Confrontación
La puerta de mi habitación fue violentada por una fuerza ingobernable de la naturaleza llamada Jadiet. Me quedé atrás el tiempo suficiente para ordenar a los sirvientes y guardias que se mantuvieran alejados de la zona y que mi esposa y yo teníamos asuntos que arreglar.
—Faltaría más, señor —respondió uno de los soldados, su expresión era traviesa—. Después de un duelo como ese, estoy seguro que se merece todo lo que ella tenga para entregarle y más.
Negué con la cabeza. Quizás era demasiado blanda con ellos, quizás era así como se comportaban con Ialnar. Todo libertad y confidencias.
En el fondo, deseaba que fuera así. No era ajena a las emociones de los banquetes antes y después de una batalla, esos instantes en los cuales la vida pasaba a ser más importante que todo lo demás porque acabas de enfrentar la muerte a la cara y sobreviviste o porque estás por enfrentarla y el miedo es un vigorizante poderoso.
Eran celebraciones importantes para una recluta, nos permitían comer con las guerreras, quizás ser afortunadas y compartir un poco más que infinitos riachuelos de vino y carne asada. Era un bautizo, un ritual que marcaba nuestro paso de simples reclutas a reclutas con el privilegio de luchar hombro con hombro junto a las verdaderas guerreras.
Esa era la emoción que ahora corría por mis venas. Estaba viva y Keiv no, respiraba y él no, había defendido la honra de Jadiet y por fin seríamos libres de su padre. Quizás tendría que enfrentar una queja formal de parte de Daendir, pero me tenía sin cuidado.
Sin embargo, encontrarme con un par de ojos furiosos, tan afilados como flechas de acero aplacaba el frenesí en mi sangre. Jadiet tenía que hacer frente a otro engaño, sí es que tenía la cara de llamarlo así ahora que me había rechazado y dado la libertad.
No esperó a que cerrara bien la puerta a mis espaldas cuando lanzó una feroz bofetada a mi rostro. Se lo permití. Mi sangre aún estaba poseída por el fuego, no dolió y solo alimentó el ardor que pugnaba por salir de mi pecho y que con cada inspiración buscaba doblegar el miedo a sus palabras y su juicio.
—¡¿Qué crees que estás haciendo, Inava?! —siseó con los puños tan apretados que sus nudillos estaban blancos. Iba directo al grano, sin rodeos. Dio una vuelta en su lugar y rechinó sus dientes.
—Disfrutando lo único bueno que hay en mi vida. Enael es un hombre maravilloso —respondí con la misma gracia de un ariete que toca a la puerta de una fortaleza.
—Es un hombre que cree que eres uno. No sé qué es peor. —Enterró los dedos en su cabello y empezó a pasear en círculos—. Él es un pecador y tú le estás engañando.
—¿Y eso por qué te importa? —inquirí. La indignación burbujeaba en mi pecho. Ella me había rechazado, no tenía derecho a reclamarme nada.
—No es agradable encontrarlos besándose en las esquinas —dio un fuerte pisotón al suelo.
—No tengo nada que responder ante ti. Si quiero besuquearme con él lo haré.
—¡Estás casada conmigo!
No pude evitarlo y una carcajada amarga escapó de mis labios, ¿cómo se atrevía a reclamarme algo así?
—No te debo nada, Jadiet.
—Claro y yo te debo todo y por eso debo aceptar que estés con él, como buena esposa de Luthier que soporta a las amantes de su marido.
—Si te sirve de consuelo, todo esto empezó mucho antes de conocerte —gruñí. No quería ser un idiota más de Luthier, pero lo cierto era que cada vez que daba vueltas a la idea me sentía un insecto rastrero. ¿La solución? Hundirme más—. No me debes nada, Jadiet.
—Eso suena mucho mejor —exclamó casi al borde de la histeria—. Yo soy la amante.
Mechones de su cabello habían logrado escapar de su complejo peinado y enmarcaban su rostro cada vez más con cada sacudida y tirón de sus manos.
—No sé qué te molesta. No quieres nada conmigo, soy una mujer.
—Ante todos los demás eres mi marido y ahora más que nunca soy tuya. —Se acercó a mí con tanta energía en sus pasos que me vi obligada a retroceder—. Mataste a un hombre en mi nombre ¡Por Lusiun!
—Tu accediste a todo esto —recordé.
—Claro, mi vida corría peligro, aún lo hace si es que eres tan idiota como para mantener una relación antinatural con ese capitán de poca valía. Estoy a tu lado, apoyando una misión contra mi reino natal ¡Es una locura! —gritó en mi cara— ¿Y todavía me pides que soporte algo más?
—Puedes huir en la noche, escapar hacia Calixtho. Enael estaría encantado de ayudarte a llegar—ofrecí a toda prisa, en cuanto aquellas palabras abandonaron mis labios, una gruesa columna de fuego invadió mi pecho. No quería alejar a Jadiet, pero lo haría si ella lo pedía—. Puedes pedirme lo que quieras —susurré con sinceridad. Su dulce aroma inundaba mi espacio, sus labios demasiado cercanos a los míos destruían toda ira que pudiera sentir contra ella.
—¿Y encontrarme con miles de mujeres cómo tú? —dijo con asco. Esbozó una sonrisa torcida—. Prefiero quedarme aquí y hacer de tu vida un infierno antes que acercarme a unos metros de esas desviadas. —Había veneno en su voz, ácido, amargo, lleno de tanto odio que por un instante sentí mis ojos nublarse y mis sentidos perderse.
Pronto, todo rastro de calor desapareció para convertirse en la más helada de las tormentas. Sin poder contenerme sujeté sus hombros y cambié nuestras posiciones. Ahora era ella quién estaba de espaldas a la puerta.
—Dime que no te gusta, que te da asco y me alejaré. Creeré tus palabras y te dejaré hacerme la vida un infierno —jadeé antes de levantar su rostro y guiar sus labios hacia los míos. El choque fue repentino, fuerte y apasionado, sin ningún control o cuidado. Presioné mi cuerpo contra el de Jadiet, esperaba una reacción, cualquier cosa de su parte.
Sus labios se separaron y recibieron mi lengua como si se tratase de una vieja amiga. Sus manos buscaron mi cuello y empuñaron la cota de malla que se acumulaba en él. Inclinó su cabeza y no pude hacer otra cosa más que dejarme llevar y enterrar mis labios, mis dientes y todo de mí en la elegante extensión de su cuello y su garganta.
Permití que mis manos bajaran a sus caderas y tiraran de su vestido en mi dirección, eran demasiadas capas de tela separándonos, obligándonos a detenernos y pensar.
No quería pensar. Quería dejarme llevar por el burbujeo en mi sangre, por el delicioso dolor que empezaba a acumularse en mi vientre.
Fue entonces cuando sentí sus manos en mis hombros, ejercían fuerza contra mí, trataban de apartarme. Quise continuar, olvidarme de aquel débil gesto, culpar a la armadura, a la cota de malla y al gambesón por no sentirla y simplemente seguir hasta perderme en su cuerpo.
Por suerte mi consciencia pudo más. Reuní fuerzas y me aparté de ella un par de pasos, los suficientes como para asegurarme de no volver a saltar sobre ella.
—Tenía razón—su tono de voz acusador rompió el silencio. Me atreví a levantar la mirada y me encontré con un par de ojos derretidos y confundidos enmarcados en mejillas sonrojadas y húmedas—. Eres exactamente igual a un hombre de Luthier. No eres mejor que ellos.
Escuchar por segunda vez aquella acusación terminó por borrar cualquier ápice de control que existiera en mí. Avancé hacia ella y mi corazón se rompió al verla apartarse a toda prisa, casi tropezando con el bajo de su vestido para alejarse todo lo posible.
No iba por ella, solo quería salir de allí. Abrí la puerta de par en par y dejé que mis piernas me llevaran lejos, a cualquier lugar que no fuera aquella habitación.
Noté movimiento al final del pasillo, justo a mi espalda, pero no me molesté en investigar. No había suficiente aire en el lugar, todo olía a Jadiet, todo sabía a ella y eran regalos robados, dones que no merecía.
Mis pies se detuvieron justo frente a un árbol viejo y seco en algún lugar de mis terrenos. Ahora que nadie podía salir herido, dejé escapar mis emociones. Golpe a golpe, puñalada a puñalada, la corteza y el tronco de aquel viejo árbol recibieron una prueba física de mi ira, de mi desesperación y de mi pena. Cada tajo era una herida infringida en quienes amaba, cada golpe una que había recibido en el pasado. ¡Como deseaba olvidarlo!, dejar de recordar esos momentos en los que las personas se habían dejado llevar por su crueldad y su ignorancia.
Había atravesado el corazón de mi propia amiga con mi espada, se había ido sin que pudiera explicarle lo que ocurría en verdad. Había acabado con la única persona que habría aceptado estar a mi lado en buenas y malas, la única persona que calmaba la soledad galopante en la que se encontraba mi corazón.
¡Qué ingenua había sido! Solo una joven idiota con la cabeza llena de engaños sobre el amor. Él no era la respuesta a nada, no llenaba mi alma, solo me traía problemas y desesperación. Me había llevado a actuar como una tonta en más de una ocasión, a caer en trampas que eran evidentes, a quedar como una estúpida desesperada y sedienta de cariño.
Lo peor de todo era que me había llevado a lastimar a personas que decía amar. O al menos, querer. Jadiet había cautivado mis ojos antes que mi corazón, Enael también. Los adoraba por su fiereza y lealtad, respectivamente, era capaz de cosa por ellos, eran mi apoyo en este mundo, en la nueva soledad que había construido a mi alrededor. Ambos cautivaban mi mente y no podía sacarlos de ella ni con mis más feroces intentos.
No había podido hacer nada por Yelalla, probablemente no podría hacer nada por nadie en la frontera, pero marcaría un cambio en este lugar. Tenía el poder para hacerlo y lo haría. Haría que Jadiet y Enael estuvieran orgullosos de mí. Era momento de dejar de sentirme como un gusano, porque no lo era.
Estaba por levantarme del suelo cuando el sonido quedo de un par de pisadas se detuvo a mi espalda.
—Espero que tu espada mantenga su filo —dijo una voz a mis espaldas. Sentí el helado beso del acero contra la parte descubierta de mi nuca.
—¿Enael?
—No digas mi nombre con su voz —rugió y el mundo cayó por completo en mi estómago. El día y la noche dejaron de tener sentido, la tierra desapareció debajo de mí.
—Puedo explicarlo—susurré como pude. Mis labios temblaban y me impedían hablar.
—¿Qué vas a explicar?, ¿cómo lo mataste?, ¿por qué me engañaste? —El cinismo en su voz me preocupó—. No vivirás lo suficiente para hacerlo.
—Enael, por favor —gemí. No estaba lista para morir, no en ese momento.
—Levántate y pelea, quiero una pelea justa contra quien me engañó. Contra quien tomó el lugar de un alma tan pura como la de Ialnar.
Dejé de sentir la amenaza helada de su espada. Tardé unos segundos en ponerme en pie, la armadura pesaba una tonelada y ahora se le había sumado el peso de la verdad y el terror.
Enfrenté a Enael, sus ojos, otrora amables y cálidos, me enterraban, quemaban y destrozaban, todo a la vez. Su cabello se agitaba con furia ante el viento, a nuestro alrededor no había nada más que arbustos y árboles viejos, nos encontrábamos en una hondonada, un pequeño espacio entre cerros lejos de la vista de cualquier guerrero o sirviente.
—Bien, ya conoces el lugar de tu muerte —sentenció con firmeza—. Ahora desenvaina y lucha conmigo. Quiero una retribución legítima.
—Enael, déjame explicarme —pedí con tanta fuerza y desesperación que casi sentí el impulso de arrodillarme. Frente a mi tenía la viva imagen de la venganza, solo mi orgullo como guerrera me mantenía en pie.
—No hay nada que explicar. Desenvaina y pelea, maldita traidora.
No había salida, hice lo que me pidió y en un instante me encontré desviando uno de sus mandobles, luego otro y finalmente, una patada que conectó en mi pecho y me envió al suelo. Giré para levantarme y sentí el impacto de su espada en la parte trasera de mi peto. Logré desviar uno de sus golpes con mis brazales y contraatacar. Solo me defendía, no levantaría mi espada contra él, ya le había hecho suficiente daño. En algún momento se cansaría y me escucharía.
—Siempre tomé a Calixtho como un lugar honorable, lleno de libertades y de luz para personas como nosotros —dijo a voz de cuello mientras atacaba— ¿Sabes cuántas noches pasé tratando de convencer a Ialnar de fugarnos a tu reino? —Lanzó un golpe inverso con su antebrazo y logró asestarlo contra mi boca.
Me alejé un par de pasos, mi boca se inundó de sangre, comprobé con mi lengua el estado de mis dientes, estaban intactos. Mis labios por otra parte, solo eran una masa sanguinolenta.
—Es una misión —juré desviando un golpe de su espada, esquivé un puñetazo y respondí con una patada a sus piernas—. Mi comandante solo notó el parecido y decidió enviarme aquí.
Al parecer no era lo que quería escuchar. Su furia se incrementó y de un golpe conjunto de espada y hombro logró desarmarme y arrojarme al suelo con violencia. Mi espalda protestó y mil pulmones se congelaron mientras eran obligados a expulsar todo el aire que contenían.
—Una misión —siseó con auténtico fuego en su voz—. Mi Ialnar solo era una herramienta para ustedes, malditas desgraciadas. —Cada una de sus palabras era un mandoble contra mi peto, pronto logró resquebrajarlo.
—Yo no sabía nada. Solo acepté —gemí. Mi pecho estaba en llamas, mi estómago convulsionaba y mi corazón amenazaba con escapar por mi boca—. Yo cuidé de él, traté de salvarlo —confesé.
Un nuevo golpe terminó por destrozar mi peto, la espada de Enael se fracturó con el impacto. Él solo arrojó la empuñadura lejos y desenvainó la daga que llevaba en el talabarte y se agachó sobre mí. Sus ojos estaban desorbitados, perdidos en la furia, la ira y el dolor. Levantó su brazo justo sobre mi pecho y marcó con su mano el lugar donde estaba mi corazón.
—Tú me destrozaste el corazón, yo haré lo mismo contigo —sentenció mientras alzaba su brazo por encima de su cabeza, listo para dar la puñalada final.
No iba a irme de este mundo con los ojos cerrados, enfoqué mi mirada en la de él. Quería verlo durante mis últimos instantes. Aun con el rostro contorsionado y convertido en una máscara amorfa y distorsionada del verdadero Enael, era todo un bálsamo para mis sentidos.
Esperé el golpe mortal, el frío contra mi corazón y la punzada insoportable que recorrería mi cuerpo, pero no llegó. Enael liberó mi pecho y se irguió frente a mí.
—No acabo contigo porque no tienes sus ojos —confesó. El sudor bajaba por su frente y casi se evaporaba ante el calor de sus mejillas—. Eres la viva imagen de él, de mi Ialnar —gritó y arrojó su daga contra mí. La punta se clavó levemente en la cota de malla.
—No podía decírtelo —susurré y como cobarde escondí mi rostro detrás de mis brazales—. Solo puedo asegurarte que murió rápido y sin dolor.
—¿Y los meses que estuvo en su poder qué? —graznó y pateó mi rodilla. Chillé y la abracé contra mi cuerpo. Dolía, quería arrancarla de cuajo y a la vez, abrazarla hasta que dejara de latir.
—No lo sé, yo no sabía nada, lo juro —gemí.
—¡Mientes! —Descargó todo su peso en un pisotón que dirigió a mis costillas—. Pero llegaré al fondo de esto. No es normal que dos extraños se parezcan. Encontraré la verdad y entonces te mataré —prometió entre resuellos—. Juro que te mataré, Inava.
La mención de mi nombre heló la sangre en mis venas. Ignoré por completo las penurias que sufría mi cuerpo y me levanté. Mis pies tardaron en sostenerme, pero lo hicieron. El miedo en mi sangre fue reemplazado por ira y resolución.
—¿Qué le hiciste a Jadiet? Solo ella sabe mi nombre.
Enael extrajo su daga de mi pecho y la envainó en su talabarte. Su expresión llena de locura y su sonrisa torcida y deforme congelaron mi mente.
—No hago daño a mujeres. Siempre me prometí que no sería un monstruo de Luthier. —Pasó la lengua por sus labios—. Debí hacerlo, matarla después de escuchar la verdad de sus propios labios, sé que significa mucho para ti y sería lo justo. Pero mis valores son superiores a eso.
Aquel fiero caballero se alejó de mí y sacudió su cabellera el viento para liberarla del sudor que la atrapaba.
—Averiguaré la verdad, Inava, y regresaré para cumplir mi venganza.
No esperé a que su espalda desapareciera entre los matorrales. No tenía motivos para desconfiar de su palabra, pero mi corazón no dejaba de apremiarme, de recordarme que bien podía haberse dejado llevar por la furia, que Jadiet podía estar herida en algún lugar del castillo.
Esquivé a los preocupados guardias de la puerta y a los sirvientes que exigían saber que había ocurrido o deseaban ayudarme ¿acaso no veían que estaba apurada?, ¿no habían escuchado el enfrentamiento entre Jadiet y Enael? Apresuré el paso, las esquinas parecían cada vez más cerradas y los pasillos imposiblemente más extensos. Por fin, alcancé mi habitación, abrí la puerta de golpe y fui recibida por el impacto de un suave cuerpo contra el mío.
—¡Estás vivo!
Deseé gritar la misma frase, pero se atoró junto a los sollozos de alivio y pánico en mi garganta. El afrutado aroma de Jadiet ayudaba, pero no era suficiente. Escuché que cerró la puerta con pestillo a mis espaldas y sentí cómo arrastraba mi peso sobre la alfombra. En algún momento se las arregló para sentarme en la cama y apartar los mechones de pelo de mi rostro.
—¿Enael? —inquirió.
—Ha escapado —expliqué entre resuellos. Oportunamente obvié sus amenazas y promesas. Me traían sin cuidado ahora que podía ver que Jadiet se encontraba sana y salva— ¿Te lastimó? —pregunté y sujeté sus brazos con cierta desesperación, si algo le había ocurrido, no podría perdonármelo. Jadiet negó con la cabeza.
—Escuchó nuestra discusión y vino a mi confundido y herido —empezó—. Malinterpreté sus intenciones y traté de comprar silencio con oro. Eso lo enfureció —suspiró y se irguió. Con paso rápido se alejó de mí y por un momento quise llamarla de regreso a mi lado. Por suerte, solo buscó la jofaina, algo de esparadrapo, vino y las hierbas que escondía en mis alforjas.
—Ni todo el oro del mundo podría sanarlo —repuse.
—Fui una tonta al ofrecerlo. —Empapó el esparadrapo en miel y vino, sujetó con delicados dedos mi mandíbula y lo apoyó contra mis labios rotos. Traté de apartarme por reflejo, casi prefería que me los volvieran a romper—. Quieta —susurró y dejó ir algunas caricias hacia mi mejilla—. Enael amaba al verdadero Ialnar y subestimé su amor. Pensé que era algo puramente físico, algo que podría ser reemplazado con dinero. En cuanto entendió el engaño corrió a buscarte para vengarse.
—Trató de hacerlo. —Jadiet alzó una ceja para hacerme callar.
—Fueron los peores momentos de mi vida —confesó y mi corazón revoloteó como un pajarito esperanzado—, quiero decir, si te mataba yo sería la siguiente en morir. Un matrimonio ilegítimo con una mujer disfraza de hombre ¿Tienes idea de cuántas leyes estamos rompiendo? —Dejó en mis manos el esparadrapo y procedió a soltar los broches de mi armadura con agilidad y rapidez
—Bueno, no se habría enterado si no hubiera escuchado tus gritos —acusé con amargura. Tenía que dejar de sentir esperanzas a su alrededor. Sus gestos de cariño no eran más que respuestas obvias ante una situación peligrosa para su propia vida, no para la mía.
Su respuesta me descolocó por completo:
—Respecto a eso. —Jugueteó con su falda—. Lo siento, no debí provocarte con mis palabras, sé que te gusto y...
¿Qué pasaba por su mente?, ¿por qué se disculpaba por un beso y no por gritar mi secreto a viva voz? No iba a quedarme callada, ya que ella había dado el primer paso, yo también lo haría, ya hablaríamos luego sobre la importancia de mantener el control.
—Yo soy quien debe disculparse, lo que hice va contra todo lo que creemos en nuestro reino. Puedo desearte, pero mi proceder no fue el correcto. Hay mil maneras más de demostrarte lo mucho que me gustas que simplemente arrojarme sobre ti como algún salvaje de Luthier.
Jadiet asintió y tiró con nerviosismo un mechón de su cabello. Su falda revelaba que también movía las piernas sin avanzar o moverse de su sitio.
—Trataré de no gritar tu secreto la próxima vez —admitió.
—Mi vida y Calixtho te lo agradecerían. —Ejecuté una torpe reverencia para luego dejarme caer de espaldas sobre el colchón.
Estaba por cerrar mis ojos y abandonarme al peso que arrastraba mi cuerpo a las profundidades de la inconsciencia cuando su voz me trajo de regreso.
—¡No te atrevas! —exclamó de repente—. Aun llevas encima demasiadas porquerías.
—Pensé que en Luthier amaban a suciedad —bromeé, se sentía bien hacerlo. Palabras vacías que brotaban de mi pecho y me arrancaban risas en lugar de llanto. Quizás ya había llorado y sufrido demasiado.
—No en nuestras camas ¡Quítate el gambesón!
—Tu eres mi anegada esposa, quítalo tú.
Luego de unos instantes, los suficientes como para pensar que Jadiet se había dado por vencida, sentí como el colchón se hundió a mi alrededor. Delicadas manos empezaron a trabajar en los botones que mantenían cerrada la gruesa pieza. Reuní las fuerzas suficientes para abrir un ojo y la vi. Estaba sentada a horcajadas sobre mí y trabajaba con diligencia para deshacerse de toda mi ropa.
Sus dedos ya no trabajan el gambesón, sino las vendas de mi pecho. El corazón subió hasta mi boca y no pude evitar mirar a mi alrededor. Para mi alivio, noté que había corrido las cortinas del dosel.
—No puedo dejar incómoda a quien ganó un duelo por mí —respondió con una sonrisa que pretendía ser divertida, pero que guardaba trazas de nerviosismo.
—No tienes que hacerlo... —empecé, sin embargo, el mayor de los alivios se extendió desde mi pecho y recorrió cada centímetro de mi espalda, todo pensamiento coherente abandonó mi mente—. Oh, eso se siente bien —gimoteé.
—Si llevas tu armadura a diario no serían necesarias —repuso Jadiet mirando a algún punto sobre mi cabeza. Sus mejillas estaban rojas y sus labios tensos—. Quiero decir, nadie las notaría.
—No quiero arriesgarme. —respondí. Por alguna razón todo rastro de agotamiento desapareció de mi cuerpo.
—No soy una experta, pero si las tratas así podrías enfermar ¡Podrían encogerse! —exclamó como si fuera lo más terrible del mundo.
—¿Ahora te interesa el tamaño de mis senos? —No pude evitar provocarla. En ese momento, escondidas del mundo por finas cortinas, no importaba nada más que dejarnos llevar. Ser libres y felices, no mujeres con la carga de una misión sobre sus hombros.
—Ugh no. —Logré mi objetivo, Jadiet se atrevió a mirarme a los ojos y para mi sorpresa extendió un mano sobre mi pecho. Sus dedos recorrieron la marca dejada atrás por una de las vendas y un escalofrío placentero y ardiente recorrió mi espalda. Empuñé las sábanas para evitar sujetar sus caderas con mis manos—. Pero esto no se ve bien ni sano —agregó con preocupación—. Prométeme que dejarás de usar vendas tan apretadas, con el gambesón, la cota de malla y la armadura es suficiente.
—Si mi esposa lo dice, confiaré en ella —acepté.
Mis palabras rompieron el hechizo que nos rodeaba. Las orejas de Jadiet se colorearon de un poderoso color carmesí. Pronto me encontré extrañando su peso sobre mis caderas. Desde la cama observé como se dirigió con paso rápido hacia el armario, solo para sacar una camisa de lino suave y arrojarla sobre mí.
—Vístete —ordenó.
—Soy el marido ¿No debería dar las órdenes?
—Mientras mi marido descansa de sus heridas, yo soy la ama y señora del castillo. —Se irguió todo lo que le permitía su estatura y adoptó una elegante postura, con las manos entrelazadas frente a su vientre—. Tú te quedarás aquí y yo me encargaré de organizar este desastre al que llamas hogar.
Sin más que agregar desapareció de la habitación, asegurándose de cerrar la puerta a sus espaldas con un potente portazo. En cuanto la escuché marchar me dejé caer sobre las sábanas, la camisa de lino limpia y fresca se sentía bien contra mi piel. Pateé lejos las botas y pese a los sucesos del día, sonreí y me dejé llevar por el sueño. Mi corazón estaba en paz. Jadiet se encargaría de todo. Podía confiar en ella.
N/A: Dos personas conocen el secreto de Inava, el doble de riesgo para su misión y su vida, pero no todo sale siempre como lo esperamos.
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