El duelo
Después de aquella escena, no pude sino ordenar un entrenamiento sorpresa a mis hombres. Encontré satisfactorias sus protestas y sus ojos entrecerrados al sol. Yo no les había ordenado que bebieran hasta ahogarse o que amanecieran abrazados a los barriles que estaban desperdigados por los terrenos de mi castillo.
—Eres cruel —dijo Enael mientras apartaba algunos guerreros que, para poder caminar, se abrazaban entre sí.
—Solo me apetece entrenar. Keiv vendrá pronto, así que debo estar al máximo de mis habilidades.
La expresión alegre de Enael se ensombreció. Por un instante fui incapaz de encontrar sus hermosos ojos color oliva en aquel rostro lleno de oscuridad.
—Aun no entiendo porque lo hiciste y más importante aún, cómo tienes energías para entrenar hoy —respondió con ligereza, como si minutos antes no hubiera sofocado su sonrisa y buen ánimo con todas las sombras existentes en el mundo.
Alcanzamos el terreno de entrenamiento. Los guerreros se desperdigaron para entrenar según las ordenes de los pocos capitanes que estaban conscientes. Me quedé a solas en el centro del campo, frente a Enael.
—Solo las tengo. —Me encogí de hombros y parte de aquella oscuridad desapareció de su expresión.
—Si es así, entrenemos. Debes prepararte para un duelo en toda regla. —Me apresuré a desenvainar mi espada y a ajustar las cintas del escudo en mi brazo izquierdo. Cuando levanté la vista me encontré con un Enael sin camisa. El cuello de la misma había alborotado sus cabellos y despeinado su barba, su pecho bien formado y cubierto de escaso vello subía y bajaba con cada respiración. Mi boca se secó ante la imagen.
—No es seguro entrenar así —jadeé.
—Hace calor, además, esto le da realismo. —Guiñó un ojo, deslizó el brazo izquierdo en su escudo y sonrió. Su ánimo había cambiado tan rápido que me sentí mareada. Tenía que ser eso y no la obra de arte que tenía frente a mí.
—Como digas —suspiré con la voz ronca. Por suerte a nuestro alrededor los hombres estaban concentrados en golpear sus espadas y no en lo que tenían para decir un capitán y su señor.
Enael cargó con su escudo contra mí. Lo repelí con el mío, soportando su peso por un momento para luego seguir la dirección de su movimiento y llevarlo lejos de mí. Contraataqué con un mandoble, mismo que él se apresuró a desviar con su espada. Un nuevo golpe con su escudo me tomó por sorpresa, pero pude detenerlo y efectuar un barrido con mi pie. Pronto encontramos nuestro ritmo, golpes, mandobles, defensas y ataques con todo el peso de nuestro cuerpo. Me encontré combinando todo lo que había aprendido en Calixtho con el estilo más directo y violento de Luthier, algo que iba de mil maravillas con mi contextura y tamaño, pues podía seguirle el ritmo y sorprenderlo por igual.
Pronto su equilibrio falló y cayó sobre mí con todo su peso. Aparté a tiempo la espada y el escudo para evitar lastimarlo. El impacto y la sensación de su pecho caliente y sus caderas contra las mías me robaron el aliento. Sus músculos resaltaban con cada inspiración y el sol los hacía brillar de maneras deliciosas y llenas de pecado. No pudimos apartar nuestras miradas, estábamos concentrados el uno en el otro cuando un pequeño carraspeo nos distrajo. Era tan agudo y delicado que parecía sobreactuado.
—Mi querido esposo —saludó Jadiet. Llevaba un vestido verde con un escote bajo que dejaba los hombros al descubierto. La falda no tenía armador o un exceso de encajes, caía desde su cadera, resaltándola con sinuosa insinuación mientras la parte inferior casi abrazaba sus piernas. Mis hombres dejaron de entrenar para saludarla, algunos incluso empezaron a murmurar.
