La joven pintaba su cuadro con una paciencia envidiable, sus dedos manejaban el pincel con una gracia que parecía que tocaba un instrumento de cuerda delicado que podría romperse con una mínima fuerza.

Desde que el virus llegó al planeta, y tuvo que refugiarse en su arte no había podido salir a demostrar de lo que era capaz. Su mundo se había reducido a cuatro paredes dónde no cabían sus deseos de libertad, y tenía que intentar sacarla a través de un papel, pero nunca era suficiente.

Un día decidió romper las reglas que insistían en quedarse en casa. Y cruzó el umbral que la mantenía encerrada. Soltó la mascarilla en la calle, y gritó que finalmente dejaba de ser controlada.

Quizás estar sola en compañía de sus dibujos la volvió loca, pero se sentía feliz. Bailó, saltó, río con las miradas sobre ella sin que le importaran. Nadie intentó detenerla porque la bata que llevaba puesta  demostraba que estaba fuera de sus cabales.

El aire no llegaba a sus pulmones, sin detener su diversión los sentía estrujados, fulminados, sin ánimos de seguir limpiando lo que contaminaba su cuerpo.

Y ella no paró de sonreír a pesar de saber que era la última vez que estaría libre.