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Oscuridad

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¡Eres una culera!
   
¡Yo no era tan culera! Así, me fui haciendo con los años.

O mejor dicho con los daños.

***
  
Él 

 Conocí un hombre y me pregunté ¿cuántos hombres más podré conocer en mi vida? Y la respuesta fue simple: ni uno más o —mejor dicho— ninguno como él. Porque él es brillo, alegría y paz. Él logra que en sus palabras de amor me pierda y no quiera frases románticas que provenga de alguien más. En él hay un toque de cordura y locura combinadas al hablar. Sus brazos son refugio y nuestros cuerpos, cuando están juntos, logran viajar por otros mundos; un tanto desconocidos y fuera de esta realidad. 

 Él es tan bello, inteligente y simpático, que logra me pierda en su locura, volviéndome volcánica a su lado; un tanto intensa, insegura, apática, celosa y caprichosa (los ingredientes ideales para perder a un hombre magnífico y convertir al príncipe azul, como por arte de magia, en la peor de las bestias).

. . .

Así que, cuando creí conocer todo de mi hombre, descubrí la verdad. Había una bestia en él y ya no era más mi amado. Ya no era ese a quien yo conocía; ya no existía el ser sensible que escribía mensajes de texto y regalaba sonrisas a los demás. 

La última vez que hablamos noté que existía un monstruo encarcelado en él. Trate de buscar en su interior al hermoso ser que conocí tiempo atrás, pero no lo volví a sentir nunca más. Sus palabras ahora eran frías y violentas. Ya no existían llamadas, mensajes, detalles, caricias, manos entrecruzadas, paseos por la alameda o sonrisas compartidas. Todo se había acabado.

Todo; excepto el amor que por él yo aún sentía.

***

Ilusión y Seducción

Antes de conocerte yo no era así. Me distinguía por ser una mujer dulce, cálida y cariñosa. Me daba completa al amor, en la fantasía de amar y ser amada. Creía en los cuentos de hadas y pensaba que mi príncipe azul no tardaría en llegar.

Pero —cuando te conocí— todas esas ilusiones se transformaron en ti. Se volvió realidad el mayor de mis anhelos; soñaba con la ilusión de vivir un "por siempre juntos".

Construía mis planes pensando pasar una vida llena de aventuras a tu lado. Ilusiones que se perdieron después de tocar el colchón de tu cama y ser votada, como acostumbras desechar a todas las mujeres que pasan por tu lista de patán y macho engreído. Haciéndome sentir que no valía nada.

Lloré, ¡Te juro que te lloré!

No podía creer que contigo había conocido el cielo y el averno en tan solo par de horas.

Estando ahí tan cerquita de las tinieblas conocí la peor versión de mí.

Tomé clases de seducción con el mismísimo Belcebú; ser poderoso y a la vez muy engañoso; quien me hizo prometerle que jamás me volvería a enamorar.

Así que, ese día, me prometí jamás volver a confiar en ningún otro hombre que se cruzara en mi camino. Me transformé en la mujer que —después de ti— ya no volvió a ser la misma.

Ahora voy por la vida sin creer en el amor; me convertí en una vieja cabrona. De esas que juegan a ilusionar y seducir a hombres en un antro y no dejan presencia de su existencia al amar. Me volví la típica rompecorazones; sin sentimientos ni clemencia.

La que no busca casarse, ni tener hijos. La mujer malvada que se regocija al obtener su mayor victoria "el dolor de un cabrón" que le suplica cuando ella se va. Ahora, me divierto coleccionando amores desesperados por poseer mis encantos.

Me volví la mujer perfecta que nadie puede obtener.

Ya no extraño, no espero, ni le sufro a nadie. Porque por fin tengo un corazón de hielo, cerrado, encapsulado, esperando ocultar el miedo de ese viejo amor que un día me lastimó.


****

Hija de Puta  

Nací para ser una hija de puta sin sentimientos ni emociones. 

Fría como el hielo y con un corazón más fuerte que el acero. Me nombraron así el día que decidí no volver a hacer caso a lo que socialmente estaba establecido para mí; el momento en que inicié mi rebelión ante el sistema y me propuse vivir completamente diferente a lo que me decían que debía ser.

Me convertí en la mayor hija de puta cuando en el kínder se burlaban de mí por no pronunciar bien la doble "rr" y me hacían decir «perro», para que al articularlo sonará como «pedo». Al principio, creí que era la más simpática entre el grupito niños, pero en un par de días me di cuenta de que realmente se mofaban de mí e inicié mi rebelión al rasguñarle la cara al niño burlón que me escupía saliva en el rostro al reírse de mí, a causa de no poder expresar de forma "correcta" las palabras.

Ese día descubrí que sabía defenderme y odia las burlas, el rechazo, las criticas y sentir miedo. Fue en ese momento cuando comenzaron mis primeros pasos de niña cabrona imposible de controlar.

...

Pasé a la primaria y Anahí, una chica morenita y con mucho talento en los estudios; me pidió que le prestara mi mano. Mientras, ella marcaba con su lápiz afilado un caminito mágico de fantasías y aventura. Me contó una hermosa historia de un oso y el camino que recorría para encontrar la entrada a su madriguera, narraba con detalle cómo el animalito pasaba por varios obstáculos: ríos, montañas, caminos rocosos, grandes lagos y otros cuantos más; al terminar su recorrido después de un par de minutos el pequeño e indefenso animal lograba entrar a su hogar. Que era el centro de la palma de mi manita, separó su lápiz de mi piel y recuerdo que sentí un alivio sorprendente; pues empezaba a irritarme el puntiagudo carboncillo. Pero, aún faltaba el gran final. Anahí sin explicación alguna enterró bruscamente y en un movimiento la punta del lapicero para que el pinche osito entrará a su casita.

Yo —furiosa— empecé a llorar y le mordí el brazo a la escuincla llorona que no paraba de gritar. La maestra asustada me trato de controlar, pero yo estaba tan molesta que como perro rabioso no me podían separar de la piel de Anahí que tenía para ese momento marcas de mis dientes que empezaban a lastimar a la niña que lloraba, entre lamentos pidiendo perdón con el fin de que tuviera un poco de piedad.

Después de ese día, su conducta cambio hacia mí, se volvió parte de mi grupo de amigas; supongo que esa metamorfosis repentina fue por causa del miedo de que la volviera a lastimar. Algo tengo muy claro de ese evento y es ella fue revivió por segunda ocasión a la hija de puta que llevo en mi ser y no me pude controlar.

...

Lo mismo pasó con mi ex, que se sintió ofendido al ver que lo corría de mi casa en el momento que me enteré de sus recientes historias de infidelidad. O mi jefe que descubrió a la hija de puta después del reclamo que le hice por dejarme salir a las 3 a.m. de la oficina. Pero, mis padres son quienes mejor conocen la versión extrema de mi ira despiadada cuando les dije que me dejaran vivir mi vida en paz y no volvieran a opinar. 

Así crecí, defendiéndome de burlas y caprichos de los demás; poniendo máscaras ante la tristeza y fingiendo que la vida iba bien, cuando en realidad todo estaba fatal. Ahora, ya había madurado y la hija de puta no mordía ni rasguñaba; usaba una armadura pesada para alejar a quien me quisiera lastimar.

Mi nivel de maldad iba creciendo y aumentando cuando veía algo que no me parecía o escuchaba alguna de las siguientes frases que me hacían reaccionar:

—Sírvele a tu hermano.
—¿Acaso el huevón no tiene manos?

—A mí me conviene que no vayas a estudiar; es mejor tenerte trabajando en el negocio familiar.—Tu sirvienta y tu gata un día se te acabará.

—No estudies sociología; de eso no se vive. Mejor estudia psicología. (Y acá me tienen de escritora, porque la carrera que me sugirieron no me deja para tragar).
—Y como escritora ¿sí tienes para comer?
—No, pero me da la mejor paga, que es mi felicidad.

—Este novio no me gusta, el otro tampoco, y el nuevo mucho menos.
—A mí me re-encanta este y el otro; eso es suficiente para continuar.

—Seguramente ya andas dando las nalgas. ¡Qué gran pecado!; aquí se hace lo que yo te digo. No pienses; no opines. Nunca lo vas a lograr, tú no sirves para estudiar, ser mujer no te ayudará. No debes razonar. Mejor tiende las camas; sacude los muebles. Haz la comida y tira la basura; que la casa esté bien recogida antes de que llegue al hogar. ¡Eres una mala agradecida, te estoy preparando para la vida! Cómo voy a amarte si ni siquiera quieres acostarte conmigo. Gastas mucho dinero en viajar. No comas eso, que vas a engordar. Usa faja para quitarte estas lonjas que se te hicieron a tan corta edad. Tienes que trabajar en una empresa o si no jamás triunfarás... A esta casa se llega a las 10 p.m. a más tardar; te vas de mi hogar, son mis reglas y no las voy a negociar. No te vistas así; pareces machorra, prostituta o monja...  

—No hables con groserías.
—Yo hablo como pinches se me dé la chingada gana.
—Jamás podrás ser escritora.
—Entonces explícame ¿qué estás leyendo ahora?

Acumulaciones de mierda que intentaba esquivar, hasta que —un día— la hija de puta logró estallar, mandando al diablo esas ideas machistas, misóginas y excluyentes.

Y harta de tanta tontería conseguí contestar:
—¡BASTA YA! Esta es, mi vida y a ti te vale lo que yo haga de ella.

—Pero... pero... pero...
—¡Qué te calles, que ya no te quiero volver a escuchar!

Lógicamente, fui una hija de puta, culera y mal agradecida; cabrona, irrespetuosa y con poca capacidad para resolver conflictos. Yo, la psicóloga, había perdido el juicio. Entonces, se escuchó de nuevo una voz temblorosa:

—Eres psicóloga, no te puedes enojar y mucho menos ser tan hija de puta, a lo que conteste: —Soy psicóloga y me encabrono porque no estoy dispuesta —ni un día más— a volver a escucharte. Dame las riendas de mi vida, que no me importa lo que pienses y entérate de que no soy una hija de puta, soy una hija de mi reputisisisisísima madre, que pone límites y no acepta tus etiquetas.

Dime tú, ¿quién es más hija de puta: tú, que te metes en mi vida o yo por defender mis ideales?

Desde ese día me propuse cargar con orgullo la etiqueta de hija de puta y construir un mundo que me dejara vivir con lo que yo quisiera elegir; inicié realizando todas aquellas cosas que amo y las opiniones públicas, de mi familia y amigos las empecé a silenciar para comenzar, por vez primera a hacerme cargo de mí.


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