Aderezo
Instantes después nos encontramos lejos de la grotesca escena. Solo entonces me permití sentir. Estrujé las riendas de Galeón y levanté la vista al cielo. ¿Era esto lo único a lo que podíamos aspirar en este mundo? ¿A una vida de violencia para no morir? Era mi culpa, quizás si hubiéramos mantenido a Uriel cerca de nosotros esto no hubiera pasado. Habría sido más fácil protegerlo en el campo de batalla que fuera de él, vaya ironía.
—No le des vueltas —gruñó Enael—. Estas cosas pasan, así es la guerra.
—Ni tú te crees esa justificación.
—No, no me la creo, la odio, pero es la realidad. Solo podemos hacer lo mejor para luchar contra ella y cambiarla y a veces estas son las consecuencias. —Abrazó el cuerpo de Uriel contra su pecho—. Los más inocentes son los que pagan por nuestros ideales.
Recorrimos el camino hacia la granja en silencio y la alcanzamos cuando ya despuntaba el alba. El anciano se encontraba ocupado removiendo la tierra. Había reparado su pequeña cabaña e incluso contaba con una humilde cerca que delimitaba su terreno y un establo desde el cual podía escuchar algunas cabras. Había invertido bien las monedas que le había entregado.
—Mi viejo amigo —saludó. Se apresuró hacia la cerca y nos permitió el paso. Al ver el estado de Ureil frunció el ceño, más no dijo nada. Dejamos nuestros caballos junto a las cabras y llevamos a Ureil al interior de su hogar. Le dejamos sobre la alfombra frente a la chimenea, era el único lugar libre en aquella pequeña y abarrotada cabaña.
—Me temo que debo abusar de su hospitalidad —dije mientras buscaba en mis alforjas algunas hierbas y extractos para Ureil.
—Tonterías, esta casa es su casa, mi señor. Y más si se encuentra en necesidad. Le debo mi vida.
—No hay nada que agradecer buen hombre. Ellos son Enael y Ureil, caballero y escudero de mi ejército, respectivamente.
—Es un gusto conocerlos. Pásame las hierbas, sé preparar un emplasto que puede salvarle la vida.
El anciano tomó las hierbas y se dirigió a la pequeña cocina ubicada al fondo. Tenía incluso un horno de ladrillos y una despensa. Del techo colgaba generosas ristras de cebollas y hierbas, así como carne seca y un jamón. Junto a la cocina se encontraban dos camas separadas por una sencilla mampara de tablones de madera y frente a ellos una mesa rústica con cuatro tocones que hacían las veces de bancos.
Un golpe tintineante contra el suelo llamó mi atención de regreso a Ureil. Enael lo había desnudado, su gambesón, cota de malla y armadura descansaban en el suelo junto a su camisa interior.
—¿Es un desertor? —quiso saber el anciano. En sus manos llevaba una vasija de barro llena de un líquido humeante de penetrante aroma. Enael rodó los ojos y tomó el potingue con cierta violencia. Se apresuró a lavar las heridas de Ureil con vino y luego aplicó la masa caliente sobre los horribles agujeros. El líquido pasaba de lado a lado y manchaba la alfombra con una mezcla de enfermizo color rojo, negro y verde.
—No, se alejó de la batalla por mis órdenes y sus compañeros lo tomaron como un desertor —expliqué mientras sujetaba sus hombros—. Ya me encargué de ellos. No quiero insubordinados traidores en mis filas.
—Eso es muy sabio de su parte —aceptó el anciano.
—¡Viejo Elizar! —gritó una voz quebrada por el paso de la infancia a la juventud. Un torbellino de energía entró a la cabaña agitando una bolsita de monedas—. He conseguido vender todo el queso. Tenemos para las gallinas. —Detuvo su perorata y nos miró con vibrantes ojos color esmeralda— ¿Quiénes son ustedes? —Sacó del cinto un bastón de madera—. Se los advierto, estoy armado y protegeré al viejo.
