Coronación
Por RonaldoMedinaB & Metahumano
Un canto desolador imperaba en las inmensidades de una lejana galaxia. La esperanza no solo agonizaba con el planeta de cielos cálidos; en esa melancólica mañana, su viejo soberano también lo hacía. Desde lo más profundo de sus pulmones, el Emperador Castel expulsaba una tos seca y áspera. Fue lo único que quebrantó el manto del silencio en la habitación. Sus leales sirvientes se limitaban a verlo desde la distancia; algunos, cabizbajos y afligidos, mientras que otros limpiaban las lágrimas que les caían de los ojos. El mejor líder que tuvieron en años estaba a punto de partir y no existía poder alguno que lo salvara de su inminente deceso.
—Kissandra —susurró con voz débil—. Quiero... quiero ver a Kissandra.
Lejos de allí, una nave acorazada surcó a toda velocidad la nebulosa amarilla que cubría la superficie planetaria.
—Aquí nave imperial K-veintiuno. Entrando a cielo soberano —reportó el piloto.
—Recibido. Tiene permiso para aterrizar —contestaron del otro lado.
El hombre mantuvo el curso. Tan pronto como terminaron de atravesar la nubosidad, recibieron los primeros indicios de un leve brillo rojo que se reflejó en las placas plateadas de sus uniformes vinotinto. El navegante y su copiloto se llenaron de pavor. Se hacía tarde; para ellos, para su princesa y para su planeta entero. Determinados por nada más que una admirable lealtad, condujeron a máxima potencia, aun cuando eran conscientes de que seguía sin ser suficiente.
—¿En cuánto tiempo estaremos en el palacio?
Se giraron hacia una alta rubia de uniforme; la tristeza en sus ojos color vino la mantenía pegada al cristal de la nave.
—De tres a cinco minutos, princesa —informó.
—No tengo cinco minutos. —Se dirigió hacia el piloto, desesperada—. ¡Mi padre está muriendo!
—Hago todo lo que puedo, princesa Kissandra... hago todo lo que puedo.
La mujer volvió hacia el cristal y respiró profundo para calmarse.
Uno. Dos. Tres. Exhaló.
El piloto no tenía la culpa. Ella lo sabía muy bien. Fue su propio padre quien la envió a una misión de reconocimiento fuera de la galaxia semanas atrás. Por un momento, la corta meditación le sirvió a Kissandra para centrar su mirada en la majestuosidad de la ciudad capital: rascacielos metalizados rodeaban una colosal edificación piramidal que sobresalía en el centro, El Pelgium, acorazado e impenetrable palacio gubernamental del Imperio Galáctico de Corvyn, característico por los picos de metal en forma de garra que se alzaban a su alrededor. En lo más alto de la bélica construcción residía un enorme cristal blanco de Novena Energía, la fuerza vital que disminuía en Corvyn con cada minuto, evidente en la pérdida del color azul en el cielo.
Más rápido de lo teorizado, la nave se abrió camino al hangar principal de El Pelgium. No había terminado de tocar tierra, cuando Kissandra dio un salto desde la plataforma aún en despliegue. Los soldados en marcha la recibieron con un venerable saludo imperial, pero el protocolo era lo que menos le importaba en ese momento. Desesperada, corrió a la habitación donde su padre dejaba escapar sus últimos alientos.
—Kissandra —saludó un hombre de cabellos rubios.
Los ojos vidriosos en él le evocaron un terrible presagio que no estaba decidida a aceptar.
—Kassian.... padre aún...
—Ha estado llamándote. Ve, entra. Solo partirá en paz si habla contigo.
La rubia tragó saliva y se internó en el cuarto junto al joven de familiar parecer. Una mirada esperanzadora revivió la fe decaída de los sirvientes del Emperador Castel en cuanto la vieron entrar. Allí, en acolchonados cojines, un hombre fornido de piel pálida y oscuro cabello pintado con canas esperaba.
—Kissandra —pronunció sin fuerza. Ella lo tomó de la mano y se acurrucó a un lado de la cama. Sus ojos se aguaron al verlo en ese estado terminal—. Mi niña. —Le sonrió con dificultad, pero un nuevo ataque de tos áspera lo obligó a desdibujarla—. Mi tiempo en este mundo se agota, y los dioses lo saben. La constante pérdida de Novena Energía en nuestro ecosistema me ha afectado más de lo que pensé. Sin embargo, dichoso he sido de recibir la oportunidad para dar mis últimas palabras.
—Resiste, padre, siempre lo has hecho. Conseguiremos una nueva fuente de Novena Energía, restableceremos la calma, solo...
—Kissandra —interrumpió—. No puedes luchar contra lo inevitable o terminarás perdiendo tiempo valioso que puedes utilizar para salvar a tu pueblo. Este viejo se va, pero no mi legado. Y ese legado, eres tú. El ciclo debe continuar. Corvyn necesitará un nuevo soberano que los dirija con sabia maestría y tenacidad, por eso, es tiempo de que tomes mi lugar. —Volvió a toser.
—¿Cómo podré dirigir a mi pueblo cuando dejarás en nosotros un vacío tan grande, padre? —contestó con voz quebrada.
El Emperador Castel sonrió con nostalgia; acercó su mano al terso rostro de su hija y lo sintió por última vez.
—Toda tu vida te has preparado para este momento. Cada lágrima, cada esfuerzo, cada caída, cada aprendizaje... todo tiene su recompensa. Nadie ha luchado más por nuestro pueblo que tú, mi querida niña. Es por ello que marcho feliz, porque sé que triunfarás como líder de Corvyn, y bajo tu mandato se escribirá una nueva página de nuestra historia. Serás una gran emperatriz... Emperatriz Kissandra, suena maravilloso. —Sonrió con orgullo. Por un momento, sus ojos brillaron al imaginarlo.
—Te haré sentir orgulloso, padre, lo prometo. —Apretó con fuerza la mano del Emperador.
—Lo sé, así como también sé que nunca permitirás que nuestro cielo llegue a rojo.
Las lágrimas se resbalaban con intensidad por las mejillas de Kissandra.
—Haré todo lo que sea necesario. Por ti, por nuestros antepasados, por mi gente. Nuestra civilización volverá a su gloria imperecedera.
Castel asintió. Se giró entonces al hombre que se hallaba en silencio al otro lado de la cama; le extendió su mano, él se acercó y la tomó con fuerza.
—Y tú, Kassian, mi valiente guerrero. —El príncipe, a diferencia de su hermana, luchaba por contener las lágrimas—. No podría estar más orgulloso del hombre en el que te has convertido. Sé que serás el mejor general que nuestro mundo haya visto, pero debes prometerme que seguirás a tu hermana hasta la muerte y que tu fin último también será por el bien de nuestra gente.
—Sabes que así será, padre. Lo prometo —dijo con una mano empuñada en el pecho—. Llevaré estas promesas conmigo hasta mi último aliento.
Castel asintió conforme y regresó a su primogénita.
—Ahora yo, Castel, legítimo Emperador de Corvyn, te declaro, Kissandra, nueva soberana de nuestro mundo. —Todos los presentes doblaron rodillas de inmediato—. Emperatriz Kissandra, las demás civilizaciones temerán al escuchar tu nombre. Bajo tu puño de hierro, ningún otro planeta se levantará contra el nuestro durante tu reinado, porque tu sabia justicia no lo permitirá.
El Emperador retiró con suavidad una prenda plateada que lo cubría desde un poco más arriba del codo derecho hacia su hombro; a lo largo de ella se disponían cinco cavidades vacías.
»El regalo de los dioses a nuestro pueblo, las Gemas Reales, la eterna fuente de poder que perteneció a tus antepasados y a los nativos de los Cinco Reinos, ahora yacerá contigo para fortalecer tu reinado. —Con dificultad colocó la prenda en el brazo de su hija, luego abrió un cofre a su lado donde resplandecieron cinco gemas en diferentes colores—. La Estrella de Saulón te otorgará fuerza sobrehumana. —Centelleó en un intenso negro al ubicarla en la reliquia—; la Gema de Ravah, la habilidad de sanar. —Brilló en blanco—; el Orbe de Damagao, control de la energía. —Rosado—; la Piedra de Veolo te permitirá alcanzar las grandes alturas de los cielos. —Marrón—; y con el Diamante de Scardian serás más rápida que la luz. —Resplandeció en dorado—. Larga vida a la Emperatriz Kissandra —musitó, en un intento arrollador por ocultar un nuevo ataque de tos.
—¡Larga vida a la Emperatriz Kissandra! —corearon todos en la habitación, volviendo a ponerse de pie.
Kissandra le dedicó una mirada triste a su padre mientras lo observaba sonreír, una última sonrisa donde dejó salir su último aliento en un aire prolongado y marchito que apagó los ojos vino de Castel. Esa fue la señal. Su vida había acabado. Luego de cerrarle los párpados, los hermanos rompieron en llanto y cayeron sobre el cuerpo sin vida de su padre en un lamento doloroso. Los sirvientes inclinaron los rostros en señal de respeto y lloraron en silencio.
Una nave fúnebre blanca, cubierta con la bandera vinotinto del planeta y adornada con preciosas flores exóticas de colores, salió de El Pelgium bajo el compás de la plataforma plateada que la sostenía. En su interior reposaba el cuerpo dormido de Castel, vestido con su traje imperial. Tras ella, Kissandra y Kassian vagaban en silencio junto a un gran número de personas. La nave se abrió paso por toda la calle de honor, decorada con ramilletes de flores y estandartes para despedir solemnemente a su fallecido Emperador. Los corvynianos, agradecidos por todo lo que Castel logró por ellos durante su reinado, asistieron en silencio y vestidos de impecable blanco, como era tradición.
En Corvyn, la muerte no era el final, sino el camino a un gozo imperecedero donde serían reyes por la eternidad.
—Regresa al seno de los dioses, padre —dijo Kassian mientras instalaba un artefacto circular a cada extremo de la nave—, y permanece con ellos junto a nuestros antepasados hasta que nos unamos a ti en el más allá.
Cuando la nave llegó a la mitad de la calle de honor, emprendió un ascenso constante hasta perderse en las alturas, donde ardió en feroces llamaradas que, como rezaban los antiquísimos pergaminos imperiales, serían apagadas por la clemencia de los dioses, quienes llevarían el espíritu de Castel a su reino.
—Te aseguro que cumpliré mi juramento —susurró Kissandra—. Descansa en paz, padre.
—¡Larga vida al Emperador Castel! —exclamó un hombre alto y encorvado de túnica blanca que acompañaba a los hermanos.
—¡Larga vida al Emperador Castel! —clamó el pueblo.
Tras el funeral, las calles de la ciudad capital se fueron despejando, y la princesa, ahora Emperatriz, tomó asiento por primera vez en el trono de su difunto padre justo cuando la noche empezaba a caer. Luego de liberar una gran bocanada de aire, cerró los ojos. La responsabilidad de salvar a su gente pesaba sobre sus hombros ahora. Se sentía realmente como un peso físico, pero ella, tenaz y valiente, se negaba a doblegarse.
—Lamento tener que molestarla, mi señora, sé que no es un buen momento —dijo una voz tímida que la obligó a abrir los ojos.
Frente a ella se encontraba Azazel, el consejero de su padre por años, arrodillado y con la mirada clavada en el suelo. Luego del funeral, cambió su traje blanco por su túnica vinotinto, mucho más oscura que el color de la bandera imperial y contrastaba en extremo el tono de su piel, que había dejado de ser blanca para tornarse grisácea.
—Levántate, consejero —ordenó ella sin moverse del trono—. A mis ojos, eres tan responsable de la prosperidad de Corvyn como mi propio padre lo fue.
Azazel obedeció y realizó una nueva reverencia antes de alzar la mirada para encontrarse con la de la flamante Emperatriz.
—Ya usted debe imaginarse el porqué de mi visita —soltó él, con sus largos y huesudos dedos entrelazados. Estaba en lo cierto, Kissandra ya lo sabía—. Los cielos amarillos ya lo avecinan... nuestro final está cerca. Si queremos salvarnos, debemos actuar rápido.
La Emperatriz estudió por algunos segundos las viejas facciones de Azazel. Había gran sabiduría en sus arrugas, en sus párpados caídos, en sus ojos púrpura, pero, más allá de eso, también existía temor, un temor profundo y sincero que hizo que un escalofrío recorriera la espalda de Kissandra. La rubia solo reaccionó cuando su hermano, Kassian, posó su fuerte mano sobre su hombro, e hizo que lanzara un suspiro de cansancio.
—Enciendan el Proyector de Estrellas —ordenó la Emperatriz en un tono sombrío.
Las luces de la Sala del Trono se atenuaron. Al instante, una proyección del universo explorado, con todas sus galaxias y estrellas, apareció como un holograma frente a la nueva soberana.
—Como usted sabe, su padre logró consumir toda la Novena Energía de los planetas habitables de nuestra galaxia, ahora somos los únicos seres vivos en la Nubécula de Dexon —dijo Azazel mientras señalaba un conjunto de estrellas que brillaba bastante menos que sus aledañas, como si algo faltara en aquel lugar—. Si esperamos prosperar, deberemos ir en búsqueda de nuevos lugares para conquistar.
Kissandra se levantó del trono y se dirigió con pasos lentos hacia la proyección frente a ella; su larga capa vino se arrastró con su andar. Desde pequeña se preparó para ese momento. Había estudiado los mapas galácticos que los viajeros de Corvyn trazaban y aprendió las características de distintos planetas. En base a ello, tomó una decisión calculada.
—Durante años, mi padre se encargó de arrasar con los enemigos del Cúmulo de Estrellas para darles una advertencia de nuestro poder y evitar su interferencia en la guerra. Sin embargo, el Cúmulo posee muchos planetas avanzados, con tecnología que podría repeler a nuestras tropas, y no tenemos tiempo que perder. —Señaló con razón la rubia, sus ojos miraban fijamente otro de los conjuntos de estrellas—. Pero hay un pequeño planeta azul... sus habitantes son primitivos, no paran de pelear entre ellos, serán fáciles de dividir y conquistar, y cuando su mundo sea consumido, el nuestro renacerá, más fuerte que nunca.
La mirada de Kissandra se volvió soñadora a medida que hablaba. En sus manos estaba el deseo de salvar a su gente, enorgullecer a los dioses y, más importante aún, a su padre.
—¿Señora? —preguntó Azazel, observándola con curiosidad, en busca de alguna confirmación en sus palabras.
—Comunique al Consejo de Los Cinco, Consejero: nuestro objetivo es el planeta Tierra —sentenció la Emperatriz.
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