Ese Mayordomo, Cegando A Ciel
Sorprendentemente, Ciel no se quejó de comer con los mismos ingredientes que cualquier persona de clase media. A pesar de que ese joven no fuera tan avaricioso y especial en ese ámbito, cuando se trataba de comida él era un caso diferente, por lo que fue todo un milagro.
Se acomodó con completa elegancia sus guantes blancos al entrar a la espaciosa cocina, con la bolsa de compras en mano, hasta depositarla en la mesa. Sí, definitivamente debió de haberse vuelto loco para desperdiciar su vida de esa forma: ¿por qué no se iba de ahí? Era algo que lastimosamente no terminaba de entender y era una completa tortura.
Se quedó pasmado en sus pensamientos, empezando a sacar de la bolsa los ingredientes para la comida de ese día, absorto en sus pensamientos, perdido en algún punto del espacio. No reaccionó, o al menos no, hasta que sintió como algo metálico se estrellaba en su nuca. Desertó de sus pensamientos, por poco manchando su imagen perfecta de mayordomo al resbalar un huevo de su mano. Sus reflejos son salvadores y lo logró a tiempo; ¡eso estuvo bien!
Cuando giró su cabeza, notó el delgado cuerpo de su acompañante eterno, recargado en la puerta de la cocina, con una sonrisa burlona en sus labios. Él había sido quien lanzó la dichosa cuchara.
—Tu guardia está baja, ¿has perdido tu habilidad perfecta? ¿Te has hecho viejo? —preguntó con diversión, logrando que Sebastian moviera su ceja en un modo de reprimir su enojo.
—¿Yo? ¿Viejo? —repitió, un poco molesto por esa afirmación: sí, claro, 205 años que tenía Ciel eran muy pocos, ¡Ciel era muy joven!—. Disculpe, pero yo apenas soy un niño en mi raza —aludió, un poco molesto.
Phantomhive pareció un poco complacido, delineando su alegría con total sorna libertina. Sin decir otra palabra que pudiera cambiar su orgullo, se acercó al mayor.
Sebastian dejó de lado su enojo sólo para preguntar con curiosidad acerca de su extraña presencia en un lugar al que nunca había entrado.
—Perdón por el atrevimiento, joven amo...
—¿Qué? —Se mostró un poco reacio, como si fuera extraño su comportamiento.
—¿Qué hace aquí?
El chico de cabellos azules pareció sentirse descubierto, abrió sus ojos como platos y enrojeció con cierta suavidad. Sin ningún intento de ocultarlo, empezó a evitar la mirada de su mayordomo tan habilidoso.
—Vine a aprender a cocinar, ¿no es obvio? —soltó con un puchero. Michaelis parpadeó, perdido. A veces simplemente no lo entendía: ¿un alíen se había robado a su joven amo? ¿Debía de alegrarse o no?
—¿Un nuevo pasatiempo?
—Sí. —Rodó los ojos al afirmar eso—. Ya sabes, tengo todo el maldito tiempo libre. Es natural que me aburra. —Usó eso como excusa. Sebastian desconfió, lo miró a la cara, entrecerró sus ojos y, sin cuidado, pareció tocar la frente del otro demonio, alzando un poco sus cabellos en el acto. Estaba pensativo, y eso sólo lograr cabrear a Ciel—. Sebastian, ¿se puede saber qué demonios haces?
—Pensé que estaba enfermo, ¿se siente mal? ¿No ha sentido nada extraño? —pensó un poco, tratando de acomodar sus ideas—. Algo así como si sintiera que algo está raro estos días o similar... —Eso era más de lo que podía entender alguien como Ciel, tan orgulloso y obstinado. Apretó sus labios y mostró un gesto de rabia, apartando la mano del otro, listo para confrontarlo.
—¡Demonio idiota, ¿quién te crees para burlarte de mí?! —Encaró, completamente herido en el orgullo. Donde más le dolía—. ¡Sólo quiero aprender a cocinar, porque te voy a dejar libre pronto! ¿Entiendes? Pero sin ti por ahora, puede que yo no sobreviva por mucho tiempo. Por eso quiero aprender, así que no seas tacaño y ayúdame. ¡Es una orden!
Sebastian quedó con las pupilas dilatadas y la sorpresa en su cara al escuchar esas palabras de alguien tan orgulloso como él. Nunca esperó escuchar eso, y sin querer, no pudo evitar sentir una extraña sacudida por todo su cuerpo. Era como un milagro que ocurría cada mil años, posiblemente todo regresaría a la normalidad, sin embargo, ¿por qué no estaba feliz?
Ciel pareció esperar la contestación del azabache, pero al no recibirla, lo único que pudo hacer fue fruncir el ceño y seguir con sus órdenes y preguntas toscas.
—¿Qué voy a comer hoy?
—Hoy prepararé algo simple: Huevos Poché —declaró, sin un rastro de mentira. Ciel pareció hacer una mueca, algo infantil al oír el nombre del alimento.
—No sé qué sea esa cosa, pero suena interesante. Dime cómo se hace...
Sebastian suspiró ante esa orden, dando un suspiro para sus adentros, porque si lo hacía en el exterior Ciel se cabrería.
—Como ordene.
La receta había sido de lo más simple, tan simple que incluso Ciel se sintió un poco estafado porque antes creía que la cocina era toda complicada. Sebastian rompió el huevo y lo colocó en un recipiente de vidrio. Bien, eso era fácil. Ciel hizo lo mismo: el huevo, literalmente llovió en el recipiente... junto con el cascarón.
—El huevo es el culpable —murmuró.
Sebastian puso agua a hervir, y esperó a que ésta hirviera, realizó un remolino con la ayuda de una cuchara, y dejó caer el huevo en el centro del remolino. Ciel dejó que Sebastian pusiera el agua a hervir, y cuando ésta hirvió, realizó un huracán con el agua con una cuchara y ésta salió salpicada por todas partes. Por obvias razones se quemó la mejilla, dio un sonoro grito de dolor y dio unos saltos atrás, el huevo que tenía en sus manos resbaló y cayó al suelo, rompiéndose en el acto.
—¡Maldición! —Ligeras groserías emanaron de sus labios, Sebastian tomó su lado de mayordomo perfecto e hizo retroceder al joven amo.
—¿No se lastimó?
—Me quemé la mejilla izquierda, pero sí, estoy fabuloso —dijo con sarcasmo, Sebastian sonrió.
—Me alegra oír eso.
Quizás debía enseñarle a cocinar algo con el microondas. Algo simple, apenas iban empezando, y todavía tenían la eternidad para seguir aprendiendo.
—¿Qué tal si le enseño a calentar leche en el microondas?
Ciel guardó silencio, un poco pensativo ante esa idea.
—¿Y esa cosa qué es?
—Ahora que lo recuerdo, usted no lo conoce, ¿verdad? Bueno, es natural, se creó en 1945 —asintió, colocando una de sus manos sobre su barbilla, al querer pensar con más claridad—. Pero al calentar la leche ahí puede perder la mitad de los nutrientes que proporciona, eso no es bueno, si me lo pregunta.
Ciel arqueó sus cejas ante esa afirmación. Luego, terminó por alzar sus hombros.
—¿A quién le importa? No me hace daño porque ni siquiera estoy vivo.
—Se ha vuelto muy descuidado —aseguró el mayor. Phantomhive alzó sus hombros de nuevo y pareció crédulo.
—Tengo toda la eternidad, a quién le importa.
—Joven amo, es un descuidado. —Negó, dando una pequeña sonrisa burlona en sus pálidas facciones. Luego, sin decir otra palabra, se acercó a la estufa—. Lo ayudaré a calentar leche en la estufa.
—¿Qué tan difícil puede ser? —Se mofó el demonio menor, dando un resoplido y alzando sus hombros.
—Siendo usted el que lo realizará, honestamente no sé qué pensar —dijo sin ningún tapujo, sonriendo con amabilidad falsa. Encendió la estufa con un pequeño cerillo, y se alejó de ahí, buscando con la mirada la leche. Abrió el refrigerador, pero no había nada. Ciel lo miró con completa atención, como si todas sus acciones fueran extrañamente peligrosas—. Iré por leche a la otra cocina. —Enmarcó, dando una reverencia a la hora de salir del estrecho cuarto. Ciel pareció un poco amargado ante la idea de ver a Sebastian actuando así, tan extraño.
Cuando el mayor se alejó, no pudo evitar que su curiosidad y su orgullo cobrara factura ante la burla tan sincera de su mayordomo acerca de su inutilidad en cosas básicas de la vida. ¿Qué era lo peor que podía pasar?
Tenía entendido que se colocaba una especie de jarra en la estufa, y luego se vaciaba la leche: ¡vaya, qué tarea tan complicada!
Ciel sonrió para sus adentros, creyéndose un experto en el área, caminó hasta una de las enormes alacenas, y al abrirla, tomó la primera jarra que encontró. Sin nada de drama la colocó en la estufa sobre la flama.
Todo correcto, todo perfecto... sin contar, claro, que la jarra era de vidrio. Pero, oh, sí, era muy sencillo poner a hervir leche según Ciel. Bien hecho, Ciel Phantomhive.
—Joven am-... —Sebastian iba entrenado con una bolsa de leche en las manos, quedándose con las palabras entre sus delgados labios, al observar lo evidente.
—¿Sebas-...? —Ciel no entendió el rápido movimiento del mayordomo, y menos se dio cuenta de una buena cantidad de pedazos de vidrio volando por los aires. Sebastian lo tomó entre sus brazos para alejarlo lo más que pudo del peligro.
Nada pasó a mayores, gracias a las maniobras perfectas del mayordomo con sus poderes extraños para controlar el fuego y la situación. Por pura suerte.
Por pura suerte.
Sebastian suspiró, un poco más calmado por la situación tan estúpida en la que se habían metido: ¿desde cuándo habían pasado de pelear contra un ángel, a pelear contra una estufa? ¡Era perfecto, maravilloso! Los tiempos cambiaban.
Sebastian sentó a Ciel en una pequeña mesa que estaba en la cocina, para proseguir a mirarlo a la cara. Ciel correspondió la mirada, tratando de parecer firme, como si intentara decir que la jarra explotada no fue su culpa.
—Joven amo, no puede colocar algo de vidrio en el fuego o con cosas calientes, a menos que sea de un material especial —acreditó, dando un claro gesto serio al momento de regañarlo. Renegó en su cabeza y pareció afligido por primera vez en su vida.
El menor no dijo nada, sólo se dedicó a mirarlo a los ojos, con completa profundidad, como si quisiera que ese demonio se hundiera en las profundidades de su propio abismo, para que se quedara a su lado. Al ver esas facciones tan humanas en él, no pudo evitar sentir un extraño cosquilleo que se coló por su cuerpo. La idea de que, si Sebastian había podido realizar esas acciones siendo un demonio por él, quizás que su corazón latiera también podría ser una posibilidad.
La vergüenza inundó sus facciones hasta más no poder, mostró su lado más tímido, dejando que el color rojizo envolviera sus mejillas, pintándolas de carmesí, y se dejó caer. Posicionó su cabeza en el pecho del mayor, tratando de escuchar con esa acción el inerte corazón de ese demonio.
—¿Joven amo? —susurró el mayor, un poco extrañado y sorprendido por las acciones ajenas. Ciel apretó sus labios y arqueó sus cejas, enrojeciendo hasta las orejas al escuchar su voz. No era justo, ¿por qué él era el único que estaba cayendo?
—Guarda silencio, que no se oiga nada, sólo el latir de tu corazón —pidió, casi deseando esa pequeña estupidez, siendo todo un crédulo al creer que latería. Con cuidado, acercó su mano al pecho del otro, empezando a recorrer con su mano la tela del mayordomo, tratando de encontrar algo: nada—. Realmente estás vacío. —Rio con ironía. Sebastian arqueó sus cejas. Pronto, suspiró, al entender lo que pasaba.
Con cuidado, y de la forma más delicadeza posible, Sebastian tomó la delgada mano de su amo, envolviéndola entre su calor y la tela de su guante. Poco a poco, la alejó de su pecho, levantándola al aire, sin soltarla.
Ciel, en lugar de oponer resistencia, cedió. Buscó con sus manos entrelazarlas con la del demonio, aferrándose a su mano, apretándola de la forma más posesiva que fuera posible.
—¿Quiere que mi corazón lata? —preguntó Michaelis, completamente curioso e ingenuo a la situación. Ciel pareció reír con ironía ante esa afirmación.
—Tonto, eres un demonio idiota —declaró, dando una carcajada un poco obvia. Parecía algo rota—. Sólo quédate así un rato más, es una orden —ordenó, pero su tono más bien pareció una súplica.
—Sí, mi lord —concordó Sebastian, correspondiendo por fin el agarre posesivo de Ciel sobre su mano. Levantó su vista al techo y creyó que todo debía ser una broma, porque el pensamiento de que si su amo quería que latiera su seco corazón... latería.
¿Cómo podría llamarse un mayordomo de Ciel Phantomhive si no podía hacer algo tan simple como hacer latir su propio corazón?
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