Confesiones peligrosas
La fiesta fue perdiendo intensidad conforme la luna alcanzaba su cenit. Había garantizado habitaciones en mi castillo para algunos de los invitados más importantes. Había tomado algo de esfuerzo, pero incluso algunos caballeros aceptaron brindar refugio por una noche a los burgueses. El banquete parecía haber tenido éxito, al menos ya no compartían miradas de odio o de furia contenida, sino que charlaban con fingida amabilidad y desconfianza.
—Ebbe, dejo todo en tus manos —indiqué a mi general antes de marcharme. El joven asintió con firmeza y cuadró los hombros. Sus ojos recorrieron la sala con la atención y presteza de un águila.
Le imité, la noche no había sido del todo un desastre. Al menos conocía a los burgueses que estaban dispuestos a cambiar su lealtad a Cian por la de cualquiera que le ofreciera libertad a la hora de comerciar. No era lo ideal, era el principio de cualquier traición, pero algo era algo. Una pequeña victoria a la que Eneth se me había adelantado, pero que podía usar a mi favor si era necesario.
Mis ojos se detuvieron en Sianis, ella estaba concentrada en hablar con su mujer. Su esposo hacia otro tanto. Sus ojos brillaban y parecían estar embargados en una nube de infinita felicidad. Aquello me hizo sonreír, era la prueba definitiva de que había un futuro posible, una luz al final del túnel.
Tal era mi buen ánimo que casi olvidé a la pequeña fiera que me esperaba en la habitación. Sentada contra los almohadones de la cabecera de la cama, hacía todo lo posible por quemarme con su mirada y llenar de tensión el ambiente con constantes bufidos. A pesar de aquella puesta en escena, había algo no cuadraba en su actitud hostil, algo que resaltaba como una planta en un desierto. Quería solucionar aquel problema cuanto antes, así que opté por ignorar aquel pequeño detalle y concentrarme en lo que a mis ojos era más apremiante.
—¿Cuál es el problema ahora? —me atreví a preguntar. No que me importara o lo desconociera por completo, pero una victoria era una victoria y me negaba a dejarla pasar desapercibida por culpa de su malcriadez.
—No bailaste conmigo en toda la noche. Me dejaste en ridículo al correr a los brazos de esa mujer y negarme el derecho a la primera pieza —resumió con absoluta amargura en su voz. Por un momento me sentí culpable por someterla a tal vergüenza, aunque si era sincera, no tenía idea de tal costumbre—. Todos se dieron cuenta. Debiste ver sus rostros burlones, mirándome con superioridad y pena. Por supuesto, no me sorprende que su esposo no te retara a un duelo, es un burgués y por encima de todo, un pecador contranatura. Un cobarde que no levantaría su espada por una mujer ni, aunque le costase el honor y la vida.
Me había preparado para lidiar con sus celos sin sentido, incluso con sus berrinches, pero no para la ruptura que provocó en mí.
Por un lado, deseaba pedirle perdón, aceptar que había pecado por desconocimiento. No sabía que el primer baile pertenecía a la esposa y que no seguir tal costumbre significaba tan grave ofensa. Por el otro, solo quería enfadarme con ella por su elección de palabras, por el aparente desprecio ante las elecciones amorosas de Humbaud y Lamond. Si pensaba eso de ellos, ¿qué no pensaba de nosotras? Aquella pregunta retorció mi estómago y como si fuera una avalancha ineludible, la rabia se transformó en un sentimiento de traición y decepción insoportable.
—¿Es eso lo que piensas de nosotras? ¿Cobardes pecadoras contranatura sin honor? —pregunté con voz gélida.
—No cambies el tema. ¡Estabas bailando con ella, me hiciste el hazmerreír de la fiesta!
—¡Y me disculpo por ello! Pero es una compañera de armas y necesitaba... —Traté de explicarme, de recuperar por un instante el control que se escapaba entre mis dedos y de cuya pérdida no quería conocer las consecuencias.
—¡Tu misión! ¡Siempre tu estúpida misión! Y ahora debo lidiar con otra como tú —dijo Jadiet extendiendo los brazos por encima de su cabeza en un gesto de absoluta exasperación. ¿Era ese su verdadero sentir hacia Calixtho y sus guerreras? ¿Hacia mi misión?
