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El deseo de Félix

El autobús frenó en seco casi rozando al sedán de adelante y produciendo la queja altisonante de los pasajeros por el súbito sacudón. El pequeño Félix, de diez años, sintió el frenazo como un aviso de que el chófer tenía ganas de competir en una pista de carreras, y eso no era nada bueno para su integridad, así que prefirió bajarse del destartalado motorizado y seguir a pie. Su casa ya estaba cerca, por lo que hacerle compañía al sol era una opción factible. 

Aquel percance no opacó la alegría interior que se gestaba. Su rostro pletórico animaba a los demás a soltar una gran carcajada. Después de mucho tiempo, el pequeño Félix llegaba feliz a casa. No como antes que lo hacía con una gran jeta que parecía que despedía humo por las orejas: ahora era diferente. Sus pasos eran lentos, como si quisiera presumir su sonrisa a todo el mundo: esa alegría que les decía que lo admiren, que lo aprovechen porque puede que pronto se vaya. 

Días anteriores, ensuciar su ropa, antes de llegar a casa, lo volvía un energúmeno andante, pero, en ese instante, ya tenía el uniforme de un aspecto similar al de un mecánico, y eso no lo inmutaba. Sus enormes zapatos pedían, encarecidamente, que guardara la alegría que ocasionaba que sus pies saltaran por la hostil tierra pedregosa. 

Las calles de Minddey, como siempre, lucían llenas de basura, pero lo bueno era que el ambiente estaba como a él le gustaba: nublado, apacible y sin una bocina o motorizado prehistórico cerca. 

Con la barriga empezando a resonar por comida, notó que el perro rottweiler, del vecino de al lado, dormía a pocos metros de la puerta de su hogar. Que aquel feroz perro durmiera, no le aseguraba llegar ileso al almuerzo. Decidió intentarlo, ya que su entusiasmo lo empujaba a hacerlo. Avanzó un poco y su semblante cambió al ver que el perro se levantaba con ganas de probar su carne. Félix se instaló en la puerta de metal y antes de que el sabueso saltara sobre él, lo atravesó y por poco el animal se queda sin hocico. Félix respiró aliviado y el rottweiler se fue a perseguir vehículos. 

Más sucio que antes, pero, a fin de cuentas, vivito y coleando, entró a su vivienda y, al darse vuelta, vio correr a su pequeño conejito, como si estuviera huyendo de un león. El condenado conejo desapareció de su campo visual y Félix comenzó a caminar llevado por la imperiosa necesidad de matar el hambre. El hambre hacía olvidar sus problemas, como la deuda del alquiler o las goteras de su habitación. 

Un estrecho pasillo resbaladizo daba a su cuartito y, a su izquierda, una amplia abertura sin puerta, daba al lugar donde la comida solía expedir un olor agradable que hacía que Félix fuera primero al comedor antes de ir a su cuarto. Ahí divisó a su padre, el señor Óscar, que con el delantal y la camisa remangada, servía el almuerzo para dos. Su pesado cuerpo no le impedía hacer movimientos similares al de un malabarista. 

—¡Papá, ya estás aquí! —exclamó Félix levantando la cabeza al sentir el aroma delicioso de la sopa de fideos que le decía que tomara asiento pronto. 

—Hijo, ya me estaba impacientando porque no llegabas —respondió su padre sosteniendo los platos de manera no tan segura. 

—Se ve rico, papá —Los ojos de Félix no se movían de la comida—. Hoy comeré dos platos porque vengo con mucha hambre. 

—Eso me gusta. Puede que nos falte dinero, pero nunca la comida. 

—Me muero de hambre —rezongó Félix ansioso por sentarse. 

—La silla te espera y la comida también —replicó su padre sacándose el delantal. 

—Iré a cambiarme primero y vuelvo —dijo Félix dirigiéndose a las escaleras—. No empieces sin mí, papá. 

—Ya, pero no tardes que la comida se puede enfriar o puede desaparecer. 

Félix subió, como un guepardo hambriento, a su pequeño, pero acogedor cuartito, amueblado con lo justo y necesario. Se deshizo de su mochila, que pesaba al igual que una peña, y cambió su sobrio uniforme por la cómoda ropa hogareña ideal para comer sin servilleta. 

Encendió su pequeña radio para avivar su oscuro y funesto cuarto. Una vocecilla chillona salía de esos parlantes polvorientos. Félix quedó a merced de una publicidad donde, unas cuantas palabras, lo ponían deseoso de tener un dinosaurio a control remoto. Su ilusión lo ponía a retozar por momentos, aunque era consciente de que solo era un deseo lejano para la billetera de su padre. 

—¡Félix, la comida se enfría! —gritó su padre a punto de llevarse un sorbo de sopa a la boca. 

—¡Ya estoy bajando! —gritó Félix manteniendo el entusiasmo todavía. 

El niño bajó presurosamente las escaleras, dando una zancada en el último peldaño, como de costumbre: no contabilizaba aún ninguna caída. Caminó, relajado, hasta la mesa y se sentó en la silla de madera, a lado de su padre. 

—Me encanta ese entusiasmo —dijo su padre pasándole un plato repleto. 

—¡Hasta yo mismo me sorprendo, papá! —susurró Félix risueño. 

La caliente sopa de fideo y papas, no fueron suficiente para Félix que, rápidamente, asaltó su segundo plato abarrotado de arroz graneado, carne, salchichas, papas y tomate encebollado que desaparecieron, en cuestión de minutos, de su plato hondo y saciaron su hambre. Con la panza acrecentada, no se atrevió a pedir más. 

—¡Caramba! Hoy has estado hambriento y más alegre que otros días —exclamó su padre que se disponía a aflojarse el cinturón. 

—Si y creo que voy a estallar, papá. Mira mi barriga. 

—Creo saber a qué se debe esa alegría... Quiero ver tu tarea. 

—¡Esperaba que lo dijeras! —Félix se levantó torpemente, pero ansioso rumbo a su cuarto. 

Abrió su mochila y sacó su trabajo de historia que poco le faltaba para mostrar sus primeras arrugas. Y antes de salir, su mirada recayó en su mesita de noche, donde descansaba una fotografía de su madre en vida. Dejó las hojas encima de su mochila, tomó la foto, y la miró unos instantes. 

—Mamá, todo ha sido difícil sin ti —susurró Félix sumergiéndose en una remembranza pasajera. 

De pronto, una bocanada de aire, súbitamente, ingresó sin pedir permiso por su ventana. Su trabajo de historia se levantó succionado por el aire que lo llevó a adherirse al marco de la ventana. Félix soltó un quejido de los nervios y se abalanzó hacia el papel y, con la yemas de los dedos, apretó la punta de una hoja y luego, con toda la mano, la cogió arrugándolo en el acto, pero al fin a salvo. Cerró la ventana y bajó con su tarea. 

—¡Caramba! ¡Esta nota me llena de satisfacción, hijo! 

—Y no será la última, papá. 

—Superaste mis expectativas, hijo. Desde ahora confiaré más en tí. 

—Es un buen momento para confiar en mi, papi. 

—Tu esfuerzo merece un premio. 

—¿De verdad? —exclamó Félix con los ojos vidriados y las manos juntas. 

—Dime que quieres, pero que no pase de los cincuenta pesos. 

—Mmm... Puede que sea ropa o un Tryno Rex. 

—¡Oh, caramba! —exclamó Óscar. 

—¿Qué pasa? —preguntó Félix confundido. 

—Es que casi me atraganto con mi saliva. 

—¿Seguro, papá? 

—Si, hijo. Iré a dormir un poco. Me muero de sueño. 

—Descansa, pero no te olvides del reloj, papá. 

—¿El reloj? 

—Como cuando te dormiste a medio día y te levantaste al día siguiente. 

—Eso ya no pasará, hijo —concluyó su padre con una sonrisa. 

Su padre, algo extenuado por el trabajo, y con cierta pesadez por la comida, se retiró de la mesa. Su paso lento exigía algo cómodo para reposar. En su rostro se veían indicios de preocupación por el pedido de su hijo. Su billetera, languidecida, reclamaba huéspedes con urgencia. 

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