar. Sianis no pudo contener una carcajada y siguió mis pasos. Alguien empujó una jarra rebosante de vino en mis manos y pronto todo se convirtió en una vorágine de saltos, giros, música estridente, vino, cerveza y carne asada que aparecía en mis manos por arte de magia. Meses de hambre quedaron olvidados con el delicioso sabor del pan, pasteles y platos llenos de miel en los cuales sumergir los dedos a gusto.
En un momento nos vimos obligadas a tomar un respiro y descansar. Encontramos un largo banco libre junto a la pared del salón y tomamos asiento. Suspiramos casi al unísono cuando descansamos nuestras espaldas contra la pared. Sianis e Iralnys bebían a tragos sus jarras de cerveza, Hanildra observaba el lugar por encima de su jarra de vino, lo hacía con tal intensidad que quien no la conociera imaginaría que estaba esperando un ataque a traición o una tragedia. Yelalla no aparecía por ningún lugar. Ahora que la comida y el vino habían adormecido mi mente y aclarado mis sentidos me permití sentir una punzada de pena en el pecho, quizás me había comportado como una idiota con ella y le había arruinado la noche.
—Buscaré a Yelalla —anuncié.
—Sí, no debería dejar abandonadas a sus amigas ahora que es teniente —bufó Sianis—. Cuando la encuentres tráela aquí, su penitencia será beber sin parar la jarra más grande de vino que podamos encontrar.
—Que infantil —espetó Hanildra.
—Calla, anciana amargada.
Dejé atrás la discusión entre aquellas almas opuestas y me perdí en la multitud de cuerpos sudorosos que no paraban de darme empujones y golpes. No había rastro de Yelalla entre las chicas que danzaban, así que me dirigí a la mesa que contenía los alimentos, pero tampoco estaba allí.
Di una segunda mirada, quizás la había pasado por alto. Todas las chicas se parecían debido a las capas y a que me daban la espalda, pero su cabello cobrizo era inconfundible. No la encontré, pero si me topé con Eneth y Rakel. Me sentí encoger en mis botas. Ambas miraban en mi dirección y no paraban de hablar ¿hablaban de mí? ¿qué tanto discutían? ¿por qué sonreían? Sacudí mi cabeza, estaba siendo paranoica. Rakel era de mi cohorte, tenía el mejor desempeño y había sido nombrada nuestra capitana, no debía sorprenderme que estuviera hablando con Eneth. Traté de concentrarme de nuevo, quizás si estaban hablando sobre sus nuevos deberes Yelalla estaría con ellas, después de todo, era nuestra teniente.
No estaba allí. Yelalla no estaba en el salón y era mi culpa. Ajusté la capa sobre mis hombros y decidí buscarla fuera. Le pediría perdón y la arrastraría al salón si hacía falta. Quería compartir la celebración con ella. Podía estar bailando con mis amigas, pero echaba en falta su compañía, sus risas y juegos.
Chapoteé entre el agua nieve, mi aliento se acumulaba frente a mi formando nubes blancas. Era, por mucho, la noche más fría del invierno. Divisé frente a mí las cabañas donde se encontraban nuestras nuevas habitaciones, solo unos pasos más y de seguro la encontraría sentada en su litera, en la cama que se encontraba debajo de la mía, nunca dormíamos separadas y esperaba que eso no cambiara ahora. Yelalla odiaba las camas altas, decía que eran trampas mortales. Yo prefería dormir en lo alto, podía ver mejor a través de las ventanas y si había un ataque, saltar sobre nuestros enemigos y cercenar sus cuellos antes que pudieran notar mi presencia.
Solo me faltaba cruzar una cuadra para llegar a la cabaña, a mi lado se encontraban muchas otras, separadas por pequeños callejones que utilizaban para colgar la ropa, pues los aleros la protegían de la lluvia y la nieve. Eran en extremo oscuros y siempre me provocaba un escalofrío pasar frente a ellos.
Esta vez no fue la excepción, salvo por la mano que se cerró como una garra sobre mi brazo y tiró de mi hacia la oscuridad. Traté de desenvainar mi daga, mi corazón latió con fuerza contra mi garganta. Hanildra tenía razón, bien podíamos manchar nuestras capas de sangre esta noche. Otra mano inmovilizó mi muñeca y mi espalda impactó contra la pared de una de las cabañas. Estaba por gritar cuando un antebrazo se apoyó con fuerza sobre mi boca.
—Shhh, soy yo, Rakel —se presentó. Forcé la mirada y noté que estaba apoyando el filo de mi daga contra su cuello y que lo único que evitaba su muerte era el firme agarre de su mano en mi muñeca.
—No deberías asustarme así —jadeé contra sus dedos—, a ninguna del ejército, ya que estamos ¿qué si te hubiera matado?
—No habrías sido capaz —dijo con seguridad. Agitó su largo cabello cobrizo sobre un hombro y sonrió—. Quería una oportunidad para hablar contigo, a solas, y cuando vi que abandonabas el salón decidí que no podía perder mi oportunidad.
¿La chica más hermosa, habilidosa y fuerte, además de capitana de nuestra cohorte, deseaba hablar conmigo? Debí transmitir mi incredulidad, porque ella solo asintió y sonrió.
—No sé por qué te sorprende —dijo con naturalidad.
—Tú fuiste quien nos desbandó a todas, tu grupito no dudaba en atacarnos para robar suministros durante el entrenamiento. Seguiste las palabras de Eneth al pie de la letra y convertiste este último año en un infierno para todas —rememoré—. Me odiabas, no dudabas en lanzarme al frente cuando entrenábamos.
—Eso ya está en el pasado. —Agitó su mano como si con aquel movimiento pudiera borrar el pasado—. Ahora quiero empezar de cero.
—¿De cero? ¿tu? ¿y para eso me das un susto de muerte en mitad de la noche?
—Bueno —liberó mi muñeca y pasó los dedos por su cabello, acomodándolo sobre su hombro con cierta altivez—, no fue mi mejor movimiento, pero no puedo decir que sea especialmente buena en esto. —Señaló el espacio que nos separaba.
Seguí la dirección de su mano, nuestras armaduras casi se tocaban. Noté que aún sujetaba la daga contra su cuello, por lo que bajé mi mano, movimiento que ella aprovechó para acercarse aún más.
—No mientas —exigí. La conocía bien, todas suspiraban por Rakel, ella era consciente de ello y lo usaba a su favor siempre que podía.
—¿Por qué habría de mentirte? Todo quedó en el pasado. Debo admitir que no estoy orgullosa de lo que me vi obligada a hacer el último año, a veces la necesidad nos orilla a cometer algunos actos viles —dijo con arrepentimiento en su voz—. Pero eso está en el pasado. Ahora soy una capitana, debo actuar como tal y ser más responsable —sonrió de tal manera que sus ojos brillaron y por un instante me sentí atraída hacia la luz que despedían. Ahora entendía a Iralnys y su incapacidad para mantener nuestras reservas de pan lejos de sus ambiciosas manos.
—¿Y eso que tiene que ver conmigo? —Quise sonar seria, desinteresada. Rakel no valía la pena, no significaba nada bueno si posaba sus ojos en ti.
—¿Podrías creerme, aunque sea un momento? —rogó—. Quiero decir, ya bastante cruel es que pienses lo que piensas de mí, pero solo son apariencias. —Señaló su cuerpo—. Solo apariencias que no deberían definir quiénes somos.
—Tú has usado la tuya —espeté. Aun así, ella tenía razón. El cómo lucíamos definía el trato que dirigían las demás hacia nosotras. A mí me evitaban, me hacían foco de sus burlas y malas miradas, en su caso era al revés ¿de verdad podía juzgarla por ello? ¿no estaba siendo envidiosa y prejuiciosa?
—Y la tuya te ha utilizado a ti, pero —tomó aire—, no debería ser así. No quiero que sea así. —Negó con la cabeza—. Quiero que me des una oportunidad.
—¿Una oportunidad? ¿Tu? —Mi corazón saltó en mi pecho ¿una oportunidad para qué? mi mente galopó a toda velocidad a través de un campo lleno de ideas, cada una más atractiva que la anterior. Lamí mi labio inferior, el frío, o tal vez la situación, lo habían secado.
—Sí, yo, una oportunidad para estar a tu lado. Siempre —tomó aire de manera temblorosa—, siempre quise una, desde que te vi, pero hace un año era una idiota. Si quería permanecer en un grupo debía seguir sus acciones y por eso me arrepiento. Me disculpo si alguna vez te lastimé, nunca fue mi intención. —Me miró con los ojos inundados en lágrimas—. Solo quería sobrevivir, como todas.
—Esto es sorpresivo, yo, yo no sé qué responderte. —Oh, pero mi cuerpo y mi corazón sí que sabían que responderle, solo necesitaban un empujón y sellarían mi destino a su lado. No lo pensé demasiado, no tenía por qué hacerlo, había una necesidad imperiosa, un vacío que necesitaba llenar y que no era demasiado exigente con quién iría a parar a él. Solo quería tener a alguien conmigo, alguien que me comprendiera y ella parecía hacerlo.
—Lo primero que se venga a tu mente —insistió ella, esta vez apoyó sus dos manos a ambos lados de mi cabeza, atrapándome entre su cuerpo y la pared—. Lo primero que se te ocurra en este instante. Inava ¿me darías la oportunidad de hacerte feliz por el tiempo que estas tierras nos permitan mantener la vida?
Eso fue todo, mis rodillas temblaron, sus ojos se posaron por un instante en mis labios y fue todo lo que necesité para cerrar mis ojos en una clara invitación. Por fin, alguien se fijaba en mí, y no era cualquier persona. Una capitana, una chica preciosa, una mujer incomprendida como yo, otro lado del espejo.
No fueron sus labios tibios lo que encontraron los míos. Un cúmulo de nieve, lodo y solo el cielo sabía qué más impactó mi rostro de lleno. Apestaba y estaba tan helado que ardía contra mi piel, pero no tanto como mis ojos y mi pecho cuando la escuché decir:
—Se los dije, además de fea, estúpida.
Y ahí estaba, el cruel coro de risas al que ya debía estar acostumbrada. La estúpida Inava había caído de nuevo en una trampa. Nada había cambiado, había pasado un año de infierno por nada. Nadie me respetaría, nadie me valoraría. No era nada.
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