Rechiné mis dientes, ¿cómo se atrevía a decir eso? Sabía lo importante que era la misión para mí, quizás no era consciente del sentido que daba a mi vida, quizás solo conocía los beneficios para todas aquellas personas oprimidas por Luthier y eso era superior a cualquier cosa que yo pudiera sentir. ¿Nunca le otorgó la adecuada importancia?
¿Otra cómo yo? Mi cuerpo se congeló en el instante en que dichas palabras llegaron a mi mente. No quería aceptar lo que era evidente. Lo había expresado en sus anteriores palabras. No, lo ignoraría. Era mejor, menos doloroso y violento.
—Esa estúpida misión cruzó nuestros caminos, Jadiet —murmuré entre dientes—. No lo pensé y corrí a hablar con ella. Era importante informarla del ataque. Miles de vidas dependen de esa información. Perdona si eso no es superior a toda la vergüenza que sientes ahora —mascullé. Di media vuelta y abandoné la habitación. Quería tirar la puerta y hacer patente mi enojo, pero tal muestra de violencia podía asustarla. Estaba furiosa, pero no era una idiota. Prefería alejarme y tomar un tiempo para calmar mis acelerados pensamientos.
Por suerte el sofá en mi despacho era lo suficientemente grande y cómodo como para dormir en él. No deseaba estar cerca de Jadiet, no quería verla. El desengaño destacaba en su rostro como las velas en un candelabro de cristal. No soportaría verla a los ojos y leer en ellos que lo que sentía por mí no era más que una confusión, o quizás obra de alguna estratagema oportunista.
Era una sensación nueva para mí. Si bien había experimentado el despecho y el engaño, lo que Jadiet había hecho era peor. Golpeaba y arañaba algo en mi interior que nadie había tocado antes, ni siquiera las bromas más crueles de mis compañeras de armas o los maltratos más violentos de quienes decían proteger a Calixtho.
Como fuego fundido bajaron dos ríos de mis ojos. Traté de apartarlos con el dorso de mi mano, pero fue imposible. Me dejé llevar por el dolor, por el ardor en mi pecho. Un sollozo siguió a otro, no podía respirar, pero así estaba bien, lo merecía por idiota. Por confiar en una burguesa de Luthier. Las nobles de Calixtho tenían razón. Llevaban la traición en la sangre. El dinero y la seguridad compraban su consciencia con facilidad.
Dos tímidos golpes se dejaron escuchar detrás de la puerta. No podía contestar sin que se me quebrara la voz, por lo que ahogué mis sollozos y contuve la respiración. Quien quiera que fuese se iría si no escuchaba nada, pero insistió, una y otra vez, con golpes cada vez más desesperados.
Froté con furia la manga de mi camisa sobre mi rostro. Sequé lo mejor que pude la prueba y consecuencia de mi debilidad y me acerqué a la puerta. Culparía de mi apariencia al vino y al sueño. Con paso firme me acerqué a la puerta y la abrí de un tirón, solo para recibir sobre mí el peso de mi visitante.
Me vi envuelta en aquel aroma dulce y afrutado tan típico de ella. Mi corazón deseó reconfortarse en él, pero se lo impedí a fuerza de voluntad. Era fácil, tensar los músculos, apretar la mandíbula e ignorar el sordo dolor que se esparcía con cada latido.
—Vete de aquí, Jadiet —ordené entre dientes. Era la única manera en la que podía hablar sin que el nudo en mi garganta se extendiera a mis palabras.
—No hasta que me escuches —balbuceó. Su voz sonaba quebrada, débil y temblorosa—. Inava, yo dije cosas muy crueles y tontas y yo... yo no pienso nada de eso.
—Es un poco tarde para que te crea. Vete, por favor —dije con amargura mientras me apartaba de ella. Tenía que hacerlo, la tentación de aceptar sus disculpas y explicaciones, de reconfortarme en su calor era insoportable.
—No, no voy a dejarte en este despacho, no así, sin escucharme, sin creer en mis...
—Tus palabras ya hicieron suficiente daño, Jadiet —confesé con frialdad—. Creerías que después de todo este tiempo habría aprendido a mantenerme lejos de todo peligro para mí, pero soy idiota. Soy una estúpida que se dejó llevar de nuevo por el corazón. —Con paso trémulo me acerqué a la ventana de mi despacho. Apenas podía ver los terrenos del castillo, pero el cielo estaba infinitamente estrellado y hermoso, feliz. Casi como si se burlara de mí.
