Derrota
Keira y Ebbe estaban allí para vernos marchar. La primera llevaba en sus facciones las líneas típicas de la preocupación y la pena, aunque se esforzaba por ocultarlas bajo la fría aceptación del deber y el destino que deben de cumplir los hijos. Ebbe se notaba más tranquilo, podía ver que le afectaba a sobremanera no acudir a la batalla, pero entendía la importancia de su nueva posición en el feudo.
Mientras todos se encontraban reunidos en la entrada, el carruaje que llevaba a Jadiet, Lamond, Audry y Sianis partiría por caminos menos oficiales y concurridos. Aprovechando la distracción del magno evento, partieron siguiendo un camino sencillo y perdido ubicado detrás de mí castillo. Solo Ebbe conocía el paradero de Jadiet y tenía mi orden expresa de no comunicarlo con nadie. Si el rey o un enviado indagaban sobre su paradero, debía de mentir alegando que no se encontraba bien.
—Entiendo con esto que teme algún movimiento deshonesto de nuestro rey —inquirió en cuanto le comuniqué tales órdenes.
—Es el representante de Lusiun en la tierra, Ebbe, pero sigue siendo un hombre y no me agradaron sus avances sobre Jadiet en el palacio. Confío en que entiendes lo delicado del asunto.
—Por supuesto, señor.
No había mirada más sincera ni corazón más dispuesto para el bien que el de Ebbe. Habría defendido a Jadiet del rey Cian si yo se lo ordenaba, pero no lo colocaría en esa posición ni tampoco era capaz de arriesgar de tal manera a Jadiet. No, lo mejor era mantenerla alejada de mis tierras todo el tiempo posible. Con algo de suerte, Cian solo se mantendría al tanto del avance de nuestra misión y poco más.
El cadencioso paso de los caballos y los guerreros nos arrulló durante horas. En un momento dado Enael y Ureil me flanquearon. Sus caballos llevaban alforjas similares a las mías, cargadas casi en su máxima capacidad con los venenos que tanto nos había costado elaborar. El silencio ocupó el espacio que nos separaba a los tres, el aire estaba lleno de energía y tensión. La piel de Ureil destacaba por su palidez y humedad. Por suerte, su nerviosismo podía pasar por tratarse de su primera batalla.
Ese terror a la muerte, la emoción que rodeaba el corazón y que daba a cada uno de sus latidos un sentido y una importancia únicas. Sonreí en su dirección y palmeé su hombro.
—No hay nada que temer. —Solo era un señor calmando a un escudero. Los guerreros a mi alrededor bajaron la cabeza en señal de respeto y nos dieron espacio. No querían presenciar cualquier situación en la cual Ureil pudiera deshonrarse a sí mismo.
—No tengo miedo, mi señor —aseguró con firmeza. Levantó la barbilla y cuadró los hombros—. Soy consciente de mi deber y de lo que se espera de mí para cambiar el mundo. —Estrechó las riendas entre sus dedos como si se trataran de una cuerda que lo ataba a la vida y la realidad.
—Está bien temer, Ureil. Nadie espera que hagas un gran sacrificio. Enael y yo...
—Estaremos a tu lado, pero no tomaremos en nuestras manos tu trabajo. Si quieres convertirte en un guerrero, debes vivir con las consecuencias de tomar una vida, o varias. No hay otro camino, no hay escapatoria. O lo aceptas o huyes de aquí —espetó Enael con severidad. Ureil se encogió en su armadura.
—¿Disculpa? Enael, ¿qué sucede contigo? —siseé. Sentí crecer la indignación y la ira en mi interior. ¿Quién se creía que era para hablarle así?
—Soy realista, Ialnar —bufó—. Si no se consideraba apto para esta misión bien pudo quedarse en el castillo. Yo no enseño a cobardes. —Espoleó su caballo y avanzó hacia las líneas principales, aquellas que escoltaban los alimentos y los barriles con vino y cerveza que no habíamos entregado a Helton.
—¿Qué sucedió? —pregunté a Ureil—. No puedo tener a mis dos aliados peleados y menos ahora.
Ureil mordió su labio y negó con la cabeza, luego tomó una bocanada de aire y miró hacia el cielo. Pude ver en la comisura de sus ojos las lágrimas que se negaba a derramar a base de pura fuerza de voluntad y orgullo.
—Peleamos hace unos días. Cuando fui a visitar a mi padre —suspiró—. Quería que lo matara, que acabara con todo de una vez. Que me hiciera propietario del feudo de mi padre y cambiara todo, justo como hiciste con el tuyo —acarició la crin de su caballo—. Estuve a punto de hacerlo, Enael es un buen maestro, pero no pude clavar lo suficiente mi espada. Eosian será un monstruo, pero es mi padre, fue quien me enseñó a utilizar una espada y a cabalgar, los pocos recuerdos felices superaron con creces todo el daño que me hizo y no pude acabar con él.
—Eso no te hace menos guerrero, Ureil, es tu padre. Alzar tu espada en su contra es un crimen terrible y antinatural —concluí. Enael empezaba a asustarme, estaba dispuesto a llegar a límites infranqueables con tal de cambiar Luthier. Tendría que vigilarlo de cerca.
—Explícale eso a Enael. Cree que soy un cobarde que teme alzar su espada y matar a su enemigo.
—No eres cobarde, Ureil y que estés aquí, a nuestro lado, dispuesto a cargar con esta misión a tu edad, lo demuestra. Ningún chico de...
—Hombre, soy un hombre. Adulto, tengo dieciséis años —aclaró—. Además, a esta edad ustedes también levantan sus espadas y van por allí matando enemigos, no es un rasgo tan especial.
—No se trata de eso —negué con la cabeza—. Una vez que quitas una vida, por necesario que parezca o por muy correcto que sea en su momento, cargas en tu alma con una mancha que jamás desaparecerá. Ser un guerrero no es fácil, Ureil.
—Tampoco es que desee serlo —suspiró y miró sus manos. Envidié su equilibrio perfecto para mantenerse erguido en el caballo sin sujetar las riendas—. Quiero ser un sabio, un estudioso, un gran escriba.
—Entonces, con mayor razón eres un valiente. Estás recorriendo un camino lleno de espinas que no es el tuyo, pero que eventualmente te ayudará a llegar donde deseas estar. Las muertes y las batallas no te hacen un guerrero, Ureil, sino el valor para tomar decisiones necesarias para tu vida, en especial si estas van contra todo lo que cree el resto de la sociedad.
Ureil asintió y sonrió aliviado, era evidente que su corazón se encontraba en paz y su mente había dejado ir parte de la carga que le agobiaba. Suspiré. Enael estaba perdiendo el norte, su necesidad de venganza empezaba a dominar su alma jovial y amable.
—Ureil, si Enael planea algo así de nuevo, comunícamelo —ordené en un susurro—. No podemos actuar con tanta agresividad o nos arriesgamos a ser descubiertos.
Los días transcurrieron sin muchos cambios, alcanzamos el feudo de Eosian y sus hombres se nos unieron. El gigante calvo estaba en cama, aún afectado por la herida que la espada rápida de su hijo le había provocado. Seguía el feudo de Helton y a partir de ese momento, quedaríamos bajo sus órdenes directas.
Me concentré en disfrutar de la tranquilidad del viaje. Pese a ser una fuerza tan numerosa, los hombres estaban tan convencidos de la pureza y justicia de esta misión que habían resuelto no cometer ningún exceso pecaminoso en las poblaciones libres que nos cruzábamos en el camino. Creían fervientemente que cualquier pecado podría manchar nuestro camino y con ello, perder el favor de Lusiun. Todos soñaban con las riquezas que saquearían en Calixtho, las esclavas que capturarían y los terrenos que les serían adjudicados por su valor en batalla.
Si antes tenía mis dudas sobre el uso del veneno que bailaba en el interior de los contenedores de cuero, estas desaparecían poco a poco con cada una de sus palabras, de aquellos sueños oscuros que solo se transformaban en pesadillas en mi corazón.
Traté de mantener mis noches ocupadas, solo descansaba lo necesario. Escucharles era insoportable, contener mi mano era cada vez más difícil. Solo los ojos atentos de Enael y Uriel evitaban que cometiera una locura.
—¿Señor? —llamó uno de mis soldados un día— ¿Cree que me será entregado un terreno? Quiero cultivar la tierra una vez me retire, quizás casarme con una mujer de Calixtho. Sé que son malas mujeres y que solo me dará hijas, pero puedo hacerme rico con sus dotes. Es el plan perfecto, lo tengo todo tan bien pensado ¿qué opina? ¿me dará tierras?
Galeón protestó ante la excesiva presión que ejercían mis piernas contra su cuerpo. Mis manos parecían cosidas a las riendas, no respondí ni me moví. De hacerlo habría desenvainado. Por suerte, Ureil acudió en mi rescate.
—No moleste al señor con estupideces, soldado.
—¿Quién te crees que eres, mocoso?
—Deja en paz a mi escudero, basura. Regresa a tu grupo y no molestes más. La ambición es también un pecado que puede llevarnos a la perdición en esta misión —sentenció Enael en voz alta. Centenares de pares de ojos cayeron como avispones sobre aquel soldado desgraciado. Contuve una carcajada, quienes ahora lo juzgaban habían pasado las horas muertas soñando despiertos con sus nuevas vidas, con riquezas y tierras tan extensas que la vista no podía apreciar sus límites. Cada día me sorprendía un poco más la hipocresía de quienes juraban seguir al pie de la letra los preceptos de Lusiun, preceptos que bien podían ser falsos.
—Maldita sea —gruñí. Los pergaminos antiguos aún permanecían ocultos en el castillo. Había olvidado por completo revisarlos. Espoleé a Galeón y corrí a toda velocidad hasta las líneas delanteras de la compañía, la frustración era el mejor combustible para mí y el viento fresco que acariciaba mi rostro el único alivio que podía encontrar ante mi infinita ignorancia y negligencia.
Mantuve aquel paso acelerado durante un par de minutos, el movimiento de los músculos de Galeón me conectaba con la tierra y con la realidad. Con los errores que no podía corregir y con las oportunidades que podía encontrar si pensaba lo suficiente. Nadie podía culparme ni juzgarme, no se encontraban en mis zapatos. Por eso yo era mi única juez y verdugo. No sabía si eso era mejor o peor. Si solo hubiera sido una guerrera que cometía un error, me habría sometido a la justicia de mi superior. Ahora que estaba por mi cuenta, no había nadie a quien responder, a quién confesarle mi falta de tacto, de atención. Mi corazón había obnubilado mi razón.
Por suerte no tuve que esperar mucho para distraerme. Unas horas después encontramos la siguiente parada en nuestro viaje.
Helton esperaba por nosotros a las afueras de su feudo, sus fuerzas se unieron a la avanzada y tal y como habían predicho Shalus y Ukui, fui relegada a la retaguardia, con los suministros y alimentos.
—No es una mala posición, no hay tarea más noble que cuidar los alimentos que nos mantienen en marcha —dijo Helton con una sonrisa cínica.
—Por supuesto, mi señor. Usted es quien porta el estandarte real —fingí una gran y profunda reverencia, no podía comportarme como el perfecto caballero servil, pero tampoco debía demostrar rebeldía. Tal era la falsedad que los guiaba. Mi sonrisa decía que estaba de acuerdo y mis ojos solo lanzaban dagas en su dirección, con aquella expresión logré satisfacer su ego y a la par, mantener la cubierta perfecta para lo que estaba a punto de hacer. El bosque se acercaba y con él, el momento de la verdad.
***
La noche nos atrapó justo en lo profundo del bosque. Como era costumbre los hombres se desperdigaron para cumplir cada uno con su labor asignada. Era un caos controlado en el que unos se encargaban de levantar las tiendas, otros encendían el fuego y algunos cazaban para probar algo de carne y no ir a dormir con el estómago lleno de conservas y pan rancio.
La actividad desaparecía cerca de la medianoche, cuando la luna brillaba en lo alto. Aquella sección del bosque tenía una gran cantidad de árboles, por lo que solo se colaban pequeños haces de luz que harían de nuestra fatídica misión algo más sencillo.
Enael y Uriel se encontraban a mi lado, cada uno en su respectivo saco de piel, dormíamos juntos todas las noches con el objetivo de no levantar sospechas entre los demás nobles. Mis generales lo tomaban como algo normal, sabían lo mucho que confiaba en Enael, Ureil era su escudero, así que era lógico que no abandonara su lado ni para ir a dormir.
Nuestra fogata crujió y algunas pavesas se levantaron con el viento y se perdieron en la oscuridad de la noche. El ambiente era cálido, así que solo se utilizaban con el fin de iluminar nuestro campamento y poco más, no queríamos llamar la atención. Por eso las construíamos en pequeños agujeros en el suelo, no iluminaban demasiado y cumplían con calentar la comida y proporcionar luz suficiente para nuestras necesidades. Además, podías apagarlas de una patada.
Ureil fue el primero en alertarnos, el momento había llegado. El campamento estaba en calma, los vigías se encontraban en sus puestos, la mayoría vigilaban las armas y los caballos. Los suministros estaban demasiado cerca, era sencillo alterarlos.
—Yo iré primero —advertí a Enael. Él asintió y permaneció en su saco, inmóvil. Ureil se sacudió, pero contuvo sus movimientos en cuanto Enael le dedicó una mirada cargada de reproche.
Me arrastré fuera de mi saco, metro a metro logré alcanzar la zona de oscuridad que se convertiría en mi resguardo, allí estaba mi alforja, cargada de envases de cuero abarrotados con las mezclas mortales que en unas horas llevarían al gran ejército a arrodillarse ante Calixtho. Sostuve uno de los envases en mi mano y los otros dos los colgué a mi cuello. Regresé al suelo y me arrastré a través de la hierba y el reseco suelo del bosque hasta mi objetivo, los barriles de agua. Eran pocos, preferían beber vino y cerveza. Vertí la mitad del primer envase en los barriles, luego el resto lo dediqué a los barriles de cerveza. En el vino vacié la segunda cantimplora de cuero.
Me detuve un momento a escuchar lo que me rodeaba. Había silencio absoluto. No se movía ni un insecto, solo mi corazón y el sudor en mi sien y espalda. Me tocaba alcanzar el pan, durante el desayuno los soldados devoraban una mezcla de pan remojado en cerveza. El problema era que la carreta se encontraba a la penumbra de una de las fogatas y podía escuchar voces quedas a su alrededor.
No podía cambiar el plan, debía actuar. Me deslicé hasta alcanzar los barriles llenos de nabos en conserva. El pestilente aroma del vinagre empapó mi nariz y llenó mi garganta de llamaradas de fuego frío. Contuve un estornudo, deslicé la tapa de una de las cajas de pan y vertí un generoso chorro de veneno sobre ellos.
Al deslizar la tapa, esta cayó sobre uno de los soportes. El ruido fue seco y quedo, no llamaría la atención de nadie durante el día, pero era de noche. Las conversaciones de los vigilantes se detuvieron.
—¿Escuchaste eso?
—Vino del pan.
—Debe ser algún egoísta aprovechando la oportunidad para comer de más.
—Lo haré vomitar a golpes.
No había tiempo para arrastrarme de regreso, me incorporé y corrí entre las filas de barriles y cajas. Mis pies parecían romper cada rama en aquel maldito bosque. Corrí como si me persiguiera el rey para desollarme. Podía escucharlos cada vez más cerca, dando voces de alerta y lanzando maldiciones y amenazas al aire.
Por suerte, mi saco se encontraba cerca, miré hacia atrás, las luces de las antorchas se acercaban cada vez más, algunas se perdían entre los barriles, otras me perseguían. Di un salto y me deslicé dentro de mi saco. Escondí las dos cantimploras de piel bajo la capa doblada que fungía como almohada y cerré mis ojos. Segundos después sentí el brillo de la antorcha contra mi rostro.
—Ey, idiota, es el señor Ialnar, no vayas a despertarlo.
—Quien quiera que estuviera robando pan corrió por aquí, debió despertarlo.
—Calla, no quiero tenerlo en mi contra, sabes lo que pueden hacer esos malditos con nuestra recompensa si nos cruzamos en su camino o los molestamos sin una razón de peso.
—Pero era un ladrón...
—Los ladrones solo importan cuando afectan sus arcas o es un soldado que odian, no nos convirtamos en uno. Regresemos a nuestro puesto, quizás ese ladronzuelo necesitara de ese pan.
Las voces y pasos se alejaron. Esperamos unos minutos más, Enael procedió a salir de su saco de dormir, pasó a mi lado y se dirigió al escondite. Minutos después regresó con ellas atadas al cinto. Ureil separó los labios para decirle algo, pero Enael solo levantó una ceja y con una mirada furiosa le conminó a guardar silencio. La suya era la misión más complicada, alcanzar la avena y los granos de cebada destinados al desayuno de los caballeros y recolectar porciones suficientes para los tres antes de contaminarlas. Así no llamaríamos la atención ni moriríamos de hambre.
Ureil y yo esperamos, el cielo estrellado sobre nosotros parecía burlarse de nuestra intranquilidad y nuestros corazones desbocados. El tiempo pasaba, los susurros de los vigías discurrían con el viento y en ocasiones, algún animal chillaba en la oscuridad, con cada ruido dábamos un respingo. Era mucho peor esperar que actuar, casi prefería haber ido yo a repartir todos los venenos y no dividirlos entre los tres.
—No le daré mi porción si es eso lo que piensa —dijo Ureil con ferocidad—. Es mi deber y cumpliré con él.
—Pero...
—Es mi primera misión, quiero cumplirla —golpeó el suelo con el borde inferior de su puño—. No pueden seguir protegiéndome como si fuera un niño. No lo soy.
—Está bien —cedí—. En cuanto regrese Enael será tu...
Gritos rompieron el silencio de la noche. Algunos soldados despertaron, otros solo dieron media vuelta y continuaron durmiendo. Era trabajo de los vigías encargarse de las amenazas, todos habían desempeñado tan amarga e ingrata labor en algún momento y habían sido abandonados por sus compañeros. Ahora pagaban con la misma moneda.
Empuñé el mango de mi espada con una mano y con la otra sujeté un puñado de hierba y tierra. No podía hacer nada por Enael si era capturado. Solo escapar y asegurarme de llegar a Calixtho antes que ellos. Jadiet me encontraría, ella sabía que debía dirigirse a mi reino si era descubierta, tenía la carta en su poder.
Por un instante temí que la hubiera quemado en la chimenea, considerando lo fogosa que era su personalidad, era capaz de saltarse cualquier indicación y dirigir ella misma la rebelión. Bufé, no era momento para pensar en las desafortunadas decisiones de Jadiet y si en la torpeza de Enael. No podía ser capturado.
En un momento sentí un golpe a mi diestra. Desenvainé mi daga y me dispuse a apuñalar aquello que me había golpeado. Un pie, una mano, no importaba, no me dejaría atrapar. No caería en sus mazmorras. No sería torturada.
—Quieto, soy yo —gruñó Enael—. Finge que duermes.
De nuevo los soldados llegaron a las cercanías de nuestra fogata. Musitaron algunas maldiciones contra los ladrones de grano y regresaron a sus posiciones. Ureil tomó aire y se deslizó fuera de su saco.
—Espera, yo lo...
—Déjame en paz, Enael. Cumpliré mi misión.
Y con aquellas últimas palabras desapareció en la oscuridad. La suya era una misión simple, envenenar las carnes saladas que reposaban en unos barriles cercanos. No era un lugar custodiado con celo. Pocos robaban carne para una merienda rápida de media noche, había que cortarla con un buen cuchillo y eso demoraba demasiado. Los blancos siempre eran las bebidas alcohólicas, las conservas y el pan.
—Sea lo que sea que los divide, supérenlo, no pueden tener peleas estúpidas en plena misión —reproché a Enael.
—Ese no es tu problema.
—Es un joven sensible, no lo presiones ni lo lances a la oscuridad, no quiere caer en ella, Enael.
—Tonterías, es un guerrero.
—No lo es, es un escriba en formación. Uno que debe saber manejar una espada, pero nada más.
El regreso de Ureil detuvo nuestra discusión. No había sido descubierto. Uno a uno, arrojamos las cantimploras al fuego. No había que dejar rastro de nuestro crimen. El ocre olor del cuero al quemarse fue llevado por el viento hacia el interior del bosque. Con suerte, en unas horas todos estarían demasiado enfermos como para seguir, las fuerzas se dividirían y el ataque sería suspendido.
Llené mis pulmones de aire, por primera vez respiraba con libertad. Todo acabaría en unas horas. Cian y Calixtho se verían satisfechos, no habría derramamiento de sangre en vano y los traidores a la corona caerían, llevándose con ellos la estabilidad del reino y el plan que había compartido con mis aliados.
No los arriesgaría más de lo necesario. Después de todo, por muy juntos que estuviéramos o lo fuertes que fueran nuestros lazos, esta era mi misión.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro