Epílogo
Solo era consciente de los brazos de Audry a mi alrededor y de la fuerza sobrehumana que ejercía contra ellos para liberarme. Inava, ella estaba ahí, en la oscuridad, perdida ante tantos enemigos. Grité hasta que me garganta se rasgó en dos y cuando no pude emitir sonido alguno, rugí, con todo el dolor y el fuego que emanaba de mi pecho y mi corazón roto.
Me rodeaba la nada, el silencio más absoluto. Podía ver los labios de las demás chicas, pero sonido alguno llegó a mis oídos. El vacío que existía en mi pecho se extendía con cada una de mis respiraciones, con cada segundo que pasaba sin ella, con cada instante en el cual experimentaba su pérdida, su posible muerte o peor, su captura.
—Vienen hacia acá —dijo Hanildra desde las ventanas. Logró agacharse justo a tiempo, una flecha cruzó el cristal justo en el lugar en el que su cabeza se encontraba segundos antes.
—Tenemos que hacer algo —Sianis arrancó la lanza las frías manos del guardia que había matado para ingresar al castillo. Apuntó a través de la ventana rota y arrojó el arma. Un grito y el impacto de un cuerpo en el suelo fueron la prueba absoluta de su puntería.
Íbamos a morir, nos iban a capturar e íbamos a morir. ¿Por qué no me habían dejado junto a Inava? Miré con odio a Audry, pero ella estaba concentrada disparando flechas desde las aspilleras. Llevé la mano al interior de mi peto, no podía respirar, no podía seguir sin ella a mi lado y no iba a dejar que me capturaran con vida.
Una mano se posó sobre la mía y un par de ojos claros se clavaron en los míos, Avelin. Sacudí mi mano, no quería su toque, era repulsivo. Me encogí sobre mí y abracé mi pecho, dolía, se partía en pedazos y no había nada que pudiera hacer al respecto, ni deseaba hacerlo. Quizás si me permitía sentirlo sería libre en los brazos de la muerte.
—No es momento, Jadiet.
—Debemos dirigirnos a las caballerizas. Con algo de suerte nuestros caballos estarán ahí —dijo Hanildra con firmeza. Quise gruñir. ¿Quién era ella para dar órdenes en nuestro castillo? ¿Quién le había entregado el control? No iba a utilizar su caballo, no lo haría.
—Jadiet, muévete.
—No. No me moveré de aquí. No voy a dejarla sola. Quizás aún hay una esperanza. Quizás está viva. Solo tenemos que regresar fuera y salvarla.
—Está muerta, Jadiet —chistó Sianis con vehemencia. Sujetó mis hombros y tiró de mi hasta ponerme de pie—. Habrá tragado las bayas que llevaba consigo o habrá muerto luchando, Inava no es de las que se deja capturar. Ninguna mujer del ejército de la frontera se dejaría atrapar con vida.
—Entonces quiero morir con ella.
No había un futuro después de esta noche. No podía verme sin ella a mi lado, sin su sonrisa amable ni su paciencia. Sin su corazón bondadoso ni sus ideas radicales sobre el mundo. Jadeé y me doblé sobre mi misma, mis ojos ardían como dos tizones al rojo vivo, pero las lágrimas se negaban a aliviar el dolor.
—Basta ya, Jadiet. —Audry tomó mi mano y tiró de mí. No pude resistirme, algún reflejo de supervivencia tomó mi cuerpo. Mis piernas se movían por cuenta propia, cada paso traicionaba mi corazón y mi amor por Inava. Quise gritar, pero fue inútil.
En algún punto Keira se unió a nuestra desesperada carrera. Llevaba una terrible herida en la mejilla. Vi sus ojos desesperados viajar entre nuestros rostros y fui testigo de cómo se rompía su corazón al no encontrar a Inava. Para mi sorpresa, su expresión se endureció, apartó las lágrimas de las comisuras de sus ojos sin importarle la herida, la sangre de esta cubrió su rostro como una máscara atroz.
—Keira, ¿dónde está Enael? —inquirí luego de un rato. Desde que mis palabras habían provocado la huida de Ureil, nuestro aliado más antiguo había tomado la mala costumbre de irse del palacio sin avisar. Mi corazón tembló, por su bien esperaba que estuviera fuera, lejos de este desastre.
—Está en uno de los campamentos del norte, Jadiet —respondió la mujer con voz queda—. Dijo que iba a colaborar con la escuela y con el entrenamiento de algunos guerreros.