—Alain, Alain, tranquilo. Ese de ahí es Ialnar, te conté sobre él.
Los ojos del chico se abrieron de par en par, corrió hacia mí y toqueteó mis brazos y mi espada. Luego dio un par de golpecitos a mi armadura y se alejó de un salto.
—¡Es un caballero de verdad! —exclamó.
—Él es Enael y este de aquí se llama Ureil —dije con afabilidad, la energía de aquel niño era como una luz en medio de las tinieblas—. Perdimos la batalla y necesitaremos refugio por algunos días —expliqué a ambos. La energía de Alain desapareció por completo y el rostro de Elizar se ensombreció.
—¿El Gran Ejército viene detrás de ti? —preguntó el viejo. Alain corrió a la ventana y miró en dirección al bosque. Lo hacía con tanto ímpetu que colgaba su cuerpo del alfeizar.
—No me están persiguiendo si eso es lo que temes —dije.
—No, jamás pensaría algo así —negó el anciano—. Es solo que a veces nuestra granja se encuentra en el camino de los ejércitos, cuando sufren una derrota, nosotros sufrimos su ira. Si el Gran Ejército fue derrotado en batalla, nuestras vidas corren peligro, todo lo que construimos aquí desaparecerá...
—No lo permitiré, viejo, yo los detendré —aseguró Alain.
—No harán nada —gruñó Enael—. Yo los detendré, les diré que estas tierras están bajo la protección de la casa de Eddand porque ustedes salvaron la vida de su señor y ahora salvarán la de uno de sus escuderos.
—No creo que eso sea suficiente, Enael. Esos hombres están furiosos —susurré.
—No les conviene cometer más errores y menos contra ti. No se atreverán a hacer nada. Además, deben explicar su versión de los hechos al rey. De seguro temen que los destruyas ante él.
—No puedo pedirle algo así, mi señor. Que arriesgue su buen nombre por esta humilde granja que... —dijo Elizar a toda prisa, pude ver en sus ojos el crudo menosprecio que sentía hacia sí mismo.
—No, Elizar, este es tu hogar y merece ser respetado. Soy yo quien está en deuda contigo. —Saqué de mis alforjas una bolsa con monedas de oro—. Mis hombres deberán quedarse un tiempo, al menos hasta que Ureil esté en condiciones para viajar. Entregué el dinero en sus huesudas manos—. Acepta este dinero como pago por la estadía y para cubrir sus necesidades. Yo debo marchar hacia palacio cuanto antes.
—Pero señor... debería descansar.
—Tiene razón en eso, Ialnar —dijo Enael mientras terminaba de vendar las heridas de Ureil—. Permite que Galeón tome un descanso. Tú también lo necesitas. Llevamos horas de adelanto, una siesta no te hará mal. Recuerda que fuiste herido en batalla.
—¿Puedo ver? —exclamó el chiquillo, quien al parecer había olvidado el peligro y las grotescas heridas de Ureil en favor de una auténtica herida de batalla.
—No seas irrespetuoso, Alain —reprochó el anciano—. Disculpen a mi nieto. Sus padres lo enviaron conmigo porque no podían tenerle en casa y ahora me ayuda con la granja.
—Es un buen muchacho. —dije entre bostezos indeseados. El cansancio empezaba a hacer mella en mí. Apoyé mi espalda contra la chimenea y cerré los ojos por unos instantes contra mi voluntad. Solo la risa de Alain me trajo de regreso a la realidad.
—¿Por qué no toma mi cama, señor? Sé que no es la mejor, pero...
—Está bien, Elizar, dormiré aquí, junto a mis hombres.
—Es lo que todo buen caballero hace —aseguró Alain con tal confianza que cualquiera habría creído que a su corta edad había estado presente en un campo de batalla. Alain tomó asiento junto a mí y me miró con intensidad. De sus ojos brotaban miles de preguntas, en cualquier otra ocasión no me habría molestado responderlas, pero mis párpados pesaban y mis ojos ardían con furia.
