El inicio de la cacería
Las murallas de mi feudo nos dieron la bienvenida, nada más verlas, Jadiet maniobró sobre su caballo para sentarse como una señora de la nobleza lo haría, pude escuchar sus maldiciones y quejas, pero no era momento para bromas o chistes, la alegría y las risas habían escapado de nuestros cuerpos y se habían quedado entre las murallas del palacio de Cian. Entre nosotras solo existía una atmósfera pútrida y oscura, llena de muerte, miedo y desolación.
A nuestro alrededor empezaron a aglomerarse los habitantes de la aldea. La oscuridad parecía haberlos alcanzado. Sus ropas estaban más rotas y sucias que de costumbre, los ancianos se encontraban famélicos, los niños tenían los ojos apagados y sus manos estaban libres de juguetes, frutas, ramitas o rocas y las mujeres portaban auras oscuras alrededor de sus ojos hundidos y sin vida. Yo había acabado con su esperanza. Esposos, padres e hijos habían muerto en brazos del veneno que yo les había suministrado.
—¡Mi señor! —gritó una mujer con la voz descarnada. Quienes la rodeaban se apartaron de su camino, quizás ella tenía todo para perder y no le importaba hacerlo—. Mi señor, ha llevado a nuestros hombres a la muerte y regresa como el único noble leal al rey. ¿Por qué? ¿Por qué no morir junto a sus hombres? ¿Fue atacado acaso por la cobardía?
No había guardia alguna para detenerla y eso fue un alivio, de mostrarme misericordioso con ella en esa situación, solo habría actuado como un débil. Al no ver una reacción de mi parte, los aldeanos empezaron a corear sus palabras. Pronto me vi ahogada por sus gritos, acusaciones, burlas y furia. Mis manos empezaron a temblar y mis ojos se nublaron, el pasado amenazaba con escapar de sus cadenas para atraparme en una espiral de agonía y vergüenza sin fin. Tomé aire y el mundo dio vueltas a mi alrededor, ya era tarde, estaba cautiva.
—Calla mujer pérfida —espetó Jadiet, en un instante el hechizo sobre mi mente se rompió, sonreí pese al pánico que me embargaba cada vez que Jadiet tomaba las riendas de la situación—. Ialnar luchó con valor para regresar a ustedes y guiarlos a través de estos momentos de oscuridad. La muerte en batalla es el mayor honor al que puede optar un guerrero y él lo evitó con tal de preservar sus vidas y su futuro. ¡Deberían de alabarlo! Él tiene un plan para ayudarles a salir adelante. Dejen de llorar como cobardes y vayan a trabajar.
Lleve la mano derecha a mi espada, dispuesta a secundar las palabras de Jadiet con el filo de mi acero, pero para mi sorpresa, todos bajaron la mirada, dieron media vuelta y se retiraron en silencio. El camino hacia el castillo quedó libre ante nosotras.
—No dejaré que te hagan daño, Inava. —Jadiet tomó mi mano y le dio un suave apretón—. Estamos juntas en esto.
Asentí y recorrí junto a ella los últimos metros que nos separaban del castillo. El mundo a mi alrededor parecía irreal. El suave mecer de mi caballo no era más que las olas que anegaban mi cerebro, el chapoteo de sus patas en el lodo y el tintinear de la brida, la silla y mi armadura se transformaban en un martilleo constante contra mi cabeza y el camino se desdibujaba en sus bordes.
Divisé a Ebbe en la entrada del castillo, junto a él se encontraban dos mozos de las caballerizas. Me concentré en ellos para sacudir las garras de la irrealidad de mi mente. Pronto me encontré desmontando de Galeón. Ebbe ayudó a Jadiet a desmontar, su abrazo fue delicado y respetuoso, sus fuertes manos jamás permanecieron en su cuerpo más tiempo del necesario.
—Mi señor, mi señora —saludó—. Es un alivio para mí el verlos con vida.
—También es un alivio para mi encontrarte con vida, Ebbe. Cuéntame, ¿qué ha ocurrido en mi ausencia?
Ebbe se apresuró a abrir la puerta principal del castillo, permitió que Jadiet y yo ingresáramos antes de seguirnos y cerrar la puerta a sus espaldas. Miró el salón vacío y suspiró. Sus hombros perdieron toda fuerza y cayeron bajo el peso de sus responsabilidades.
—Con la pérdida de hombres los campos están muriendo. Familias enteras pierden su sustento y las mujeres no tienen alimentos en sus hogares ni monedas en sus bolsillos. Los niños mueren de hambre y mengua y los ancianos se echan a morir en las calles. Los jóvenes están fuera de control, consumen vino en lugar de agua y sus mentes se encuentran atrapadas en sueños de venganza y muerte.
—Jóvenes que pueden ayudar a sus madres con el campo —espeté.
—¿Mi señor? Las mujeres no tienen la fuerza para labrar —respondió Ebbe con un jadeo de incredulidad.
—Si la tienen, solo deben guiar a los bueyes. Tienen dos manos y dos piernas, pueden combatir las malas hierbas y repartir el abono en las plantaciones. Tienen dos ojos para evaluar la salud de las plantas. No son inútiles —chisté, había realizado aquellas labores en los campos de mis madres desde que había tenido uso de razón y equilibrio suficiente para caminar y cargar cubos llenos de abono. Si yo lo había hecho, ¿qué les impedía a aquellas mujeres hacerlo?
—Muy bien, señor, pero —meditó por unos instantes—, ¿cómo las convencemos de ello?
—Convoca una asamblea frente al castillo para el mediodía. Muchas cosas cambiarán en Gaira desde hoy —dije con firmeza. No había otra salida, iniciaríamos el cambio en Gaira, en mi feudo. Solo me quedaban hombres débiles, jóvenes alcohólicos, mujeres oprimidas a la espera de su libertad y niños, era la oportunidad perfecta para poner en marcha nuestro plan. Lamond, Humbaud y Walbert podían empezar su labor en mis tierras con total seguridad.
—Sí, señor. —Ebbe realizó una reverencia y se marchó a toda prisa, luego detuvo sus pasos, giró para verme y agregó—: Enael y Ureil llegaron ayer, se encuentran en la recámara del escudero. Tengo que admitirlo, ese chico es un valiente.
Asentí y él se marchó a toda prisa. Una vez solas, Jadiet aprovechó la oportunidad para rodear mi cintura con sus brazos. Aparté la mirada, no deseaba que ella encontrara en mis ojos la turbación y desesperación que me torturaban. Ella se adelantó a mi gesto y atrapó mi barbilla entre sus dedos.
—Inava, lo estás haciendo bien —aseguró con una confianza que no merecía—. Es la oportunidad perfecta para dar inicio al cambio. Tu feudo es justo ese faro que llevará luz a quien la necesite.
—Lo sé —suspiré y acuné su rostro con mi mano—. Hacerlo tendrá graves consecuencias, Jadiet.
—Estoy dispuesta a enfrentarlas a tu lado. —De manera repentina alcanzó mi altura, rodeó mi cuello con sus brazos y buscó mis labios. No pude contener una carcajada misma que ella devoró con un gruñido. No podía evitarlo, verla de puntillas para alcanzarme era tierno.
—Cuidado, guerrera de Calixtho, mientras más alto eres, más duele la caída —recitó con aparente y fingida sabiduría.
—Cuidado chicas, están siendo demasiado obvias —dijo una voz desde una de las puertas del salón. Tanto Jadiet como yo levantamos la mirada, desenvainé y ella extrajo una daga de una de las mangas de su vestido. Por suerte, tales precauciones fueron en vano. Se trataba de Audry, quien destacaba por llevar pantalones y camiseta de algodón. Era extraño verla sin alguna piel decorando su atuendo. Fue entonces cuando noté el sudor bajar por mi espalda y lo húmedo y pesado que se encontraba el ambiente en el salón. Nos encontrábamos en pleno verano y el sol nos atacaba con fiereza.
—¡Audry! —Jadiet corrió hacia su guardaespaldas y esta la recibió con un gran abrazo. Un ramalazo amargo invadió mi pecho ante la escena, celos, un sentimiento ilógico. No se trataba de Cian ni de alguna amenaza, solo era Audry, su fiel guardaespaldas y amiga. Una mujer de Cathatica de liberal pensamiento en lo que se refería al amor y las parejas. Las miré de nuevo, ¿no había durado demasiado ese abrazo? Mis pies se movieron por cuenta propia, zancada a zancada llegué hasta ellas, abracé a Jadiet por la espalda y descansé mi barbilla sobre su hombro.
—¡Audry! Tiempo sin verte. —Mi usual sonrisa amable tenía problemas para salir de mi mente y manifestarse en mis labios. Audry levantó una ceja ante la que sin duda era una curiosa expresión en mi rostro, negó con la cabeza y sonrió con atrevimiento— ¿No tienes un efusivo abrazo para mí?
—Debo ir a la escuela del feudo, pese al hambre las clases marchan muy bien. La dejo con su señora, Jadiet, creo que tienen algo que hablar. —Se alejó a toda prisa, podría jurar que riendo a mis expensas.
—Inava. —susurró Jadiet extendiendo cada sílaba de mi nombre en su boca— ¿Qué fue eso? —La pregunta pretendía ser seria, pero Jadiet contenía sus risas tan mal que estas escapaban en forma de pequeños temblores contra mis brazos.
—Nada —bufé.
—Mi guerrera está celosa. —Trató de girar en mis brazos y se lo impedí. Si no la veía a los ojos la humillación sería menor—. Después de todo lo que hemos pasado, después de todos los obstáculos superados, tengo una guerrera celosa en mis manos. Muy mal, Inava, muy mal.
Las suaves brasas de los celos desaparecieron para convertirse en algo más ante el tono sedoso y oscuro que adoptó la voz de Jadiet. Mi garganta se cerró sobre si misma e impidió el paso de mi voz o de cualquier bocanada de aire. Mis extremidades se transformaron en brazos de río o en hilos de goma, no podía moverlas, solo dejarlas donde estaban, sosteniendo mi peso y atrapando a Jadiet contra mí mientras el fuego consumía poco a poco mi estómago.
—Eres una chica mala, Inava, me temo que tendré que enseñarte modales —continuó. Su tono bajó aún más, ronco, sensual y amenazante. Gemí y la solté como si su piel me quemara a través de la ropa y la cota de malla. ¿Dónde estaba mi Jadiet?
—¿Jadiet? —tartamudeé, no podía evitarlo, me sentía a su merced, doblegada por completo a lo que me pidiera hacer con aquel tono de voz. Era un hechizo, tenía que serlo.
—¿Si, Inava? —Nunca comprendí en qué momento se había liberado de mi abrazo. Su voz volvía a ser inocente y sosegada. Ahora que nos encontrábamos frente a frente podía ver que sus ojos se encontraban calmos, solo los traicionaba una pequeña chispa que no podía conciliar.
—¿Qué fue eso? —inquirí con la voz quebrada y temblorosa.
—No sé a qué te refieres. —Miró sobre su hombro como si la penumbra del pasillo llamara por ella—. Debemos separarnos —casi gruñí de desesperación ante sus palabras—, tú debes preparar ese gran discurso y reunirte con Enael y Ureil. Yo debo preparar nuestra habitación, fue un viaje largo y como buena esposa debo consentir a mi fiel y valiente guerrera —acarició mi mandíbula con la punta de sus dedos y terminó por delinear mis labios con un roce apenas perceptible que los dejó atrapados en un insoportable cosquilleo. Una promesa de lo que estaba por venir.
—Es un buen plan —acepté.
Separarme de ella, en mis condiciones, fue una auténtica tortura. Sin embargo, ella tenía razón. Había cosas más importantes por resolver. Dirigí mis pies hacia la habitación de Ureil, en el camino me crucé con algunos sirvientes del castillo.
—No sé qué hace aquí. Es un desertor. El señor debió de acabar con su vida.
—Logró sobrevivir, eso demuestra que Lusiun quiere que sufra en vida.
—Señores —interrumpí su charla. Ambos sirvientes palidecieron al verme—. Me gustaría aclarar dos cosas: Ureil no es un desertor, dejó el campo de batalla porque esas fueron mis órdenes y los únicos que actuaron como unos cobardes fueron los hombres que lo lastimaron y según puedo recordar, pagaron el precio por su insubordinación. —Ambos sirvientes se miraron con confusión, sin duda alguna preguntándose por qué un escudero valía más que un grupo de caballeros y soldados experimentados—. Si dudan de mis palabras puedo llevarlos al bosque y demostrarles de primera mano que hablo en serio.
—No, señor, para nada, creemos en su palabra —balbuceó uno de los sirvientes.
—Valoro la lealtad por encima de las habilidades o la fuerza, no se les olvide —dije con altivez al pasar a su lado—. La lealtad a nuestro rey es lo que me ha mantenido con vida. Harían bien en recordarlo.
Para cuando alcancé la habitación de Ureil el enojo había desaparecido casi por completo. Toqué con suavidad y la voz ahogada de Enael me invitó a entrar. La habitación no era muy amplia, aunque compensaba este detalle con el viento fresco que entraba y salía por las ventanas. Ureil tenía una inmensa colección de libros sobre su mesa de noche y escritorio, su espada y armadura descansaban sobre un soporte al fondo de la habitación y de las paredes colgaban algunas antorchas apagadas, sin duda, utilizadas como luz extra para leer en las noches.
Ureil descansaba en su cama, su torso se encontraba erguido gracias a una gran cantidad de almohadas. Había perdido peso y una barba rala y desordenada cubría sus mejillas. Sus ojos se encontraban apagados y hundidos en un marco de ojeras oscuras, pero brillaban cada vez que levantaba con dedos temblorosos una pieza del juego de mesa que compartía con Enael.
—Unas semanas más y probaremos de nuevo la pluma y el tintero —animó él mientras estudiaba el movimiento de Ureil—. No deberías mover tus defensas así, has dejado vulnerable tu caballería.
Carraspeé para dar a conocer mi presencia y ambos levantaron la mirada de golpe. Enael sonrió aliviado al verme sana y salva, Ureil solo miró sus sábanas y con manos temblorosas cubrió su cuerpo semidesnudo.
—Me alegra verte despierto y sano, Ureil. —Tomé asiento a los pies de la cama y jugué con mis manos. No sabía si mis palabras serían apreciadas o si guardaba algún rencor contra mí—. Lamento lo que te ocurrió, si pudiera regresar el tiempo y darte otra orden... yo...
—Está bien —susurró él—. Fueron esos idiotas, me alegra que te encargaras de ellos, aunque suene terrible de mi parte decirlo —sonrió—. Me siento vengado, quiero decir, puede que no vuelva a escribir, pero... tal vez pueda sujetar una espada y luchar por ti.
—Eso no es necesario —jadeé, ¿tal era su dedicación y lealtad a mí? No la merecía—. Ureil, no tienes que seguir luchando. Para mí ya eres un espectacular guerrero y no tienes nada que demostrar. Además, estoy segura que podrás escribir muy pronto y apoyarnos en nuestro nuevo plan.
—¿Escribir? —rio con amargura—. Mis manos tiemblan tanto como la superficie de un río con aguas revueltas. Apenas y puedo dibujar un par de letras.
—Aun no has sanado por completo, Ureil —dijo Enael en la que seguro era la enésima vez, aunque su voz seguía mantenía el tinte severo y amable con el que se debía tratar a un guerrero herido—. Dale tiempo a tus manos.
—Y concéntrate en mejorar, necesitaré que ayudes a Jadiet y a Audry en la escuela. Todos en el feudo deben aprender a leer y escribir, es necesario para el éxito de nuestros planes.
—¿Por qué? —sonreí, había logrado despertar el interés de aquel jovencito derrotado.
Narrar la nueva historia detrás de la religión y el culto a Lusiun me tomó un buen rato, mismo en el cual Enael escupió decenas de maldiciones. Al terminar, la expresión de ambos era ilegible, no podía culparlos, sus vidas habían sido moldeadas por reglas creadas por hombres ambiciosos y no por verdaderas entidades o una persona de buena moral.
—Señorita Inava —la voz rota de Ureil rompió el silencio reinante, tomé aire y planté mis pies en el suelo para la que sabía, era la pregunta más difícil que debería responder en mi vida— ¿Es verdad que el rey acabó con todos los nobles menos usted? —Empuñó las sábanas—. Mi padre... mi padre... —sorbió por la nariz—, lo odiaba por lo que me hizo, por obligarme a portar un arma, pero no deseaba este final para él. Era un hombre bueno.
—Lo lamento, Ureil, tu padre eligió un muy mal representante. Stedd lo llevó a la muerte al unirse a la rebelión —me odié por contarle una verdad a medias, pero ¿cómo le confesaba que habían sido mis palabras las que habían llevado a todos a aceptar la traición como un camino viable? Helton y Dereck deseaban derrocar a Cian, pero no se decidieron a actuar hasta que escucharon la historia de Ukui de mis labios.
—Papá nunca se habría unido a la rebelión. Odiaba a Dereck y a Helton, siempre los consideró indignos de ser llamados "Señores". —Secó sus lágrimas con decisión—. Cometió un error al nombrar a un estúpido como su regente.
—Todo acabó, Ureil y estás a salvo en nuestro feudo. Cian persiguió a todos los miembros de tu casa y tu sobreviviste para ver la luz del sol. Aprovecha toda la tristeza y la rabia que sientes ahora para recuperarte y derrocar a Cian y su reinado de terror —dijo Enael con vehemencia. Ureil asintió y sujetó una pieza del juego entre sus dedos temblorosos.
—Pueden contar conmigo —juró con voz ronca. Sus ojos se perdieron en las formas de la pieza, oscuros y desesperados.
Permanecí a su lado unos instantes hasta que Ebbe llegó para anunciar que el pueblo se encontraba reunido frente al castillo. Agradecí sus servicios y tras asegurarle a Ureil y a Enael que les pondría al tanto de todo, seguí a mi segundo hasta la entrada del castillo, donde el pueblo, visiblemente diezmado, esperaba por mí.
Tomé aire, hablar en público, en especial cuando este parecía desear prenderte fuego con la mirada, no era mi fuerte. Apoyé mi mano izquierda en el mango de mi espada y lo apreté con fuerza, cuando mis nudillos crujieron, rompí el abrumador silencio que dominaba el lugar.
—Pueblo de Gaira, les habla su señor, Ialnar de Eddand para darles a conocer las nuevas reglas que regirán estas tierras de ahora en adelante. Hemos atravesado momentos de dificultad, hemos perdido guerreros, caballeros, padres, hijos y hermanos en una cruel batalla manchada por la traición hacia nuestro rey, pero debemos alzarnos victoriosos y leales y para ello, debemos hacer un valiente esfuerzo, debemos honrar la inmolación de nuestros seres amados con nuestro propio sacrificio. De ahora en adelante, todo aquel que pueda trabajar dedicará su vida al campo. Jóvenes y mujeres deberán arar, sembrar y cosechar —silenciosas voces de protesta se levantaron entre la multitud. Fruncí el ceño y continué—, sé que tienen la fuerza en ustedes, pero si alguno decide desfallecer, holgazanear o escapar a sus responsabilidades, me temo que será castigado con severidad. Debemos trabajar por el rey y holgazanear será considerado traición.
Aquellas palabras lograron sembrar el terror y el silencio en las desorganizadas filas. Faltaba lo más importante, así que volví a tomar aire y me preparé para la reacción del pueblo.
—A sus labores de campo deberán agregar su asistencia obligatoria a la escuela. Quiero que mi pueblo sepa leer y escribir, quiero que puedan defenderse de engaños y traiciones y no hay nada mejor para hacerlo que la lectura. Invertiré mis ahorros en una biblioteca, un pueblo ignorante puede convertirse en el arma que apuñale a su señor, no así un pueblo culto. No asistir a clases también será considerado traición.
Mis últimas palabras levantaron todo tipo de voces de protesta en la multitud. Furiosos gritos y amenazas de parte de los más jóvenes, quejidos y llantos de parte de las mujeres. La queja general era la falta de tiempo.
—El día da para todo si se saben administrar. Quiero que sepan que soy un hombre justo. El rey subió los impuestos debido a la falta de nobles, así que espera el triple de ganancias de parte de Gaira —levanté las manos para acallar las protestas—, pero eso sí que es un imposible, así que pagaré el exceso con los ahorros de mi casa. Ustedes deberán reunir lo de siempre. Tómenlo como un aliciente para trabajar y estudiar con ahínco. Son tiempos difíciles y todos debemos realizar sacrificios.
Después de mis palabras Ebbe y algunos soldados dispersaron a la ahora silenciosa y meditabunda multitud. Aproveché que su atención se encontraba distraída para deslizarme al interior del castillo, donde las rocas y la sombra mantenían el aire fresco y agradable. Froté mi cabeza, ardía debido al inclemente sol del mediodía. Todo estaba listo, el primer paso había sido dado en la dirección correcta.
Recorrí el pasillo hacia mi habitación con paso acelerado, toneladas de peso habían desaparecido de mis hombros y solo deseaba saltar a mi cama y perderme en el lujo de no contar con responsabilidades inmediatas que atender. Abrí la puerta con ligereza y me dispuse a lanzarme sobre la cama cuando me topé de bruces con la única responsabilidad de la cual jamás podría huir y que abrazaba con todas mis fuerzas: Jadiet.
—Te tomó mucho tiempo dar ese discurso —susurró desde la tina con una voz tan candente que por un instante temí quemarme. Giré para verla mejor, descansaba una pierna sobre uno de los bordes, la extremidad brillaba atractiva y suculenta debido al jabón y a los aceites de baño. La llama que había encendido en el salón resurgió con fuerza en mi interior—. Tuve que empezar sin ti. —Deslizó una mano con suntuosidad desde su pantorrilla hasta su muslo para luego ocultarla bajo el agua, dejando a mi alterada imaginación su destino.
—Bueno, ya estoy aquí —jadeé, tiré mi cota de malla al suelo, así como el empapado gambesón. Le siguió la fina camisa de lino. Desabroché el talabarte y lo arrojé con todo y espada sobre la alfombra, pateé mis botas, desabroché mis grebas y tiré de mis pantalones a toda prisa. Mis vendas interiores terminaron en algún lugar de la habitación, la urgencia de estar con Jadiet alimentaba cada uno de mis movimientos y me convertía en títere de la pasión.
Recorrí la distancia que me separaba de la tina a zancadas y levanté una pierna para entrar en el agua.
—Espera —indicó Jadiet alzando una mano. Detuve mis acciones de inmediato, lo que me obligó a descansar el pie en el borde de la tina para no caer de bruces—. Linda vista —aprobó con una sonrisita. Mis mejillas cosquillearon y me dispuse a bajar la pierna de aquel lugar—. Si la bajas no habrá premio para ti, Inava —amenazó—. Quiero verte, eres hermosa.
—Jadiet —protesté, el deseo empezaba a ser opacado por la vergüenza y la inseguridad—. Sabes que no me gusta que me mires con tanta intensidad —confesé mientras cubría mi pecho con mis brazos.
—¿Por qué no? Eres hermosa, Inava y quiero contemplarte. —Jadiet rompió la superficie del agua y tomó mis manos entre las suyas, rozando mi pecho en el proceso—. Por favor, ¿podrías verte por un segundo con mis ojos? —Señaló con la barbilla un espejo de cuerpo entero que descansaba junto a la tina. En mis prisas por llegar a ella no había reparado en él.
Las manos de Jadiet se dirigieron a mi rostro, delineó mis ojos, mi mandíbula, mi barbilla y mi cuello con sus dedos.
—Mira, un rostro tallado por la Gran Madre, hermoso y digno, fuerte y valiente. Ojos tan dulces como la miel y tan fieros como los de una leona —recorrió mis ojos con sus dedos para luego besarlos, sus manos continuaron su viaje hacia mis hombros y brazos—. Brazos fuertes para defender a quien amas y a tus ideales, manos fuertes que arrebatan y dan la vida, que son capaces de llevarme al paraíso en la tierra y que construyen junto a las mías un futuro.
—Jadiet...
—Calla que no termino —silenció mis labios con un roce de los suyos—. Cierto, olvidé tus labios. Delicados, gruesos y con la capacidad de gritar la verdad y engañar a nuestros enemigos. —Sus manos recorrieron ahora mis pechos, dibujando círculos en el lugar con infinita lentitud hasta atrapar mis pezones. Gemí y Jadiet sonrió, sus manos abandonaron mis senos para detenerse sobre mi corazón. —Tienes el pecho de una mujer valiente, Inava, hermoso, fuerte y decidido, con un corazón noble y valiente, dime ¿cómo no podría contemplar tu belleza?
—Yo...
—¿Y esta cintura, este fuerte abdomen, estas caderas capaces de transportar el peso de tu armadura y del futuro de dos reinos? ¿Estas cicatrices que hablan de tu valor tanto en el campo de batalla como fuera de él? Todo en ti es hermoso, Inava. —Aunque ver sus acciones a través del espejo y sentirlas en mi piel era una experiencia mágica y abismal y poco a poco me convencía de su amor y de la imagen que tenía de mí, la vergüenza luchaba por recuperar el control de mi mente—. Me tienes hechizada, Inava de Calixtho, jamás podría ser digna de ti y, sin embargo, aquí estoy —recorrió la parte interna de mis muslos, sus dedos subieron y rozaron mis labios húmedos con la suavidad de una pluma—, aquí estoy a punto de hacerte mía, una y otra vez, porque poseer al ser más maravilloso de este mundo es un sueño hecho realidad para mí.
Mi reflejo tiró la cabeza hacia atrás a la par que dos dedos traviesos y demandantes exigieron su legítimo lugar en mi interior. Mi pecho bajaba y subía al ritmo de las embestidas, Jadiet deslizó su cuerpo junto al mío, asegurándose de dejar libre la línea de visión hacia el espejo. Era demasiado, verla jadear en mi oído mientras la escuchaba, ver su mano libre recorrer mi pecho mientras la sentía acariciarlo y jugar con él, notar como aceleraba su mano o cambiaba el ángulo y experimentarlo de primera mano era abrumador. Cerré los ojos, me dejé ir y lo último que sentí antes de abandonarme al éxtasis fue el abrazo del agua fresca sobre mi piel y el pecho de Jadiet contra mi espalda.
Regresé a mi cuerpo después de lo que parecieron horas. El sol ingresaba de manera oblicua a través de las ventanas y Jadiet tarareaba alguna canción desconocida contra mi hombro. Me removí en sus brazos para sumergir mi cuerpo en el agua, al resurgir sus brazos volvieron a rodearme.
—¿Fue demasiado? —inquirió contra mi oído mientras sus manos distribuían con lánguidas caricias el jabón y el aceite sobre cada rincón de piel que podía alcanzar.
—No sabría explicarlo —tartamudeé. Dos trazos cálidos recorrieron mis mejillas, Jadiet se apresuró a borrarlos con sus besos.
—No tienes que hacerlo.
—Quiero hacerlo. —Descansé mi cabeza en su hombro y besé su cuello—. Fue asombroso, Jadiet. ¿De verdad sientes todo eso por mí?
—Eso y más —aseguró ella para luego dejar un beso en mi mejilla y reclamar mi clavícula con una mordida—. No pareces muy convencida, quizás necesitas una nueva prueba.
Mi vientre despertó al escuchar sus palabras, lo sentí arder y pulsar. Crucé mis piernas para aliviar la sensación. Jadiet me había convertido en un ser tan insaciable como ella. La escuché reír cuando notó el movimiento bajo el agua. Sus manos aferraron mis muslos y me obligaron a descruzar las piernas, sus dedos se dieron a la tarea de recorrer mi intimidad y encender aún más la llama que en ella crecía.
—Creo recordar que me debes una explicación por lo ocurrido con Audry, una satisfacción debido a tus celos absurdos —murmuró amenazante en mi oído.
—No tengo fuerzas para levantar mi espada —mascullé demasiado perdida en las sensaciones que sus manos me prodigaban como para seguir su juego de palabras.
—Para lo que tengo en mente no necesitas fuerzas. —Mordió el lóbulo de mi oreja y empujó mis hombros hacia delante. Protesté ante la pérdida de placer, por suerte la espera no duró demasiado. Jadiet abandonó la tina y me tendió una mano para ayudarme a salir, me envolvió en una toalla y me empujó hacia la cama, donde caí como un fardo de heno a la espera de ser devorado.
—Jadiet —exclamé mientras me liberaba de la toalla— ¿Qué crees que haces?
—Divertirme un poco —confesó mientras subía a gatas sobre la cama. En un instante se encontraba sobre mí, su mirada se perdió en mis ojos y sus manos recorrieron con frenesí mi cuerpo, como si no pudiera obtener todo lo que deseaba de mí en esos momentos.
—Tranquila, amor, no iré a ninguna parte —Tomé sus hombros con mis manos y tiré de ella para acercar sus labios a los míos—. No iré a ningún lado a menos que lo pidas.
—Lo sé. Me aseguraré de ello. —Guiñó un ojo, atrapó mis manos y antes que pudiera resistirme, me encontraba atada a la cabecera de la cama. Tiré de las ataduras probando su resistencia, eran firmes, tendría problemas para liberarme. La idea envió un escalofrío a lo largo de mi espalda que se convirtió en ardor en mi vientre.
—¿Jadiet? ¿Qué estás planeando? —inquirí. Jadiet rio como si hubiera cometido la mejor de las travesuras, acercó sus labios a los míos y con apenas un roce respondió:
—De todo un poco, mi amor, de todo un poco.
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