Lance era un coqueto de primera, así es como lo definiría cualquiera de sus compañeros de clase, aunque el moreno era mucho más que solo coqueteos y palabras de ligue ridículamente clichés, pero claro nadie admitiría eso, ni siquiera él.

Sin embargo había un detalle en toda esa fachada y es que el adolescente jamás había salido con alguien, claro que muchas personas se le habían declarado durante sus últimos años como estudiante, pero él les rechazaba lo más amablemente posible y los motivaba a buscar un nuevo amor, todo por un solo detalle de tamaño colosal.

El chico estaba enamorado desde su infancia de uno de sus amigos, de hecho había sido ese sentimiento tan potente el que le había hecho notar al cubano que no quería estar con nadie más que no fuese aquel chico de cabellos azabaches y mirada morada.

Keith Kogane.

No es que a Lance le avergonzara el aceptarlo, pero ambos habían tenido aquella sana rivalidad desde pequeños y no quería ser él el que la alterara con sus sentimientos de adolescente enamorado, por supuesto que no iba a hacerlo.

Pero era inevitable que el resto de sus amigos no lo notara si el de mirada cielo no paraba de observar casi con devoción la boca del asiático cada vez que estaban juntos o cada vez que hablaban por vídeo-llamada.

Porque para Lance lo más hermoso de Keith eran sus labios, sobre todo cuando mencionaba su nombre casi como si saborease cada letra que lo formaba.