Con el pasar del tiempo, todo cambia: las costumbres, algunas tradiciones, las formas de pensar, las vestimentas, los sentimientos, lo que se consideraba tabú, y una infinidad de cosas que nunca se podrían mencionar. La eternidad es larga, la eternidad es algo vago como un «para siempre», y nunca creería que realmente existiera un final, y si sí lo había por un descuido o un azar del destino, posiblemente estaría bastante lejano. Ciel Phantomhive por fin lo había entendido, después de haberlo experimentado por carne propia: desde que se convirtió en un demonio, desde que decidió alejarse de todos sus conocidos, y cuando Sebastian y él huyeron a quién sabe dónde, pero tampoco importaba, porque ya no había nada que aferrarse del lado de los vivos. Al final, terminaron asentándose en una enorme propiedad privada japonesa que en algún punto le había pertenecido a los yakuza. Claro, a pesar de ser de esa terrible rama, tampoco sirvió de mucho contra la destreza elegante de su fiel mayordomo negro que tenía como perro fiel.
Sebastian, Sebastian, Sebastian.
Ciel se apresuró a aguzar su vista, cuando el brillo del teléfono lo alumbró hasta casi dejarlo ciego. Tuvo que entrecerrar sus ojos por unos segundos, mientras el logo de la compañía que lo había producido se presentaba, junto con una pequeña música entretenida.
—Vaya, así que ahora se puede hacer esto —murmuró para sí mismo, mientras colocaba una de sus manos sobre su barbilla y se dedicaba a examinar el teléfono celular prendido.
Nunca se había preocupado por los nuevos cambios tecnológicos de la humanidad, a pesar de que quizás la curiosidad lo matara, nunca quiso formar grandes lazos con los humanos, porque eso le desfavorecería hasta más no poder, porque él vivía eternamente, y si se llegaba a encariñar con alguno, lo vería morir (lo cual dudaba que pasara de nuevo). Sí, porque cuando había huido con Sebastian sin rumbo aparente, Ciel se dio cuenta de muchas cosas: de que realmente nunca había estado tan solo como él creía. Sus tres sirvientes, Finny, Mey-Rin y Baldo, Tanaka, su prometida Elizabeth, el príncipe Soma y su mayordomo Agni, todos habían ocupado un pequeño espacio en su corazón donde los calificaba como una pequeña familia, a la cual tuvo que mostrar su fingida muerte y desaparecer para siempre con su perro fiel, como si la tierra se los hubiese tragado.
—¿Qué se supone que debo de hacer? —preguntó para sí mismo, colocando su dedo sobre la pantalla táctil, mientras exploraba las aplicaciones que ya venían incorporadas. Su desespero no se demostraba del todo en sus acciones, pero su cara poco a poco iba mostrando un ligero gesto de disgusto mientras arrugaba su nariz y sus cejas se iban arqueando—. ¿Cómo es que Sebastian puede trabajar con esto? —Se cuestionó él mismo, sintiendo una ligera envidia al mayordomo infernal, ya que parecía poder hacer de todo sin ninguna dificultad. Bueno, por algo era su mayordomo, y actualmente era el que se encargaba de administrar la nueva compañía de juguetes que había formado: «Phantom». Un nombre perfecto, para dos dueños fantasmas que no se sabría decir con certeza si realmente existían.
Soltó de golpe el celular, éste cayó sobre el escritorio. El menor pudo dar un suspiro y recargó su cara contra su escritorio. Soltó un puchero y dejó que todo el cansancio se estrellara en su cara.
Últimamente se sentía distante y perdido, como si su mera existencia fuera un error inquebrantable. No se sentía emocionado y raras veces experimentaba algo similar a la alegría. Le había costado una década entender el porqué de su vacío: sólo vivía por y para su venganza, había vendido su alma a un demonio, sólo por su venganza, había conseguido sirvientes y aprendido aparentar sólo por su venganza. Todo giraba en torno a ella, pero, al darse cuenta de que ya la había completado, ¿qué caso tenía todo? ¿Había servido de algo? Nunca antes se había preocupado por eso, y tampoco parecía importarle, porque estaba seguro de que cuando todo se cumpliera, todo terminaría para él: Sebastian se comería su alma. Pero todo se complicó cuando Alois y Claude entraron en escena, y todo colindó a que ese mayordomo que le había servido por unos años, nunca se pudo devorar la cena que había preparado con tanto furor. Y eso lo llevaba al nuevo actual problema y la inquietud más importante de Ciel...
La puerta del pequeño despacho donde se encontraba Ciel fue golpeada tres veces exactas. El más bajo levantó su cabeza un poco, y trató de mantener la compostura. Al haber sido un humano en algún momento, aún conservaba lo que parecían ser las emociones humanas y otras cosas que muchos demonios carecían de esas cualidades, y por eso sintió como todo se le revolvía y se asqueaba una parte de su interior, porque sabría lo que ocurriría si dejaba pasar a la única persona que lo acompañaría por toda la eternidad.
Y la eternidad era larga, y eso de cierta forma lo asustaba.
—Adelante... —informó, fingiendo que no había hecho un berrinche, porque creía que ya haber cumplido hace poco sus 205 años no lo ayudarían del todo si se dejaba enredar entre rabietas infantiles.
—Con su permiso. —Pero ahí estaba, la seca, vacía y sin emociones de la persona que estaría con él por siempre. Y eso lo volvía a aterrar y lo envolvía en una terrible niebla.
Los ojos sin brillo alguno, la mirada sin ninguna sonrisa pícara que antes le hacía cuando era un simple humano ya no seguía presente. Sebastian ya no se mostraba curioso con él, y tampoco parecía querer hablar con él, lo más seguro era que mentalmente lo maldecía.
—Es hora del almuerzo, joven amo, le he traído un poco de pastel —dedicó esas palabras, mientras hacía más obvio que ya ni siquiera se molestaba en explicar lo que preparaba como antes. Sin quererlo, dejó el pedazo de pastel sobre el escritorio del chico, junto con unos cuantos cubiertos. Ciel se mordió su labio inferior de forma disimulada ante sus acciones y quiso mirarlo a los ojos.
Cuando sus orbes de ambos colapsaron, Sebastian pareció congelarlo todo a su paso. Phantomhive quiso decir en un susurro que no hiciera eso, y luego quiso gritarle que dejara de mirarlo así, porque ambos estarían juntos para siempre, y la eternidad era mucho tiempo, como para que la única persona que estará a su lado, realmente nunca estuviera ahí.
En su lugar, se limitó a guardar silencio, mientras Michaelis parecía quieto y distante. No decía nada, ni una palabra, sólo guardaba silencio, esperando que se terminara esa porción para poder retirarse, y nuevamente, cada quien estar por su lado.
El de ojos azules colocó el tenedor sobre el pastel, y el cuchillo cortó un pedazo de la rebanada, luego, lo alzó en el aire y agradeció al menos que su sentido del gusto regresara después de veinte años de estar escondido y paralizado. Lo acercó hasta su boca, y antes de digerirlo, observó de reojo a Sebastian, que parecía estar perdido en algún punto, sin prestarle atención... sin importarle en lo más mínimo.
Y Ciel sabía la exacta razón de su forma de actuar, y de cierta forma quería continuar con un egoísmo vago y fingir que no le importaba. Pero sí le importaba. Sebastian sí le importaba.
—Sebastian...
—¿Qué se le ofrece? —respondió al instante, con serenidad y una frialdad tan dura que quemaba. Ciel mordió sus labios y miró al mayordomo por unos instantes, antes de continuar.
—La eternidad es mucho tiempo. —Se limitó a responder, oliendo con cierta curiosidad el pastel. Michaelis, después de mucho tiempo, pareció un poco dudoso ante esa plática tan inesperada, siendo respaldado cuando sus cejas fueron arqueadas, sin entender realmente adónde quería llegar el joven amo—. ¿No te aburre? Tú ya has vivido una eternidad, y todavía te falta una eternidad para vivir, ¿cuál es tu propósito?
—Ahora que lo dice, joven amo, no estoy seguro —aventuró a responder, un poco pensativo ante las palabras de su único eterno acompañante—. Supongo que hacer contratos para devorar almas...
—¿Sólo vives para comer? —interrogó, enmarcando una de sus cejas con cierta tranquilidad, jugando con el tenedor que tenía colgando el pedazo de pastel. Se rehusaba a comer.
—Mil disculpas, pero no entiendo a qué quiere llegar con eso.
—La eternidad es mucho tiempo, sólo vives para comer, y supongo que tu único entretenimiento eran los diferentes amos que has tenido a lo largo del tiempo. Pero posiblemente te aburres si sólo te quedas con uno para siempre, y para colmo, es alguien que nunca podrás devorar —contestó, antes de dignarse a meter un pedazo de pastel a su boca. Sebastian estaba más confundido que de costumbre.
—¿Adónde quiere llegar, joven amo?
Ciel se tardó en contestar, primero esperando a que se pasara la comida que acababa de masticar.
—¿Te gustaría ser libre?
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