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Ese Mayordomo, Y El Cuerpo De Ciel

Capítulo dedicado a: mi-marciana, por seguir esta historia. ¡Muchas gracias!

Ciel no se presentó esa tarde, fue la resignación a la que menos quería llegar Yuki, aun con las pocas probabilidades que generaban la simple idea de que ambos se encontraran, tenía la ligera sospecha de que en algún momento terminaría cruzándose con él de nuevo, como en esas típicas novelas románticas o los ya acostumbrados dramas televisivos donde ese tipo de encuentros siempre ocurrían. Había sido un perfecto ingenuo, teniendo ese extraño sueño. Sin embargo, y a pesar de eso, tenía algo en mente, y una vez que se le metía a la cabeza, no lo dejaría pasar.

—No me rendiré, volveré mañana —comentó para sí mismo el rubio, mientras daba una breve mirada con sus pupilas al alba, antes de entrar a su respectiva casa, al ingresar la llave en la cerradura. Un pequeño chirrido se oyó, sacando un chasquido de sus labios.

Su vida siempre ha sido aburrida, completa monotonía tranquila. Era el ejemplo de vida perfecta para muchos, pero no para él. Lo más seguro es que su vida la pasaría así por siempre, sin nada de emoción, sin nada que él pudiera hacer, como una hazaña tan increíble, equivalente a poder grabar su huella en la historia. Si había algo a lo que Yuki le temía, era a la muerte. Le aterraba la idea de un día dormir y ya nunca despertar, y honestamente no creía del todo en la otra vida. ¿Por qué le tenía miedo a algo tan inevitable? ¿Será acaso que murió de forma terrible en alguna otra vida?

Al menos si algún día la llama de su vida se extinguirá, quería creer que no se arrepintió de nada. Y realmente se arrepentirá si no volvía a ver a ese joven de una apariencia tan pura que era tentadora.

Sonrió con cierto regocijo al entrar a su hogar.

—¡Volveré mañana! —admitió, dando un pequeño grito.

—¿Yuki? ¿Ya has llegado? —La voz de su madre lo llamó de su trance, y pronto una bella mujer rubia de ojos azules se asomaba de la pequeña cocina para ver a su hijo, con una sonrisa.

—Sí, ya llegué —exclamó el de ojos azules, sin siquiera mirarla a la cara, simplemente subió las escaleras, directo a su habitación.

La mujer suspiró ante su comportamiento, ya acostumbrada a esa rutina que simulaba un vaivén que se repetiría por siempre.

Sebastian estaba confundido, completamente extrañado, viendo al instante que su plan había sido destruido de la forma más fácil posible. Por pura inconsistencia pasó una de sus manos sobre sus cabellos, sólo al encontrarse con la ligera duda que pendía de un hilo por si seguía siendo igual de habilidoso. Confirmando de nuevo y forma certera que su corazón seguía latiendo dentro de su pecho.

—¿Qué esperas, Sebastian? —preguntó el de menor estatura, poniéndose de pie con cierta delicadeza de la tina. Su cuerpo desnudo, su piel nívea, cuidada, sin ninguna imperfección, la delicada curvatura de su cuerpo generando la imagen sincera de un chico esbelto en cuanto a ese regalo divino. Sus cabellos azules caían sobre su frente, pegándose a su piel, las gotas acariciaban su cuerpo y él no podía evitar sentirse orgulloso por esa buena cualidad que tenía por toda la eternidad. Al menos eso era algo bueno entra tanta estupidez que traía la frase de «para siempre».

Sebastian pareció regresar al mundo exterior, dando un parpadeo veloz, sonriendo con simple falsedad más orgullosa que nada, con pizcas de humildad siendo perfecta para lo atractivo que podía llegar a ser.

Ciel fue envuelto en la blanca toalla, aceptándola gustoso, tras sentir el aire frío colándose por las ventanas cerradas del cuarto de baño. De vez en cuando, su lado demoníaco se le escapaba, dejando salir el característico color de la oscuridad que poblaba dentro de su corazón por su segunda naturaleza.

Se dejó acariciar por Sebastian, sintiendo un escalofrío y la tensión entrando a su cuerpo, cada vez que su mayordomo infernal le secaba el cabello, le secaba el pecho, su torso, la espalda, abajo (omitiría eso), sus piernas. Era una tontería, una completa y extraña forma de casi hacerlo llorar, porque las profundas pupilas del color rojizo parecían atravesar su mirada seria, que trataba de fingir que no se estremecía por cualquier diminuto toque.

Oh, no, eso no era bueno, no estaba bien, no como un simple juego, porque él no quería ser ese tipo de demonio, que dejaba ceder por sus impulsos. Si justo ayer había podido disimular a la perfección sus sentimientos en la ducha, ¿por qué ahora no?

—Estúpido Sebastian —susurró para sí mismo, realmente no queriendo decirlo directamente a él. El mencionado dejó de secar el brazo de su joven amo, un poco perdido ante las palabras tan poco sutiles que usó para expresarse de su persona.

—¿Se encuentra bien, joven amo? ¿Hice algo que le disgustara? —Inocencia pura que no era más que una perfecta fachada, ya que, aunque esas preguntas no habían sido del todo una mentira, no había podido pasar por alto los temblores que daba el demonio menor al ser secado.

«No te hagas el tonto, idiota», pensó el menor al verlo a la cara. Sus cejas estaban arqueadas y tuvo que morderse el labio para no darle un golpe en la mejilla por lo irritante que había salido la alegría infantil de ese demonio.

—Sebastian, ¿has visto el cuerpo desnudo de otras personas? —El menor se atrevió a preguntar, forzando su vista lo más que pudo para no evitarle la mirada.

Ahí fue cuando su interior enloqueció, al darse cuenta de la estupidez que se había atrevido a soltar. ¿Qué demonios? ¿Se suponía que quería iniciar una plática así con él? Sus mejillas se fueron tornando poco a poco de un honesto color carmesí, siendo una desventaja que su piel fuera más pálida que antes, porque era más visible. Y que Michaelis no dijera nada, sólo se quedaba quieto, viéndolo con seriedad a la cara, no servía para nada: ¡¿qué demonios?!

«Eres un demonio pervertido, ¿no? Entonces, ¿por qué no dices nada?», su mente divagaba en pensamientos y rincones que poco a poco se iban rompiendo, tenía pensamientos, emociones y actitudes que cuando estuvo en la época en la que su venganza era lo más importante nunca pudo tener. Estaba cambiando, ¿eso era bueno o era malo? ¿Por qué Sebastian no decía nada?

—Sí, he visto muchos cuerpos desnudos —aseguró el mayor, después de tratar de evadir el tema lo mejor que pudo. Su boca estaba en una curva derecha, y la seriedad parecía estar siendo completamente lo que dominaba sus facciones. Podía intuir por qué lo hacía, podía intuir por qué Ciel actuaba como actuaba, no era imbécil. Quizás no era algo que le gustara del todo, siendo algo fuerte porque en algún punto sólo lo había visto como su alimento; pero, tampoco le molestaba. Por extraño que pareciera, no le molestaba lo que sentía Ciel por él—. He visto demasiados.

—Ya veo, así que es por eso... —Armó sus propias conclusiones. No tardó en dar una pequeña sonrisa burlona en sus labios, y su delicada mano fue estirada hasta llegar a la mejilla de Sebastian. Su sonrisa fue ensanchada, con más confianza que miedo, al notar que Sebastian no repudia el contacto entre esa caricia—. ¿Fueron hombres o mujeres?

—Ambos... —admitió sin juegos, al sentir como la mano del demonio de menor estatura movía con cierta tranquilidad uno de sus dedos sobre las mejillas de su acompañante eterno.

—¿Puedes sentir lujuria? —Sus palabras eran directas y curiosas, dejándose envolver en esa terrible sensación que lo tiraría a un abismo, pero no era algo que le importara. No cuando cedió ante sus impulsos por primera vez, sintiendo su respiración mezclarse con la del azabache de mayor estatura que poco a poco había ido acercando su rostro al suyo. En algún punto sus narices rozaron, y Ciel ya estaba lo suficientemente cegado, como para ser sumiso a la hora en la que la indecisa mano de Sebastian se posó sobre su pecho desnudo. Le dio una ligera caricia, dejando que la textura de su mano que tenía grabada su unión con un pentagrama, rozara la pálida piel de su eterno acompañante.

—Sí puedo hacerlo —aventuró a ser sincero el de ojos rasgados, dando una sonrisa un tanto coqueta, al sentir como la respiración de Ciel se agitaba hasta más no poder, ante el inocente toqueteo.

—¿Quién te crees para tocarme así? —dijo con la voz cortada de pronto, tratando de sonreír con cierta simpleza, reluciendo su aire superior. Ahí pareció que ninguno de los dos pudo soportarlo más tiempo, porque sus labios se tropezaron en el camino, chocando entre ellos con un diminuto roce, tan temeroso e inexperto que fue efímero.

El extraño corazón artificial de Michaelis pareció haber recibido una falla, al sentirlo completamente agitado y veloz cuando se separaron y se miraron a los ojos. ¿Qué estaba pasando?

Por unos cuantos segundos, pudo notar el arrepentimiento en el ojo color azul de Ciel, pareciendo completamente una melodía distorsionada donde su vida subía y bajaba, porque no sabía qué hacer. Se decidía y al final dudaba, y Sebastian sabía que todo era gracias a él. Por eso, sólo de forma breve, deseó, por primera vez en su vida, que el arrepentimiento no tuviera que ver con el reciente tacto tan íntimo.

Quizás le gustaría quedarse a su lado.

—¿Puedes dejarme solo? —El murmuro y la forma en la que trató de huir Ciel fue de lo más contradictoria posible, alejándose de ese demonio al retroceder unos cuantos pasos, forzando a que el azabache alejara sus manos de su cuerpo—. Yo me terminaré de secar, puedo hacerlo.

—Por supuesto. —Sebastian no se pudo negar, alejándose de improviso al cerrar la puerta.

Cuando salió a uno de los pasillos, dejó de lado por primera vez su estética de mayordomo, recargando su cuerpo contra la puerta cerrada del baño y tocó su pecho por el impulso. Seguía agitado. Acto seguido, subió una de sus manos hasta su cara, tratando de cubrirla, y una sonrisa suave llena de preocupación lo inundó.

—Por unos momentos, olvidé que era un demonio.

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