—Tu irás al campo a labrar y luego irás por las gallinas. —Acudió Elizar a mi rescate. Tomó a su nieto por la oreja y lo llevó hacia la puerta—. Yo prepararé un buen guiso para nuestros huéspedes, así que trabaja bien y rápido y podrás comer.
Las protestas ahogadas del jovencito fue lo último que escuché antes de abandonarme a la pesadez de mis párpados. El tiempo voló, sin sueños, en un camino de oscuridad y desesperación solo para llevarme a la consciencia frente a un plato humeante de guiso a mi lado y una hogaza de pan duro. Elizar sonrió al verme despierta y realizó un gesto con sus manos para invitarme a comer. Tomé el plato entre mis manos y suspiré ante su calor. Me sentía helada pese a las inclementes temperaturas del verano. Remojé el pan en el guiso y lo llevé a mi boca. La suciedad en mis manos alteró el sabor, di otra mordida, no era hora de ponerme quisquillosa. Debía terminar y avanzar con el plan, sea cual fuere.
Ir con el rey y comunicarle nuestro esperado fracaso. Quizás, ponerlo sobre aviso de lo que le esperaba, era válido. También podía esperar a los nobles, trabajar a su lado para derrocarlo y en el último momento apartarme. Miré el techo, las telarañas y las manchas de humedad eran una distracción bienvenida a todos los pensamientos que se arremolinaban entre mis orejas. La opción más segura era reunirme con los nobles, incluso si deseaban mi cabeza o me odiaban por dejarlos atrás, era mucho más seguro que ser señalada como traidora antes de tiempo.
Así, sin notarlo, el plato quedó vacío. Di un vistazo a Enael, dormía junto a Ureil y dos platos vacíos. Esa era una buena señal, mientras comiera recuperaría fuerzas y superaría sus lesiones. Me arrodillé junto a él y deslicé mis dedos sobre los vendajes que cubrían sus muñecas.
—No volverá a sujetar una espada —masculló Enael con la voz ronca por el sueño.
—Ni una pluma —continué por él—. Es joven, puede recuperarse —agregué más para la paz de mi conciencia que para consolar a Enael. Merecía ser egoísta de vez en cuando.
—Hay heridas que son imposible de sanar, Ialnar. Harías bien en recordarlo —añadió enigmático.
—Lo sé, créeme que lo sé tanto como tú —suspiré—. Debo marcharme. Tengo que actuar ya.
—Hagas lo que hagas, no dejes que tu corazón se interponga.
—Enael, creo que te he demostrado que no lo tengo —dije mientras me incorporaba—. Soy consciente de mi lugar en este mundo y de mi deber.
Tras una despedida rápida y otra bolsa de monedas, esta vez de cobre, para Elizar, estuve lista para irme. Caminé con cuidado sobre el apenas visible camino que llevaba al establo. No quería pisar el sembradío y dañar el trabajo de arado. Era evidente el esfuerzo que habían invertido en preparar el lugar para sobrevivir por su cuenta y de manera honrada, sin derramar sangre ni luchar contra sus vecinos. ¿No podíamos ser así todos? ¿Qué cambiaba tanto en la convivencia de grandes grupos humanos que no podían considerarse vecinos o iguales?
Al llegar al humilde establo, cuyo espacio estaba ocupado casi en su totalidad por nuestros caballos, pude ver a Alain. El joven cepillaba con esmero la crin de Galeón y de vez en cuando le daba zanahorias que sacaba de su bolsillo.
—Ni en mis establos consienten tanto a Galeón —dije.
—¡Señor Ialnar! Yo solo, yo solo... —tartamudeó Alain en su desesperación por explicarse. Sus mejillas palidecieron y su frente se iluminó con un sudor frío. Agitaba las manos frente a si y tiró el cepillo sin querer.
—Cuidabas de mi caballo, no veo nada malo en eso —aseguré mientras ensillaba a Galeón.
—Otros caballeros no toman tan bien que yo alimente o cuide sus caballos —masculló dolido.
—Eso es porque son unos idiotas. Es evidente que sabes cuidarlos bien. —Arrojé dos monedas hacia sus manos—. Aunque harías bien en preguntar, algunos son muy celosos con sus corceles. No son caballos de tiro, son de guerra.
Alain asintió, luego dio vueltas a las monedas entre sus dedos.
—¿Irá a la guerra, señor? Yo siempre he querido ir, quiero batallar y hacerme rico. ¿Me tomaría como su escudero?
—Alain, no quiero destruir tus sueños, pero harías bien en replanteártelos. —Apoyé mis manos en sus fuertes hombros, quizás demasiado para pertenecer a un niño—. Ese chico de la cabaña, Ureil, es un escudero. Un estúpido malentendido quizás le arranque la vida o lo deje como un lisiado por el resto de su existencia. ¿Estás seguro que eso es lo que deseas para ti?
—Es lo único a lo que podría aspirar que asegurará mi futuro, ya sea este la fortuna o la muerte —respondió sombrío—. Igual, es un imposible para mí, no soy noble —sonrió con amargura—. Jamás podría ser un escudero. Quizás solo un simple soldado. ¿Le importaría tomarme como un vasallo más? —Juntó sus manos y brincó en el mismo lugar. Negué con la cabeza, ¿tan mala era su vida como para despreciar la libertad con la cual contaba?
—Alain, escúchame bien. Justo ahora eres más rico que yo. —El jovencito abrió los ojos al máximo de su capacidad, luego miró mis botas y las comparó con sus sandalias desgastadas, frunció el ceño y separó los labios. Levanté un dedo para detenerlo y continué—: Verás, justo ahora mi vida pertenece al rey, no a mí. No puedo elegir por mí mismo, mi vida está escrita y definida por mis superiores. Mi espada me trae riquezas, pero también me trae muerte, penas y destrucción.
—Mi libertad me trae hambre e incertidumbre en los inviernos —masculló el niño—. Prefiero atar mi vida a una espada y a un señor que a la libertad.
Negué con la cabeza y subí a Galeón. Desde mi posición Alain lucía pequeño y desamparado, como un bote en medio de una tormenta voraz.
—Eres un hombre libre, Alain, no malgastes ese tesoro.
Me alejé a todo galope de la granja, no podía hacer mucho por Alain, no había nada peor que la incertidumbre y el miedo a la hora de tomar decisiones importantes para la vida y yo era un ejemplo claro de ello. Atada a Eneth, a Cian, a Shalus y a Ukui. En un futuro, y con algo de suerte, solo estaría atada a los primeros. Esquivé una rama baja, ¿a quién quería engañar? Toda mi vida estaría atada a Calixtho y a su eterna guerra, jamás sería libre para recorrer el mundo ni disfrutar de mi vida, me había atado al deber y con ello había arrastrado al alma más pura y feroz que había podido conocer.
Jadiet, no había día ni noche que no pensara en ella. En su sonrisa, en sus labios, en sus ideas y en aquella visión feroz que tenía sobre la vida. Era como un ariete que golpe a golpe derribaba las puertas que se interponían en su camino, fiel a sí misma y a sus sentimientos, sin otros miedos que aquellos que no podía enfrentar por su cuenta. Jadiet era una mejor guerrera que yo.
Las cabañas dispersas y las primeras calles húmedas me advirtieron de mi llegada a Luthier. Tomé aire y la peste típica del lugar invadió mis pulmones. Tosí y contuve algunas arcadas. No entendía como no sufrían más brotes de peste o de donde encontraban la salud y la fuerza para enfrentarnos.
—Dulce hogar —masculló una voz detrás de mí. Giré y me encontré con Shalus. Detrás de él venía Ukui, Helton, Baldric, Stedd y Derek. Compartí una mirada confundida con Shalus y este solo sonrió con amargura—. Debemos cambiar todo esto y estamos dispuestos a hacerlo juntos. Cabalgamos sin descanso para alcanzarte, no podemos hacerlo sin ti.
—Todas las casas deben estar juntas en esto —repuso Stedd—. Estoy seguro que mi señor estaría de acuerdo.
—Eosian es un lame botas más del rey, solo estás con nosotros por opinión personal —chistó Helton—. Sin embargo, tu señor haría bien en apoyarnos. No puede oponerse a la mayoría y al próximo rey —masticó las últimas palabras mientras miraba a Ukui.
Tomé aire hasta llenar por completo mis pulmones, el secreto estaba a la luz. Era conocido por nuestro enemigo, el hombre cuya ambición le había llevado a pensar en derrocar a Cian sin el apoyo de alguna persona de sangre real.
—Si vamos a trabajar juntos no puede haber secretos —intervino Ukui—. Además, si queremos tener éxito, es necesario que el reino sepa que no tomará el trono algún usurpador indigno de él.
—El trono es de quien lo merezca —aceptó Helton con rigidez.
Una alianza por interés, todo avanzaba según el plan, nadie era leal de corazón a Cian y todos pagarían por ello mientras que Jadiet y yo estaríamos a salvo. Por un instante me sentí como una pequeña rata, una traicionera y apestosa rata.
—¡Fuera de aquí bruja! —gritó Stedd al pasar junto a un humilde puesto de madera. En los improvisados estantes colgaban hierbas. Rechiné los dientes al ver a la vendedora, una anciana cuyo rostro no podía contener más arrugas ni penas. Esto podía acabar muy mal— ¡No tengo tiempo para ti ahora! ¡Pero me aseguraré de verte arder en la hoguera en cuanto termine con mis asuntos! ¡Maldita bruja!
—Mi señor, solo son condimentos, para la mesa —se apresuró a explicar la anciana.
—¡Claro! Para engañar a los nobles hombres de Luthier. Para que sus esposas puedan hechizarlos sin sospecha alguna ¡Todos la escucharon! ¡Lo ha admitido! —Helton pateó la viga superior del puesto, derrumbándolo.
Por suerte la anciana se limitó a arrodillarse sobre el lodo entre sollozos de desesperación. Baldric pasó las patas de su caballo sobre los restos del puesto y las hierbas silvestres. No era más que orégano, albahaca, tomillo y otras más, hierbas para la cocina que de seguro la anciana había recolectado con esfuerzo. Permanecí un tiempo en el lugar, el suficiente como para que marcharan unos metros. Llevé mi mano al interior de una de mis alforjas y arrojé una bolsa con monedas a la anciana.
—Toma el dinero y huye de aquí —indiqué antes de espolear a Galeón. No quería levantar sospechas ni condenarla a un destino similar al de Audry, aunque esto último dependería de ella y de lo rápido que pudiera huir.
Miré sobre mi hombro, la anciana había tomado las monedas y abrazaba la bolsita de cuero contra su frente. Notó mi mirada y me dirigió una sonrisa agradecida antes de ocultar la bolsa en su pecho y desaparecer entre las callejuelas con toda la velocidad que le permitían sus agotadas piernas. Bien, con suerte su experiencia de vida la mantendría alejada de los problemas por el resto de sus días.
Regresé mi vista al frente, donde solo me esperaban capas raídas, manchadas de sangre y de barro. Espaldas orgullosas de amedrentar a una anciana, de inventar cargos o de adaptar los hechos a sus absurdas creencias, de disfrutar con las penas de los más débiles. Eneth tenía razón y yo había sido una ingenua. Colocar un nuevo rey en Luthier solo fortalecería a nuestros enemigos y derramaría la sangre de mis hermanas.
Cian debía permanecer en el trono y lo único que podía hacer era mermar su imagen, debilitarlo en la mente de su pueblo. Hacerlo sería fácil, muchos le odiaban con virulencia, bastaba con dirigir ese odio y alimentarlo. En el caso de aquellos que le adoraban como un dios, solo quedaba un destino posible si no abrían los ojos a la realidad y al sufrimiento de sus hermanos: la muerte.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro