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Descubrimiento

Todos mis músculos temblaban, el sudor bajaba por mi espalda y mis hombros protestaban ante el peso de Jadiet, aun así, resistí como me habían enseñado a hacerlo. Ignoré las protestas de mi cuerpo, las obligué a esconderse un lugar oscuro y olvidado de mi mente. Al llegar al otro lado debía estar lista para combatir y no podría hacerlo si mi cuerpo estaba concentrado en sus múltiples penas.

Empujé a Jadiet fuera de mi espalda en cuanto sentí tierra firme bajo mis pies. Desenvainé mi espada e ignoré el débil agarre que tenía sobre su mango. Para mi sorpresa, no me encontré con guardas dispuestos a rebanarnos el cuello, solo oscuridad y silencio. A nuestras espaldas se podían escuchar los gritos ahogados y las maldiciones de los guardias que revisaban el jardín. En cuestión de segundos descubrirían mis huellas o notarían la ausencia de Jadiet, sería suficiente para que empezaran a revisar los alrededores de la mansión.

—Vámonos —susurré.

El contacto de su mano en la mía, fiero y seguro, me ató a la realidad y llenó mi corazón de alegría, era una confirmación ciega de su confianza en mí. Corrimos hasta llegar a Galeón y agradecí en mi interior al verla montar sin problemas. Las cortas lecciones habían valido la pena. Subí detrás de ella, su cabello me hizo cosquillas en la nariz, olía a flores y a ella, solo a ella, un aroma dulce que me recordaba a las galletas y pastas de su casa. Tomé las riendas y nos llevé lejos de allí y hacia la posada, recogería mis cosas y nos alejaría todo lo posible.

Las horas nocturnas daban a la aldea un aspecto aún más lúgubre que el que poseía a plena luz del día. Si prestabas atención, podías escuchar el rasgar de pasos acelerados e ilegales, murmullos de miedo, placer y muerte, así como el llanto de algún bebé en alguna casucha de mala muerte. No quería dejar a Jadiet en un lugar así, pero tampoco podía llevarla a mi habitación en la posada, demasiados ojos curiosos se fijarían en ella y no tenía forma de saber si algún conocido se encontraba entre ellos.

—Quédate con Galeón, justo aquí, no te muevas a menos que debas huir —indiqué una vez dejé a Galeón bajo la que supuse era mi ventana—. Grita si te sientes amenazada.

—¿Y saltarás desde la ventana? —jadeó. Sus mejillas estaban sonrojadas y su pecho bajaba y subía sin control.

—Quizás, si es necesario. Espera aquí.

De un salto abandoné a Galeón y a Jadiet, sentí una punzada en el pecho al abandonarlos, pero era algo temporal, solo tenía que entrar a mi habitación y recoger mis alforjas, nada que me tomara demasiado tiempo.

La posada seguía concurrida, el mercader bebía ahora un nuevo vaso de licor de bayas y continuaba expresando su desaprobación ante la conducta libertina que se desarrollaba ante sus ojos. Aceleré el paso para superarlo, pero me vi prisionera en un agarre poderoso.

—Espero que no haya cometido algún pecado, señor —espetó. Sus ojos se encontraban desenfocados y su aliento apestaba a alcohol y comida rancia—. Le vi abandonar la posada, no iba acompañado, así que...

—Mis asuntos no son su problema, señor. —Tiré de mi brazo para liberarlo y me erguí cuanto pude—. Está hablando con un caballero de la casa de Eddand, está hablando con Ialnar, ungido por Lusiun para llevar el justo castigo a nuestras enemigas.

El mercader frunció el ceño e inclinó la cabeza, luego una sonrisa macabra se extendió por su rostro.

—Entonces, querido amigo, es su deber luchar contra esta pérdida de control ¡Mírelos! —señaló a su alrededor—. Perdidos en el placer y la bebida ¡Mujeres vendiendo su cuerpo! esto debe acabar o seremos castigados con años de oscuridad.

—No es mi deber —siseé y di un paso para alejarme de su lado. Mi corazón latía desbocado, como si contara los segundos que Jadiet pasaba sola, en la oscuridad, a merced de los bandidos y borrachos.

—¡Eres un ungido de Lusiun! ¡Pásalos por cuchillo a todos!

—Usted no me dice que hacer —protesté antes de darle la espalda y caminar a paso veloz hacia mi habitación. Por suerte, sus piernas estaban demasiado afectadas por el alcohol y no pudo seguirme.

