Ese Mayordomo, Cayendo
Sebastian lavó el rostro de Ciel, en un inocente intento de borrar el rastro de lágrimas en sus ojos. Lastimosamente, no había podido indagar del todo en las razones tan certeras del por qué lo había encontrado en esa posición tan frágil, desbordando tristeza y sus dolores. De igual forma, sabía que Ciel nunca lo diría de forma directa. Pero ya estaba más tranquilo, al menos esa noche, Ciel parecía complacido.
Era algo gratificante, si era sincero al menos una vez en su extraña vida demoníaca. La situación actual lo ameritaba de forma perfecta: él, recostado en el lado izquierdo de la cama, tapado de pies al cuello. A su lado, «dormitaba» Ciel Phantomhive, en el lado derecho de la cama, tapado de pies a cabeza y evitando verlo. O al menos eso era lo que parecía intentar, ya que Sebastian estaba presenciando como el menor salía un poco de entre las cobijas, y con una curiosidad genuina lo observaba de reojo, inyectando su mirada azulada a su atractivo rostro. Cuando Michaelis parecía darse cuenta de que era observado y giraba su rostro para encarar al otro, listo para escuchar lo que tenía que decir, Phantomhive parecía entrar en pánico y se giraba completamente al lado opuesto, fingiendo con indiferencia que esas actitudes no eran hechas por él. Ya era la novena vez que ocurría eso. No fue hasta la décima ocasión, en la que el azabache de rasgados ojos rojos pareció harto de los rodeos, despidiéndose de ellos al inhalar y exhalar.
—¿Necesita algo? —preguntó, enderezando su cuerpo de golpe, deshaciendo por consiguiente un poco la extraña calidez en la que se envolvió al estar a su lado. El demonio menor tronó su lengua en un movimiento seco como contestación, sintiéndose descubierto y girando su cuerpo hacia el otro lado, para verlo a la cara—. Quizás un poco de leche tibia, o algo de beber. ¿Eso es lo que necesita?
—No —murmuró el menor, siendo demandante en esos aspectos, comiendo su vergüenza. No dijo nada más, y se acercó a él a rastras por la cama, quedando ya más juntos de lo esperado—. Vamos, te dije que te duermas... —advirtió el chico, dando por hecho que se quedaría ahí, más cerca que hace un tiempo atrás.
Sebastian asintió entre ligera confusión notable en su cara a la hora de afirmar lo último, tirándose contra el mullido colchón que ya tenía fragmentado el increíble y fino aroma de Ciel Phantomhive. Tan suave y embriagador, y la simple idea de tenerlo rodeando cada parte de su cuerpo humano, lo abrumaba, y la pequeña posibilidad de creer que a partir de la anterior noche donde había compartido cama con su único acompañante su aroma también se mezclaría en ese lugar, ¿eso sería suficiente para Ciel cuando él no estuviera? ¿Todavía quería dejarlo ir?
Sus pensamientos fueron borrados en perfecta sintonía, siendo forzado a tocar el fondo del piso de golpe, al sentir como las manos del de hebras azules hacía un esfuerzo sobrehumano para alzar el brazo derecho de Sebastian, intentado entrar al espacio personal del demonio mayor, empujando su rostro en el pequeño agujero apretado al crearlo.
—¿Amo? ¿Por qué? —Sus dudas quedaron difuminadas en el aire, pero no pensó más de la cuenta. Al percatarse de lo que hacía, ya había abierto su brazo para que Phantomhive se acomodara a su lado.
La calidez del otro fue inexplicable para alguien que nunca la había tocado, para alguien que nunca había experimentado lo que era una luz al final del túnel entra tanta oscuridad recorrida, entre miles de pecados acometidos.
Pero verlo recargar su mejilla en su pecho, sus brazos rodeando su abdomen y prosiguiendo a tratar de ocultar su rostro entre el calor tan fragante en la que le gustaría emborracharse, le dieron una dicha enorme.
—¿Siempre has podido desobedecer mis órdenes? —citó de repente, escondiendo más su rostro que ya se iba pintando de color rojizo, incluso sus orejas. El agarre sólo se hacía más potente, y Sebastian no pudo evitar parpadear, llegando hasta él lo evidente: era cierto—. Siempre es algo que me pregunté. Pensé que no era posible porque nos unía un contrato, pero no es más que una correa donde el perro se burla del dueño. Cuando se descuidan lo devoran, ¿no? Justo como le pasó a Alois Trancy. —Juntó todas las piezas con una destreza tan perfecta, inundando su mente inevitablemente de la viva imagen de ese chico que había encontrado en el supermercado. La confesión de amor de ese rubio, tan serena y tranquila, la caricia sugerente en su piel, lo hizo apretar sus labios y avergonzarse. Michaelis pareció intuir hacia dónde iban sus pensamientos, provocando que una de sus cejas temblara en una extraña rebelión de sus creencias, y buscó la forma más certera de que los pensamientos de Ciel volvieran a recaer sobre él.
Colocar su mano izquierda sobre los suaves y sedosos cabellos del chico, enterrando sus dedos entre las hebras azules fue la mejor opción. Funcionó a la perfección, teniendo nuevamente a él como su punto de atención, incluso atreviéndose a levantar su rostro, para mirar al azabache con cierta amenaza plasmada en sus ojos bicolores.
—¿Le ocurre algo?
—¿Por qué no me abandonas si puedes hacerlo? —pidió una explicación, arqueando su vista y afilando sus facciones, como si con esa acción advirtiera silenciosamente que no dejaría escapar ni un pequeño detalle, por más mínimo que fuera. Sebastian ahora era la presa, y Ciel el cazador, esperando un movimiento en falso para salvarse a sí mismo, cumpliendo su deseo egoísta, o soltarlo después de aprender todo lo necesario.
Sebastian era un libro cerrado, con candado incluido si es que se podía realizar una comparación tan ambigua y vaga como ésa, pero pareció mostrar por primera vez en su vida, un frasco completamente abierto al oír esa pregunta. Las caricias se detuvieron, sus pupilas rojizas mostraron sorpresa pura y sus labios fueron entreabiertos, tratando de sacar algo.
Ciel tenía un punto, no uno, más bien eran más puntos para poner toda la situación en su contra. Nunca lo había pensado, y realmente no se le había cruzado por la mente siquiera la posibilidad de abandonarlo, ¡y eso que presumía ser un demonio genio muy inteligente! ¿Por qué su mente había borrado de forma certera la idea de dejarlo o lastimarlo? No la tenía del todo perdida, sabía que estaba ahí, pero nunca la tomaba, parecía ignorarla. ¿Era porque se había encariñado con Ciel? ¿Por qué? También contaba la pequeña y diminuta frase que le había soltado hace poco, ¿cómo estaba eso de que iba a ser lo imposible para hacerlo feliz durante la eternidad? ¡Sonó como cualquier patético humano enamorado y...!
Paró en seco el mundo de Sebastian, notando algo entre tanta impureza con la que se teñía su mundo. Aparecía de nuevo esa extraña luz, y su rostro sorprendido regresaba al mundo real, al ver a Ciel dibujar una divertida sonrisa de sus labios, tan fina, elegante y escurridiza, como si hubiera encontrado algo entre tanto silencio.
—Estás muy callado, Sebastian. ¿Por qué será? —Pareció burlarse de todo, un poco complacido. Quizás le había gustado lo que había notado: ¿qué era lo que había notado?
Sin embargo, el Sebastian obstinado de siempre, con claro orgullo disfrazado de humilde ironía, no pudo evitar seguirle el juego. Porque le encantaba cuando se comportaba así.
—Sólo me pregunto qué hará usted sin mí. —Atiborró, fingiendo completo cansancio en sus atractivas facciones. Inclinó un poco su rostro hasta el chico que estaba enredado entre sus brazos. Los dos se miraron y se sonrieron.
—No te creas tan importante, planeo conseguir a un acompañante eterno que sí me quiera a su lado durante la eternidad —bromeó con completo sarcasmo. Sebastian no pudo evitar mirarlo así, deshaciendo sus sonrisas de siempre, cayendo en un desfigurado rostro en alguien como él ante la incertidumbre. La idea de ser remplazado, le había dolido demasiado. ¿Acaso eso era posible?—. Sólo bromeo, demonio idiota —acreditó el menor, apartando la vista y preocupándose en recargar su rostro en el formado pecho del otro, percibiendo el latido acelerado del corazón del hombre.
Sebastian abrió un poco sus labios, queriendo sacar algo, pero simplemente no pudo hacerlo, porque por unas instancias tan perfectas y raras, la idea de que de sus labios saliera un: «no me deje, joven amo», lo llenó de vergüenza e inseguridad.
La imagen difuminada del chico al cual conoció en el enorme centro comercial se presentó en su mirada, con sus ojos azules, su sonrisa tan apacible y burlona frente a él. Sus facciones delicadas y refinadas, su piel similar a la porcelana, el esmalte negro en sus uñas, todo se iba dibujando poco a poco, imitando pinceladas que daba su mente para recordarlo. Sin cuidado, lo vio estremecerse, lo vio dudoso, sonrojado, llenando todo su rostro.
Más tarde, todo eso se borró, mostrando al mismo chico, con una pupila emanando un extraño color carmesí muy brillante. En el otro ojo, donde recordaba haber visto un parche, aparecía lo que podía ser una unión por pentagrama, de esos similares que se usaban cuando la gente pactaba con algún demonio.
—Alois Trancy. —La voz del otro lo embriagaba, le giraba todo, recubría una y otra vez. Podía volverse adicto a él... pero algo se lo impedía.
Sus pupilas se abrieron de golpe, encontrándose con el techo de su habitación cuando empezó a acostumbrar su vista al ambiente. Maldijo en silencio, un poco decepcionado porque todo había sido un sueño. Enderezó su cuerpo de golpe, respiró con completa frustración y una sonrisa de satisfacción viajó por sus bellos labios.
—Estoy enamorado de ti, demonio azul.
La vida de Yuki era aburrida, lo único que quería era un poco de emoción, porque de cierta forma creía ya haber visto en otro lado a ese adolescente.
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