Enael se apartó de mí en un instante. Jadiet alzó una ceja al verlo sin camisa y luego clavó sus ojos en los míos. Su expresión era inescrutable, pero podía leer en su mirada lo mucho que se esforzaba por entender lo que ocurría. Una mujer de Calixtho rendida ante un hombre de Luthier, una mujer que era su esposo en Luthier. Casi podía ver humo salir de sus orejas, por suerte, disimuló el sonrojo achacándolo a la semidesnudez de Enael.
—Cariño, este no es lugar para una mujer. —Arrojé mi escudo a Enael para que se cubriera con él—. Puedes ver cosas desagradables, cosas que no son aptas para tus ojos.
—Estaba buscándote por todos lados, me dijeron que estarías aquí. —Batió sus pestañas—. Necesitaba encontrarte.
Para ese punto sentía mucha más curiosidad que exasperación ante su actitud. Noté que sus ojos continuaban desviándose hacia Enael y una pequeña chispa nació en mi pecho ¿qué tanto le veía a él? ¿por qué no podía verme así? ¿qué derecho tenía ella a verlo así?
—Bien, me has encontrado, ahora regresa a casa, hablaremos luego —ordené.
Jadiet se contuvo de fruncir sus labios al morder el inferior con algo de fuerza. Podía ver como batallaba para no responderme delante de todos mis guerreros. Por un instante temí que eso ocurriera, pero sabiamente eligió callar y abandonar el lugar.
Enael y yo resumimos nuestra práctica, toda magia existente había desaparecido y la oscuridad anterior volvía a cubrir sus facciones y a alimentar sus mandobles. Continuamos por un largo rato, hasta que el lastimero canto del cuerno de mis vigilantes llamó mi atención y me obligó a detener la práctica. Aparté el flequillo empapado de mi frente y envainé mi espada. Aunque era un canto de advertencia, no daría una buena imagen recibiendo a mis visitantes con la espada al ristre.
Nos dirigimos a pie al camino que conectaba la entrada con el castillo. En la distancia pude notar el estandarte de Daendir con su tigre en llamas ondeando amenazante en el aire. Lo portaba el caballero que encabezaba la marcha. Su armadura era casi completa, brillante y elegante, prueba de su elevado estatus en las filas de esta casa.
Al llegar a nuestra altura apuntó en mi dirección con el estandarte.
—Tú ¿Dónde está tu señor? Dile que Keiv, capitán de la casa de Daendir viene a retarlo a un duelo según dicta la vieja usanza de estas tierras.
—Hablas con él —afirmé— ¿Cuál es la razón de tu reto? —Agradecí internamente lo anchos que eran los pantalones que llevaba, ocultaban el temblor de mis piernas.
—¡Tu! —Los ojos oscuros de aquel hombre centellearon debajo de su casco—. Tú fuiste el desgraciado que raptó a mi futura esposa. —Lanzó un golpe con el estandarte hacia mí, pero Enael reaccionó con rapidez e interpuso su escudo. La afilada punta de la lanza se clavó en la madera en lugar de hacerlo en mi estómago.
—Te recuerdo que has lanzado un reto, no te deshonres más al atacar a mi señor —exigió Enael con firmeza—. Ya te has deshonrado lo suficiente al pretender a una mujer que ya estaba comprometida.
El grupo que seguía a Keiv rompió el silencio con murmullos y exclamaciones bajas. Keiv rugió y giró para lanzarles lo que asumí sería una mirada fulminante. El silencio se hizo en un instante.
—Su padre la entregó a mí —exclamó para que todos le escucharan.
—Su padre me la entregó primero, pero su ambición lo llevó a romper su promesa —aseguré—. Acepto tu reto.
—Yo he propuesto el reto, yo establezco los límites y la prenda —sentenció Keiv a la par que extraía el estandarte del escudo de Enael—. Será un duelo a muerte —exigió—. Si gano, quiero que se me entregue a Jadiet, pues ha faltado a su palabra al escapar contigo, en mis manos recibirá su justo castigo.
Tomé aire para evitar arrojarme sobre él. Podía amenazarme todo lo que deseara, incluso condenarme a morir bajo su espada, pero no le permitiría amenazar la vida y el buen nombre de Jadiet.
—Es mi esposa ahora, no tienes reclamo sobre ella —dije con firmeza. Keiv tomó el borde inferior de su yelmo y lo retiró a toda prisa. Su piel pálida estaba enrojecida y su cabello de color rojizo estaba parado en puntas que se dirigían en todas las direcciones.
—¡Tu! Has desposado... has... tú me has deshonrado... no tendré piedad, quemaré tus tierras en cuanto acabe contigo. Eres un pecador ¡Has desposado a una fornicadora! ¡A una mujer sin honor!
Al escuchar aquellas palabras mis guerreros rugieron. Pude escuchar como defendían a gritos el buen nombre de Jadiet. Enael desapareció por un instante de mi lado y regresó a los pocos segundos, jadeante, pero con una sábana en sus manos.
—¡Jadiet es mil veces más honorable que tú! No te atrevas a venir aquí a insultar el buen nombre de mi señor, de Ialnar, con falsas acusaciones e injurias.
No pensé que la piel de Keiv pudiera tornarse de un rojo más profundo, pero me equivoqué. Al ver la prueba de la pureza de Jadiet ante sus ojos no pudo hacer otra cosa más que temblar y empezar a balbucear y escupir palabras entrecortadas. Era mi oportunidad.
—Si no quieres esperar, tendremos el duelo ahora —dije con firmeza, apreté mis puños y clavé las uñas en el suave acolchado de mis guantes para contener el temblor de mi cuerpo. Un duelo, con consecuencias fatales no solo para mi si perdía. La idea empezaba a hacerse un lugar en mi mente y no podía permitírselo.
—Por supuesto, cuanto antes pueda matarte, mejor —siseó.
—¡Hombres! Preparen el terreno para la justa, la arquería y el combate —indiqué. La mitad de los guerreros que me acompañaban aceptaron y corrieron de regreso a los terrenos de entrenamiento. El resto permaneció a mi lado.
—Krinnar será mi padrino —exclamó Keiv. Un hombre fornido se abrió camino entre el grupo que acompañaba a Keiv. En sus manos llevaba el arco y la flecha, así como la lanza para la justa—. Esas son mis armas. Revísalas. —Desenvainó y agregó su espada y escudo a la colección.
—Enael será mi padrino —dije sin pensar. Enael solo asintió. Estaba dispuesto a todo, su lealtad llenó mi corazón a la par que le recordó a mi mente el engaño al cual lo sometía. Distraje mi mente viéndolo analizar las armas que Keiv le presentaba. Las juzgo correctas, pues las devolvió con un seco asentimiento.
Dos hombres regresaron. En sus manos llevaban las armas que utilizaría en el duelo. Una lanza de madera, arco y flecha, desenvainé y entregué mi escudo y mi espada. Krinnar imitó a Enael y revisó su estado antes de asentir. Por nuestra parte todo estaba listo. Los dos padrinos cuidarían de las armas y de nuestra integridad antes del duelo.
Mis hombres eran excepcionalmente eficientes, no tuvimos que permanecer demasiado tiempo en mala compañía, pronto el terreno estuvo preparado, así como las tiendas respectivas para cada bando enfrentado. Keiv resopló con desdén al ver el lugar, pero aun así ingresó a su tienda asignada. Enael tomó mi brazo y me dirigió a la mía con paso rápido. Una vez dentro despidió a los sirvientes.
—Esto es una locura —susurró una vez nos encontramos solos.
—Ocurrió demasiado rápido, además, habría perdido el valor de haberlo dejado para mañana —admití mientras cedía a la sensación de debilidad en mis piernas y me dejaba caer en el sillón mullido que se encontraba en el centro de la tienda.
—¿Quieres que me encargue de él? —inquirió Enael, su voz destilaba la más pura sinceridad y entrega—. Estábamos entrenando, puedes decir que estás lesionado y lucharé por ti. —Tomó mi mano con fuerza—. Por ti puedo luchar y sobrevivir.
