El Prisionero
El hedor de la celda ya no me molestaba, quizás se debía a que mi nariz se había acostumbrado al mismo o a que el prisionero había robado por completo mi atención. Eneth tenía razón, éramos tan parecidos que bien podía reemplazarlo y nadie lo notaría.
Sus facciones eran demasiado finas para ser las de un hombre de Luthier, pero muy gruesas para ser consideradas por completo como las de una mujer. La piel de su rostro era suave, sin rastro de barba, un lampiño ¡Una característica tan rara en los barbudos y ceñudos enemigos que debía de enfrentar!
—Curioso —graznó y tuve que contener el pequeño sobresalto que provocó en mi—. Compartimos la misma maldición. La mía me llevó a este lugar y la tuya te llevará al infierno.
—No gastes tu aliento en palabras inútiles —ordené, era algo que había escuchado decir a quienes me habían torturado durante mi entrenamiento. Eran palabras que, si bien no asustaban demasiado, sentaban un precedente en la mente—. Solo dime lo que quiero saber y todo terminará.
—Para mí —sonrió—. Mas no para ti, pequeña. Una guerrera de Calixtho, una niña que cree que lucha por la libertad de su gente.
—No me digas así —ladré y me acerqué a él hasta quedar cara a cara—. Solo hablarás para responder mis preguntas ¿está claro? —exigí, quizás con la misma convicción que tiene una hoja de pergamino ante el fuego.
—Tienes razón ¿qué edad tienes? ¿diecinueve años? ¿dieciocho? Creo que hasta en eso nos parecemos —suspiró y miró hacia el oscuro techo de la mazmorra—. Ambos carecemos de tiempo para jugar. Yo moriré en cuanto termine de responder tus preguntas y tu carrera hacia la muerte empezará en ese instante. Atrasar cualquiera de los dos eventos sería una tortura para los dos.
Desenvainé y clavé la punta de mi espada en la apergaminada piel de su estómago. Estaba tan desnutrido que podía contar cada una de sus costillas e incluso, podría jurar que era capaz de ver sus pulmones ir y venir con cada respiración.
—No me hables así.
—¿No te gusta la verdad? Vamos, cuanto antes la aceptes mejor. Luthier y Calixtho son la misma basura.
Aquellas viciosas palabras me obligaron a descargar la parte plana de mi espada contra su estómago. El estallido resonó a lo largo y ancho de la mazmorra, Ialnar contuvo un grito y me miró con los ojos inyectados en sangre. La presión y los sentimientos que se ocultaban detrás de aquella mirada casi me obligaron a soltar mi espada. Había desesperación, entrega, odio y la angustia más profunda, todas mezcladas en un torbellino de hielo que arrasaba todo a su paso.
—No es necesario. Ya no es necesaria la violencia —susurró—. No tienes por qué ser como ellas. Puedes ser tu misma. Tengo oídos, una boca y mis propias convicciones. Esto —agitó las cadenas—, son las consecuencias de las decisiones de un cobarde.
Envainé mi espada. Algo me decía que aquel hombre no mentía, que sus palabras eran ciertas y que no tenía por qué atormentarlo más. Ya la vida se había encargado de hacerlo.
—Mis padres están muertos, dos terratenientes nobles que respondían directamente al rey, Evarni era el nombre de mi madre, una mujer rubia, hermosa, fuerte y valiente. Jesec era el nombre de mi padre, un gran hombre, un guerrero fuerte que entregó mucho por el reino. — Empezó—. Murieron a causa de la peste que asoló nuestro feudo. El rey Cian actuó con rapidez, aisló a todos, quemó las cosechas y a algunos campesinos con ellas. —sonrió con cinismo y se encogió—. Lo usual cuando pasa algo así. Por suerte mi tío pudo hacerse cargo del feudo.
—¿Y tú? ¿Dónde estabas cuándo esa tragedia ocurrió?
—¿Yo? —Ialnar se balanceó sobre sus pies—. Entré al servicio de la corte a la edad de siete años. Estaba en la corte cuando ocurrió la desgracia, un imberbe escudero de dieciséis años y único heredero. —Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos—. Mi padre estaba muy orgulloso de mí, tan feliz porque su hijo tendría la oportunidad de convertirse en un caballero. Pasé por un infierno para cumplir un sueño que no era el mío. A los catorce años me convertí en el escudero de un caballero, recibí una espada y le acompañé en algunas batallas contra Cathatica y contra ustedes.
—¿Catorce años? —interrumpí. No podía creerlo. A mis ojos aquellos hombres que nos invadían y atacaban eran eso, hombres. No niños.
—Sí, no muchos, pero sí. Ser un escudero es lo más seguro. Si solo te enlistas como un soldado más, pues tu vida no estará tan a salvo. —Restregó sus uñas roñosas y resquebrajadas contra las cadenas—. Muchos lo hacen para contar con algunas monedas extras para ellos y sus familias. Algunos ni siquiera comulgan con las ideas de Cian y otros son demasiado idiotas para ver más allá de su nariz. Cuando creces creyendo que el mundo es de un solo color, no importa lo mucho que te digan que estás equivocado, solo conoces ese color, esa realidad y lucharás por defenderla, incluso si te hace daño.
El peso de sus palabras me llevó a descansar junto a la puerta de la celda. El suelo allí era el más limpio y también, era el espacio más iluminado, como si inconscientemente buscara un poco de luz para dar forma a la verdad detrás de la oscuridad que identificaba a Luthier.
—Mi mejor amigo, él piensa como yo. Tenemos este tipo de discusiones todo el tiempo. Si alguien puede llegar a descubrirte, es él. —Escupió y jadeó— ¿Te importaría acercarme un poco de agua?
Le miré con cautela. No me había dado razones para dudar de él o de su palabra y, aun así, años de terror inculcado en mi mente no dejaban de arrastrarme hacia la desconfianza. Después de asegurarme de su aparente debilidad, busqué el cubo con agua que siempre estaba presente en cada celda. Podíamos ser crueles, pero no salvajes.
—Por supuesto, si estás encadenado, no podrías tomarla. —Me dije mientras rellenaba el cuenco de madera que flotaba en el agua. Quizás sí que éramos tan crueles como ellos.
—¿Lo entiendes ahora? —espetó Ialnar luego de beber a tragos desesperados el agua que le acerqué a los labios.
—No cambies de tema. Sabes lo que quiero.
—Estoy agotado —susurró arrastrando las palabras—. Quiero morir pronto, pero no tengo tanta prisa.
Negué con la cabeza. La frustración burbujeaba en mi interior, no deseaba admitir que necesitaba el tiempo para digerir todo lo que me había contado. Era como si alguien arrancara de mis ojos una venda.
Mientras preparaba un modesto lecho con la paja menos húmeda y pegajosa que pude encontrar en la celda no pude evitar imaginar las necesidades y penurias que atravesaba la gente del común en Luthier. Tenías que estar muy desesperado para ir a la batalla con tan solo catorce años ¿y si morías? ¿qué sería de tu familia? Era un tema de análisis y meditación mucho más interesante que mi aburrida vida amorosa o la soledad acuciante que me amenazaba en cada esquina. De verdad que era egoísta por preocuparme por tamañas tonterías cuando en el mundo problemas peores.
La llegada del agua y el pan me arrancaron de mi sueño. Eneth en persona los había llevado. No me dirigió a palabra, solo dejó el plato con una hogaza de pan duro y oscuro y un nuevo cubo con agua. El viejo lo arrojó sin miramientos sobre el prisionero.
—Vaya manera de despertar —masculló él. Sacudió el largo cabello empapado fuera de sus ojos y me dedicó una sonrisa —¿Te molestaría compartir algo de ese pan?
Recordé entonces las indicaciones de Eneth. Tomé el pan y lo dividí en dos mitades iguales. Me acerqué al prisionero y acerqué una de las porciones a sus labios. Justo cuando iba a dar una ansiosa y desesperada mordida lo alejé de improviso. El chasquido de sus dientes llenó el espacio y retumbó en la roca de las paredes
—La tendrás cuando continúes tu historia.
—Eres cruel. —Rodó los ojos—. Veamos, caminé al año de edad, cabalgué a los cuatro, mi primera palabra fue mamá y odio el arco y la flecha. Soy excesivamente torpe con esas armas, por su culpa casi me quedé como escudero toda mi vida.
—¿Eres un caballero? —inquirí con extrema curiosidad.
—Creí que eso había quedado claro ayer —espetó—¡No me estabas escuchando! —protestó con sorna, como alguna chica excesivamente dramática lo haría con su pareja.
—Quedamos en la parte en la que ibas a matar guerreras con solo catorce años de edad —bufé.
—Oh, ustedes entrenan para matar desde mucho antes.
—Esas son las nobles.
—¡Claro! Mayores oportunidades de sobrevivir para la nobleza ¡Que el pueblo llano muera!
Sacudí la cabeza. No podía llegar a imitar su cinismo. Me descubrirían en un instante y me vería obligada a pasar el resto de mi vida sirviendo como una esclava sexual en Luthier.
—¿Lo entiendes ahora? —inquirió al ver mi expresión derrotada—. Tu comandante te ha arrastrado a una misión suicida. Por supuesto, mientras más aprendas de mí, mayores serán tus probabilidades de sobrevivir ¿No crees entonces que debemos ayudarnos? Tú haces menos penosos mis últimos días y yo te regalaré una pequeña oportunidad para sobrevivir.
Una misión suicida, caer prisionera en Luthier, solo de pensarlo mi estómago se rebelaba y luchaba por expulsar el poco pan rancio que había logrado tragar. Años de sufrimiento, de desesperación. Mi última prueba era solo una pequeña broma, un juego de las guerreras veteranas, en comparación a lo que me harían en ese reino inmundo.
—¿Por qué quieres morir? —inquirí.
—Porque cuando lo único que te espera es la muerte, más te vale empezar a desearla.
En algún punto de mi interrogatorio le permití tomar asiento en el suelo. Ialnar no era el terrible monstruo que todas imaginábamos que podía ser un caballero de Luthier. Era un hombre agradable, un tanto cínico, con demasiados años detrás de sus ojos y una honda pena que no sabía identificar.
—¿Tienes algún amigo? —inquirí entre bocados y sorbos de agua. Era la ración del cuarto día y Eneth parecía haber escogido el pan más quemado, mohoso y duro de la cocina. Su sabor amargo era insoportable, pero tenía hambre y cosas peores había llegado a comer durante mi entrenamiento.
El estado de ánimo de Ialnar cambió por completo. Sus ojos se llenaron de lágrimas silenciosas y por un momento temí que sus manos temblorosas y crispadas se cerraran sobre mi cuello.
—Sí, te lo dije el primer día. Tengo un amigo, un hermano de armas y de vida. Se llama Enael —sonrió—. Hablamos mucho. Si alguien puede descubrirte, es él —advirtió con tanta sinceridad que me descolocó por completo ¿acaso no temía que aquellas palabras llevaran a la muerte a su amigo?
—¿No temes que acabe con su vida? —La curiosidad que burbujeaba en mi pecho era incontrolable, en un instante me obligó a realizar tan cruda pregunta.
—No. Creo que te lo agradecería. En este punto, si no lo matas tú, lo matará Cian con alguno de sus creativos artilugios. —Ialnar se encogió de hombros y suspiró—. No hay espacio para hombres como él en Luthier.
—¿A qué te refieres? ¿Es un traidor? —inquirí esperanzada. Si tenía suerte, él podría convertirse en mi mayor apoyo en mi disparatada misión.
—No, es tan fiel como cualquier soldado de Luthier, o al menos lo era la última vez que lo vi. A ojos de Cian es algo mucho peor que un traidor. —Desmigajó el pan en la palma de su mano—. Es una gran estupidez si me lo preguntas.
Permanecimos en silencio durante unos instantes. Luego, la cruda mordedura de la realidad llegó a mi pecho. Sacudí el moho de mis manos y me incorporé. No era suficiente conocer a fondo su vida, tenía que actuar, caminar y expresarme como él.
—Ayúdame a ser como tú.
—Esto va a tomar para siempre —sonrió y se repantigó sobre la paja, parecía aliviado ante el cambio de tema—. Empieza a caminar, trabajaremos sobre la marcha.
Fue como aprender a caminar de nuevo. Ialnar tenía un ritmo particular al caminar, mucho más rígido, algo para lo cual mi torpeza natural me ayudaba. Me tomó tres días aprender a caminar como él, dos más aprender los movimientos básicos de esgrima, pues en Luthier se utilizaba una espada mucho más grande y pesada que las nuestras. Eneth había conservado las armas de Ialnar, por lo que mi entrenamiento era lo más realista posible.
—Esto es imposible —jadeé y me desplomé sobre la paja—. Es demasiado pesada, me siento torpe. —Dejé la enorme espada a un lado y estudié el grabado en su mango. Era una hermosa filigrana en plata con la imagen de un águila arpía bicéfala, el escudo de la familia de Ialnar, la conocida casa de Eddand.
—No desesperes, puedes pedirle a Enael que te ayude. Dile que perdiste agilidad durante tu cautiverio ¡estará encantado!
—Si tú lo dices —suspiré.
—Con esto creo que lo tienes todo —sonrió con cierta pena—. Quiero decir, no puedo enseñarte mucho más sobre mi vida. Lo sabes todo.
—¿Amantes? —inquirí. Era lo último que deseaba conocer de él. Los hombres de Luthier eran auténticos monstruos con sus mujeres ¡yo no podría fingir algo así!
—¡Ah! —exhaló con teatralidad—. Lo mejor para el final, muy bien hecho, Inava, pero no tienes nada que temer. No hay ninguna amante en mi vida, ni la habrá. Al menos para mí. —guiñó un ojo—. Puede que tú tengas más suerte.
—¿Suerte? ¿En Luthier? Ni hablar. —Crucé mis brazos. No había tenido suerte alguna en el amor en Calixtho ¿iba a tenerla en Luthier? Rodé los ojos. Conociendo mi suerte, era probable que eso ocurriera.
—Vamos ¿qué es tan diferente? ¡No me digas! —sonrió divertido— ¡Te gustan los chicos! Oh, eso hará tu misión mucho más complicada.
—Calla —gruñí—. Me gustan las chicas. Bueno, ambos —confesé, más de una vez me había encontrado observando a los granjeros y ganaderos de Lerei—, pero definitivamente me gustan más las chicas.
—Entonces tendrás suerte. —Frotó su barbilla con gesto dubitativo—. Bueno, cuando digo suerte... —Miró mi entrepierna con descaro—. Vas a tener que mantener tus manos para ti misma.
El calor y la sangre invadieron mi rostro y mi cuello ante el mordaz significado de sus palabras ¡¿quién se creía que era para hablarme de esa manera?!
—Pensándolo bien, un celibato obligatorio antes de ir a tu muerte suena triste, pero es lo que deberás hacer si quieres sobrevivir. No todo se trata de ocultarse bien, querida Inava. —Sus ojos centellearon—. No puedes mirar con segundas intenciones a ninguna chica, no les hables, no las toques. Si un hermano o padre celoso están cerca, podrías meterte en un gran aprieto.
—Y ahora me dirás que los hombres no molestan a las mujeres en Luthier —escupí—. Las refugiadas que han llegado a nuestro reino nos cuentan otras historias.
—Muchas conocieron familias nobles o vivían de la más extrema pobreza. Si eres una chica noble, debes mantenerte pura y casta para valer una gran dote. Una parte irá para tu familia, la otra, será tuya cuando tu esposo muera. Suficiente dinero para escapar de un destino peor que la muerte y eso si tienes la suerte de que tu príncipe azul no haya derrochado el dinero. —Negó con la cabeza—. Por eso son tan vigiladas. Acercarte a una chica noble será tu perdición.
—¿Y qué ocurre con las pobres?
—Oh ¿bajaste tus expectativas? Bueno, si es una chica pobre, no tiene quien la defienda, nadie levantará una mano contra un señor. Por lo tanto, deben de cuidarse muy bien, no llamar la atención, no provocar con su vestimenta y sus gestos.
—Lo que hagan un montón de degenerados no es responsabilidad de ellas, o su ropa —sentencié con firmeza.
—Es más fácil cometer un delito cuando culpas a la víctima. —Ialnar se puso en pie y paseó por la celda—. Me provocó con su escote. Caminaba meneando demasiado las caderas y despertó en mi la lujuria y el pecado. Me hechizó con el maquillaje que portaba, ¡solo las rameras usan maquillaje! ¡le dejé unas monedas por su trabajo!
—Calla —grité—. Calla, lo que dices son sandeces, idioteces propias de personas que...
—Lo sé, en eso estamos de acuerdo y es por eso que Luthier me enferma tanto. La represión y la ignorancia a la que nos somete la corona da pie a esas actitudes —exclamó Ialnar con ira— ¿Cómo dejaremos de ser una sociedad mediocre si nuestras mujeres temen trabajar? ¿Cómo creceremos si aquellas que trabajan se ven sometidas a las peores condiciones? ¿Cómo crecerá la población si solo son valorados los hijos varones? ¿Cómo podremos evolucionar si desde que los niños empiezan a entender el mundo se les enseña a ser unos monstruos como sus padres? O peor, a aceptar que los demás lo sean porque no puedes hacer nada al respecto ¡No! ¡No puedes ser un artesano o un artista! ¡Morirás por ello! —sollozó—. Hace unos meses Cian tuvo que promulgar un edicto para condenar a quienes abandonaban a sus hijas en los callejones de la ciudad. No lo hizo por humanidad, lo hizo porque se dio cuenta que cada vez existen menos mujeres en Luthier y que ustedes pronto cerrarán su muro. No podrá obtener más esclavas y atacar Cathatica sería una sentencia de muerte.
—Ialnar —susurré y luego me di cuenta de una terrible verdad— Tu no fuiste capturado, ¿verdad? Te dejaste capturar por nuestras fuerzas.
Ialnar alzó el rostro de entre sus manos y sonrió con tristeza. Gruesas lágrimas dibujaban caminos en sus mejillas.
—Por supuesto, tenía que hacerlo, tenía que alejarme de ese lugar. No podía seguir así. Ocultando quién soy, poniendo en peligro a Enael con mi existencia.
—¿Enael y tú?
En el momento en el cual Ialnar separaba sus labios para responder a mi pregunta, la puerta de la celda fue abierta con violencia. Resonó al golpear la pared contraria e hizo temblar las paredes de piedra. Allí en el dintel se encontraba Eneth y las comandantes del ejército interno de Calixtho. Solo pude reconocer a Elena, quien me había recibido cuando, siendo apenas una jovencita, me había dirigido a la Palestra para aprender el correcto manejo de la espada, quien me había inculcado a fuego el valor que debía arder en el corazón de cualquier mujer de Calixtho. Fuego que debíamos mantener encendido si queríamos conservar la libertad en un mundo dirigido por hombres. Los ojos de Elena me turbaron, no me estaba pidiendo que fuera valiente al blandir una espada de verdad, no, solo me dirigió una mirada de conmiseración antes de ingresar a la celda y tomar a Ialnar por el cuello.
—¡No! Esperen, aún no estoy lista —chillé, luego me di cuenta de que había expuesto el plan ante las comandantes que estaban allí. Según Eneth, la reina no tenía conocimiento de esto ¿El Consejo de Comandante sí? ¿El Senado? Ella no me había comentado nada. Vaya espía estaba hecha.
—Te has tomado demasiado tiempo. Debemos avanzar con el plan —dijo Eneth—. Conoces lo suficiente.
—Comandante...
—El Consejo de Comandantes está al tanto de la misión, no temas —explicó antes de desenvainar su espada—. Ialnar, has sido sentenciado a muerte.
—Comandante, espere, yo...
—Está bien, Inava, sabía que mi tiempo llegaría —jadeó él. Trataba de sonar despreocupado, pero la cínica sonrisa que trataba de esbozar no alcanzaba a la comisura de sus labios. Estaba paralizado ante su inminente destino—. Te dije que lo aceptaba, que no tenía miedo de morir.
—Comandante Eneth, no es necesario acabar con él —rogué.
—Tiene que hacerse —repuso Elena—. Es peligroso dejarlo con vida.
—Por favor...
—Está bien, Inava, está bien. Preocúpate por ti.
Alguien, quizás alguna comandante, me sujetó de los brazos e impidió que me abalanzara sobre Eneth. Cautiva e inmovilizada, solo pude ver como la gran espada de Eneth brillaba ante la luz mortecina y rojiza de las antorchas antes de caer sobre el indefenso, pero dispuesto, cuello de su víctima. Cerré los ojos, pero no pude evitar escuchar el húmedo golpe contra la paja del suelo. Tampoco pude dejar de oler el metálico aroma de la sangre.
—Hicimos un buen trabajo, solo eres piel y huesos, un auténtico prisionero —repuso Eneth mientras levantaba mi mentón con la punta de su espada. Sentí la tibia humedad de la sangre de Ialnar y tuve que contener una dolorosa arcada—. Pero estás muy sana, nadie se creerá que has sido torturada durante meses. —Cortó la piel de mi cuello con la fina y helada punta. Gemí, ardía, la sangre de Ialnar y la mía se encontraban mezcladas ahora. Hermanos de sangre. Una definición correcta para dos personas tan diferentes y a la vez, destinadas a morir.
—Comandante Eneth —rogué, en vano. Sabía lo que venía, sabía que no dejarían un hueso sano en mí, porque era necesario. Porque así lo dictaba la misión. Esta vez no sería un simple rito, una prueba para probar tu valía, ahora era de verdad. La realidad llegaba a mi vida en forma de dura y atroz violencia.
***
Traté de torcer el gesto cuando el aroma de la vieja armadura de Ialnar llegó a mi nariz, pero era imposible. Mis mejillas estaban hinchadas y tirantes. Solo pude gemir en cuanto ajustaron las correas sobre mis costillas magulladas.
En retrospectiva, no había sido tan malo. No podían matarme ni lastimarme demasiado. No podía desnudarme ante ningún médico en Luthier, y no es que hubiera muchos, pero era mejor no tentar a la suerte.
Fui conducida entre empujones y trompicones hacia el bosque, medio día de viaje a pie. Me quedaban tres o cuatro por delante. Sin mucha consideración, me empujaron y dejaron caer como un fardo sobre la nieve que cubría el suelo.
—Todo recto, debes llegar a Luthier y contar tu historia —ordenó Eneth—. A partir de aquí, estás sola. —Introdujo la mano en el peto y sacó las bayas—. Si te capturan, no podrás escapar, así que procura cumplir con tu misión.
Las escuché marchar, mas no me levanté. Era consciente del frío atacando mis extremidades y de la necesidad de ponerme en marcha para empezar con mi misión de una vez por todas, sin embargo, no podía. Quería unos segundos para mí, unos segundos para llorar por Ialnar y por Inava. Ambos habíamos muerto aquel día, ambos nos habíamos convertido en mártires de nuestras creencias.
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