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Conflictos

Podía sentir un estruendo ensordecedor en mis oídos, uno que crecía sin control hasta adueñarse de mi mente y mi consciencia sin que nadie pudiera silenciarlo o siquiera, ponerle un límite. Mis dedos estaban en contacto con algo suave y caliente, un cosquilleo se extendía en ellos, acompañado de un sentimiento que llenaba de lágrimas mis ojos, mismas que me obligué a tragar.

—¿Regresarás a mí? —inquirió Jadiet. Apenas y pude escucharla por encima del estruendo de mi sangre y mis latidos.

—No seas tonta, por supuesto que regresará a ti. Ialnar es un gran guerrero —espetó su padre.

Sacudí mi cabeza y doblé el pergamino. Debía regresar a mis tierras y preparar a mi ejército, tenía solo un par de semanas para hacerlo y luego debería reunirme con las tropas del rey en el bosque y marchar hacia Calixtho.

—Debo irme ahora —dije por lo bajo. Jadiet emitió un sonido ahogado, un grito a medio camino de convertirse en un sollozo—. Estaré bien, Jadiet.

—Ordenaré que traigan tus cosas —dijo Elmer antes de dar media vuelta y marcharse por donde había venido—. Espero que cumplas con tu deber y regreses listo para una ceremonia. —Quizás fueron mis oídos alterados, o mis emociones a flor de piel, pero escuché una pizca de ironía en su voz.

—¿Ialnar? —Jadiet llamó mi atención al obligarme a girar mi rostro en su dirección— ¿De verdad todo estará bien? —El terror en aquellos ojos aceitunados opacó al mío y me obligó a controlar mis emociones. No quería asustarla.

—Sí, estaré bien. Es solo una campaña de rutina. Estaré de regreso antes de lo que imaginas. —Rodeé su cintura con mis brazos y apoyé mi frente en la suya—. Todo estará bien. Tu padre tiene razón, soy un buen guerrero.

¿Lo era? Acababa de dejar atrás mi entrenamiento en la frontera, nunca había estado en batalla y solo había llevado a la muerte al tío de Ialnar, hecho que aún me revolvía el estómago, pero que estaba relegado al fondo de mi mente ¿cómo me desempeñaría en combate? ¿cómo podría guiar a mis tropas? Escondí mi rostro en el hombro de Jadiet y suspiré, no podía permitir que viera mis miedos.

—Volveré a ti —susurré en su oído—. Volveré —aseguré.

Elmer regresó con una sirvienta, ella cargaba mis alforjas. Me las entregó y me apresuré a atarlas a la silla de Galeón. Mis dedos temblaban ligeramente y los nudos se me dificultaban, por suerte, pude disimularlo, o al menos, eso creí.

—Te esperaremos, muchacho. —Un abrazo fuerte de su parte y una tímida reverencia de Jadiet fueron mi despedida.

Subí a lomos de mi caballo y marché a todo galope. Solo así mataba dos pájaros con una flecha, demostraba a Elmer que era un hombre digno de confianza y fiel al deber y por otra, evitaba que mi corazón exigiera la cercanía de Jadiet. Froté mi pecho, no, no la exigía, se había quedado junto a ella, el único lugar donde se sentía completo y a salvo.

***

El viaje no tomó más de dos días, Galeón y yo estábamos agotados, pero era mejor así. Nada de paseos lentos a la luz de la luna o el disfrute de los paisajes y la libertad, debía llegar pronto a Gaira para alistar a mis abanderados y guerreros. Aunque siempre entrenaban, nunca estaba de más prepararse para lo que estaba por venir.

Atravesé la puerta y los guardias se apresuraron a tomar a Galeón y llevarlo hasta las caballerizas, otro se hizo cargo de mis alforjas. Un cuarto permaneció frente a mí, dispuesto a escuchar mis órdenes.

—Corre la voz, en dos semanas partimos al bosque para encontrarnos con los hombres del rey. Lanzaremos un ataque sobre Calixtho.

El guerrero asintió, aunque su mirada se desvió hacia una de las casas de aspecto humilde que se encontraban cerca de la entrada. Podía leer en sus ojos la duda y la desesperación, sentimientos que se esforzaba por ocultar bajo un manto de frialdad y amor al deber.

—¿Ocurre algo? —inquirí.

—Señor, por favor perdóneme. —Apoyó una rodilla en el suelo con humildad—. No quería demostrar mis miedos de esa forma, ni debería permitir que mis problemas personales afecten mi deber. Le juro que no volverá a pasar.

—No es un problema para mí...

—Ebbe, mi señor, me llamo Ebbe.

—Bien, Ebbe —sacudí mi mano para indicarle que debía de levantarse. Así lo hizo, mas no me miró a los ojos—, no quiero que sientas que debes ocultarme nada. Si tienes un problema, me gustaría que acudieras a mí.

—Mi señor, todos hablan de su gran corazón, pero no tenía idea de lo infinito de su bondad. —Inclinó la cabeza—. Mi señor, en su ausencia mi esposa me hizo padre. Soy el padre de una hermosa niña —anunció con orgullo.

Por un instante me sorprendí ante su alegría. Tenía entendido que en Luthier todos apreciaban a los hijos varones y una hija era poco más que una deshonra, una sutil brujería de sus esposas, un engaño, un ataque al honor familiar y lo único positivo, dinero cuando alcanzara la edad casadera y ahí estaba Ebbe, que no cabía en sí del gozo, pero con los ojos anegados en una profunda pena.

—Si lo deseas, puedo ordenarte que te quedes en el feudo. Necesitaré que algunos hombres se queden atrás y lo cuiden por mí —aventuré y recordé por un instante la expresión que llenaba el rostro de mi madre cuando era llamada a armas. Con solo una mirada era capaz de llenar de lágrimas mis ojos, como una niña, solo era consciente de su inminente partida, más no de lo que implicaba.

—No es eso, señor, jamás le pediría algo así. —Con valor clavó sus ojos en los míos, luego jugó con sus dedos y la pena volvió a dominar su faz —. Mi señor, mi esposa está enferma. El médico del feudo asegura que el mal ha entrado a su cuerpo y que es imposible salvarla. Quería pedirle un permiso especial para abandonar Gaira e ir en busca de algún médico que pueda tratarla.

Sacudí la cabeza. En Luthier aún creían en malos espíritus y en el precio del pecado. Recordé entonces mis hierbas. Si era algo sencillo de tratar, podría ayudarla. Aunque se trataba de un gesto lleno de benevolencia, en el fondo de mi mente sabía que solo era una distracción bienvenida, acción que borraría de mi mente el terror que crecía segundo a segundo ante lo inevitable.

—Llévame con ella —ordené.

Ebbe me dirigió una mirada sorprendida y curiosa, pero obedeció. Me guio a través de pequeñas y húmedas callejuelas hasta que llegamos a una casa de aspecto humilde, con paredes de madera y techo de paja embreada. Hice una nota mental de subirles el sueldo y mejorar aquellas condiciones, no podía tener a los soldados y sus familias chapoteando en lodo, heces de caballo y fluidos humanos.

—Mi amor —susurró en cuanto abrió la puerta de su casa. El lugar era de un solo ambiente, cocina y sala, así como un rincón separado de todo con una cortina raída que dejaba entrever una cama y una pequeña cuna.

—Ebbe, cariño —respondió la mujer.

—Ialnar ha venido a visitarnos, quiere ayudarte.

Un gemido lleno de dolor fue su respuesta. Compartí una mirada con Ebbe y él solo asintió. Avancé por la habitación y aparté la cortina. Una mujer pálida y sudorosa amamantaba a una bebé regordeta, con la piel aun rojiza y arrugada.

—¡Mi señor! Me disculpo por presentarme así, pero no puedo moverme ni dejar a la bebé. —Miró a su hija con pena—. Quiero estar todo el tiempo posible para ella, quiero que se alimente bien. Usted sabe que los bebés sin madres ni nodrizas no logran...—su voz se quebró al final. Ebbe se apresuró a remojar un trozo de tela en agua y a pasarlo por la frente de su esposa. Poco pudo hacer para disimular las lágrimas que rodaban por sus mejillas.

—Preferiría tenerla a mi lado antes que ser padre —susurró.

—¿Cuál es su problema? —inquirí.

—Sufrió algunos desgarros al dar a luz. La zona está fétida y enrojecida. Las matronas aplicaron algunos ungüentos, pero no es mucho lo que pueden hacer.

Repasé mentalmente las hierbas que tenía a mi disposición. Poco podían hacer por aquella mujer, su única esperanza eran los hongos grises y no tenía ni idea de si en las tierras de Luthier estos podían crecer.

—Necesitas de los hongos grises, en Calixtho hablaban de sus propiedades milagrosas —dije—. En una ocasión sus torturas casi acabaron con mi vida, pero me dieron a probar aquellos hongos y los untaron en mis heridas. En unos días estaba sano y completo —mentí.

—Gracias, señor, repartiré sus órdenes entre los hombres y partiré a buscar los hongos.

—Ve a buscarlos, le pediré a otro soldado que corra la voz. Indica a las matronas que es mi orden directa que vigilen a tu esposa, que le otorguen todas las hierbas que consideren necesarias. No tienen nada que temer de mí, el conocimiento de las propiedades de la naturaleza no es pecado o brujería alguna.

***

Ayudar a Ebbe solo me distrajo un poco, pero lo suficiente como para recuperar el control de mis emociones y analizar la situación con frialdad. Eneth deseaba aquel ataque, debía de salir exitoso para ganarme por completo la confianza de Cian ¿qué eran un par de muertes si con ellas ganábamos la libertad y la paz de Calixtho? No podía acobardarme ahora, no podía fallar en la misión. Quizás, si lograba ganar la confianza de Cian, podría ingresar a su palacio, tener contacto con Gaseli, evaluar su condición y rescatarla antes que pudieran sacar adelante sus nefastos planes.

Me dirigí a mi habitación con paso algo más firme y sin la constante sensación de ardor en mis ojos y pesadez en mi pecho. Necesitaba descansar si quería entrenar a mis hombres. Conocía las tácticas de combate de Luthier, no sería difícil ni un peligro para mi disfraz.

Di vuelta a la manilla de la puerta y entré, solo para ser sorprendida por una ola de calor. La chimenea se encontraba encendida, así como algunas velas dispuestas alrededor de la habitación. Las cortinas estaban cerradas, así como las ventanas y justo en medio de la estancia se encontraba una tina llena de agua humeante, pero había algo más, una presencia que no pertenecía allí. Una persona.

Llevé la mano a mi espada, si había un intruso, lo más probable era que buscara matarme. Pensé en las casas de Imil y Daendir, preparándose para atacar a la corona y yo me encontraba en medio, junto a las casas de Yfel y Fereir. Maldije mi suerte ¿no podía enfrentar un peligro a la vez?

—¿No desenvainarás o sí? Aunque dadas tus recientes acciones, no me sorprendería —dijo una voz rota desde la oscuridad.

—¿Enael? —pregunté y alejé la mano de mi espada— ¿Qué haces en mi habitación? ¿No sabes que pueden sospechar?

—Ja, ahora que tienes una prometida dudo que lo hagan —masculló, aún desde las sombras.

—Debes salir de aquí —siseé—. Hablaremos de esto en otra oportunidad.

—No, no huirás de nuevo, no te escaparás de esta conversación, no te alejarás de mí, Ialnar.

Enael dio un par de pasos al frente. Se encontraba oculto en la penumbra junto a la ventana, justo en el rincón que la chimenea o las velas no podían iluminar. La expresión de sus ojos era tormentosa, casi furiosa, llevaba las manos cerradas en puños y su pecho desnudo bajaba y subía debido a lo agitado de su respiración.

—¿Preparaste todo esto? —inquirí, temiendo de inmediato por mi vida. Si alguno de mis sirvientes se enteraba, ya podía darme por muerta.

—No —bufó—. Puedes haber roto mi corazón, pero nunca te traicionaría de esa manera. —Dio otro par de pasos en mi dirección hasta que pude detallar las marcadas líneas de su pecho. Tenía un cuerpo escultural, precioso, enmarcado por las sombras que solo la luz cálida del fuego puede resaltar.

—¿Entonces? —No podía hacer otra cosa que seguir preguntando, seguir indagando en las razones detrás de todo lo que estaba pasando.

—Tantas preguntas, Ialnar —suspiró Enael y negó con la cabeza—. Siempre queriendo saberlo todo, siempre queriendo estar en control, cuando tú y yo sabemos que es todo lo contrario.

En un par de zancadas estuvo frente a mí. Sus manos apoyadas en la puerta a ambos lados de mi cadera. Escuché el inconfundible crujir de la cerradura al ser asegurada a mis espaldas. Tragué saliva, la cercanía de aquel hombre, lejos de aterrarme, empezaba a despertar en mí interior reacciones que prefería silenciar, esconder en lo más profundo de mi mente. no estaban bien, no eran correctas para una guerrera de Calixtho y no eran justas para Jadiet.

—Esa bañera es para tu baño de primavera, tus sirvientes la dejaron allí y encendieron la chimenea para que encontraras el agua y el ambiente cálido. Las velas si son de mi autoría ¿te gustan? Pensé que querrías compartir un momento conmigo, que quizás un baño juntos te haría reflexionar. —Inclinó su cabeza y sus labios rozaron el lóbulo de mi oreja con lentitud y cierta agresividad—. Porque lo que has hecho es una gran tontería, Ialnar ¿Buscar prometida? Tú y yo sabemos que eso no funciona, que las mujeres lo complican todo. Son demasiado celosas ¿qué harás cuando reclame tus atenciones? ¿Cuándo no puedas reaccionar a ella como reaccionan los demás hombres?

—Puedo reaccionar a ella, Enael —espeté, tratando de sonar seguro y en control de la situación, aunque era todo lo contrario—. Y lo hice por ambos, porque solo así estaremos a salvo.

—¡Por ambos! —Clavó sus ojos violentos y voraces en mí—. Te dije que prefería escapar antes que verme obligado a llevar una vida de mentiras.

—Tengo una misión que cumplir, Enael, no puedo simplemente dejarlo todo atrás. Necesito algunos años para dejar todo en orden.

—Solo tienes que llenar tus alforjas y seguirme, en cinco días estaríamos en Calixtho. Pediría asilo por ambos, nos lo otorgarían al saber de nuestra relación —dijo con ahínco—. No tienes que responder ante nada ni ante nadie.

—Eso lo dices porque no eres un noble —contrataqué, con la esperanza de herirlo lo suficiente como para que se alejara de mí. No quería ceder ante sus masculinos encantos, mi mente era un torbellino de deseos e ideas contradictorias y la cercanía de Enael, así como el brillo de su piel no ayudaban en lo absoluto—. No sabes lo que es comandar, lo que es tener vidas a tu cargo. Tengo que responder por ellos y por eso necesito...

—Eso fue bajo —chistó Enael, sus manos abandonaron su posición junto a mi cintura, solo para posicionarse sobre mis hombros, junto a mi cabeza—. Sí, no tengo control de tierras o el mando de un ejército, pero tengo el control de quien sí.

Aquellos ojos verdes, más oscuros que los de Jadiet, brillaron y bajaron a mis labios. En un instante me vi atrapada en un beso poderoso, dominante. Sus dientes mordieron mi labio inferior y no pude hacer otra cosa que rendirme y dejar paso a su lengua. Mis manos subieron a su pecho, a sus perfectos y duros pectorales, clavé mis uñas en ellos y Enael gruñó en respuesta, clavando su cadera contra la mía.

Había algo en él que me hacía desearlo, algo que despertaba una pasión incontrolable, así como ternura. Era un buen hombre, amable, atento, algo celoso, pero ¿acaso no tenía derecho a estarlo? ¿qué clase de historia había compartido con el auténtico Ialnar?

Me dejé llevar por la intrusión de sus caderas, por aquel beso castigador que no solo devoraba mis labios, sino mi alma entera y dejaba la piel de mi rostro ardiendo ante el contacto de su barba. Solo me detuve cuando sentí sus manos hurgar bajo mi camisa, dedos atrevidos se deslizaban por mi abdomen, recorriendo una y otra vez los músculos que allí se marcaban.

—Eres tan perfecto —jadeó Enael antes de subir sus manos y toparse con los vendajes. El mundo cayó a mis pies. Aparté sus manos y lo empujé lejos de mí— ¿Aun sigues herido? —inquirió con inocencia y pena, tantas que por un momento quise gritarle la verdad, mi garganta ardía, mi pecho clamaba por aire y mi piel, mi piel solo quería recibir sus caricias.

—Un poco. El médico dice que debo utilizar esto por un tiempo, para que no se abran las heridas —mentí, mi vida estaba basada en mentiras. Sin poderme controlar, un sollozo escapó de mi garganta. No fui consciente, pero me deslicé hasta el suelo y abracé mis rodillas mientras dolorosos espasmos escapaban de mi pecho y terminaban convertidos en lágrimas y gritos ahogados.

—Ialnar —susurró con una voz tan aterciopelada que el dolor en mi pecho se incrementó a límites sobre humanos. No podía contenerme más—. Ey, está bien, juro que lo entiendo. Entiendo que lo haces para protegernos, para salvar a tu gente, para darles un buen futuro. —Sus brazos me rodearon—. Soy un tonto por enojarme, sé que ese es nuestro destino, sé que deberé tomar una decisión similar pronto. A veces soy demasiado egoísta.

Sus palabras no hacían otra cosa más que hundirme en mi propia miseria, en mi desesperación. Estaba tan concentrada en mi llanto, en aquel agujero oscuro y ardiente, que no fui consciente del momento en el cual me alzó en brazos y me llevó a la cama. Una vez allí, me ayudó a sentar y se arrodilló frente a mí para empezar a soltar mis botas.

—¿Qué haces? —inquirí entre hipidos.

—Tomaremos un baño, esta noche descansarás y juntos enfrentaremos esa misión de Cian ¿está bien? Sé que está rompiendo tu corazón y no dejaré que debas enfrentar una nueva matanza solo. —Terminó de soltar mis botas y subió hasta clavar sus dedos en la cinturilla de mi pantalón—. No voy a cometer el mismo error dos veces. No te dejaré marchar solo.

—Enael, él no está pidiendo tus servicios —balbuceé.

—Lo sé, pero soy un hombre libre y puedo elegir a quién le presto mi espada. Por mis convicciones había tardado en decidirme, pero ahora sé que es lo mejor. —Me miró con abrasadora sinceridad—. Te ofreceré mi espada en vasallaje, serás mi señor, Ialnar y así te protegeré por siempre.

Selló aquella promesa con un suave beso en mis labios. Lejos había quedado el ritmo impositivo y demandante. Ahora solo demostraba amor y devoción puras. Poco a poco terminé sobre la cama, con Enael sobre mí, sus labios bajaron a mi cuello, donde dieron paso a mordidas juguetonas que me distrajeron de su objetivo.

En un instante mis pantalones estuvieron en el suelo. Lo supe al sentir el frescor de la noche en mis piernas desnudas. Mi corazón se detuvo y mis labios y dedos se helaron. Forcé mi mente a recordar si había colocado la bola de tela en la ropa interior. No iba a engañarlo por mucho tiempo, menos si pretendía bañarse conmigo. Tenía que hacer algo.

—Tranquilo, no temas. —Dejó de besarme para mirarme a los ojos con ternura y pasión—. Sé que hablamos de hacer esto, pero si no estás listo está bien, puedo sentirlo. —Rozó su vientre contra el mío. Sentí una dureza y un calor irreal que emanaba de él. Rigidez contra la suavidad de mi engaño. Comprendí a que se refería y traté de ocultar mi sonrojo.

—No tenemos un segundo de paz, supongo que es eso —expliqué a toda prisa.

—Está bien, tomemos ese baño.

Enael se apartó de mí, pateó sus botas y soltó el cinturón que ceñía sus pantalones. Estos cayeron al suelo y me encontré frente a frente con la evidencia de su deseo por Ialnar. Sacudí mi cabeza. Ialnar no estaba allí, solo yo.

—No puedes bañarte con ropa —dijo con satisfacción en la voz al ver que no apartaba la mirada de su miembro. Había un deseo inexplicable que me impedía moverme o dejar de admirar la perfección de su cuerpo.

Enael no era especialmente musculoso. Tenía brazos y hombros fuertes, un pecho definido y un abdomen plano en el cual sus músculos quedaban enmarcados de manera mágica por el fuego. Sobre sus caderas se formaba un camino apenas visible, pero aun así atractivo. Quería clavar en él mis dedos y atraerlo a mí.

Sin pensarlo demasiado arrojé mi camisa por encima de mi cabeza y lo seguí hasta la bañera. Fue entonces cuando mi afiebrado cerebro se dio cuenta de una realidad ignorada, pero evidente. Enael arrojó su ropa interior antes de entrar al agua. De sus labios escapó un gruñido de gusto y se sumergió por completo en el agua. Al salir, mis ojos se vieron atraídos al brillo de su piel, era evidente que el agua estaba aromatizada con aceites esenciales.

—¿Vienes? —alzó una ceja al verme aun con ropa interior—. Puedes dejarlo, si quieres.

Decidí entrar al agua. No podía resistirme a su atención, ternura y comprensión. Enael era maravilloso, no merecía lo que estaba viviendo y lo que enfrentaría cuando descubriera la verdad.

Aparté la culpa y me permití descansar contra Enael y disfrutar del agua tibia que nos rodeaba. Ya pensaría en el futuro cuando este llegara, cuando fuera inevitable hacer frente al cúmulo de mentiras que, como piedras en un alud, empezaban a acumularse sobre mí.

***

El salón de mi castillo caía ominoso sobre mi cuerpo y mi mente, la atmósfera de solemnidad pura hacía imposible la respiración. Frente a mí se encontraban los capitanes y algunos soldados de alto rango. Enael estaba arrodillado frente a mí, con una expresión de feroz dedicación, lealtad y adoración en su faz.

—Enael ¿Juras servirme con fidelidad, honor y coraje hasta el último aliento de tu vida? —pregunté con solemnidad. Pronunciar aquella frase fue todo un reto, pues la sensación de poder y control al tener a un hombre tan fuerte como Enael a mis pies era simplemente embriagadora.

—Lo juro —respondió con tal intensidad que tuve que tragarme un suspiro.

Le entregué una espada con el escudo de mi casa, así como una sobrevesta con el mismo. Los colores blanco y azul resaltaban contra sus manos. En un segundo vistió la sobrevesta y levantó la espada ante todos. Un coro de gritos de aceptación se alzó en la multitud. Si estaban tan animados y llenos de energía, el plan de Eneth tendría éxito y con ello, Lerei enfrentaría una masacre sin igual.

Empuñé el mango de mi espada. No tenía salida, debía seguir adelante.

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