—No podría permitírtelo —negué con la cabeza para no concentrarme en la entrega y la pasión de sus ojos—. Me encargaré de él, solo es un niño malcriado.
—Está bien, te ayudaré entonces. —Sentí los labios firmes de Enael contra los míos y el suave raspar de su barba contra mi barbilla y labio superior. No pude evitar rodear su cuello con mis brazos y perderme en él. Aquel hombre cuya adoración era tal que estaba dispuesto a dar su vida por mí, una certeza que era tan hermosa como terrible.
Un jadeo desde la entrada de la tienda nos obligó a separarnos. Jadiet nos observaba boquiabierta. Se apresuró a cerrar las solapas a su espalda y a contemplarnos con una mezcla de ira, sorpresa y traición cruzando su rostro.
—Puedo explicarlo —dijo Enael.
—Déjame a solas con Ialnar —exigió ella con frialdad.
—No, Jadiet, lo siento, pero necesito a Enael aquí. Hablaremos de esto luego —impuse mi opinión por encima de los ojos abrazadores de Jadiet. No era el mejor momento para enfrentarla y sinceramente, dudaba que existiera uno. Tomé aire, esto no hacía más que empeorar.
—Soy tu esposa, es por mí por quien planeas arriesgar tu vida. Este es mi legítimo lugar —sentenció con la firmeza de una leona. Levanté una ceja ante su cambio de actitud, quizás y con un poco de entrenamiento podría convertirse en una espía mil veces mejor que yo. Suspiré, bueno, todo el mundo era mejor que yo. Más bonitas, más fuertes, más valientes, yo solo había tenido la mala suerte de ser seducida por las promesas de gloria de Eneth.
—Como quieras —cedí. Por alguna razón, responder a la defensiva era lo único que se me podía ocurrir en esos momentos—¿Sabes colocar una armadura?
—Por supuesto. Bordado, cocina, costura y cómo manejar una armadura, todo lo que una chica de Luthier tiene que saber. Lo que una buena ESPOSA debe saber. —Hizo énfasis en la palabra esposa mientras miraba a Enael, quien solo se había quedado pasmado en el lugar en el que había sido atrapado.
—Entonces puedes ayudar a Enael. Tengo un duelo al cual asistir.
Enael despertó de su trance y se dirigió al soporte ubicado junto a la puerta. Sacó el gambesón y me lo tendió. Era pesado, poco confortable, pero necesario, en especial ahora que usaría una armadura completa.
Me quité la camisa. Enael alzó una ceja al ver las vendas de mi pecho, pero no era el momento adecuado para las preguntas. Me ayudó a vestir una pesada y larga prenda de seda rellena. Era de buena calidad, podía sentir que llevaba al menos unas veinte capas de seda cosidas entre si y rellenas de alguna fibra. Por la parte exterior estaba rematado en cuero. Era un gambesón de gran calidad.
Por encima Enael me ayudó a vestir la larga cota de malla. Ajustó la capucha sobre mi cabeza y tiró de ella para asegurarse que estaba bien ajustada. Durante un instante me dirigió una mirad angustiada llena de dudas ¿de verdad estaba bien que Jadiet nos hubiera atrapado? Podía ver como temía por su vida, por lo que tomé su mano y la estreché.
Casi como si hubiera notado aquel gesto, Jadiet se interpuso con el peto. Mientras la veía ajustar sus hebillas no pude evitar sonrojarme. Ella no tenía manera de saber lo íntimo que era aquel gesto para una mujer de Calixtho. Apreté mis puños y traté de controlar mi respiración, necesitaba hacerlo o mi sonrojo delataría los pensamientos que recorrían mi mente y corazón sin control alguno.
Enael siguió con los guardabrazo y hombreras. Jadiet con los brazales y guanteletes. Sus ajustes eran firmes y seguros. Enael se encargó entonces de los quijotes, las grebas, rodilleras y escarpes. La sensación era embriagante, las dos personas que dominaban mi corazón demostrando su dedicación y apoyo. Tal emoción solo se vio superada por la sensación de ahogo que me invadió. Por un instante me sentí atrapada entre tanto metal, jamás había utilizado una armadura así y cuando Jadiet se dirigió a mí con el yelmo, lo aparté de mí. Era una guerrera de la frontera, si, nuestra armadura era mucho más completa que las de las demás guerreras, pero no vestíamos tanto metal. Casi podía sentir como me arrastraba al suelo con su peso.
Estaba por separar mis labios para protestar cuando ingresó Keiv acompañado de Krinnar. Ambos vestían armaduras completas, de color negro brillante. Fruncí el ceño, Keiv era un capitán, pero no podría permitirse tanta riqueza en armamento, su señor debía de estar apoyando su locura. Dos armaduras, una para impresionar con su entrada y otra para infundir temor antes del duelo. Nadie en su sano juicio gastaría su dinero así.
Keiv extendió una moneda en mi dirección, era hora de elegir el orden de los eventos, de seleccionar qué tanto tardaríamos en morir.
—El retador elige —siseó con odio y extendió en mi dirección tres pergaminos perfectamente doblados. Enael los tomó y se hizo a un lado, revelando la presencia de Jadiet en la tienda. Los ojos de Keiv se inyectaron en sangre y una vena brotó en su sien. Escupió al suelo en su dirección y dijo—: Elijo cara.
—Cruz —respondí mientras contenía las ganas de romperle la boca por siquiera pensar en escupir a Jadiet.
La moneda voló en el aire y cayó en cruz. Sonreí para enmascarar el terror y controlar el temblor en mis manos, debía ser fuerte, no había escapatoria y tenía que enfrentar mi destino, fuera el que fuese. Tomé uno de los pergaminos. La suerte estaba echada. En mis dedos estaba la posible descripción de mi muerte. Respiré hondo y leí:
—Justa.
Keiv tomó el siguiente pergamino. Silenciosamente rogué por la arquería montada. Tendría la ventana en ese evento. Si sobrevivía a la justa. Solo había practicado un par de veces con mis amigas en la frontera. Yelalla siempre lograba derribarme y siempre, sin excepción, saltaba de su caballo para ayudarme. Tragué el nudo en mi garganta y esperé paciente a que Keiv terminara de desdoblar el pergamino.
—Duelo con espadas —sonrió. Estaba aliviado. Maldije por lo bajo, pero asentí y le señalé la salida de la tienda.
—Ahí estaré —acepté.
—No tardes, tu merecido destino te espera —dijo a modo de despedida.
Me quedé sola frente a los pergaminos desperdigados en el suelo. La mano de Jadiet de alguna manera se coló entre mis dedos y les dio un suave apretón. Levanté la mirada y la vi, se le notaba preocupada, realmente angustiada. No era para menos, si moría, Keiv arrasaría con mi propiedad, podría capturarla y hacer con ella su voluntad.
—Si algo me pasa... —empecé, pero ella me interrumpió con un dedo en mis labios.
—No va a pasarte nada, elijo creer eso —sentenció con firmeza—. Vivirás y luego me explicarás todo este circo. —Señaló a Enael, quien estaba a medio camino de vestir su cota de malla.
Tragué con dificultad y asentí. Aunque pareciera imposible, la perspectiva de explicarme con ella era peor que la de morir bajo la lanza de mi enemigo.
Ayudamos a Enael con su armadura y mucho antes de lo que habría esperado, nos dirigimos con paso firme a una de las puntas del campo de honor. Galeón me esperaba, estaba protegido por placas de metal y cuero. Palmeé su cuello.
Un escudero sujetó sus riendas mientras montaba. El aire escapó de mis pulmones mientras me elevaba por el aire. En segundos sabría si volvería a respirar igual. Recibí mi escudo de manos de Enael. Sus dedos rozaron los míos y cuando tuvo mi atención, me regaló una mirada enternecida.
—Todo estará bien —murmuró antes de apartarse.
Otro escudero estaba por pasarme mi lanza, pero Jadiet lo detuvo. Sacó un pañuelo de su manga y lo ató con firmeza en la guarda de mi mano. Aún en la distancia pude escuchar el gruñido de Keiv. Un guerrero furioso y sin control era hombre muerto. Jadiet estaba incrementando mis probabilidades de sobrevivir.
Extendí mi mano y tomé la suya, me incliné y deposité un suave beso sobre su dorso. Luego tomé la lanza y me erguí por completo en la silla, ajusté mis pies en los estribos y busqué la mejor posición para mantener el equilibrio.
Ahora éramos Keiv y yo, separados solo por una cerca de madera. Podía sentir el peso de su mirada sobre mi cabeza. Sujeté con firmeza las tiendas y ajusté el escudo. Observé al escudero que sujetaba la bandera sobre el suelo. Un cuerno sonó a lo lejos y la bandera se levantó con exhalación.
Espoleé a Galeón, sus músculos entraron en acción bajo mis piernas, hacia delante y hacia atrás, bajé mi lanza. Keiv hizo otro tanto, espoleaba con brutalidad a su caballo. Su lanza se mantenía ligeramente erguida. Decidí aproximarme de manera tradicional y apuntar a su hombro izquierdo.
Paso a paso, en el ambiente enrarecido de mi yelmo pude notar algo. Apuntaba a mi cabeza. Si impactaba estaría muerta en segundos. La treta de Jadiet había resultado. Todo era cuestión de reflejos. Mi vida dependería de cuán rápido pudiera inclinarme.
Tres pasos, una respiración, un impacto directo a su hombro y un firme agarre en las riendas de Galeón para no caer. Su lanza rozó mi hombro izquierdo. La mía se destrozó contra su armadura. Ninguno cayó, pero Keiv se había llevado un buen golpe.
La multitud reunida a nuestro alrededor bramó con el golpe. No los había notado. Había estado muy ocupada tratando de sobrevivir como para prestar atención a mis hombres y a los suyos.
Bajé del caballo con las piernas temblorosas. Me sujeté de las riendas para no caer y arruinar mi victoria. Unos metros más allá, Keiv saltaba de su caballo y arrojaba su yelmo con furia.
—Esto terminará pronto, está furioso, cometerá un error con la espada —aseguró Enael nada más llegar a mi altura.
Busqué a Jadiet con la mirada. Se encontraba entre dos soldados jóvenes, ambos mantenían las distancias, pero la resguardaban con ferocidad, sus manos no abandonaban las empuñaduras de sus espadas.
Jadiet parecía estar a punto de desmayarse. Sus labios estaban pálidos y aunque aplaudía con emoción, su expresión perdida resaltaba sus emociones atribuladas.
—Este no es lugar para mujeres —dijo Enael al seguir la dirección de mis ojos—. Deberías pedir que regrese al castillo.
—Su presencia enfurece a Keiv, si tengo una oportunidad de sobrevivir, es gracias a ella.
Enael negó con la cabeza, podía ver en la línea tensa de su mandíbula que aquello le agradaba muy poco.
—Espero que sepas lo que estás haciendo —dijo por lo bajo.
—Yo también —acepté.
Nos esperaba ahora el cuadrilátero de ocho por ocho metros. Dos capitanes de mi guardia habían tomado las esquinas de mi lado, serían mis jueces. Del otro lado dos soldados resguardaban el lado de Keiv. Di un paso para entrar cuando recordé mi condición:
—Quítame las grebas y el yelmo —exigí a Enael.
—¿Estás loco? Te matará —siseó él a toda prisa.
—Lo hará si llevo todo esto encima. No puedo moverme con rapidez. Agradece que no me quito todo lo demás. Es demasiado para mí.
—Sabía que eras idiota, pero no tanto. —Enael negó con la cabeza, pero se arrodilló frente a mí y procedió a obedecer mis órdenes. El viento fresco contra mis pantorrillas y nuca empapadas en sudor fueron un alivio. Ahora podría moverme con libertad.
Al ver mis acciones Keiv no hizo otra cosa más que quitarse el yelmo y el peto.
—A ver si eres lo suficientemente valiente para enfrentarme así —provocó.
Rechiné mis dientes. No tenía nada que demostrar, subí a la arena. Si él quería combatir sin peto ese era su problema, una sumatoria a un ego estúpido que no valía la pena ni el riesgo. Keiv torció el gesto y escupió antes de subir al cuadrilátero, alzó su espada y la dejó caer con fuerza. Adopté mi posición de guardia y esperé la señal.
El cuerno sonó y nuestras espadas se encontraron en un impacto fuerte y lleno de chispas. El chasquido del metal contra el metal era energizante. Encontré mi ritmo, mandoble, defensa, mandoble y contraataque. Nuestros golpes componían una canción única y mágica. Mi espada se clavaba entre las argollas de su cota de malla y atravesaban las capas de su gambesón, pero no rompían su piel. Sus estocadas eran difíciles de esquivar y más de una logró colarse entre las capas de la falda de mi peto, creando pequeños agujeros que sangraban y me hacían más cosquillas que un daño real.
—Es mía— gritó una vez bloqueamos nuestras espadas frente a frente. Una lucha de voluntades. Su rostro enrojecido hacia juego con el cabello apelmazado contra su coronilla.
—Jadiet es de quien decida ser. Ella es libre —pateé su rodilla. Un movimiento rápido y preciso, uno que era riesgoso para mí si no resultaba efectivo, pero lo fue. Un crujido y un gruñido de dolor, así como su peso sobre el mío fueron la mejor respuesta. Caí con él encima de mí y me apresuré a sujetar sus manos. Una se escapó, sostenía una daga.
—Morirás, maldito cobarde.
Alcancé a atrapar la daga justo frente a mi garganta. El frio acero se clavó como una llama en mi piel. Había atravesado el cuero y el metal de mi guantelete. Mi vida dependía de mi mano, de nada más.
En el forcejeo la capucha que protegía su rostro había caído, apreté mis dedos en un puño y lo descargué con todas mis fuerzas sobre su pómulo y sien, una y otra vez, la sangre empezó a manchar mi rostro y mi guantelete, el crujido de los huesos ahogó los gritos de Keiv y tras lo que parecieron horas y decenas de golpes, su cuerpo quedó inerte sobre el mío.
Aparté mi mano de la daga y la observé, la sangre corría y manchaba el brazal. Observé a Keiv, su cabeza estaba casi destrozada. Entre su piel podía ver su cráneo, resquebrajado por la fuerza de mis golpes y del metal de mi guantelete.
El aire empezó a ingresar a mis pulmones a toda prisa, mi corazón galopó furioso, la bilis inundó mi boca y antes que pudiera controlarme, me encontraba pataleando para liberarme de los kilos de carne y metal que me aprisionaban contra el suelo.
Varias manos sujetaron a Keiv y lo levantaron, otras me tomaron bajo los brazos y me arrastraron fuera de la arena. Alguien inclinó un vaso lleno de vino en mis labios y otras retiraron el guantelete para lavar con licor de caña la herida.
—Todo acabo, Ialnar, todo acabó —susurraba una y otra vez Enael. Suyas eran las manos que apartaban a toda prisa el cabello húmedo que caía sobre mi rostro y tanteaban mi armadura comprobando que no existieran otras heridas. Suyas eran las manos que me daban a beber vino a sorbos para calmarme y desconectarme de la realidad.
—Los hombres de Keiv...
—Los generales se están haciendo cargo, los escoltarán fuera de tus tierras y enviarán un comunicado a Daendir. No tienes nada que temer—explicó.
Enael se equivocaba. Había mucho por lo cual preocuparme. Por ejemplo, el par de ojos verdeazulados que me congelaban en mi lugar, los labios carnosos que no podían arrugarse más ante la ira y la tez pálida que bien podía pertenecer a la nieve más pura del invierno. Debía enfrentar a Jadiet.
N/A: Siendo sincera, yo también preferiría pelear un duelo que enfrentar a Jadiet.
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