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Despedidas

El verano había llegado a nosotros con todo su esplendor. Cielos infinitamente azules, campos reverberantes y un calor que era imposible de soportar. Con él los días se hicieron largos y abrumadores y las noches hermosas y llenas del canto de grillos y algunas cigarras, sinfonía que alertaba de las lluvias que probablemente se encontraban a la vuelta de la esquina.

Algo que también se encontraba cerca era el carruaje de Humbaud, con el vestido para Jadiet y con los medios necesarios para sacarla del palacio justo en el mismo instante en el cual partiera con mi ejército. Nadie sabría su ubicación, solo Ebbe, merecía esa confianza de mi parte y era el único hombre lo suficientemente cercano a mi como para notar algo extraño en la ausencia de Jadiet. Como cabeza de familia entendería mi desesperación por protegerla, incluso, de las garras del rey al cual servíamos.

—¡No puede hacerme esto, señor! Quedar fuera de la más grandiosa campaña de toda la historia de Luthier —bramó mi usualmente calmado general.

—Ebbe, no existen manos más capaces que las tuyas, no existe persona en la cual confíe más que en ti.

—¡Incluso dejas que ese mocoso escudero acuda! ¿Por qué no puedo ir yo? Un guerrero de elite, un hombre dispuesto a... —Caminó como un león enjaulado en mi despacho, sus pisadas eran tan fuertes que la madera lanzaba graves quejidos al aire.

—Ebbe, sé que estás dispuesto a todo, que eres mi guerrero más habilidoso, pero también un administrador y un segundo intachable. —Mis palabras podían sonar melosas, quizás demasiado llenas de inútiles cumplidos, pero no podía cargar con la muerte de Ebbe en mi consciencia.

—¿Segundo? Mi señor... —Sonreí para ocultar mi alivio y asentí.

—Sí, Ebbe, eres mi segundo. Todo lo que poseo te pertenecerá por ley en caso de mi deceso. —Extendí hacia él un pergamino sellado—. En este pergamino se encuentra mi última voluntad y en ella te cedo el control de este feudo y mi nombre. No existe heredero en el vientre de Jadiet —contuve una risita ante la idea—, por lo que estas tierras quedarían sin señor. La casa de Eddand no puede perecer, por lo que tomarás mi nombre y mis tierras, tus hijos serán mis herederos y todo lo mío será tuyo.

—Señor, no puede —Ebbe estaba pálido. No rompió el sello, solo guardó el pergamino dentro de su peto y ejecutó una profunda reverencia. Otro hombre habría roto el sello con avaricia. Ebbe no, era una gran persona, íntegra y confiable. Por eso no lo condenaría a una muerte cruel ni abandonaría a su familia.

—Puedo, es mi derecho conceder mi nombre en estos casos.

—Pero su esposa... esas cosas de mujeres son misteriosas, podría estar embarazada y...

—Si es así, confío en que harás lo correcto —dije con gravedad—. Estoy seguro que cuidarás a mi hijo o hija como si fuera tuyo y le enseñarás lo necesario para sacar adelante a estas tierras.

—Por supuesto —aceptó él. Su voz sonaba emocionada, pero en el fondo aún podía escuchar un tímido tono de protesta. Lo dejé pasar, Ebbe obedecería.

—También te asegurarás de proteger a mi esposa, Ebbe. Ella no estará en el castillo durante la campaña. No me agrada el interés que ha demostrado nuestro rey en ella. Lo que estamos por discutir es en extremo secreto —dije con gravedad. Ebbe asintió y se dispuso a escuchar.

Una vez despachado Ebbe y sus órdenes, era el turno de Jadiet. Tomé asiento frente a mi escritorio y observé el pergamino en blanco. El vacío me tragaba, ¿qué podía decirle para consolarla después de mi muerte?, ¿cuáles serían las mejores instrucciones para ayudarla a conservar la vida y llegar a Calixtho?, ¿bastaba con mis sentimientos? Sacudí mi cabeza, mojé la punta de la pluma en tinta y la observé gotear. Su oscuridad me absorbió por unos instantes, no podía escribir. Las palabras desaparecían con la misma facilidad con la cual se agolpaban en mi frente.

«Jadiet, mi único amor,

No estoy segura de cómo empezar esto, creo que la sinceridad es suficiente. Si estás leyendo esto lo más seguro es que haya muerto, esté desaparecida en acción o la Gran Madre no quiera, haya caído en manos de Cian.

Si fue esto lo que pasó, no quiero que llores ni tomes venganza, sé que en este momento es imposible escapar a ambas, pero haz lo posible, por mí y por lo que compartimos. Si permites que la tristeza te abrume, no podrás actuar. Si permites que la venganza te engañe con su veneno, morirás sin remedio y no quiero que eso pase. Deseo que vivas, mi amor, ten por seguro que es lo único que me dará fuerza es mis últimos momentos.

Calixtho queda al sur, eso lo sabes. Huye. Busca ayuda en la esposa de Lamond, en Sianis, ella podrá ayudarte. Sabe lo importante que eres para mí y eso entre hermanas de armas significa mucho.

Estarás asustada, herida, quizás tu corazón esté roto en miles de pedazos, pero eres lo más valioso que tuve en vida y que tendré en la muerte. No caigas en las redes de la venganza ni el odio. Vive en Calixtho, disfruta de la libertad, estudia si eso es lo que deseas, comercia, aprende a tocar algún instrumento. La vida es mucho más que amarme, aunque justo ahora creas lo contrario.

En Ka encontrarás mis tierras. Es una hacienda pequeña a las afueras de la ciudad. La encargada se llama Myriel. Dile que te he enviado, coméntale mi misión y si hace falta, entrégale la daga que te regalé. Ella sabe lo que significa y te enseñará todo lo que necesitas saber sobre los cultivos y la administración del lugar.

No dejes a Audry sola, si es posible llévala a Calixtho contigo. Si lo desea, ayúdala a regresar a Cathatica, estoy segura que extraña su tierra.

No sé qué más puedo decirte, mi amor, es difícil pensar como si estuvieras muerta cuando estás viva, pero es una costumbre de Calixtho el escribir estas cartas.

Te amo, mi amor, eres la razón por la que late mi corazón y por la cual luché con tanta ferocidad. Representas todo lo bueno que tiene Luthier para ofrecer si tan solo vivieran en libertad.

Lamento no dejarte más que memorias, espero que puedas perdonarme y volver a amar. Sí, enamórate otra vez, disfruta la vida. Calixtho tiene mucho que ofrecer.

Te adora, Inava».

Un suave golpe en la puerta del despacho dio paso a Audry. Ingresó al despacho con pasos tan suaves que apenas y pude escucharlos, se detuvo frente al escritorio y esperó con paciencia mis palabras.

—Audry, escoltarás a Jadiet a casa de Sianis y Lamond. O a la de Humbaud y su esposa. Da igual. Tu elige el lugar más seguro y cómodo para ella.

—Esos cuatro comparten una extraña relación —admitió Audry—. Haré como ordenas, puedes confiar en mí.

—También quiero que sepas que te agradezco todo lo que has hecho por nosotras y que...

Audry detuvo mi perorata con solo alzar una mano. Sonrió y la extendió en mi dirección. Acerqué la mía y estrechamos nuestros antebrazos en un saludo silencioso y firme. Era un simple «Confía en mí, cuidaré de ella, encárgate de todo lo demás» y un agradecimiento sincero y de todo corazón de mi parte.

—En Cathatica no solemos ponernos sentimentales antes de una importante misión —dijo con solemnidad—. Es lo que debes hacer y ya, tu deber, parte de tu vida y si la pierdes en él, no es muy diferente de morir en tu cama o en una cacería. De hecho, es preferible —sus ojos centellearon—, porque lo habrás hecho por la causa en la cual crees.

Despedí a Audry, la noche había caído ya y todos debíamos estar descansados para el gran viaje que nos esperaba al día siguiente. Una parte de mi quería ocultarse en el despacho y no enfrentar a Jadiet. No quería luchar contra las lágrimas de una despedida o peor, enfrentar las suyas. Mientras sellaba el pergamino comprendí que no podía ser tan cobarde. Esto era parte de mi vida, las despedidas amargas, la incertidumbre, los corazones rotos y el amor. No podía dejar a Jadiet así, no era justo con ella y debía darle el crédito. Era más fuerte de lo que alguna vez yo lograría ser.

Si, definitivamente Jadiet era mucho más fuerte que yo. Lo primero que me recibió al abrir la puerta fue el brillo cálido de algunas velas distribuidas a lo largo y ancho del lugar. No era el brillo de los candelabros que iluminaban la mesa de noche y el tocador. El aroma también era diferente, olía a rosas y a jazmín. También sentí sobre mi piel una suave capa de calor húmedo. Cerré la puerta con pestillo y avancé a través de aquella selva de aromas y sensaciones. Jadiet se encontraba en el centro, como un tesoro envuelto en una fina bata decorada con encajes y que no estaba dejando nada a mí ya de por si alocada imaginación.

—Pensé que estaría bien disfrutar de un buen baño antes de esa estúpida campaña —sonrió como siempre lo hacía, con atrevimiento y un deje de valentía—, no tendremos muchas oportunidades allá donde vamos.

—Tu sí, Lamond y Humbaud deben de haber adoptado las costumbres de Sianis.

—Pensé que viviría con Humbaud —susurró.

—Vivirás con quien tenga el lugar más seguro.

—Conociéndolos, deben de vivir en una gran mansión.

El silencio cayó entre nosotras con la fuerza de un elefante. No había mucho que decir, cualquier palabra que pudiera ser compartida parecía superflua ante la energía que poco a poco crecía entre ambas.

No hizo falta ninguna señal, todo y nada estaba dicho. Jadiet se acercó con paso seguro y tomó entre sus manos ambos lados del cuello de mi camisa. No lo hizo con fuerza, solo con firmeza, la suficiente como para dejar claras sus intenciones. Botón a botón desabrochó aquella prenda, el calor acarició mi piel, pero poco tenía que hacer ante la temperatura que irradiaba. La mirada de Jadiet no abandonaba la mía, había deseo y también una firme decisión.

Sus dedos recorrieron mis hombros y mis clavículas, enterrándose en la piel con necesidad. El recorrido terminó en el casi imperceptible nudo de mis vendas. Vuelta a vuelta mi pecho respiró, me sentí mareada, quizás era el único lugar disfrutando de la libertad y el aire que nos rodeaba.

Levanté una mano y delineé su rostro. Jadiet cerró los ojos y ahogó un suspiro. Mis dedos recorrieron las solapas de su bata, separándolas poco a poco para dejar ver aquel escote que tan bien sabía lucir con sus vestidos, siempre en la línea entre lo recatado y lo atrevido para una mujer casada. Descubrí su pecho lo suficiente como para acariciar el camino entre ambos y poco más. Jadiet apartó mi mano con un suave manotazo y con una advertencia clara en su mirada continuó con mis pantalones.

Dedos tímidos recorrieron mi cadera. Suprimí un estremecimiento, la sensación era insuperable, ardiente y a la vez, tan mágica. Pateé mis botas y Jadiet levantó una ceja en mi dirección.

—¿Qué? Se iban a atorar. —Atrapé su cuerpo con mis brazos y tiré de ella. La bata se abrió casi por completo, solo el cinturón protegía la modestia de Jadiet. No importó. El contacto de nuestros torsos desnudos fue suficiente para arrancarnos un gemido al unísono. Nuestros labios se buscaron y pronto se encontraron en una batalla. Su aroma y el mío, deseo, pasión, si el fuego tenía un sabor debía de ser ese.

En algún punto mis pantalones cayeron al suelo y se convirtieron en una trampa mortal. Enredados en mis tobillos, me impedían dar un paso o moverme como lo deseaba, seguir a Jadiet donde fuera. Ella rio y rodeó mis caderas con sus manos, la punta de sus dedos rozaba mis nalgas cubiertas por los pantaloncillos que hacían de ropa interior.

—Te diría que prefiero las vendas, son más reveladoras —susurró en mi oído—, pero admito que estos son mucho más fáciles de quitar. Tienen su encanto.

Las yemas de sus dedos dejaron caricias en cada centímetro de mis nalgas. Mi cadera amenazaba con cobrar vida propia, con lanzarse a la búsqueda del placer que sabía que podía encontrar en Jadiet. Pronto, esos dedos juguetones se colaron por la cinturilla y continuaron con su asalto, siempre en mis caderas, nalgas y el inicio de mis muslos, pero nunca sin atreverse a ir más allá.

—¿Pasa algo? —pregunté contra sus labios—. Puedes seguir si gustas. Anhelo tus caricias, mi amor.

—Es solo que... —Mordió su labio con duda y luego sacudió la cabeza—. Nada, no pasa nada.

La sonrisa y la seguridad regresaron a su faz y en un santiamén sus dedos se encontraban recorriendo mi vientre y la línea de mi ingle. Descansé mi frente en su hombro, el calor me abrumaba, deseaba lanzarme sobre ella, acabar con la tensión que poco a poco empezaba a crecer y acumularse en mi vientre.

—Es muy suave —murmuró para si—. ¡Oh! Y tan cálido.

—¿Puedo? —Tiré de su cinturón, ella asintió y fue todo el permiso que necesité para liberar aquel nudo que me separaba del paraíso. Di un paso atrás para admirarla, pero sus manos se cerraron como garras contra mis caderas. Un tierno sonrojo cubrió sus facciones, así que besé sus mejillas, hervían, parecían una estufa—. Si lo deseas podemos entrar en el agua.

Jadiet asintió y permitió que la bata se deslizara de sus hombros y se acumulara a sus pies. De inmediato se abrazó a mí para cubrir su desnudez. Piel contra piel me vi obligada a contener un gruñido. Su pecho se movía contra el mío, sus caderas y las mías encajaban casi a la perfección y nuestros vientres se rozaban, inoportunos, sin importarles la vergüenza o el pudor.

—Si no quieres que te vea, puedo darme la vuelta —ofrecí. Mis deseos estaban desbocados, pero primero estaba ella, siempre estaría ella.

—¡No! —exclamó a toda prisa, luego, como si deseara recuperar la dignidad y la clase agregó—: Claro que quiero, solo dame un momento. Esto es... nuevo.

Poco a poco su piel se separó de la mía. Quise protestar, pero no me atreví. Fijé mi mirada en Jadiet, en como sus ojos parecían brillar cuando me miraba. Un nudo se formó en mi garganta y un pensamiento indeseado invadió mi mente, ¿y si no le gustaba?, ¿y si no era suficiente?

—Eres hermosa —susurró y por un momento me sentí libre en una llanura, con solo el horizonte por compañía. Era exasperante y a la vez, un sentimiento eufórico y mágico.

—Jadiet... yo no soy...

—Lo eres —chistó ella—. Tienes un cuerpo hermoso, casi tan hermoso como lo que hay aquí. —Su mano descansó sobre mi corazón. En ese momento la vi en verdad, por primera vez, como si nunca lo hubiera hecho y la acabara de conocer. Pude notar la sinceridad y el arrojo en aquellos ojos primavera, el deseo en el sonrojo de su pecho y en lo afilado de sus senos, el calor en su respiración y el tenue aroma a placer que escapaba de entre sus piernas.

—Tu eres asombrosa —confesé contra sus labios antes de reclamarlos. Mis manos recorrieron sus caderas y la acercaron a mí. Su calor y el mío se encontraron y no pude resistirlo más, me agaché y tomé sus muslos. Levantar su peso fue sencillo, respirar con sus piernas en mi cintura, no tanto.

El roce del agua tibia contra mis piernas me sobresaltó, no había sido consciente de haber dado el paso para entrar en la bañera. El agua desbordó un poco sobre el borde, pero no nos importó. Lo que deseábamos ahora estaba frente a nosotras y nada ni nadie nos distraería del momento.

Los aceites esenciales que enriquecían el agua nos rodearon con su fragancia y acariciaron nuestra piel. La luz de las velas contribuyó a crear sombras especiales y perfectas en cada parte de nuestros cuerpos. Las clavículas de Jadiet y sus pechos brillaban y resaltaban, regios, invencibles. La miré a los ojos y ella solo asintió. Sonreí y le robé un beso, mi corazón bailaba en mi pecho, no latía, no, latir era demasiado mundano.

Recorrí sus senos con mis manos, primero por el exterior y luego por el interior. Ella solo arqueó su espalda acercándolos aún más a mí. Los masajeé con delicadeza y sentí sus pezones endurecer poco a poco contra mis palmas. Rocé aquellas cúspides con la punta de mis pulgares y Jadiet me regaló el gemido más hermoso de toda la noche, esperaba que no fuera el ultimo. No lo fue.

Entre el agua caliente, los aceites, el jabón y los pétalos que decoraban el agua me las arreglé para saborear su piel, para marcar su cuello y probar sus pechos por primera vez. Era absolutamente deliciosa y solo estábamos empezando, una promesa que, llamarada a llamarada, encendía aún más la tensión en mi vientre.

En algún momento las manos de Jadiet encontraron mis senos, sus dedos tímidos exploraron aquel territorio casi desconocido, recordando a base de caricias otros encuentros igual de íntimos.

Me encontré persiguiendo sus dedos temblorosos y sus labios curiosos. Cerré los ojos y descansé mi cabeza en el borde de la bañera, si no lo hacía, bien podía salir rodando y yo no lo notaría. Era una interesante manera de morir. Jadiet aprovechó la oportunidad para recorrer mi cuello con su lengua y descubrir un punto que me hacía levantar las caderas y gemir su nombre. Succionó y mordió a gusto ese pequeño rincón de mi cuello hasta que descubrió el movimiento descarado de mis caderas contra su muslo.

—El agua está fría —dijo al separarse—. Quiero continuar esto en la cama.

Asentí casi como una marioneta. Abandoné las caricias del agua y le tendí una mano. Jadiet la tomó y me permitió guiarla hacia la cama. Su mano libre cubrió su centro con pudor y sus mejillas adoptaron un color escarlata encantador.

—Vas a resfriarte. —Cubrí su cuerpo con una toalla y la ayudé a secar el agua que recorría su piel. Me sentí celosa de aquellas gotas, podían probarla, esconderse en cada rincón de su cuerpo. Yo, en cambio, no podía hacerlo.

Aparté las sábanas, Jadiet se refugió en ellas con un suspiro y esperó por mí. La seguridad había regresado a sus ojos, pero estos seguían dominados por la aprensión y las dudas. Me deslicé a su lado y la abracé contra mi pecho. La curva que formaba el colchón debido a nuestro peso nos acercó más de lo que ya estábamos, era como un pequeño nido, un lugar cálido y seguro en el que ambas podíamos ser felices y sentirnos seguras.

Miré por la ventana, era una noche de verano perfecta, el viento no soplaba en ninguna dirección, solo una ligera brisa se colaba hasta nosotras, habíamos dejado las cortinas del dosel abiertas y era agradable recibir su frescor en nuestra piel. Levanté una mano y recorrí la piel de Jadiet desde su hombro hasta su mano. Un leve estremecimiento recorrió su cuerpo ante mis acciones.

—¿Por qué no seguimos? —preguntó, deslizó su mano desde mi pecho hasta mi muslo, sus dedos se detenían a cada instante, como memorizando cada centímetro de mi piel, cada pequeña cicatriz que podía encontrar.

—¿Estás segura de querer seguir? —pregunté clavando mis ojos en los suyos. Una ráfaga particularmente fresca nos hizo temblar, sin embargo, aquellos ligeros escalofríos no se detuvieron cuando el viento se perdió en las esquinas de la habitación. Podía sentir su expectativa, así como sus nervios y los míos se mezclaban sin control alguno.

—No lo pediría si no lo estuviera. —Acarició mi mejilla y me dedicó una mirada tan especial que me sentí derretir en el lugar.

—Apenas estás segura de lo que sientes, Jadiet. Quiero decir, hace solo algunos meses que...

—¡Claro que estoy segura! —exclamó—. Además, eso no es un problema, hay gente que lo hace por menos de eso —agregó con petulancia.

—Si, por pasión desmedida y eso no es lo único que siento por ti. —Tomé su mano y la dejé sobre mi corazón—. Tú eres mi mundo, mi corazón late por y para ti. Eres lo único que me mantiene cuerda en este mundo lleno de oscuridad, traiciones y crueldad sin sentido.

Por un momento temí haber hablado de más. La mano de Jadiet se cerró sobre mi pecho, capturando entre sus dedos parte de las sábanas. Dio un tirón y me acercó a ella, a la par que liberó parte del material, sentí el frescor de la noche besar la piel de mis senos. Sin embargo, sus ojos nunca abandonaron a los míos.

—Yo por ti siento tanto que no puedo describirlo —empezó—. Por una parte, me siento confundida, pero por otra, siento que es lo correcto, que no has dejado de ser tú, incluso cuando eres Ialnar, siempre puedo verte en sus acciones, en sus palabras y en esos instantes comprendo que me enamoré de una persona, de ti. —Acunó mi rostro con su mano libre—. Y aunque a veces me confunde sentir todo esto por una mujer, en el fondo siento que es lo correcto, que te pertenezco tanto como tú me perteneces a mí.

Quedé pasmada ante sus palabras, aunque admitía estar confundida y eso rompía mi corazón, también aceptaba que algo sentía por mí y que no planeaba detenerse por nimiedades ¿Quién era yo para juzgarla y detenerla? Con cada segundo que pasaba el deseo y la adoración por ella crecían como las llamas de un incendio y devoraban paso a paso cualquier rastro de autocontrol que pudiera quedar en mí.

—Todo esto que siento por ti, provoca muchas cosas en mi —admitió Jadiet—. Mi corazón se acelera cada vez que te veo, mis manos, mis ojos y mi cuerpo entero se sienten atraídos y desesperados cuando te observo cabalgar o luchar. Son tantas emociones juntas que...—tiró de nuevo de las sábanas y las arrojó sobre mis hombros—, son tantas cosas que yo solo siento que sin esto moriré.

En un segundo pasó su pierna sobre mi cadera y se sentó a horcajadas justo sobre mi vientre. Sus labios buscaron los míos y nuestros gemidos de placer se mezclaron con los de alivio, por fin, juntas, los sentimientos que consumían nuestras mentes cada día habían encontrado la salida perfecta, el mejor escape que podrían haber imaginado.

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