Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Audry

La habitación se encontraba sumida en la más profunda oscuridad cuándo desperté. Cada músculo y cada centímetro de mi piel protestaban ante el más mínimo de mis movimientos, no me había sentido tan mal desde mis días de entrenamiento en la frontera. Traté de mover mi rodilla herida, dolía y estaba rígida, pero no era grave.

Encendí una vela y bajo su tenue luz logré vestirme. Decidí obedecer el consejo de Jadiet y solo até mis vendas con la presión necesaria para sostener mis senos, tal y como haría cualquier mujer de armas de Calixtho. Vestí de nuevo la camisa de lino y por encima coloqué un gambesón sin mangas, nadie lo consideraría extraño, era una protección sencilla y relativamente cómoda para un señor como el que representaba.

Mientras recorría los pasillos no pude evitar pensar en Enael. Había roto su corazón y su confianza, eso estaba claro y merecía tanto su ataque como sus amenazas de muerte, pero no podía evitar sentirme vacía al pensar en él, extrañarlo. Era como si hubieran arrancado una parte de mí, una que se sentía a gusto entre sus brazos, que encontraba en él protección y sosiego. Siempre tenía una palabra amable, un consejo o una solución a cualquier problema y siempre estaba dispuesto a sacrificarlo todo por mí.

—Bueno, por Ialnar —susurré para mí—. Así que mejor sácalo de tu cabeza, Inava.

El aroma de la cena fue un oportuno bálsamo contra la pena que acuciaba mi corazón. Seguí aquél mágico camino y me encontré con una mesa amplia, mis generales se encontraban sentados dando buena cuenta de un lechón asado con papas y vegetales. Jadiet se encontraba al final de la mesa, la cabecera estaba vacía, así que me dirigí hasta ella. Al verme llegar, los generales y Jadiet se pusieron en pie y no tomaron asiento hasta que yo lo hice.

—Mi señor, permítanos felicitarlo por su flamante victoria hoy —dijo Osbert, uno de los generales más ancianos, pero también de los más aduladores que podía tener.

—Gracias, es una pena que se deba a un asunto tan bochornoso —seguí el juego en lo que parecía ya una segunda naturaleza para mí.

Devoré mi comida y pronto mi plato y mi vaso se encontraron vacíos. Estaba por rellenarlos cuando Jadiet voló sobre la mesa para hacerlo por mí. Su expresión era de total abnegación, pero en el fondo de sus ojos podía ver como burbujeaba la humillación.

—No quiero que recorras tanto para servirme —dije en voz alta—. Por favor, toma asiento a mi lado.

Un jadeo colectivo silenció la mesa. Esta vez, otro de los generales ancianos carraspeó para llamar mi atención mientras Jadiet corría a recoger su plato y cubiertos para sentarse junto a mí. Su faz continuaba siendo la de una abnegada esposa obedeciendo a su marido, pero la humillación había desaparecido, ahora la reemplazaba cierta satisfacción.

—¿Si? —inquirí con fastidio. Sabía que me sermonearía. Al parecer tenían que dejarse llevar por su edad y experiencia cada vez que les parecía oportuno. Un síntoma común de la vejez, pensar que los jóvenes nunca saben lo que hacen y que con cada acción pueden destruir su equilibrado y predecible mundo feliz. Sonreí, bueno, planeaba destruir su reino.

—Es lugar legítimo de la mujer el fondo de la mesa, mi señor. Usted como jefe de casa, tiene que tomar la cabecera.

—En un hogar lo que dice el hombre es la ley ¿no? —empecé y me repantigué a gusto en la silla. Incluso sentí la tentación de subir los pies a la mesa, solo me detuvo mi cena a medio comer—. Lo que yo diga es ley en mi casa y si quiero a mi mujer a mi lado para que me sirva con eficiencia, ¿quién crees que eres para decirme donde sentarla?

Disfruté de la palidez que dominó su tez. No respondió, solo realizó una leve reverencia y continuó comiendo en silencio.

—Ocurrirán muchos cambios entre estas paredes, señores. Cambios que tengo pensados y que no deben juzgar o criticar, porque son mis tierras y ustedes juraron vasallaje a mi sangre —sentencié. Todos asintieron en silencio. Jadiet me regaló una sonrisa agradecida y tomó asiento a mi lado. Nos encontrábamos algo apretadas en el estrecho lugar, pero lo prefería así.

Al dar un par de tragos a mi nuevo vaso de cerveza no pude evitar notar la gran cantidad de armas que se encontraban alrededor de la mesa. Filosas espadas, peligrosas dagas, uno de mis generales incluso llevaba un hacha de batalla sobre la espalda. En la puerta del salón se encontraban dos guardias con lanzas, igual en la entrada que daba al pasillo. Miré a Jadiet, frágil, con el cuello y el pecho expuestos por un vestido azul cubierto de encajes y bordados. Miré mi pecho, protegido por un gambesón y mi propia espada.

La idea me golpeó como un alud. Si aquellos generales decidían matarnos, podrían hacerlo en un instante. Si alguien decidía atacar a Jadiet, ella no podría hacer nada, y tampoco podía obligarla a aprender, ya había rechazado las lecciones de lectura y escritura.

El tesoro más preciado de mi vida se encontraba en peligro y no podía estar siempre a su lado para asegurar su integridad. Cualquiera podía atentar contra ella, cualquiera podía levantar su espada contra ella, mi estómago se revolvió ante la idea, podían aprovecharse de ella.

Empuñé el cuchillo con fuerza, no podía nombrar a un caballero como su guardaespaldas, ni pensar en un simple soldado. Solo podía confiarle tal tarea a una mujer como yo, una guerrera, pero estaban a varios cientos de kilómetros de distancia.

—¿Estas bien? —preguntó Jadiet por lo bajo—. Llevas un rato sin comer o beber y sujetas el cuchillo como si planearas asesinar a todos aquí.

—Eso es en lo que pienso —admití—. Jadiet, yo...

Fuertes golpes rompieron el silencio. Los soldados en la puerta de entrada atendieron el llamado y compartieron una mirada rápida conmigo. Al parecer no había peligro alguno detrás. Agité mi mano para indicarles que prosiguieran, si iba a suceder algo, tenía a los generales conmigo, algo podríamos hacer contra cualquier agresor. Los soldados abrieron la puerta, sujeté la empuñadura de mi espada, tensa y lista para actuar, pero solo dejaron pasar a un soldado y a una mujer.

—¡Mi señor, Ialnar! —La mujer logró liberarse del firme agarre que mantenía el soldado sobre su brazo. Corrió hacia mí y se deslizó sobre sus rodillas al llegar a mi altura—. Mi señor, he logrado llegar hasta aquí tal y como me lo indicó, para encontrar un espacio de trabajo en sus tierras.

Salí de mi estupor el tiempo suficiente como para reconocerla. Era la esclava de la taberna, la chica que había salvado de una pena de muerte segura.

Un general a mi diestra se levantó y desenvainó. Poco pude hacer para evitar que golpeara a la chica en la espalda con la parte plana de su espada.

—¡¿Quién te crees que eres para irrumpir así en una cena entre vasallos y su señor?! —bramó, la poca piel que dejaba ver su espesa cabellera se encontraba tan roja como la salsa del lechón.

—Basta, no te ordené que la golpearas. Esta mujer ha venido a mi siguiendo mis órdenes —dije con voz atronadora. Por un momento perdí el tono y temí que escucharan ese suave toque femenino que ocultaba. Carraspeé y me dirigí hacia la chica. Tendí mi mano en su dirección y la ayudé a levantarse.

—Mi señor —balbuceó. Sus ojos buscaron los míos como los de un corderillo asustado buscan a los de su madre.

—Está bien, ya estás en mi casa y a mi servicio. Ve a la cocina, se encuentra al final del pasillo, el que está a la derecha —señalé la dirección—, pide un plato de comida caliente, estaré contigo en un instante.

La joven ex-esclava asintió a toda prisa y se alejó con paso renqueante. De vez en cuando acariciaba su espalda herida. Rechiné los dientes, giré y golpeé con la mano abierta la mesa.

—¡Que sea la última vez que agreden a alguien bajo mi techo! —exclamé—. Solo tienen permitido hacerlo si mi vida o la integridad de estas paredes se ven en peligro ¡Una mujer débil y hambrienta no representa peligro alguno para esta corte!

—Señor, ella solo es una esclava —dijo el caballero que la golpeó, su tono era condescendiente—. Una persona de tal clase no debería...

—Es una mujer libre, y aún si no lo fuera, merece ser tratada con respeto.

—Ialnar, mi señor, mucho me temo que no comprendo su actuar —intervino el más joven de mis generales, Alfwin, un hombre de unos treintaicinco años de edad, de cabello y barbas del color de la noche y ojos oscuros como el carbón.

La mano de Jadiet sostuvo la mía por debajo de la mesa, no en apoyo, sino en advertencia. Sus uñas se clavaron con vicio en mi piel por unos segundos.

—No desprecio nuestras costumbres. —Tomé asiento y bebí de mi vaso. Aquello pareció relajar a mis hombres, pues volvieron a sus platos y bebidas—. Solo quiero tener a mi cargo personas que no me teman y, por ende, que no me odien. Es muy fácil deslizar veneno y sobornos en el bolsillo de un sirviente descontento —repuse—. No quiero hacerme amigo de ellos ¡faltaría más! pero no me convertiré en su tirano.

—Sabias palabras para su corta edad —dijo el general que se había atrevido a criticar el lugar de Jadiet en la mesa—. Debo admitir que es una idea profunda, digna de reflexión.

Los generales se vieron envueltos en una discusión sobre el correcto trato que merecían sirvientes y esclavas. Suspiré y me serví algo más de cerveza. Tendría que ser más cuidadosa en el futuro, o revelaría mi identidad y mis convicciones.

—¿Eres idiota o solo finges? —espetó Jadiet entre bocados de pastel.

Una oleada de vergüenza me invadió. Disimulé el mohín de mis labios con un nuevo trago de cerveza. Su amargura era mucho más tolerable que la que sentía en mi estómago debido a las implicaciones en las palabras de Jadiet.

—A veces es difícil contenerme —admití.

—Eres la peor espía del mundo —masculló ella con renovado fulgor—. No sé en qué pensaba tu comandante al destinarte tan importante misión.

No me atreví a responderle, tenía razón. ¿Qué habilidades especiales tenía en mi arsenal? Solo una buena memoria y una mente rápida. No era una guerrera excesivamente habilidosa, superaba la media, pero había mejores. Observé mi reflejo en una de las cucharas de plata y contuve una arcada. Claro, eso era lo único que me había dado el honor de servir a mi reino, mi aspecto.

—Caballeros, si me disculpan, me retiraré a mi habitación, fue un día bastante largo y necesito recuperar fuerzas —mentí. No podía permanecer en aquel lugar, rodeada de enemigos y de dudas. La cerveza ya no pasaba por mi garganta y por un instante mis pulmones exigieron aire de más.

Por suerte, mis generales se levantaron y reverenciaron. Regresaron a sus asientos en cuanto notaron que estaba cerca de la puerta que daba al pasillo donde se encontraban las habitaciones y empezaron a charlar entre sí. Jadiet quedó sola en aquel mar de espadas y amenazas, demasiado concentrada en sus pasteles de miel como para preocuparse por tal nimiedad.

Recorrí el pasillo y me detuve frente a mi despacho. Apoyé la cabeza sobre la puerta y traté de controlar mi respiración y pensamientos. Estos no dejaban de taladrar y martillar mi cerebro con terribles ideas, espantosos destinos y fracasos catastróficos.

—¿Mi señor? —Un joven sirviente se encontraba a mi lado. Era solo un niño de unos catorce años, desgarbado, torpe y con el rostro plagado de acné, aun así, era un jovencito bien parecido y fuerte, debía ser el orgullo de su padre— ¿Está bien?

—Si, por supuesto —mentí—. Por favor, ve a la cocina y trae a mi despacho a la chica nueva, quiero asignarle un trabajo.

—En seguida, señor —aceptó y se alejó a un paso tan rápido que parecía correr en lugar de caminar.

Encontré el refugio entre las cuatro paredes de mi despacho. La biblioteca de caoba, los libros polvorientos y el escritorio lleno de pergaminos eran mucho más amables conmigo que algunas personas. Me repantigué en el sillón detrás de mi escritorio y garabateé en un pergamino viejo. Extrañaba mi hogar, había una nostalgia pulsante qué trataba de abrirse camino entre las imágenes del posible futuro que me esperaba.

Un tímido golpe en la puerta me sacó de mi sopor. El joven sirviente y dejó paso a la chica rubia. Le agradecí con un escueto asentimiento y con un gesto de mi cabeza le indiqué que cerrara la puerta.

La joven miró a su alrededor claramente sorprendida por el lugar en el que se encontraba. Al notar que la miraba inclinó su cabeza y su espalda en una profunda reverencia.

Se lo permití era una oportunidad para observarla sin ser tan evidente. Su largo cabello rubio caía libremente sobre sus hombros y estaba apelmazado debido al lodo, al sudor seco y a la grasa. Sus hombros y sus clavículas dejaban ver finas cicatrices. La piel de sus brazos estaba marcada también por viejas heridas. Algo en ellos llamó mi atención. Sobre la piel podía vislumbrar los finos vestigios de lo antaño habían sido músculos fuertes, elegantes, diseñados para la fuerza y la velocidad.

