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Ese Mayordomo, Ansioso

—Hora de despertar, joven amo —informó el mayordomo negro a primera hora de la mañana, dedicándose en lugar de abrir las ventanas como antes acostumbraba a hacerlo, a sólo prender las luces del enorme cuarto que era especialmente para el amo de la casa.

Ciel pareció gruñir, escondiendo su rostro entre las sábanas cuando la luz le dio directo en la cara.

—Hoy le he preparado algo ligero para que despierte: un suave té de manzanilla... —Se quedó a medio camino de la frase, antes de decir: «y no es el caro ni los que antes acostumbraba tomar, lo compré en un supermercado, porque estaba en rebaja». Pero lo ocultó de forma perfecta, sonriendo con elegancia.

El menor ni siquiera le prestó atención del todo, sólo suspiró con total cansancio, removiéndose en las cobijas hasta enderezar por completo su cuerpo. Cuando la pupila azul del antiguo Conde chocó contra los ojos carmines de su mayordomo, Sebastian ahí pudo percatarse de lo evidente, algo que Ciel ni siquiera quiso ocultar: ligeras ojeras asomándose entre sus ojos, y ligera irritación en las mismas, su pálida piel había facilitado la tarea para que las marcas de lágrimas se marcaran en sus mejillas.

El demonio pareció no percatarse de su estado, simplemente frotando con ambas manos sus ojos, picándose uno por accidente. Soltó un diminuto y apenas audible grito, un poco dolido, mientras esa diminuta parte de él que era un demonio, se mostraba, con su iris pintando de un rosa brillante, con una línea vertical similar a los ojos de un gato.

—Maldito dedo —maldijo su suerte y su dolor, negando con la cabeza por pura molestia infantil ante su comportamiento. Estiró sus brazos, dejando escapar la mayor parte de su torso desnudo al no haber abrochado su pijama.

—Joven amo —llamó Michaelis, un poco dudoso en si debía o no molestarlo cuando tenía un ataque de rabia. Y a pesar de esa acción, Sebastian parecía genuinamente «preocupado» por el estado mañanero en el que había amanecido el orgulloso chico.

—No es nada importante. —Su voz era gruesa y seca, lo mejor que podía salir de sus labios. Se sentó a la orilla de la cama, y Sebastian juraba haberlo visto cabecear por un microsegundo—. Hoy tengo pereza, así que me vestirás tú.

—Por supuesto —acreditó el hombre, dirigiendo sus manos el cuello del camisón blanco del otro. Ahí, por fin el demonio de mayor experiencia y fuerza pareció percatarse de algo: estaba en la habitación de Ciel Phantomhive, Ciel estaba casi desnudo, y estaba completamente a su disposición. Eso lo hizo estremecer, la simple idea que le surgió, ciertamente, no era la mejor y tampoco era algo de lo que debía sentirse orgulloso, pero ahí estaba, derribándose, delineando con sus ojos que hace unos momentos veían el fino rostro de su amo, y bajaban poco a poco, rodeando la pálida piel con la mirada, hasta que llegó al pecho del chico.

Sus ojos se clavaron fijamente en ese lugar, como si nunca hubiera visto un pecho desnudo antes (independientemente de si fuera de una chica o un chico), y no apartó la vista de ahí. Resultó, que sus pensamientos giraban en torno a algo simple, pero a la vez complejo para su inexperiencia: ahí había un corazón, un corazón que latía.

Por instinto, alejó una de sus manos de la ropa del demonio de hebras azules, para colocarlo en su propio pecho, casi queriendo comprobar si esa cosa tan básica para los humanos, seguía latiendo. Para su suerte, su corazón seguía ahí. Todo iba bien.

¿Ciel se molestaría si se lo mostraba?

Pero claramente debía de esperar a que Ciel sacara su lado caprichoso de nuevo para poder enseñarle. Lo más seguro es que se sorprendería.

Por inercia, una suave sonrisa delineó sus delgados labios, olvidando por unos instantes su estética de mayordomo y que estaba justo frente a su amo, sin siquiera haberlo vestido y sin entregarle su té. Se aguantó la risa, y Ciel no pudo evitar mirarlo raro, arqueando sus cejas, sabiendo que ese demonio tenía un extraño sentido del humor. ¿Algo había sido tan gracioso?

—Sebastian, ¿demonio idiota? —llamó al impacientarse, golpeando con ligereza el pecho del mencionado con su pie desnudo. Michaelis casi se atragantó con la risa por el golpe recibido al tomarlo desprevenido, regresando al mundo humano de nuevo, donde la mirada impaciente de un pequeño demonio estaba ahí, para recordarle que estaba a mitad de un trabajo—. Estás raro hoy...

—No lo estoy, le ofrezco mis más sinceras disculpas por este inconveniente. No volverá a pasar —declaró, fingiendo una sonrisa amable a la hora de tomar disculpas. Carraspeó un poco para acomodar las ansias atrapadas en su garganta y se dedicó a desvestir al demonio. Y a pesar de que parecía haber volteado su personalidad de despistado, a la del mayordomo perfecto, no pudo evitar desear, al menos una vez, que Ciel, cuando golpeó su pecho, notara sus latidos.

Pero no lo hizo.

—¿Hay algo que tenga que hacer hoy? —Cambió de tema el jefe de la casa, cerrando sus ojos, sintiéndose extrañamente tranquilo, después de haber llorado la noche anterior. Había dejado salir sus emociones, quizás, y por eso se notaba su cansancio.

—Tiene que llenar unos documentos importantes para la compañía, sólo eso —citó, dando una pequeña sonrisa amable, al volver a notar entre el rostro ajeno, el deje de tristeza puro y las marcas de un mar de lágrimas en la noche anterior.

—Tsk... —soltó, sabiendo que sus planes de probar su dichosa televisión no serían ese día si no se apuraba. La tristeza seguía ahí.

¿Sebastian cómo podía llamarse un mayordomo de los Phantomhive si no podía darse cuenta cuando su joven amo lloraba? Para su desgracia, sabía que no podía preguntarle directamente, porque Ciel subiría sus defensas y fingiría de forma perfecta un falso orgullo tan estúpido, hasta el punto de ser hostil.

En efecto, sabía que un mayordomo debía de superar las crisis que le pusiera su tarea exhaustiva, y no era para nada simple. Aunque sabía eso, y lo tenía grabado en su alma como un traspié del oficio, lo único que se le pudo ocurrir para consolar a un demonio que en algún momento fue humano fue hacerlo feliz, y como segunda opción, atraparlo en el acto de las lágrimas. Algo estúpido e insensible, pero era lo único que se le ocurría.

Tan metido estaba en su plan A, que ni siquiera se dio cuenta de que estaba buscando desesperadamente hacer feliz a alguien. ¡Vaya demonio tan peculiar era!

—¿Quieren ir a algún lado? —El chico con lentes, amigo de Yuki dijo eso, mientras delineaba una pequeña sonrisa entre su seriedad, cuando tomaba sus cosas respectivas y ya se dirigía a casa con su grupo de amigos.

—¿No iríamos saliendo de la escuela al edificio abandonado? —preguntó una chica de cortos cabellos, dando una diminuta sonrisa al recordar lo insistente que estaba Yuki por realizar ese ritual y a sus propias palabras, vivir algo «interesante» en su aburrida vida.

—Honestamente no quiero hacerlo, ¿por qué no tiramos las velas y vamos a comprar unas donas? —aconsejó otro chico de hebras verdes, mirando hacia el techo de los pasillos.

Ante la propuesta anterior, todos ya estaba preparados para escuchar los pequeños lloriqueos del rubio de largas pestañas, pero éstos nunca llegaron. Yuki estaba perdido en su mundo, observando por la ventana del pasillo mientras pasaba, para llegar a las escaleras y poder bajar al primer piso. Los chicos se extrañaron ante su comportamiento.

—¿Yuki?

—Ya no quiero hacer ese ritual aburrido, ahora tengo cosas mucho mejores por hacer. —Atiborró con honestidad, sacando su teléfono celular de su bolsillo para dedicarle una mirada. Sus amigos no pudieron evitar mirarlo raro, como si algo lo hubiera poseído por andar jugando con el ocultismo, como si fuera cualquier pasatiempo—. ¡Ya es tarde! —gritó, sin mirar la cara de los demás. Sin esperar respuesta, corrió un poco, unos cuantos metros, deteniéndose de forma estrepitosa y girando sobre sus talones para ver a sus amigos, que no parecían entender su comportamiento.

—¿Adónde vas?

—Nos vemos. —No respondió la pregunta, en su lugar, se despidió y siguió corriendo, llegando por las escaleras y bajando dando brincos largos, casi resbalando en el penúltimo escalón. Por suerte no cayó.

Cuando llegó al primer piso, corría con tanta fuerza hacia la salida, ignorando los gritos de la delegada de la clase por correr en los pasillos.

—No he podido borrarte de mi mente, Ciel —dijo para sí mismo en un susurro.

Iría al punto de encuentro en el lugar donde había cruzado palabras y miradas con ese atractivo joven por primera vez. Podría sonar una estupidez, ya que nada garantizaba que se volvieran a ver, sólo por pura suerte. Pero Yuki, el chico que se parecía mucho a Alois Trancy, siendo su viva imagen, como una copia, creía en el destino, y sentía que en algún momento lo volvería a ver.

Quería verlo de nuevo.

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