Encontré mis alforjas en tiempo record, dejé una moneda de plata sobre la mesilla de noche y regresé sobre mis pasos, esta vez, procuré alejarme de la barra. El mercader aún se encontraba apoyado en ella y miraba el suelo, como esperando a que dejara de moverse para seguirme hasta la habitación y continuar con sus exigencias. Solo era un desquiciado más, un ser con ansias de poder y grandeza.

Corrí los pocos metros que me separaban de Jadiet, cada paso presionaba mi pecho, temía no encontrarla, ¿y si había decidido regresar a su casa?, ¿y si había sido atacada en mi ausencia? Di vuelta en la esquina y la encontré, sana y salva, acariciando la crin de Galeón con una mano. Sus ojos se concentraban en cada hebra, aliviados y atormentados a partes iguales.

—Todo estará bien —susurré para no asustarla. Jadiet dio un respingo y tensó sus hombros, pero relajó su postura al ver que era yo.

—No puedo evitar pensar que este es un terrible error y que estoy arriesgando tu vida en vano —confesó.

—No pienses más en eso. —Monté y entrelacé nuestros dedos sobre las riendas—. Yo me encargaré de todo y estaremos bien. Tú solo tienes que resistir una noche y un día de viaje, debemos alejarnos lo más posible de esta aldea. Nos separan un par de días de mis tierras, una vez en ellas estaremos a salvo de los hombres de tu padre.

—Puedo soportarlo —aseguró con firmeza y presionó mis dedos entre los suyos—. Lo que no podría soportar es que Keiv te haga algo. —Negó con la cabeza—. Es un renombrado guerrero, ha amasado una fortuna en batallas y se dice que pronto será nombrado capitán en el ejército de la casa de Daendir.

—Tienes que estar bromeando —mascullé. Por un instante me sentí como si me hubieran sacado el aire de un golpe. Si Jadiet tenía razón, podía estar ante una trampa, era demasiado irreal para tratarse de una coincidencia— ¿Estás segura de la casa?

—Sí, lo vi en su sobrevesta, el tigre cubierto en llamas ¿por qué? ¿son tus aliados? —inquirió con nerviosismo.

—No. —Sacudí mi cabeza y espoleé un poco más a Galeón para acelerar el paso—. No te preocupes, encontraré una solución a esto. Después de todo, tengo el favor del rey.

Jadiet negó con la cabeza, sus hombros empezaron a temblar y a mis oídos llegó un sonido ahogado, un pequeño hipido que rompió mi corazón en miles de pedazos.

—Jadiet, tú vales todo para mí y haré lo que esté en mis manos para defenderte y protegerte, no permitiré que regreses a casa de tu padre o que Keiv ponga sus manos sobre ti —rodeé su cuerpo con mis brazos y la estreché contra mí mientras ella se concentraba en sujetar las riendas—, me enfrentaré al rey si hace falta, pero no nos separarán —susurré en su oído con todo el ardor de mi corazón—. Solo confía en mí, por favor.

—Lo hago, Ialnar, confío en ti con todo mi corazón y todo mi ser. —Frotó su rostro en sus hombros para eliminar las marcas de sus lágrimas—. Sé que nunca podrías fallarme.

Me permití el crimen de regocijarme en sus palabras, en aceptarlas para mí, Inava, y no para el hombre que era en ese momento. ¿Por qué no hacerlo? Eran mías las promesas, eran mis palabras, eran mis sentimientos los que estaban perdidos por ella, mi corazón era devoto a ella, a su sonrisa y bienestar y nada ni nadie, ni siquiera mi absurda misión podrían cambiar eso.

Quizás, si lograba enamorarla de mí, de la verdadera Inava, olvidaría por un momento que me había disfrazado como Ialnar, olvidaría mi exterior y se concentraría en lo que podía ofrecerle, en lo feliz que era a mi lado y no en el engaño y en el disfraz que me veía obligada a llevar. Sería difícil, pero de seguro lo entendería, tenía que entenderlo, era la única cuerda de esperanza a la cual podía aferrarme, era lo único que me podría mantener con vida. Solo valía para ella, solo ella podía verme como era, valorarme como era, tenía que poder superar el engaño.

Tomamos pequeños descansos a lo largo del camino, Galeón necesitaba pastos frescos y agua para recuperarse. En esos instantes Jadiet se separaba y caminaba a nuestro alrededor, con la vista fija en el cielo nocturno. Sus ojos reflejaban las estrellas y su sonrisa era contagiosa. Podía ver en su piel el brillo de la libertad y como la alegría y la esperanza sustituían poco a poco el miedo que había en su corazón.

El amanecer nos encontró en medio de la nada, un pequeño bosque que nos separaba del siguiente poblado. El calor pronto empezó a ser insoportable, demasiado para tratarse de la primavera. Di un trago a mi cantimplora para luego ofrecerle un sorbo a mi dulce acompañante.

—Ialnar, bebí hace unos instantes ¿no crees que estás tomando mucha agua? —inquirió con curiosidad.

—No, solo tengo mucho calor —agité mi camisa—. No recordaba que la primavera fuera tan cálida.

—No lo es. —Casi pude sentir a Jadiet fruncir el ceño, trató de girarse, pero se lo impedí.

—No te preocupes, hemos cabalgado mucho, quizás solo estoy cansado —dije con desenfado—. Tienes razón, he tomado demasiada agua y debe alcanzarnos para llegar al próximo pueblo, he sido un idiota.

—No eres idiota, Ialnar, eres un guerrero, eres consciente de esos menesteres. Estoy segura que solo pensabas en mí. —Tomó mi mano y la presionó—. Quiero decir, soy una mujer, seguro piensas que soy mucho más delicada que tú y quieres mantenerme cómoda, pero puedo asegurarte que puedo resistir la sed sin problemas.

Asentí por deber y porque su mano contra la mía se sentía agradable, fresca, un seguro que me unía a la realidad.

—Eres una mujer muy valiente, Jadiet —susurré.

—Debo serlo. —Se encogió de hombros—. Viviré junto a un caballero de Luthier. Se supone que debo soportar con valor tus ausencias y aceptar tus afectos como si fueran los últimos, valorarte siempre y nunca lamentar tus batallas. La mujer de un guerrero sabe lo que acepta en su vida cuando es entregada a él.

Me quedé sin palabras, era como si una mano estrujara mis pulmones y me robara el aire. Por un lado, estaba indignada ante las enseñanzas que repetía sin cesar y por el otro, no podía evitar sentirme orgullosa de su temple y valor.

—No tienes que hacer nada que no quieras —dije por fin—. La vida no se trata de sufrir, aunque a veces lo parezca. Si alguien convierte tu vida en un tormento, estás en tu derecho de alejarte.

—En Luthier no existe tal derecho, Ialnar —respondió Jadiet escandalizada y sin desearlo, tiró de las riendas con fuerza. Galeón resopló en respuesta y por un momento tuve que sujetar las riendas para evitar que perdiera el control—. Siempre valoré tu forma liberal de ver las cosas, es lo que más me gusta de ti, tu consideración con mis sentimientos, pero esto... alejarme porque si... porque se hace duro, suena a rendirse, a renunciar a mi deber.

—Tu deber siempre debe ser contigo, Jadiet, en especial en este reino, no le debes nada a una tierra que te somete —dije sin control, era imposible morderme la lengua y detener mi discurso ahora.

—Lo que dices es un sacrilegio, Ialnar —Jadiet bajó del caballo—. No puedo creer que tu...

—¿Qué yo que? —jadeé—. Que no piense como los demás títeres de este reino —exclamé—. Creí que eso te gustaba.

—Una cosa es pensar diferente y otra convertirte en todo un apostata de nuestras creencias.

Bajé de Galeón y trastabillé ante la repentina pérdida de fuerza en mi pierna herida, no me importó. Algo en mi exigía ser liberado, escapar y dominar el aire que me separaba de Jadiet, no podía controlarlo. Las palabras se aventaban de mis labios al vacío y lo dominaban como si se tratara de feroces llamaradas de fuego incontrolable.

—¡Por tus creencias masacran personas inocentes! ¡Por Lusiun mueren niños, mujeres, ancianos y hombres! ¡Por su culpa tuve que acabar con mi mejor amiga! ¿Tienes idea de lo que le hicieron? ¿sabes lo que tuvo que sufrir? ¿lo que tuve que hacerle? Apoyé esta espada —desenvainé sin siquiera preocuparme por la expresión de horror que poco a poco dominaba la faz de Jadiet—, contra su pecho, contra su corazón ¡le rogué que guardara silencio! ¡Podría haberle salvado la vida! pero no, decidió mantenerse fiel a lo que creía, decidió pensar que solo era una traidora más, que todo lo que me habían hecho sufrir me había llevado a portar las armas y estandartes enemigos ¡Y quizás sea así! Porque también la maté, porque maté a Rakel y justo ahora no siento remordimientos por ello ¡Esa maldita mujer! ¿Tienes idea de lo que me hizo sufrir durante años? —Tiré de mi cabello— ¿Tienes idea de lo que ha sido ser yo dentro de las murallas? De lo mucho que tuve que soportar para que ahora deba convertirme en una mártir, para que ahora deba llevar toda esta carga sobre mis hombros ¡Por ellas maté a Yelalla y nunca lo merecerán! ¡No merecen su sacrificio!

—Ialnar, lo que dices no tiene sentido —Jadiet se acercó a mí con paso trémulo, inseguro. Extendió una mano en mi dirección y la apoyó en mi mejilla. No pude contenerme, incliné mi rostro sobre ella y le permití sostener el peso de mi cabeza— ¡Estás hirviendo! Sabía que algo raro estaba pasando.

—No me pasa nada, solo estoy harta de todas las mentiras, de todo el sufrimiento. Yo no valgo todas estas muertes, no valgo el sufrimiento de Gaseli ni de quienes quedaron sin alimentos gracias a esa estúpida incursión.

—No puedo creerlo. —Las manos de Jadiet tanteaban y tocaban mi cuerpo aquí y allá, parecían no tener control ¿qué esperaba encontrar?, ¿las pruebas de mis palabras? Solo tenía que meter su mano en mis pantalones, no era tan difícil.

—No es tan difícil de descubrir —balbuceé. El mundo por fin perdió color a mi alrededor. Me sentí desaparecer, solo para regresar a la realidad en sus brazos.

—Quédate aquí, buscaré refugio. No puedes viajar en ese estado.

Oh, no tenía que mentirme, bien podía abandonarme en el bosque. Nadie me echaría en falta, quizás solo Eneth y Enael. La primera a causa de sus delirios de grandeza y el segundo, oh, el segundo no merecía nada de lo que estaba por descubrir, Enael era demasiado bueno para este mundo. No merecía mis mentiras ni las falsas esperanzas que depositaba en sus manos.

Me perdí en la suave brisa que acariciaba mi piel, en el calor del sol que abrasaba mi cabeza y mi cuello. Mis mejillas ardían, mis piernas latían sin control. Quizás Jadiet me había traicionado, quizás me encontraba en las llamas de alguna pira, iba a morir entre las llamas, tal y como merecía por haber llevado la muerte a mis amigas y hermanas de armas. Sonreí, lo merecía, ardería hasta consumirme y convertirme en un montículo de cenizas insignificante, tal y como siempre lo había sido.

Desperté para encontrarme con paredes rugosas de madera y un techo lleno de humedad. Reí, se suponía que la ceniza no podía ver ¿o sí? Ese debía ser el castigo de la Gran Madre, dejarme ver el mundo como ceniza, desde el suelo, donde debería permanecer hasta el final de los tiempos.

—Se infectó la herida en tu pierna —susurró Jadiet. Parpadeé ¿la ceniza parpadeaba? Vaya ceniza era. Reí ante la ironía de mis ideas—. Por favor, Ialnar, necesito que te concentres —rogó—. No sé qué hacer.

Algo en aquella voz quebrada por el llanto y la desesperación empujó el velo de estupidez y autocompasión que cubría mi mente. Era Jadiet, a mi lado, no me había abandonado. Sonreí, era más de lo que merecía, no podía defraudarla ahora.

El lugar se hizo más claro, era una cabaña pequeña, con estanterías cargadas de envases y algunos ganchos en el techo. Una cabaña de caza. Forcé mi mente a trabajar y esta respondió como un molino oxidado. Era un refugio seguro en primavera, si los cazadores de Luthier eran como los de Calixtho, respetarían la primavera, permitirían que las hembras cuidaran de sus crías hasta el otoño. Solo cazarían conejos, palomas y otros pequeños animales, mismos que no requerían del uso de un refugio de caza como este. Vaya ironía, nuestra seguridad dependía de la moral y buen juicio de los cazadores de Luthier.

—Lo mejor será que busque un doctor —repuso Jadiet—. Él sabrá que hacer.

Entré en pánico, si bien en el fondo deseaba morir, dejar este mundo y sus problemas atrás, ahora que estaba consciente de mis entornos, esa era una pésima idea. La responsabilidad que había sobre mis hombros, aunque insoportable, no podía ser ignorada. No ahora. Ya pagaría mis pecados y culpas luego, rendirme no era una opción, por atractiva que esta pudiera ser y para eso debía permanecer con vida, sufriría las consecuencias en carne propia, eso era lo correcto.

—No, un doctor no, Jadiet —clavé mis ojos en los suyos—. No necesito de un doctor. Cuídame —tosí—, cuídame tu, utiliza las hierbas que están en mis alforjas, es todo lo que necesitas —aconsejé entre jadeos, poco a poco mi agarre sobre la realidad volvía a fallar, lo sentía escaparse entre mis dedos, casi como si la vida misma me abandonara.

—Necesitas un doctor...

—Si llamas a uno, me matarán —confesé, segundos después la cabaña perdió sentido y color. Estaba en sus manos ahora, me había entregado por completo en manos de Jadiet, de ella dependía mi vida.

Mi mundo se limitó a un torbellino de oscuridad, a un conjunto de sombras, cada una más profunda y aterradora que la anterior. Algunas me sujetaban con sus garras y me arrancaban la carne, otras se introducían en mi boca y la llenaban con auténticas llamaradas de fuego que viajaban hasta invadir mis pulmones y entrañas. Las restantes se adueñaban de mis ojos y oídos, a los primeros los arrancaban de sus cavidades y a los segundos los explotaban con sus uñas viciosas y afiladas.

Justo cuando creí no soportarlo más, un punto fresco y agradable nació en mi piel, uno que poco a poco se fue extendiendo y dominando las sombras hasta hacerlas desaparecer, solo para dejar a su paso una maraña de piel ardiente y sentidos destruidos.

Al abrir los ojos me encontré con la figura borrosa de Jadiet sentada a los pies de la humilde cama. Parpadeé para aclarar mi visión, quería entender su expresión, brindarle las respuestas correctas las dudas que surcaban sus ojos.

—Jadiet, yo... —empecé, pero tuve que detenerme por la resequedad que dominaba mi garganta. Jadiet me tendió mi cantimplora y esperó paciente, tan paciente como una tormenta a punto de estallar, a que terminara de beber.

Di tragos lentos, sabía que todo acabaría en cuanto el agua aliviara mi sed. Aproveché la oportunidad para juzgar el daño. Mis piernas se encontraban desnudas sobre las sábanas, la herida de la espada cicatrizaba bien, aunque ahora lucía mucho más profunda y los bordes separados estaban unidos con un nuevo hilo.

—Lo hice yo —confesó Jadiet—. Tengo experiencia como costurera, no es tan diferente. —Su voz se escuchaba ahogada, forzada a través de su cuello.

—Gracias, es un buen trabajo —respondí con la esperanza de ganar algo de tiempo, pero un vistazo a Jadiet fue todo lo que necesité para entender que nada ni nadie me salvarían de lo que ocurriría a continuación—. Adelante, soy toda oídos —invité mientras señalaba mi ropa interior, ahora libre de aquella bola de tela que había resultado tan efectiva para engañar a Enael y a quienes se fijaran en tales detalles.

—Todo este tiempo—masculló con voz entrecortada, tomó aire como si este se le hubiera acabado—. Siempre ocultándote. Engañándome —siseó con los ojos llenos de lágrimas y la cara contorsionada en líneas de asco y desesperación.

— Estoy en una misión para mi reino y te cruzaste en mi camino. Fue verte y perderme en ti—confesé—. No tuve otra salida, tenía que hacerlo, no podía dejarte allí, no podía simplemente ver cómo te entregaban a alguien que iba a lastimarte, que quería destruir tu vida —balbuceé—. No puedo ver como malgastas tu vida cuando tienes tanto para ofrecer y cuando mereces recibir el mundo entero a tus pies.

—¿Y se supone que me lo darás tú?, ¿qué me darás amor? —escupió aquella palabra como si fuera el más amargo veneno. Mi corazón dio vuelta en el pecho, sus palabras lo golpeaban, estrujaban y martirizaban a voluntad, porque eran ciertas. Yo no podía darle amor, porque ni siquiera sabía lo que significaba tal palabra ¿cómo podía saberlo?

—Puedo darte libertad.

—Me has convertido en una traidora a mi pueblo —espetó ella—. Solo estoy a tu lado porque es el lugar más seguro para mi ahora —bufó—. Escapar de la casa de mi padre es un crimen que se castiga con la muerte. Ya no soy pura, ya no soy digna de un buen matrimonio. Solo puedo seguir tu pantomima y esperar que tus planes te lleven a la muerte, heredaré un feudo y podré casarme y recuperar mi honra —explicó con cinismo—. Y tú deberás aceptarlo, porque te juro —sacudió un dedo amenazador frente a mí—, que, si no lo haces, no me importará contar la verdad y morir, porque te arrastraré conmigo a la tumba.

Me quedé sin palabras, algo en mi interior se había roto, como un hueso, un crujido dominó mis oídos, mi respiración. Mis labios temblaron sin control y mis ojos se anegaron en lágrimas ante el ardor que se expandía en mi pecho. Mi misión y mi vida estaban a salvo, pero ¿a qué precio?

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