La joven se irguió y pude proseguir mi examen. Se paraba de una manera muy evidente al ojo entrenado. Espalda erguida, hombros hacia atrás, los brazos firmes a los lados. Incluso podía ver lo que quedaba de un fuerte pecho y unas piernas diseñadas para la acción, para cargar con el peso de una armadura durante horas de marcha. Noté como cambiaba su peso de una pierna a la otra, estaba incómoda ante mi examen visual, pero no podía detenerme ahora.

—Quiero que me digas la verdad — dije sin preámbulos—. No quiero perder el tiempo con mentiras.

La joven asintió. Sus manos empuñaron su vestido y pude notar como una gota de sudor bajó por su sien. Dejé mi escritorio y me dirigí a la puerta. En este tipo de castillos y en mi posición, hasta las paredes podían tener oídos.

Abrí la puerta y me comprobé que el pasillo estuviera libre. Era seguro hablar.

—Empieza por tu nombre —indiqué con firmeza. Si era lo que pensaba que era, reaccionaría al tono.

—Audry, mi señor —respondió de inmediato. Poco a poco dejaba atrás a la mujer temerosa y débil de la posada y se convertía en algo más. Algo que se había visto obligada a enterrar a fuerza de tortura y coacción.

—Como te dije, quiero la verdad. Si eres sincera conmigo, también lo seré contigo. —Era un movimiento arriesgado, pero también una jugada del destino. No podía trabajar sola, las limitaciones de un ejército de una sola mujer eran más que evidentes.

—No entiendo, señor.

—Mira —desabroché mi talabarte y lo dejé lejos de mi alcance en una esquina del despacho. Hice otro tanto con la daga que llevaba en la bota. Una muestra de confianza que una mujer de Calixtho solo realizaría ante amigas o su pareja—. Puedes ser sincera conmigo, no te juzgaré ni te condenaré.

—No sé de qué me habla, señor Ialnar.

—Quiero confiar en ti, pero tú debes confiar en mí —indiqué.

—Confío en usted, mi señor, usted me salvó la vida y esa es una deuda que jamás podré saldar. —Realizó otra reverencia—. Dedicaré mi vida entera a su servicio.

Froté mi rostro, quizás estaba abordando la situación desde un punto incorrecto. Le exigía que confiara en mí, pero yo no confiaba en ella. Suspiré, tendría que tomar una decisión arriesgada, la única salida y oportunidad para encontrar una aliada.

Mis dedos se dirigieron con lentitud a los broches del gambesón, uno a uno los fui liberando. Fue una acción paulatina, como si mis manos desearan darle tiempo a mi cerebro para pensarlo mejor, sin embargo, ya había tomado mi decisión. Audry observaba todo desde su lugar, en su frente una fina arruga adquiría profundidad.

—Lo que te contaré puede arriesgar mi vida —dije—. Lo que verás es la mayor prueba de confianza que puedo darte.

Aparté el gambesón de mi pecho y continué con los botones de la camisa, abrí los necesarios para mostrarle quién era en verdad. Mis piernas temblaban, mi rodilla protestaba con un dolor sordo al movimiento y los cabellos de mi nuca se encontraban erizados. Era imposible leer la expresión de Audry o adivinar lo que haría a continuación.

—Podrías estarme engañando —dijo por fin.

—No lo hago, si quieres acercarte y tocar eres libre de hacerlo. —Tomé aire, ¿qué tan diferente era de las manos intrusas de la policía o el ejército interno? Al menos en esta ocasión ella tenía mi permiso.

Audry se acercó a mí con paso vacilante, poco a poco extendió una mano en dirección a mi pecho. Mi corazón perdió el control, podía escucharlo a través de mi piel. Sus dedos rozaron con cuidado mi pecho, casi como si estuviera hecho de porcelana. Contuve el estremecimiento que nació en la base de mi espalda y suspiré cuando ella retiró su mano. A toda prisa cerré los botones y dejé colgar el gambesón sobre mis hombros. Ya conocía mi secreto, no tenía sentido resguardarme ante ella.

—Eso es... es...—Tomó aire y miró hacia el cielo—. Es la respuesta a las plegarias de muchas mujeres como yo —dijo por fin. Sus ojos ardieron con fiereza—. Soy Audry la Cazadora, a sus órdenes, mi señora.

—Una guerrera de Cathatica. —Tenía sentido, contaba con la disciplina de una guerrera de Calixtho, pero en sus ojos brillaba la fiereza y el amor por la libertad de una mujer de Cathatica, el poderoso reino del norte, famoso por sus fieros navegantes y sus inmisericordes incursiones—. Soy Inava, de Calixtho. Guerrera de la frontera —me presenté— ¿Te importaría contarme cómo llegaste aquí?

—Fui capturada a los dieciséis años, mi señora. Era mi primera incursión en la frontera de Luthier —respondió a la pregunta que no había formulado, así eran de perceptivos, podían leer tu mente con solo un vistazo—. Desde ese momento... —interrumpió su relato para tomar aire, un pequeño sollozo escapó de su pecho.

Quise detenerla, pero era evidente que deseaba sacar el veneno de su pecho. Descansé mi peso sobre mi escritorio y me dispuse a escuchar

—Me trataron como basura, como algo peor, de hecho. Fueron años duros un auténtico infierno en la tierra. —Clavó su mirada en mi—. Me tomo dieciséis años aprender a no tener miedo, a ser una feroz guerrera y en tan solo cinco años aprendí a tener miedo hasta de mi sombra. Si estás aquí significa que Calixtho hará algo por fin.

Ahí estaba, un brillo de esperanza, la luz que tanto necesitaba en mi propia batalla. Alguien que me recordaba por qué debía seguir adelante, por qué no tenía permitido rendirme ni dejar que los demonios que atormentaban mi mente ganaran la batalla.

—Haremos algo, yo solo soy la avanzada —respondí—. Puede tomar años, pero haremos algo —prometí.

—Con eso basta, mi señora. Estaré honrada de trabajar por su causa. Es la más justa y noble de todas.

Una ola de calidez se expandió en mi pecho, desapareció a su paso cualquier rastro de duda y temor que pudiera tener.

—Lo harás, pero primero debemos regresar a la feroz guerrera del norte que eras. No será fácil —advertí.

—No temo al dolor o al entrenamiento. Solo deme una espada y le demostraré de lo que soy capaz.

—Bien, empezaremos mañana. También deseo que aprendas a leer y a escribir, a llevar la administración del castillo y a dominar la política y la religión, si no lo sabes. Necesito una guerrera preparada para la batalla, tanto en el campo como dentro de estas paredes.

—Por supuesto, señora. —Realizó una leve reverencia con su cabeza.

—También quiero que hagas algo más por mí —agregué—. Esta misión me coloca en una posición de peligro, cualquier persona relacionada conmigo está en riesgo.

—Daré mi vida por protegerla, señora.

—No se trata de mí, he descubierto que puedo cuidarme sola. —Balanceé una pluma entre mis dedos—. A veces debes alejarte de tu hogar para conocerte y crecer. No, Audry, una de tus misiones más importantes no será cuidarme.

Dejé atrás mi escritorio y apoyé una de mis manos en su hombro. Audry se irguió cuanto pudo y cuadró sus hombros. Solo podía leer decisión y lealtad en su rostro.

—Cuidarás de lo más preciado que tengo. Serás la guardaespaldas de Jadiet, mi esposa. Me he mostrado ante ti tal y como soy, sin secretos de por medio. He aprendido que puedo perder grandes aliados por culpa de las mentiras.

Audry no dijo nada nada, solo permaneció quieta, lanzó una mirada a mis pechos y asintió.

—Desde esa noche supe que había que había algo raro en ti— dijo por fin—. Ningún hombre en su sano juicio rechazaría una noche conmigo. —Paseó por la oficina y rio un poco—. Esta es una gran oportunidad para cambiarlo todo. Para que los asesinos de mi familia paguen. Pasé mucho tiempo como una esclava, pero puedo servir una última vez.

Se arrodilló ante mí y sacó una daga de su bota, contuve el aliento al comprender las implicaciones, había estado desarmada ante ella, con el pecho al descubierto. Era una prueba de lealtad que no había pedido, pero que me alivió recibir. Justo en el momento que llegaba a tal conclusión, Audry tendió la empuñadura en mi dirección.

—Usaré mis armas para defender lo que es tuyo como si fuera mío y serviré a tu causa hasta que el último aliento abandone mi cuerpo. Inava, desde hoy el filo de mis armas te servirá, los latidos de mi corazón solo tendrán una razón de existir, defender a quienes no pueden defenderse y acabar con la tiranía de una vez y para siempre.

N/A: Una nueva guerrera llega para ayudar a Inava, pero ¿traerá más problemas a la causa o será la ayuda que tanto ha necesitado para empezar a hacer algo por su misión?

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro