El engaño
Era costumbre de las guerreras de la frontera no perseguir a los invasores hasta el bosque. Una estrategia que podía ser considerada cobarde, pero que tenía una razón lógica: el bosque era el lugar ideal para emboscadas, en ellas muchas guerreras podían perder la vida o ser capturadas. Los bienes del pueblo, incluso las prisioneras capturadas, no valían tanto como para arriesgar a una guerrera.
Eneth debía de estar loca, o quizás, solo se había dejado llevar por la ira que sentía hacia mí, quizás un deseo de venganza o ganas de reafirmar su autoridad. Tenía que ser alguna de esas razones, pues ya había dejado claro ante todas que yo no era más que un caballero noble, un señor feudal, alguien a quien debían odiar. A voz de cuello ordenó a las guerreras que nos persiguieran, ordenó su ingreso al bosque, a aquel lugar donde había dejado una reserva de guerreros con el fin de prestar apoyo si era necesario.
Por un momento deseé deshacer aquella orden, pedirles que se retiraran y huyeran hacia la espesura del bosque, pero era una mala estrategia, dar la espalda al enemigo en un lugar así, teniendo la ventaja. Solo mancharía mi nombre y pondría en peligro la misión. Así que lo permití, los guerreros en la retaguardia recibieron a sus compañeros y cerraron filas como uno solo.
Mis antiguas compañeras chocaron contra aquella pared de escudos con el enfermizo estruendo que solo los huesos, metal, gruñidos y sangre pueden componer. Una sinfonía terrible que llenó de bilis mi boca en cuanto me tomé el tiempo de observar las líneas.
Todas eran guerreras novatas, de mi cohorte y algunas reclutas que habían logrado sobrevivir al primer asalto. No había guerreras experimentadas en aquel ataque desesperado. Eneth lo había pensado muy bien, no iba a arriesgar los activos más valiosos de Lerei en una misión suicida.
Noté como desde los árboles mis arqueros jugaban al tiro al blanco con las guerreras. Nadie podía resistir un ataque desde varios frentes, o prestabas atención a quien estaba frente a ti y trataba de apuñalarte o a quien disparaba flechas a tus costados.
Solo había una solución a todo esto, una que dejaría un gran número de vidas en el campo, pero que evitaría alargar en exceso una batalla que ya teníamos ganada.
—¡Carguen contra ellas! —exclamé. El rugido de los guerreros ahogó el sollozo al final de mi grito. Única muestra del dolor que fracturaba mi corazón.
Una a una cayeron sobre la hierba del bosque, su suave verdor se mezcló con el carmesí brillante de la sangre viva que escapaba de los cuerpos, contrastando con el oscuro tono de la sangre ya moribunda, aquella que luchaba por no secarse fuera del cuerpo de su dueña.
Conté los segundos en mi mente, debían tener sentido común, alguna teniente o capitana debía ordenar la retirada, tenían la potestad de hacerlo si la situación las superaba.
—Por favor, que no sea una idiota con complejo de heroína —susurré para mí.
—¿Dijiste algo? —inquirió Enael a mi lado. Sus ojos observaban la escena con turbación— ¿Por qué no se rinden? ¿Por qué no llaman a retirada?
—Ni idea, necedad, supongo —mascullé.
—Es una locura, pensé que eran más inteligentes que esto —negó con la cabeza y me regaló una mirada de conmiseración—. Lo lamento.
—Solo es un poco más de sangre sobre mis hombros —susurré.
El fragor de la batalla se vio roto por el bramido lastimero de un cuerno. Por fin, la teniente a cargo, ensangrentada, sujetando lo que parecían ser sus vísceras, había levantado el cuerno hacia sus labios y había tocado la retirada.
Como un solo cuerpo, las guerreras que aún estaban con vida regresaron sobre sus pasos. Extendí mi propio cuerno y ordené a las tropas que mantuvieran posiciones, no debían perseguirlas.
—¡Pero comandante! ¡Podemos aniquilarlas! —protestó uno de mis capitanes. Sus ojos brillaban con locura, frenesí y sed de violencia—. Están débiles, podemos tomar la frontera.
—¡No seas iluso! —exclamé—. Si las seguimos de regreso al pueblo nos encontraremos de frente con el grueso de su ejército, nos estábamos enfrentado con una cohorte y reclutas. No manchemos nuestra victoria con una decisión estúpida y ambiciosa.
El capitán inclinó su cabeza en silenciosa aceptación. Podía ver que no estaba de acuerdo y que subestimaba por mucho la fuerza del ejército de la frontera. Quizás por eso perdían una y otra vez ante nosotras, su ego era su peor enemigo.
Respiré un par de veces antes de levantar la mirada y fijarla en el campo de batalla. Aquí y allá se desperdigaban los cuerpos de hombres y mujeres por igual. Mis soldados empezaron a caminar entre ellos, chapoteando entre el lodo rojizo, el metal y los restos humanos. Sabía lo que harían a continuación, yo había dado la orden.
Ahí, recostada entre sus compañeras, con la cabeza descansando sobre el pecho de alguna guerrera, se encontraba una joven recluta, quizás no tendría más de diecisiete años, su abdomen subía y bajaba en un ritmo irregular, descontrolado. Con su mano presionaba un corte terrible en su abdomen. Uno de mis soldados se detuvo frente a ella, sonrió y apuntó a su cuello con la punta de su espada.
—¿Últimas palabras, asquerosa pecadora?
La chica gimió y trató de arrastrarse lejos de su alcance. No podía culparla por su actitud. No había recibido aún la adecuada instrucción, no sabía lo que era enfrentar la muerte con entereza, esa era una experiencia que solo se ganaba en batalla, al matar, al ver morir a tus compañeras y al sufrir en soledad. Yo apenas lo entendía y con gusto habría cambiado de lugar con ella. Solo era una niña asustada.
—¡Me temo que no te escuché! —En lugar de clavar su espada en la garganta de la joven o en su corazón, aquel soldado la clavó en su muslo. La chica gritó y provocó un coro de risas entre mis hombres—. Si quieres ser una guerrera, aprende a soportar las consecuencias.
—¡Basta! —bramé—. Acaben con el sufrimiento de quienes están heridos —rugí—. No quiero juegos deshonrosos.
Di media vuelta a mi caballo y me perdí en la espesura. No podía permanecer en ese lugar, no podía contemplar el paso de las lanzas y espadas a través de los cuerpos de mis aliadas. No soportaba sus gemidos ahogados, sus suspiros al dejar este mundo. No tenía la fuerza ni la tendría jamás.
—¡Ialnar! —Enael me siguió a todo galope.
—Déjame solo, Enael —exigí. No podía lidiar con él en ese momento. Ni siquiera podía soportarme a mí misma ¿qué había hecho?
La sangre de mis compañeras, la vida de Rakel, todo estaba ahora sobre mí. Ahora era la mujer despreciable que todas creían que era, la traidora que había desertado al ser nombrada capitana, la horrenda traidora con tal parecido al enemigo que merecía ser puesta en prisión y torturada. Desenvainé y corté un tajo a un árbol cercano. El ardor en mi brazo fue bienvenido, así como el crujido de la madera al ceder.
Mi apariencia era mi maldición, era lo que me había traído a tierras enemigas, lo que me había llevado a sufrir todas estas calamidades. A tener que aceptar una misión para demostrar mi valía ¿Por qué era tan idiota? ¿Por qué no me había quedado en brazos de Yelalla? ¿Por qué había aceptado las palabras de Eneth? Me había manipulado, me había convertido en su peón.
Golpeé mi frente contra el árbol y por un momento odié el casco que me protegía, quería sentir dolor, quería sufrir como mis hermanas de armas, quería morir como ellas lo habían hecho, todo por mí, por apoyar los planes de una mente macabra.
Ahora que había una oportunidad, que podíamos recuperar a la heredera perdida, que teníamos razones para invadir Luthier y acabar con una guerra de siglos ¡¿Se negaba?! ¡Y me ordenaba permanecer impasible! Esperar alguna otra oportunidad ¿Qué mejor oportunidad que esa? ¿Qué mayor debilidad para Luthier que un matrimonio forzado e ilegítimo?
Eneth podía ordenar lo que deseara, podía acusarme de traición, cualquier cosa era mejor que mantener a Gaseli prisionera y no aprovechar el estatus que me daría esta victoria. De algo debía valer la sangre derramada hoy. La honraría regresando a la princesa al reino, eso haría y si me costaba la vida, pues era un precio justo, uno que incluso, era demasiado bajo, pero que debería bastar para enmendar todo lo que había ocurrido hoy.
Regresé al campamento en cuanto tomé aquella decisión. No quería ausentarme demasiado y que empezaran a circular rumores. Me encontré con Enael a las afueras, se veía desesperado y decepcionado a partes iguales, al verme llegar se apresuró a mi lado y me ayudó a desmontar.
—Es una suerte que hayas llegado. En tu ausencia los hombres... —Sacudió la cabeza, una arcada inundó su cuerpo y lo obligó a agacharse—. En tu ausencia, no pude evitarlo —jadeó y levantó la mirada—. Ialnar, juro que traté de evitarlo...
A mis oídos llegaron coros y gritos de hombres borrachos. Aquí y allá se escuchaban risas. Solo podía ver pequeñas fogatas desperdigadas en el bosque, los hombres habían perdido el miedo a un ataque, eran victoriosos, unos héroes para Luthier. En sus mentes merecían aquel descanso, no había espacio para la lógica.
—No lo entiendo, encendieron fogatas, pero no esperamos ningún ataque —dije a Enael ¿qué podía causarle tanto temor o asco como para provocarle arcadas?
—Mira bien —susurró.
Enfoqué mi mirada en el ejército hasta que di con la escena que rompía la relativa normalidad en las celebraciones.
Había una fogata más luminosa que las demás, una rodeada por una gran cantidad de siluetas oscuras que bailaban, saltaban y bebían sin parar. Era el grupo más ruidoso y el centro de las miradas de aquellos que se limitaban a permanecer junto a sus compañeros, en grupos algo más silenciosos.
La comprensión cayó sobre mi como una gran roca en cuanto un grito desgarró el frío aire de la noche. Era demasiado agudo como para pertenecer a alguno de los hombres heridos.
Mis piernas se movieron antes que yo pudiera notarlo. Me dirigí a toda prisa hacia aquella fogata, los hombres que dejaba atrás me seguían con la mirada, algunos se levantaban y llevaban sus manos a sus espadas, dispuestos a defender mis órdenes ahora que estaba entre ellos.
Alrededor del fuego se encontraban los capitanes y algunos soldados de alto rango, en su mayoría sargentos y cabos. Frente a las llamas, con la piel del rostro y el cabello chamuscados, el cuerpo magullado y la piel cubierta de todo tipo de fluidos se encontraban un par de guerreras.
Rechiné mis dientes y apreté tanto mi mandíbula que la sentí crujir. Al notar mi presencia todos dejaron de lado sus jarras de vino y se levantaron para recibirme, podía percibir el miedo en su mirada, miedo y desafío. Gruñí y pronto todos bajaron sus rostros, era una expresión de arrepentimiento que no tenía efecto en mí. No los perdonaría por lo que habían hecho.
—Enael, arresta a estos hombres, lidiaré con ellos en un momento —ordené. Siempre fiel, Enael procedió a capturar a uno de los capitanes. Los soldados que habían decidido seguirme hicieron otro tanto. Pronto me encontré sola frente a las dos guerreras. Una de ellas respiraba con dificultad y tenía la mirada perdida. Entre resuellos balbuceaba incoherencias. Aún llevaba las vendas sobre su pecho, por lo que asumí que llevaba allí las bayas.
Desenvainé y corté el lino. Las bayas rodaron y cayeron al suelo. Me agaché a tomarlas y la otra guerrera sujetó mi muñeca en un agarre vicioso.
—Déjala morir —exigió—. Permíteselo y me entregaré como tu esclava.
Miré a la guerrera. Ojos color caramelo derretido, otrora cálidos, estaban manchados con el peso de la experiencia, del sufrimiento y la tortura. Sus labios estaban rotos, desgarrados con violencia, pero no había perdido su belleza. Yelalla estaba frente a mí, herida, maniatada, demostrando una vez más, la infinita extensión que tenía su corazón.
Asentí con lentitud y entregué las bayas a la guerrera. Ella solo las observó con curiosidad, clavó sus ojos confundidos en los míos. Sonreí para animarla. Era lo que se esperaba de todas al ser capturadas. Aún en su estado debía de comprenderlo, me dedicó una sonrisa agradecida y llevó las bayas a sus labios. Empezó a toser en cuanto estas hicieron contacto con su lengua reseca y me apresuré a ofrecerle un trago de vino de una jarra cercana.
En instantes las bayas pasaron a su estómago. La joven guerrera cerró los ojos y esperó la muerte en silencio, inmutable. Había escuchado que, al comerlas, las bayas causaban convulsiones, sacudían tu cuerpo y te llevaban a escupir espumarajos, pero aquella mujer se marchó en silencio.
Observar a alguien morir no era agradable, pero no tenía otra distracción, no quería hacer frente a Yelalla y a lo que debía hacer a continuación.
—Es tu turno —indiqué.
—No tengo bayas, las arrancaron de mis dedos antes de violarme —rugió en voz baja— ¿Por qué me ofreces tal oportunidad?
Miré a mi alrededor, todos se habían dispersado. Solo quedaban algunos soldados curiosos, quizás esperando captar un mal movimiento de mi parte. Solo querían verme cometer alguno de los excesos que les había prohibido.
—Porque no estoy de acuerdo con lo que hacen, no es correcto —siseé.
—Eso es curioso, muy curioso —jadeó y frotó sus labios— ¿Por qué no me tomas como tu esclava? Es lo que todos quieren, ¿no?
Giré mi rostro, no podía seguir mirándola, no podía concentrarme ¿qué podía hacer? ¿ir en contra de mi propia orden? No podía esclavizarla, pero no podía acabar con su vida. Tenía que hacerlo.
—Yo no —respondí. Yelalla cerró los ojos y asintió. Apartó los brazos de su pecho y me dejó vía libre para acabar con todo de una vez y para siempre.
Levanté mi espada, parecía pesar una tonelada. Mi pulso temblaba, así que apoyé la punta justo sobre su corazón, entre su pecho. Su respiración agitada clavaba el metal en su carne. Mi cobardía y debilidad la estaban lastimando y no podía reunir las fuerzas necesarias para atravesar su pecho. Era sencillo, solo tenía que dejar ir mi peso sobre ella. Solo eso y terminaría su sufrimiento.
Negué con la cabeza, no podía. No iba a derramar más sangre amiga. La convertiría en mi esclava y le explicaría la misión. De seguro entendería. La ayudaría a sanar y seríamos insuperables.
Ante mi demora y el constante punzar de mi espada, Yelalla abrió los ojos. Frunció el ceño y extendió una mano en mi dirección.
—¿Inava? —inquirió— ¿Qué haces? —Su rostro se contorsionó en una expresión de ira insuperable—. Así que sí eras una traidora. No sé qué pude ver en ti, no sé por qué dediqué noches a buscarte. Siempre estuviste aquí, todas tenían razón.
—Calla, por favor, calla —rogué—. No lo entiendes, pero te lo explicaré todo pronto, solo calla. —Algunos soldados empezaban a acercarse al verme hablar con la prisionera. No podía permitir que oídos indiscretos escucharan mis palabras.
—Eres una maldita traidora, no tienes nada que explicar. —Los ojos de Yelalla brillaron al ver el miedo en los míos— No lo saben ¿verdad? Si revelo tu cochino secreto, sufrirás lo indecible —sonrió con manía—. Si, será tu justo castigo, revelaré quien eres en nombre de todas las que murieron hoy. Lo pagarás caro, Inava.
La observé tomar aire, allí iban mis planes, ahí iba el futuro de Calixtho. En una fracción de segundo, Yelalla lo destruiría todo y no me escucharía, no entendería razones. Tomé la decisión. Apoyé mi mano en el pomo de mi espada y llevé mi peso sobre ella. Un crujido y un jadeo después, la voz de Yelalla quedó silenciada para siempre entre borbotones de sangre, entre un latido congelado y uno que nunca ocurriría.
Mis pies resbalaron sobre el lodo y la hierba húmeda y caí sobre ella.
—Es una misión —susurré en su oído—. Es una misión de Eneth —expliqué—. Lo siento, Yelalla, lo siento mucho.
Conseguí apartarme con rapidez, lo que había hecho era lo suficientemente sospechoso ante mis hombres. Enderecé mi armadura, limpié mi espada en el suelo, todo el tiempo evitando mirar aquellos cadáveres.
—Quemen sus cuerpos —ordené a los testigos—. Cuando terminen quiero que se reúnan conmigo en las afueras del campamento. Corran la voz entre sus compañeros.
No esperé a escuchar sus respuestas, me dirigí hacia las afueras del campamento, donde Enael y algunos soldados vigilaban a los capitanes, sargentos y cabos rebeldes. Pagarían por lo que habían hecho, por el sufrimiento de mis compañeras, por casi revelar mi secreto y por lo que me habían obligado a hacer.
—¿Cuál es el castigo por desobedecer una orden directa? —inquirí al aire.
—La muerte, mi señor —respondió Ebbe con firmeza. Sujetaba a uno de los capitanes por el cuello y el cabello. El hombre se revolvió en el agarre, desesperado por sobrevivir.
—¿Cuál fue mi orden antes de empezar el ataque?
—Nada de esclavas ni prisioneras, mi señor —respondió Enael.
—Eso resume mi veredicto —sentencié con firmeza.
—No puede culparnos por disfrutar de un poco de diversión —protestó uno de los capitanes.
—Sí, logramos la victoria sobre ellas ¿por qué no celebrarlo? ¿por qué las defiende tanto?
—¿Va a matar a sus hombres por dos enemigas de Calixtho? —inquirió Jisauv. Era uno de los cautivos. No me sorprendió. Era demasiado joven, muy estúpido, con un inaudito deseo por complacer a sus superiores. Un reflejo exacto de mí.
—No las defiendo. Mantengo el orden y la disciplina entre mis hombres. No puedo confiar en guerreros incapaces de seguir mis órdenes ¿o sí? —Desenvainé mi espada y apunté a una roca plana cercana. Enael arrastró a su prisionero hasta ella, de una patada lo obligó a arrodillarse ante ella—. Si permito que sus ofensas a mi palabra queden impunes en algo tan sórdido o estúpido como sus celebraciones ¿qué será de nosotros en batalla?
Levanté mi barbilla, Enael forcejeó con el primer reo hasta obligarlo a apoyar la cabeza sobre la roca.
—¿Algo que decir? —inquirí. La sangre se había convertido en hielo en mis venas, no, en algo peor que eso, ahora era un líquido tan helado que ya no podía sentir nada más que el peso de mi espada.
—Estás cometiendo un error —masculló aquel hombre.
Sujeté con fuerza el mango de la espada, tal y como me lo habían enseñado en el entrenamiento, tal y como Yelalla lo había practicado conmigo y algunos troncos y huesos de cerdo. Adopté una postura firme, equilibrada, levanté mi espada y la dejé caer sobre uno de los que había hecho sufrir a mi amiga, sobre el desgraciado que me había obligado a terminar con su vida.
Uno a uno, todos pasaron por el filo de mi acero. No permití que Enael me suplantase o que lo hiciera Ebbe. No permitiría que se robaran mi venganza ni el mensaje que quería entregar a mi ejército. Mi palabra era ley y debía ser respetada.
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