Escuché la puerta cerrarse, por un segundo temí que me hubiera escuchado, que por primera vez en su vida decidiera escucharme. Por suerte, no lo hizo. Sus brazos rodearon mi cintura y su frente descansó en la parte alta de mi espalda, casi rozando mi nuca.
—Nada de lo que dije es cierto.
—¿Cómo podría creerte ahora, Jadiet? Has dicho muchas cosas y expresado mil otras, pero contigo nunca sé dónde estoy parada. Aceptas tu amor y atracción y luego me rechazas, despreciando lo que siempre he defendido y el amor en el que siempre he creído. —Cerré mis dedos en el alfeizar de la ventana. No había cristales y la caída se antojaba mortal.
—Estaba molesta y herida, quería tu atención en ese baile, pero solo recibí un insulto a mi persona. A mis ojos fue como si pasearas una amante frente a mí.
—No era esa mi intención. Me dejé llevar por la urgencia del momento.
—Eso lo entiendo —aceptó—. Lo entendí en el momento en el qué lo explicaste, pero este estúpido corazón... No pudo conformarse con eso, no. Solo me recordó que ella era como tú, una hábil guerrera, dispuesta a luchar por la libertad de quienes somos demasiado cobardes para alzarnos por nuestra cuenta. Comparada a ella, ¿qué tengo yo para ofrecerte?
—Es curioso que digas eso —las palabras escaparon libres de mi boca, llevadas tal vez por el alivio de recibir una explicación—, porque yo no puedo evitar sentirme igual, ¿qué puedo ofrecerte? Todo lo que te he dado ha sido en consecuencia a alguno de mis errores.
—No te atrevas a decir eso —gruñó Jadiet—. No a menos que consideres que amarme es un error y si ese es el caso, te recuerdo que estás frente a una ventana en el segundo piso del castillo.
—No podrías tirarme, aunque quisieras —bromeé. Me sentía ligera, las sombras de las dudas habían quedado satisfechas por el momento, pero regresarían, estaba segura que lo harían.
—Claro que puedo.
Sentí un pequeño empujón en mi espalda, demasiado leve para moverme poco más de unos milímetros. Aquel gesto apartó los restos de desasosiego y pena que aún quedaban en mí. Giré y sujeté su cadera con mis manos, sin mediar palabra la levanté del suelo y giramos juntas. Ahora era ella quien se encontraba contra la ventana, sentada sobre el alfeizar y segura gracias a mis manos. Con euforia y alegría rocé su nariz con la mía y robé un beso a sus labios.
—¿Inava? —inquirió Jadiet, su voz revelaba dudas y una pizca de miedo, pero sus ojos brillaban con intensidad, deseosos de conocer a donde iba todo esto. Yo también quería descubrirlo, necesitaba hacerlo. Como una aventurera que se hace al mar desplegué las velas y me dejé llevar, no por el viento, sino por lo que sentía en esos momentos.
—¿Qué puedo ofrecerte, Jadiet? —enterré mis labios en su cuello, aquella piel cremosa gritaba por mis labios y yo no tenía la autoridad para negarme.
—Una vida que nunca creí posible —respondió entre jadeos. Mordí el punto en el cual su cuello se unía con su hombro para demostrar mi inconformidad con aquella repuesta, no podía detenerme y tampoco deseaba hacerlo— ¡Ah! Libertad, Inava, a tu lado me siento ¡libre! —Mi lengua recorrió la tersa piel de su garganta hasta llegar al otro lado. Atrapé su piel entre mis dientes, era imposible resistirme a seguir con aquella dulce tortura—. Está bien, me ofreces mucho, tanto que no puedo... ¡oh! —Separé sus piernas con una de mis rodillas. Estaba en camisón, vulnerable a mí, sin tantas capas de tejido que apartar. Mis más bajos instintos habían tomado el control y se mezclaban con el deseo de conocer la naturaleza de sus sentimientos
—Todo eso tiene un beneficio explícito. Quiero saber por qué me amas. Por qué permaneces a mi lado si todo esto es contra natura y un pecado a tus ojos —acusé a medio camino entre un chiste y la realidad.
—¿Cómo quieres que explique el amor, Inava? ¡Oh por Lusiun! —Mi rodilla recorrió con parsimonia el espacio entre sus muslos, rozando su piel, acercándose cada vez más al calor que tanto me atraía y que era una tentación imposible de resistir.
—No lo sé, ponlo en palabras para mí, por favor...
—Inava... Yo... ¡Ah!
Por fin encontré tan ansiado tesoro. Jadiet arqueó su espalda y tuve que sujetarla con fuerza para evitar que cayera. En ese instante sus ojos poseyeron por completo a los míos, urgiéndome a seguir, a no detenerme. Mordió sus labios y yo respondí atrapándolos con mis dientes. Gruñó en mi boca y pronto el suave roce de mi pierna se vio superado por el ritmo de sus caderas.
—No has respondido mi pregunta, Jadiet —exigí, aun cuando mi mente gritaba por desaparecer de aquella escena y darle el control a mi corazón y a mis instintos.
—No, no puedo —dejó caer su cabeza sobre mi hombro, sus gemidos no llegaban a mis oídos, saltaban todo mi cuerpo y alcanzaban ese espacio en mi vientre que exigía dirigir toda la acción
—Si puedes. —Aceleré mi ritmo y Jadiet dejó escapar un sedoso grito contra mi hombro. Mordió el pañuelo que descansaba allí, a medio desanudar y completamente desordenado.
—Ah! Eres, eres todo para mí, Inava. Eres la luz que ilumina las sombras, eres quien aparta mis miedos y quien me inspira con su calor. Eres quien sostiene mi realidad. Podría perderme en tus ojos durante toda mi vida y la que está por venir —jadeos y gemidos incontrolables arrollaron las últimas palabras que trató de pronunciar Jadiet. Ya no importaban. A la punzante pasión se le sumó el revoloteo descontrolado de mi corazón. Uní nuestros labios en un beso lleno de genuinas sonrisas de mi parte.
—Para mí lo eres todo, Jadiet —confesé acercándola más a mí. Sus movimientos y los míos eran frenéticos. Quería hacerla sentir bien, quería llevarla a perderse en un mundo maravilloso. Demostrarle que siempre en mis manos se sentiría bien, amada y deseada a partes iguales. ¡Cómo quería ser testigo de su pasión!
—Inava —resopló. Sus ojos oscurecidos brillaban perdidos en un mar de lujuria, sin embargo, algo en ellos desentonaba, así como en sus gemidos—. Detente, siento que muero... que... Tengo miedo, Inava.
Dos palabras bastaron para detener toda acción. No aparté mis manos de sus caderas, al contrario, las extendí a lo largo de su espalda, como si a fuerza de caricias pudiera desaparecer los temblores que recorrían su cuerpo. Su cabeza descansó contra mi pecho, su cuerpo estaba laxo, como si careciera de huesos.
—¿Jadiet?
—Sentí que moría —confesó contra mi pecho—. Me ibas a matar —acusó sin fuerzas
—¿A matarte? No, en lo absoluto. Jamás te haría daño, mi amor. —Tiré de ella para apartarla del alfeizar. Sus piernas temblaron y sus rodillas amenazaron con doblarse en el momento que se vieron obligadas a sostener su peso. Me agaché frente a ella y pasé uno de mis brazos por debajo de sus rodillas y otro por su espalda. Levantarla fue sencillo, resistirme al dulce aroma que escapaba de ella, no tanto.
Recorrí los metros que nos separaban de nuestra habitación con facilidad y la dejé sobre la cama como la más delicada y preciada de las cargas.
Al verse en nuestra cama se apresuró a cubrirse con las sábanas y a apartar la mirada como si fuera presa de la más poderosa de las vergüenzas. En respuesta a su actitud la duda y el temor no tardaron en invadirme ¿había hecho algo mal? me apresuré a desvestirme y me deslicé en mi lado de la cama.
—Jadiet, estás asustándome. ¿Qué te aflige, amor?
—Todo —admitió ocultando su rostro en las almohadas.
—No te culpo por detenerme. Sabes que siempre voy a parar cuando lo pidas. No tienes que sentir vergüenza por ello, mi amor. —Sentí la imperiosa necesidad de sacarla de su escondite, pero si ella se sentía tan afectada lo menos que deseaba era incrementar su incomodidad.
—Me asusté. Soy una miedosa. —Abrazó la almohada contra su cuerpo con tanta fuerza que temí que se ahogara con ella.
—¿Qué te asustó?, ¿fue algo que hice? —quise saber. Traté de acercarme, pero era como si una barrera invisible nos separara. Rígida, imposible de cruzar so pena de perderla para siempre.
—No, tú jamás harías algo así —sorbió por la nariz—. Me asusté al sentirme tan bien. Tan a punto de... de no sé —gruñó molesta—. Quería que continuaras, me sentía en las nubes, en el cielo. Era como si las estrellas que nos contemplaban carecieran de brillo, de poder.
—¿Tuviste miedo de dejarte ir? —inquirí para ayudarla. Con frecuencia, las preguntas correctas llevaban a las mejores respuestas y eso era lo que necesitaba de ella, respuestas coherentes.
—Se sentía maravilloso, tan especial que por un momento me sentí morir y luego... me sentí embargada por la condena y la culpa, ¿tenemos permitido sentirnos así de bien?
Pese a la situación, una chispa de orgullo se instaló en mi pecho. Era imposible no atesorarla o impedirle crecer. No había nada más exultante que aquella confesión, que saberme capaz de llevarla a nuevos descubrimientos y sensaciones. Sacudí mi cabeza para despejarme y acaricié lo poco que dejaba ver de su cabello.
—Está bien, solo era un orgasmo, como los que...
—Sé lo que son, las viejas me lo explicaron el día de mi boda. Los hombres son quienes los experimentan —bufó—. No las mujeres —sentenció con seguridad.
—Bueno, acabas de descubrir que sí, que es posible —aseguré mientras controlaba el deseo asesino de ir tras aquellas mujeres, cortarles la lengua y obligarlas a tragársela. Después de todo, no era su culpa, eran tan víctimas de este sistema enfermizo como Jadiet—. Los nuestros son mejores que los de ellos y podemos repetirlos si queremos.
—Sentí terror —confesó de nuevo, aquel debía de ser un nuevo record para ella. Admitirse vulnerable varias veces en una noche, de seguro no tardaría mucho en recuperar su altivez.
—Tuve una compañera de escuela que temía a los orgasmos y se detenía justo antes de llegar —rememoré—. Aun cuando sabía que no iba a morir. Se convirtió en el hazmerreír de la clase —Me encogí de hombros cuando Jadiet apartó la almohada y lanzó una mirada severa en mi dirección, ahí estaba, la Jadiet fuerte que conocía—, no me estoy burlando de ti. Es solo una historia. Son cosas que pasan cuando confías en las amigas equivocadas. Encontraron su situación hilarante y no la ayudaron en nada a solucionarlo.
—Oh, ahora resulta que es un problema ¿estoy defectuosa acaso? —inquirió con vehemencia.
—No, en lo absoluto. Creo que todo esto es consecuencia de tu educación religiosa —expuse— ¿Existe algún pecado contra el disfrute de tu cuerpo?
—Pues claro que sí. Se supone que el sexo es para honrar a Lusiun con la mejor ofrenda que podemos hacer, una nueva generación. No está diseñado para el disfrute. Por eso evitamos mostrar nuestros cuerpos o enaltecerlos con vanidad. Son solo un instrumento de Lusiun para que su creación perdure en este mundo.
—Eso lo explica todo. —Tomé sus manos entre las mías y besé sus nudillos, mi único deseo en ese momento era ayudarla a escapar de aquel agujero negro que se formaba en sus ojos—. No temías a las sensaciones, temías a lo que podrían significar para ti.
—Eso es absurdo. He renegado de mis creencias. Ya no deberían afectar mi vida de esta manera. —Arrancó sus manos de las mías y las abrazó contra su pecho—. Es una perspectiva terrible, Inava. ¿Esto significa que no seré libre en toda mi vida? —sollozó aquella pregunta antes de esconderse en mi pecho.
—Nunca serenos completamente libres, Jadiet. Solo podemos aspirar a pequeños momentos de libertad. Lo que sí puedo asegurarte es que mejorará. Con el tiempo todo puede mejorar.
—¿Y si me toma toda la vida? ¿Estarás a mi lado? —Levantó su rostro de mi pecho. Gruesos caminos formados por lágrimas amargas manchaban su piel. Sus ojos estaban perdidos, rotos, pero ya no eran de devorados por la inefable oscuridad.
—Por supuesto, jamás me apartaría de ti. —No pude evitar sorprenderme ante el peso de mis palabras ni la poderosa ola de calor que abrumó mi pecho y provocó todo tipo de saltos en mi corazón. Sabía que estaba dispuesta a todo por Jadiet, pero esta era una situación diferente. Algo había cambiado, algo aterrador, pero a la par infinitamente hermoso.
En ese instante comprendí que por ella era capaz de cualquier cosa y no solo de manera metafórica. Lo que ella me pidiera, lo obtendría, lo buscaría hasta el fin del mundo. Si ella me quería a su lado, así sería por toda la eternidad.
Un nuevo sollozo rompió mi concentración, aquel estado cargado de energía y de decisión que amenazaba con consumirme por cometo y convertirme en una esclava a sus pies.
—¿Jadiet?
—Eres tan buena y yo... yo solo quería lastimarte. Lo siento mucho —gimoteó entre hipidos.
—Lo pasado en el pasado queda. Quizás debamos hablarlo luego, cuando estés lista para contarme la razón detrás de tan crueles palabras. Los celos no provocarían algo así —aventuré y por un momento me sentí perdida y sola ante las posibilidades que se abrían ante cualquiera de sus respuestas—. Y si fue por celos, estoy dispuesta a jurarte por mi espada y mi sangre que no hay nadie más ni lo habrá.
—Hubo celos involucrados —admitió Jadiet mientras sus dedos jugaban con el inicio de mis vendajes—, pero también algo más. Algo que me hizo sentir mil veces peor. Abandonada, a merced de nuestros enemigos —bajó la mirada y encogió sus hombros, quizás a la espera de un juicio y un veredicto que jamás llegarían.
El mundo se congeló a nuestro alrededor. Como si estuviera fuera de mi cuerpo me vi apartando a Jadiet de mi pecho para evaluar su integridad y su bienestar. Idiota, me dije, por supuesto que había algo más.
—Fue mi culpa, nunca debí abandonar el salón mientras había tantos hombres en el castillo. Fui una tonta.
—No. No sigas —rugí. No lo soportaba. Saber que estaba en peligro por mi culpa, pensar siquiera que había sido atacada, era como ser desgarrada por dentro.
—¿No quieres saber lo que pasó? —inquirió con voz trémula.
—No, que pares de culparte por algo que es mi culpa. Yo traje enemigos a tu vida. Yo soy quien te pongo en riesgo.
—¡Eso no es así! —chilló—. Tú amor hace que valga la pena poner en riesgo mi vida.
—No digas eso. No lo digas porque no puedo soportarlo. —Tiré de mi cabello. El ardor era una distracción bienvenida ante todas las emociones que recorrían rampantes todo mi ser.
—Audry se encargó de él. Me siguió pese a que le ordené que me dejara en paz y gracias a ella estoy aquí —explicó mientras tomaba asiento y se abrazaba las rodillas contra su pecho
—¿Te dijo algo? o ¿Solo era un idiota pasado de copas? —Sentía la sangre burbujear en mi mano. Segundo a segundo, con cada temblor que recorría el cuerpo de Jadiet la sensación se incrementaba y amenazaba con estallar y reventar mi piel.
—Dijo que era un enviado del rey y que era hora de que conociéramos nuestro lugar. Trató de... trató de forzarme, pensó que no gritaría —rechiné mis dientes. Había estado trazando planes de acción mientras Jadiet gritaba por ayuda, no había estado allí para ella—, se sorprendió y eso le dio ventaja a Audry para atacar.
—¿Dónde está? —pregunté entre dientes. Por su bien esperaba que estuviera muerto. Fría cólera había reemplazado al fuego. Un enviado de Cian, un hombre que se creía con la libertad de irrumpir en mi hogar para dar un mensaje y una amenaza a través del cuerpo de Jadiet. Me levanté de un salto y me vestí con lo primero que encontré, alguna camisa de lino sucia y pantalones marrones. Lo suficiente para ocultar mi identidad en la oscuridad.
—Inava, puedes resolver eso mañana. Esta noche... por favor, esta noche quédate conmigo.
Sus ruegos tocaron la única fibra en mí que no se veía afectada por la sed de venganza. Gateé sobre la cama hasta llegar a su altura y acuné su rostro entre mis manos.
—Quien te amenaza pierde el privilegio de ver salir el sol del siguiente día —sentencié a manera de oscura promesa. Tomé mi espada con una mano y tomé la de Jadiet con la otra. Algo en mi resolución o en mi rostro llevó a Jadiet a responder la pregunta olvidada.
—Audry lo vigila, está en los calabozos.
N/A: Cualquier protesta por la interrupción del +18, favor dejarla aquí. Gracias, la autora XD.
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