Traición ciega
Llegaré hasta tu casa, tocaré la puerta con suavidad porque no quiero parecer alterado, aunque por dentro me esté quebrando de rabia y de dolor; te escucharé decir «Ya voy.» En ese momento no me parecerá dulce ni hermosa tu voz, será áspera e incluso desconocida para mis oídos.
Esperaré a que abras, tal vez mis ojos se humedezcan, el nudo en mi garganta subirá y lo obligaré a bajar, hasta morderé mis labios si es preciso para no llorar delante de ti.
En cambio tú, me mirarás con esa falsa inocencia preguntándote el porqué de mi visita inesperada. Después de unos segundos te darás cuenta que no estoy de buenas por la expresión en mi rostro y pedirás que pase a sentarme. Diré que no, inventaré una excusa para no entrar, y verlo debajo de la cama, detrás de una cortina, o dónde se le ocurra esconderse a tu jodido amante.
Al verte desesperada mordiendo una de tus uñas como haces cuando estás nerviosa, deseando que hable de una vez y me vaya por los deseos que tendrás de hacerle el amor, mi mente me traicionará. Estoy seguro que te imaginaré con cualquier extraño, entonces puede que explote, que lo confiese todo y te diga:
«He leído sin querer un mensaje en tu teléfono, decía la hora, explicaba mi horario de trabajo, y finalizaba con cariño y besitos. Un mensaje que debería llevar mi nombre»
Te juro que fue difícil para mí entender las razones que te llevaron a bajarte del pedestal donde te tenía, y me di cuenta después de llorar, reír y volver a llorar encerrado en el baño, que no valía la pena entenderte porque el daño ya estaba hecho.
Quizás te inventarás razones para la putería y, aunque quieras explicarme no voy a poder procesarlo.
En aquel momento mi seriedad desaparecerá y en su lugar mi boca dibujará una mueca de desprecio.
«A partir de hoy seré como aquellas personas—diré mientras señalo a desconocidos en la calle—, te veré y sabré que existes, pero no me importarás.»
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