Espadas y protección
Jadiet palideció y miró con pavor la espada que descansaba en el suelo. Noté la duda en sus ojos y por un instante quise cortar algunas ramas y enseñarle a manejar una espada con ellas. Era lamentable que no contáramos con el tiempo para hacer algo así.
—Están afiladas.
Asentí y me dirigí a ella con paso firme, sí quería aprender debería ser rápido y por mucho que me doliera, no podía ser condescendiente con ella, cualquier gesto de ternura o consideración podía significar su muerte. Tomé el gambesón y le ayudé a ajustarlo sobre su cuerpo. Le quedaba como un guante.
—En Calixtho empiezas con espadas de madera desde que aprendes a caminar. En la Palestra aprendes a utilizarlas bien, pero los juegos de la infancia te dan una idea —expliqué—. Con el tiempo te entregan una armadura y tu espada. Aprendes a respetar su filo, no a temerlo, así como a confiar en tu armadura y tu escudo. Con la práctica dejas de sentir temor y se convierten en extensiones de tu cuerpo.
Jadiet asintió, aún mordía su labio, no parecía demasiado convencida.
—Confía en mí. No te haré daño. —Acaricié su rostro y deslicé la cota de malla sobre el gambesón.
—No prometas nada que no puedas cumplir —bufó recuperando su dignidad y altivez usual.
—Vale, nuestras prácticas terminarán cuando derrames sangre ¿contenta? —ajusté el peto sobre su pecho, asegurándome de que estuviera firme, pero le permitiera moverse con libertad. Era como armar un rompecabezas, poco a poco frente a mi dejaba de estar una burguesa de alta sociedad y empezaba a formarse una guerrera. Mi corazón dio un vuelco ante la idea. Por un lado, era exuberante, una emoción difícil de contener, por el otro, no podía evitar sentir pánico ante lo que significaba.
—No es justo. Un rasguño derrama sangre —protestó, interrumpiendo con eficiencia mis pensamientos.
—Las espadas no hacen rasguños, Jadiet. Y menos si llevas armadura —respondí con seriedad.
—Las armaduras protegen ¿no es así?
Negué con la cabeza, tomé distancia, eché hacia atrás un brazo y descargué un golpe en su estómago. Debido a la sorpresa cayó sobre su espalda. Esperé paciente a que recuperara su lugar y la consciencia de lo que le rodeaba. Sabía lo desconcertante que podía ser un golpe de esas características.
—¿Lo sentiste? —inquirí en cuanto me dedicó una mirada asesina
—Algo... ugh, no tenías que hacer eso —protestó.
—Justo ahora estarías muerta. No dejes que un golpe sorpresa te haga perder la concentración. Levántate.
Trató de levantarse, pero como lo predije, el peso de la armadura la arrastró al suelo. Solo la cota de malla representaba la mitad de su peso corporal.
—En Calixtho existen varios tipos de armadura —expliqué—. En Ka, o Ciudad Central y al sur las armaduras suelen llevarse libres, con alguna túnica gruesa de lino. El clima es cálido y la seguridad es alta, así que no es necesario utilizar tantas prendas de protección. En la frontera, necesitas una armadura casi completa.
Jadiet logró ponerse en pie y apoyó las manos en sus rodillas. Jadeaba, su rostro estaba congestionado y empapado en sudor.
—Una armadura te protege, sí. Pero eso solo significa que los golpes serán más fuertes. Tu enemigo deberá esforzarse para cortar todas las capas de protección posibles con un solo mandoble y créeme, es posible. Aunque la armadura proteja tu vida, sentirás los golpes, tal como sentiste el impacto del mío. Confía en tu armadura y tu escudo, pero confía aún más en tu agilidad y acaba con tu enemigo antes que él acabe contigo. —Jadiet asintió, parecía asustada, pero en un instante logró disfrazar su miedo detrás de una máscara de decisión.
—Estoy lista.
—Faltan los guantes y algunas otras partes de la armadura —señalé sus piernas—, pero serían un peso excesivo para ti. La cota de malla protege tus muslos, es suficiente por ahora.
Deslicé los guantes en sus delicadas manos y entrelacé nuestros dedos. Allí estaba ella, completamente lista para convertirse en toda una guerrera. Una fuerza imposible de resistir me llevó a rodear su cintura con mis manos y acercarla a mí. Era alguna respuesta natural, algo que estaba engranado en alguna parte de mi cerebro y mi corazón y a lo que no podía negarme. Las mejillas de Jadiet se colorearon y por un momento bajó la mirada con timidez.
—Supongo que eso significa que me veo bien. —Apartó un mechón de su cabello de su rostro y jugó con él. Su otra mano descansaba sobre mi brazo. Deslicé una de mis manos hasta acunar su rostro y acaricié su mejilla.
—Más que bien.
—Puedo sentir tu corazón —confesó y presionó mi brazo entre sus dedos para enfatizar su descubrimiento—. Es como si deseara salir de tu cuerpo. —Deslizó su mano desde mi brazo hasta mi hombro y de allí viajó hasta mi cuello. Temblé ante la corriente que recorrió mi cuerpo en respuesta a aquel sencillo gesto.
—Eso es muy grave, creo que solo un beso podría salvarme —susurré con fingida pena.
—Entonces tendrás de esos cada vez que los necesites.
No fue como los besos castos que habíamos compartido, ni siquiera como los besos desesperados y necesitados que disfrutamos en mi despacho. Este no solo unió nuestros labios, sino nuestras almas. Estábamos unidad más allá de un sentimiento y para demostrarlo nos empezaban a estorbar las armaduras y los límites físicos de nuestras bocas.
El tintineo y los gruñidos de protesta de Jadiet al luchar con los broches de mi armadura me regresaron a la realidad. Estábamos en un claro, a punto de entrenar. No era el mejor lugar para dar rienda suelta a lo que sentíamos en esos momentos.
—Jadiet —resoplé. Ella aprovechó aquella oportunidad para deslizar sus labios por mi mandíbula y reclamar mi cuello con frenesí—. Jadiet, nos pueden ver. Además, tienes que aprender a pelear.
Un gruñido de protesta después y algunas instrucciones en el manejo seguro de una espada, Jadiet ya se encontraba practicando sus primeros mandobles y posturas básicas. No era del todo perfecta y temía al filo tanto como a los insectos que atravesaban el claro de vez en cuando, pero con algo de práctica podría defenderse el tiempo suficiente.
—Mantente siempre cerca del cuerpo de tu oponente. Controla su espacio. Sé que es tentador alejarlo con tu espada, pero hazlo solo cuando sea necesario y tengas control del espacio. —expliqué mientras practicábamos juntas. Tenía que admitir que sentía terror ante la simple idea de herirla. Cuidaba la fuerza de mis golpes, así como la velocidad, a veces, demasiado. Por suerte mi consciencia de guerrera me ayudaba a recordar que, aunque era especial para mí, no le haría ningún bien si era suave con ella.
Pronto el sol subió hasta un cuarto del cielo. Esa era la señal para terminar. Ayudé a Jadiet a dejar de lado su armadura. Sus dedos temblaban demasiado como para trabajar con los broches por si sola.
—Está bien, con los días se hará sencillo —expliqué y aparté un mechón despeinado de su frente—. Lo has hecho muy bien.
—Siento como si fuera a desmayarme en cualquier momento —admitió mientras apoyaba su frente en mi hombro. Besé su sien y descansé mi cabeza junto a la suya. Empecé a trabajar en su armadura, deslizando mis dedos dentro para acariciar su piel por debajo de la cota de malla y el gambesón. No podía evitarlo. Ayudarla con su armadura transportaba mi mente a nuevas alturas, mi corazón revoloteaba en mi pecho sin control—. No era eso lo que tenía en mente, pero continua —rogó con un ronroneo.
De más está decir que llegó muy tarde a su lección de lectura y escritura con Ureil. El joven había esperado con paciencia por ella, rasgando la pluma contra un cuaderno vacío. Al vernos llegar cerró el libro a toda prisa, de seguro embarrando la tinta en su interior.
—No tienes que ocultar nada de mí, Ureil. Sea lo que sea lo entenderé —aseguré al joven mientras palmeaba su espalda. Me sorprendía ante lo que sentí, algunos músculos empezaban a crecer, ya no era el muchacho enjuto que su padre había dejado a mi cuidado—. Debo ir con mis hombres, te las encargo.
—Por supuesto, mi señor, puede confiar en mí.
Audry estaba sentada en una mesa pequeña en un rincón, repitiendo una y otra vez las letras que ya conocía en un pergamino. Al escuchar mi despedida levantó la mirada y sonrió al ver el aspecto agotado y desarreglado de Jadiet. Asintió dando su aprobación y regresó a su lección. Aquello hablaba muy bien de Ureil, no daba prioridad a las clases altas, si Audry había llegado antes a su lección, recibiría su clase, incluso si eso la dejaba en ventaja en comparación con Jadiet.
—¿Cuándo cumples años, Ureil? —inquirí antes de cerrar la puerta a mis espaldas. El joven enrojeció hasta la punta de las orejas.
—Dentro de dos días, mi señor. Tendré dieciséis —sonrió con orgullo.
—Celebraremos una pequeña cena en tu honor.
—¡Mi señor! Le juro que no es necesario —balbuceó, aunque el brillo en sus ojos gritaba lo contrario.
—Lo es, eres un gran escudero y un excelente maestro.
***
Decidí dedicar el resto de la mañana a supervisar el trabajo de mis granjeros, se suponía que mi feudo proporcionaría alimento al masivo ejército que atacaría Calixtho. Nuestras reservas eran numerosas, pero no eran capaces de satisfacer la demanda.
Golpeé la pluma contra el pergamino que mostraba tan aciagos números. A menos que dejara morir de hambre a mis granjeros, no podría cumplir con la cuota que exigía Helton para alimentar el ejército. Era imposible proveerle tanto grano, pero sí que era posible ofrecerle algunas hortalizas en su lugar. Con la correcta conservación, podría alimentar con ellas al ejército, en lugar de ofrecerles pan y agua a lo largo del camino. Sí, era necesario realizar algunos cultivos rápidos y dejar algunas reservas para el invierno.
Enrollé el pergamino y me dirigí a las tierras de cultivo. Con algo de suerte los granjeros entenderían qué esperaba de ellos y no tendría que recurrir a la violencia para lograrlo.
En el camino me encontré con Ebbe, lucía nervioso y agobiado por algo. Su cabello castaño estaba apelmazado por el sudor y sus mejillas estaban enrojecidas debido a una mezcla entre el calor y alguna situación apremiante. Aceleré mi paso para reducir el camino que debía recorrer. Si había algún problema, quería resolverlo pronto.
—¿Qué sucede? —inquirí en cuanto llegué a su altura.
—Mi señor, es Alfwin, está sobrepasándose con los granjeros. Él y sus hombres se encuentran exigiendo puerta a puerta los alimentos que debemos entregar al señor Helton para su administración.
—Llévame con él —gruñí. Alfwin solo era la herramienta perfecta para encontrar aliados contra Cian. Del resto, solo era un pobre idiota con aires de grandeza y un cerebro lleno de basura. Nunca había dado la orden para empezar a recolectar los alimentos. Había tomado atribuciones que no le correspondían y aunque era la oportunidad perfecta para acabar con él, no podía hacerlo. No era el momento.
Lo encontramos aterrorizando a una familia. Sus hombres rodeaban a un pobre granjero vestido casi con harapos. Desde donde me encontraba podía escuchar el impacto de sus patadas y uno que otro crujido. Aceleré el paso y me encontré con una escena terrible. El granjero yacía en un charco de sangre, su esposa e hijos se encontraban inmovilizados por las espadas de los soldados y mientras sus compañeros destrozaban el hogar de aquella familia.
—¡Quiero todo tu grano! —gritó Alfwin a viva voz.
—Por favor, es todo lo que tenemos para sembrar —rogó la mujer del granjero—. No sobreviviremos al invierno ni podremos pagar nuestros impuestos sin él.
—El rey lo exige. No puedo esperar que comprendas la relevancia de esto —dijo Alfwin con condescendencia—, pero tu grano es más importante que tu supervivencia.
—¡Alfwin! —grité, de inmediato detuvo su perorata e inclinó la cabeza en mi dirección con fingido respeto— ¿Qué estás haciendo?
—Recolectando los suministros que solicitó el señor Helton, mi señor. Debemos entregarlos pronto para su correcta preparación y conservación.
—¡Esas no son maneras! —rugí—. Deja ir a esta familia y entrégales la mitad de lo que les has quitado —aunque me costaba admitirlo, era necesario quedarnos con cierta cantidad de grano de nuestros granjeros—, y ordena a tus hombres que reparen lo que han dañado. —Señalé la puerta de entrada de aquella cabaña, colgaba sobre los goznes y gemía al viento.
—Pero señor, con la mitad...
—Soy consciente de lo que se necesita, administro mi propio feudo —rugí—. Los granjeros deberán entregar la mitad de sus granos y realizarán cultivos rápidos. Quiero que empiecen a sembrar rábanos, guisantes, calabacines, lechugas y zanahorias. Esas serán las órdenes que entregarás.
Alfwin saludó y dio media vuelta para repartir sus órdenes. No me contuve y sujeté su hombro.
—Alfwin, que esta sea la última vez que actúas sin esperar mis órdenes. Discutiremos esto después de cenar, en mi despacho.
Sentí como tensaba los músculos bajo mis dedos, pero asintió en silencio.
—Es peligroso, mi señor —dijo Ebbe—. Debe encargarse de él.
—Lo haré en algún momento. Por ahora, es más útil con su cabeza sobre los hombros.
Ebbe asintió, quizás no muy convencido, pero no intervino. Siguió mis pasos de cerca mientras explicaba a mis granjeros lo que esperaba de ellos y luego se retiró a su humilde hogar para disfrutar de su esposa y su hija, así como para preparar sus propios cultivos. Con algo de suerte tendríamos una cosecha suficiente para entregar a Helton unas semanas antes del ataque.
En mi camino de regreso al castillo me encontré con Lamond, preparaba su carruaje para partir y al verme su rostro se iluminó.
—¡Mi señor! Le estaba buscando. Necesito tomar las medidas de su esposa y no iba a hacerlo sin su permiso, por supuesto —inclinó la cabeza. En el carruaje, Sianis rodó los ojos y agitó una de sus manos a modo de saludo.
—Por supuesto, estaba atendiendo mis numerosas obligaciones como señor de estas tierras —me excusé—. Pero sígame, para este momento Jadiet debe haber terminado sus lecciones de lectura y debe estar preparándose para almorzar.
—¡Leer! Qué maravilla. Es el único hombre en todo Luthier que le da tal educación a su esposa —exclamó Humbaud desde el carruaje. No me sorprendió en lo absoluto que viajaran juntos, así que solo le sonreí y le saludé.
—Por supuesto, quiero que sea capaz de dirigir este feudo si es necesario. Muchos hombres dejan de ser de confianza cuando el oro y el poder llegan a sus manos.
—Naturalmente —dijo Lamond—. El poder y el oro corrompen hasta el alma más pura.
Justo ahí, bajo su inocente y sincera mirada lo supe. Jadiet no estaría a salvo de las garras de Cian durante el ataque a Calixtho, incluso si aprendía a manejar una espada. Debía dejarla con personas de confianza y Lamond y su familia eran justo los indicados.
—Justo lo que yo pienso —aventuré—. Por eso no podemos confiar de todo en quienes se encuentran por encima de nosotros.
Lamond frunció el ceño y asintió.
—Este reino podría ser mucho más, es verdad.
—En especial cuando dejemos de codiciar lo ajeno —continué—. Seré sincero con usted, Lamond. Tengo una importante misión que cumplir en unos tres meses y no me siento cómodo dejando a mi esposa sola en este lugar. Pese a que hemos interactuado poco, usted parece un hombre razonable y digno de confianza —Lamond alzó la barbilla con orgullo—, así que desearía dejar a mi esposa en sus manos. Estoy seguro que estará a salvo y disfrutará la compañía de Sianis y Avelin.
—Faltaría más, me tomaré el tiempo necesario para forjar el vestido que quiere para su mujer y cuando lo traiga, la llevaré a mi hogar. Puede estar seguro que estará a salvo en mis tierras.
Estaba segura que Jadiet odiaría este plan, pero no había otra opción. Mientras Lamond se encargaba de tomar sus medidas con extremo respeto y cuidado, tomé la decisión. Ella no tendría que enterarse hasta el día que él viniera por ella. Era mejor pasar los siguientes tres meses disfrutando de nuestra relación y de su entrenamiento que discutiendo sobre lo mucho que odiaba marcharse con él y Sianis.
—La cuidaré bien, sé cuánto la amas —susurró Sianis en mi oído. Humbaud y Lamond discutían con Jadiet sobre los tipos de telas y cortes que podría tener el vestido. No nos prestaban atención.
—Tendrás mi eterna gratitud —dije por lo bajo. Saber que una amiga en la cual podía confiar mi vida cuidaba de Jadiet liberaba mi corazón. Ya no había nada que temer.
***
Odiaba cada segundo que transcurría en infinita espera. Había enviado a Jadiet a la habitación nada más terminada la cena. Alfwin aún no había acabado con su postre, parecía dispuesto a trocear el pastel en trozos infinitos antes que levantarse de la mesa, pero tenía una cita que cumplir y sabía que su honor como caballero lo llevaría a dejar de lado el miedo y a dejarse llevar por la indignación. En cualquier momento ingresaría a mi despacho.
¿Y entonces qué? me pregunté. En la mañana había sido fácil enfadarme con él y había tenido la oportunidad de decapitarlo por desobediencia. Hacerlo ahora sería una desgracia.
Dos golpes secos se dejaron escuchar en la puerta. Decidí abrir antes que darle permiso a ingresar. Los ojos oscuros de Alfwin se entrecerraron al notar mi acción. Era un mensaje simple, yo tenía el control.
—Mi señor... —empezó.
—Alfwin, eres un buen guerrero y un excelente caballero —dije, mi lengua ardió ante tal mentira—. Aprecio la inventiva y la iniciativa en mis hombres, pero no cuando algo es llevado a cabo a mis espaldas.
Alfwin inclinó la cabeza, parecía apenado, pero con él era imposible saberlo. Sus ojos oscuros seguían firmes, orgullosos. No lamentaba lo que había hecho y dudaba que lo hiciera.
—No quiero que algo así vuelva a repetirse, sabes lo que hago con quienes me desobedecen —amenacé.
Aquellas palabras encendieron una llama en sus ojos, una que gritaba peligro y que podía quemarme si se lo permitía. Amplié unos pasos la distancia que nos separaba y apoyé la mano en el pomo de la espada. El ambiente se tensó de forma casi palpable. Alfwin me imitó, su mano descansó sobre su espada y su cabeza me dedicó la reverencia más hipócrita que había podido crear.
—Lo siento, mi señor, no se repetirá —siseó con voz profunda.
—Lo sé, eres un buen guerrero. Ahora, pasemos a asuntos más importantes. —Casi me felicité por aquel cambio de tema—. Háblame de los burgueses. Debemos ser leales al rey y no hay mayor prueba de lealtad que entregar en sus manos a los traidores al reino.
Aquello pareció emocionarlo en gran medida, sus labios se curvaron en una sonrisa satisfecha y su espalda se enderezó de tal forma que por un momento temí que se hubiera tragado su propia espada.
—Tengo cosas muy interesantes que decirle —sonrió con sorna—. Todos los asistentes a la fiesta odian al rey. Lo sé por sus conversaciones, por el odio que demostraban cuando me escuchaban hablar de él y de sus leyes. Están cansados de los impuestos y los controles que nuestro gran rey impone por nuestra seguridad e integridad. Escuché lo suficiente como para colgarlos, desmembrarlos y quemarlos vivos mil veces.
—Muy bien —tomé asiento en la silla detrás de mi escritorio y extendí un pergamino—. Discúlpame por hacerte repetir tales blasfemias, pero quiero dejarlas por escrito —Alfwin sacudió su mano con aparente desdén. Parecía más que dispuesto a colaborar. Era como si acusar a traidores le produjese un placer especial.
—Es mi deber, mi señor.
—También quiero los nombres de quienes las pronunciaron. Los entregaré al rey cuando sea el momento.
"Y tu cabeza rodará muy pronto, Alfwin" pensé mientras escribía a toda prisa lo que él tenía para contarme. Sabía demasiado, era un ególatra fácil de manipular y un hombre con sed de poder. No quería un hombre así en mi feudo y necesitaba deshacerme de él. El único problema era cómo hacerlo sin levantar sospechas. No podía matar a alguien sin ninguna razón y menos a un caballero como él.
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