Después de aquel breve intercambio, no compartimos palabra. No había tiempo, espacio o disposición para hacerlo. Era demasiado para nuestros corazones y teníamos que concentrarnos en el camino.
Por suerte las caballerizas se encontraban libres, aunque había soldados en el exterior que trataban de forzar la puerta. Los caballos relinchaban y resoplaban aterrados debido al ritmo estruendoso del ariete. Corrí hacia Galeón y lo ensillé a toda prisa. Audry corrió a mi lado y ajustó un par de alforjas en la silla.
—Me tomé la libertad de prepararlas por si algo así ocurría —explicó. Ella tomó a Zafiro. Las demás se hicieron con los diferentes caballos de guerra que se guarecían en el lugar.
—Cruzaremos en cuanto rompan la puerta, no permitan que las tiren de las sillas. Ataquen a matar, debemos salir con vida de esta —indicó Hanildra.
Sujeté las riendas con mi mano izquierda y desenvainé con la derecha. Ahí estaba, la espada con la que ella me había enseñado a luchar, pero más importante, a defender mi libertad. No iba a defraudarla ahora.
Cerré los dedos con fuerza alrededor de la empuñadura. Todo desapareció a mi alrededor, solo era consciente de mi corazón, del calor de Galeón bajo mis piernas y la fuerza de mis brazos. La puerta lanzó un alarido, sus tablones cedieron ante la fuerza del ariete. Los hombres fuera gritaron victoriosos, era el canto de la muerte, se acercaba a mí, incólume y sin ningún obstáculo en el camino. Sin un brazo que la detuviera, ni una espada que me defendiera.
Hanildra cargó contra ellos. Su caballo pateó a los primeros en entrar y su espada rebanó el cuello de uno de los soldados que logró esquivar las herraduras de su caballo. Sianis se unió a ella, su espada cruzó por el aire con la velocidad de un relámpago, a su paso dejó un camino de muerte y destrucción. Audry disparaba su arco desde la distancia, cuando las flechas se agotaron, cargó contra los hombres lanzando un grito de guerra que heló mi sangre. No podía decir que la expresión de su mirada era feroz, porque superaba con creces cualquier sentimiento de ira, no, su mirada era desquiciada, perdida en la sed de sangre, una auténtica guerrera de Cathatica.
Miré a Keira, no se lanzaba al ataque y miraba a las demás con fascinación y miedo, no debía de tener mucha experiencia. Inava habría deseado que protegiera a su madre. Era mi turno, debía lanzarme al vacío. Era el momento de tomar el relevo, de ser el escudo y la espada que defendiera al débil y vulnerable.
—Después de mí, Keira —indiqué.
Espoleé a Galeón, sus pasos firmes bajo mi cuerpo se aceleraron con el paso de los segundos, esquivó con destreza los cuerpos mutilados de la entrada y siguió a Sianis, Hanildra y Audry.
Un soldado se acercó corriendo desde la oscuridad, mis manos empezaron a sudar y mi rostro a cosquillear, sujeté la espada con firmeza, encontré un agujero en su defensa y deslicé mi espada de arriba a abajo. No me quedé a mirar, llevé a Galeón a la oscuridad del bosque y hacia el interior del feudo, lejos del castillo y de la aldea, la cual, ardía con tanta ferocidad que iluminaba las sombras del bosque, el viento llevaba hasta nuestros oídos los gritos, lamentos y aullidos de quienes caían víctimas del fuego. La luz era tan intensa que tendríamos que mantenernos en las profundidades del bosque para llegar a las tierras libres del norte.
Recordé entonces que Ebbe había corrido a nuestra defensa y que yacía muerto en algún lugar al oeste del castillo. Su mujer y su hija estarían en peligro.
—¡Jadiet! ¿Qué crees que haces? —gritó Audry al ver como cambiaba el rumbo hacia la aldea.
—No puedo dejar a la esposa de Ebbe y a su hija.
—Maldita sea, ¿crees que han sobrevivido a ese infierno?
—Si no lo confirmo, no me lo perdonaría jamás, Audry.
Espoleé a Galeón, aferré mis piernas a su lomo e incliné mi cuerpo sobre su espalda. No dejaría que más sangre inocente fuera derramada esta noche, que los sacrificios fueran en vano.
Mis ojos ardieron debido a la intensidad del calor, la luz y el humo, contra mis piernas se tropezaban decenas de aldeanos desesperados. No había guerreros o enemigos que enfrentar, solo la desesperación y el deseo de sobrevivir de los desahuciados.
Una viga encendida cayó a pocos metros de mí, Galeón relinchó, pero jamás trató de tirarme de la silla. Palmeé su cuello y lo conduje a través de las calles enlodadas debido a los esfuerzos de los supervivientes más optimistas. Negué con la cabeza, este incendio jamás podría ser controlado con simples cubos de agua.
Mis pulmones protestaron y mi visión se nubló conforme avanzaba hacia la zona más destruida del pueblo. Las llamas no eran tan intensas, había poco que quemar, pero el olor a carne, madera, paja y brea quemadas y el humo eran intensos.
Divisé la casa de Ebbe, o lo que quedaba de ella, al final de la calle. Me acerqué a toda prisa. Solo quedaban escombros negros humeantes, como todo lo que me rodeaba.
¿Dónde podían estar? ¿Habrían huido al bosque? Mordisqueé mis labios, necesitaba encontrarlas, hacer algo. No podía estar perdido todo, no podía estarlo, no ahora que habíamos avanzado tanto.
El crujido de mis uñas en el interior de mis guanteletes me advirtió de la presión que ejercía con mi puño. Gruñí y traté de apartar las lágrimas que se negaban a caer de mis ojos, pero que empañaban mi visión. No podría encontrarlas si lloraba, no era el momento.
Un leve quejido y un siseo llamó mi atención. Venía de un grupo de árboles cercano, hermosos manzanos y naranjos llenos de fruta. Una sombra llamó mi atención, la curva enorme de una falda con armador. Conduje a Galeón hasta el lugar y la sombra se desplazó al interior del sembradío de árboles. De nuevo escuché el quejido, un bebé. Tenían que ser ellas y si no lo eran, al menos salvaría dos vidas inocentes.
—No vengo a lastimarte, vengo a ayudarte —grité. Quizás solo me estaba colocando un blanco en el pecho, pero podía arriesgarme. No había nada que perder. Repetí mi llamado y esta vez obtuve respuesta. La figura abandonó su refugio, sus ojos descentrados y esquivos se esforzaron por estudiarme mientras sus brazos rodeaban al bebé con fuerza.
—¿Quién eres? —sonreí, reconocía su voz. Era Amelia, esposa de Ebbe, recordaba su nombre de la escuela, era una asistente poco persistente y temerosa, quizás algo tonta, pero adoraba con su vida a su esposo y a su hija, Jenn.
—Jadiet.
—¡La esposa de Ialnar! Oh, usted fue enviada por Lusiun mismo para salvarnos —exclamó con alivio. La mención de aquel nombre estrujó mi corazón y me vi obligada a inclinarme sobre el cuello de Galeón. Respirar y vivir era una agonía.
—Sube, Amelia, debemos huir de aquí. Y deja ese armador —gruñí, quizás con mayor rudeza de la necesaria.
—¿Y Ebbe? —inquirió dudosa. Aun así, hizo lo que le pedí, me entregó a Jenn, dejó de lado el horrendo armador de su vestido y subió detrás de mí.
Rumié la respuesta y simplemente aceleré el paso de Galeón. Amelia dio un grito y se aferró a mi cintura, no podía decirle lo que había ocurrido. Si lo hacía, la perdería para siempre, solo podía contarle la verdad una vez estuviéramos a salvo con las demás.
Logré alcanzarlas después de unas cuantas horas de cabalgata. Iban a paso lento, sin duda esperaban mi regreso, pero no se habían atrevido a detenerse por completo.
—Maldita sea, Jadiet. Tienes que aprender a seguir órdenes —espetó Hanildra en cuanto me vio llegar, luego suavizó su voz— ¿Y quiénes son ellas?
—Amelia y su hija Jenn, dije que buscaría a la esposa de Ebbe y eso hice. No podíamos dejarla sola en medio de ese ataque.
—No lo entiendo —susurró Jenn— ¿Quiénes son ellas? ¿Por qué llevan... ¡El enemigo! ¡Son mujeres de Calixtho! ¡Socorro!
Con la velocidad de un rayo Audry desmontó y tiró a Jenn de Galeón. Amordazó su boca con un gran trozo de esparadrapo y un pañuelo y ató sus manos con una cuerda. Amelia me dirigió una mirada aterrada y trató de gritar de nuevo. Al verse impedida por la mordaza sus ojos se llenaron de desesperación y viajaron entre mis manos y su hija.
—No somos el enemigo, Amelia. Quienes atacaron el castillo fueron traidores, hombres de Cian. Nosotras solo queremos lo mejor para ti y para tu hija. —Traté de explicarle, no podía dejarla sola, no podíamos abandonarla solo porque no entendía lo que sucedía a su alrededor—. No vamos a robar a tu bebé, las hemos salvado de esa horda de salvajes. Esos hombres mataron a Ebbe, Amelia, no puedes volver con ellos.
Amelia se revolvió contra las cuerdas, era evidente que luchaba contra la veracidad de mis palabras y contra el dolor que sin duda alguna crecía en su corazón. Audry rodó los ojos presa de la exasperación y la subió a su caballo. No había tiempo para discusiones sin sentido.
—Jadiet, espero que estés segura de esto —intervino Sianis una vez nos pusimos en marcha—. No podemos llevar posibles traidoras a los campamentos del bosque.
—Inava lo habría deseado así —mascullé—. Amelia entenderá, con el tiempo lo hará. Solo debe ser vigilada.
Nos desplazamos por el bosque durante toda la noche. Apenas podía sentir el frío en mi piel o el cansancio que de seguro apelmazaba mis huesos y músculos. Nada importaba ya más que aquel agujero que se encontraba en mi pecho y el constante ardor de las lágrimas contra mis ojos.
El campamento de marginales nos recibió cerca del mediodía. Era un lugar agradable y cálido, con varias tiendas de lona desperdigadas junto a fogatas pequeñas enterradas en el suelo para no llamar la atención. Aquí y allá podía ver a mujeres, hombres y niños ser felices, libres de las cadenas de Cian. En los árboles se encontraban algunos vigías, hombres y mujeres de aspecto fiero, algunos con cicatrices terribles y tatuajes aguerridos en sus cuerpos.
Me resistí en un principio a dejar a Galeón en manos de algunos jóvenes responsables de los caballos del campamento, pero el fiel caballo de guerra merecía cuidados y alimentos, así que la lógica venció mis miedos y reticencias. Galeón fue llevado a un establo improvisado con troncos y ramas a modo de paredes y techo, uno de los chicos empezó a cepillarlo con esmero. Al menos él estaba bien.
Perdí de vista a Amelia y su hija, la última vez que las vi estaban siendo conducidas a una tienda llena de mujeres y niños pequeños. Había amabilidad en los gestos que le dedicaban, estaría bien siempre que abriera su mente y escuchara a quienes trataban de ayudarla.
No había ninguna responsabilidad para mí, nada que hacer más que dejar que la soledad me acompañara. Arrastré mis pies hacia lo profundo del bosque, podía oler y escuchar el suave correr de un arroyo, su suave canto aliviaba en parte la tormenta que contenía mi pecho. Encontré el cuerpo de agua oculto detrás de unos densos arbustos. Caí de rodillas frente a él, mis piernas ya no podían sostener mi peso.
Deslicé los guanteletes fuera de mis manos y las sumergí en el agua helada. No sentí nada, ni la cruel mordedura del frío ni el ardor sobre las pequeñas laceraciones y callos en carne viva que decoraban mis palmas y dedos.
Miré mi reflejo, sola, estaba sola en esto. ¿Qué haría ahora? Deseaba luchar, deseaba matar a Cian con mis propias manos y de ser posible, al traidor que nos había entregado. Lo haría por Inava, por su memoria. Por aquellos ojos claros llenos de bondad, por su gran corazón y por todo el amor que tenía para dar en un mundo que no deseaba recibirlo.
Jadeé, mi pecho se vio dividido por una línea dispar que lo separó en dos partes, dos mitades que ardían y bramaban por venganza, por un llanto incontrolable que se negaba a abandonar mis ojos y mi garganta. Una segunda fractura siguió a la primera, obligándome a inclinarme sobre el agua, no podía mantener mi cuerpo en una pieza, era imposible. Los sentimientos burbujeaban y amenazaban con rebasar los límites de lo físico.
Me di por vencida y me entregué a ellos, grité y sumergí mi rostro en el agua, grité hasta que las burbujas desaparecieron y todo lo que quedó fue serena y gélida oscuridad. Grité hasta que Jadiet desapareció de mi consciencia.
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