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38. Un nuevo sol - ❀ Final Taeh ❀

TAEH, EL PRÍNCIPE SIN ROSTRO
 

 
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En el gran patio principal del castillo, los cientos de prisioneros de la sanguinaria conspiración contra el reinado Vante, esperaban de rodillas su ejecución.
 

La atenta mirada de la reina, sentada en una ostentosa silla dorada con lujosos decorados, no perdía detalle de cada persona y cada rostro, maldiciendo en su interior a todos aquellos que osaron atentar contra la vida de su familia. Sabía que nada podría devolverles la vida, pero sería una venganza justa. Nadie que fuera culpable de la sangre real derramada, podía seguir con vida.
 

Los soldados se encontraban formados en filas, vigilando cada movimiento de los rebeldes, esperando pacientemente la orden de su majestad para dar el merecido final a cada uno.
 

La reina bajó de su trono y caminó lentamente entre los hombres arrodillados, mostrándose altiva y furiosa. Al recorrer las filas de prisioneros, pensó en que quizás la ejecución sería una muerte rápida y que sus vidas deberían llegar a su fin de otra forma más lenta y tortuosa. Repentinamente, su largo vestido se enganchó en uno de los pies de los presos y detuvo su andar. Lo miró de espaldas despectivamente y tiró de la tela con rabia. El débil preso, que intentaba a duras penas mantenerse de rodillas, cayó de lado sobre el suelo sin amainar en levantarse.
 

 
—¡Taeh!— se oyó un desgarrador grito entre los prisioneros y la atroz patada de un soldado hizo callar al intruso.
 
 

Aquel nombre causó que la reina volviera a girar la vista hacia el joven tendido en el piso y lo observara confundida. Los mechones desordenados cubrían la cara del extraño. La herida, que antes lucía cubierta con una vieja tela, ahora se encontraba desprotegida y la veía sangrar, manchando de rojo la espalda de aquel muchacho.
 

 
Con la punta de uno de sus vistosos tacones, la reina movió los cabellos del frágil cuerpo, descubriendo su rostro.
 

Las estrellas de la faz del joven se mostraron en todo su esplendor, deslucidas con algunas manchas de suciedad.
 

Los ojos de la monarca se abrieron estupefactos de par en par, recordando aquellas estrellas que jamás olvidó.
 

 
¡Era Taeh, su hijo Taeh!
 

 
Aquel príncipe sin rostro. Aquel que encerraron en las profundidades del castillo por un absurdo vaticinio, creyendo que traería la desgracia al reino.
 

La mujer se agachó presurosa para observar más de cerca aquellos astros con estupor.
 
 

¡Era él! ¡Estaba vivo!
 

 
Guk empujó fuertemente al soldado que lo golpeó minutos antes y aún maniatado, corrió hacia Taeh con desesperación.
 

Haciendo acopio de su fuerza de Alfa, rompió la cuerda que le ataba y sostuvo el delicado cuerpo de su Omega, mientras con dulces palabras lo animaba a abrir los ojos.
 

La reina miró la fresca marca en el cuello de su hijo y comprendió que aquel joven era su Alfa. Miró con recelo el distintivo de la media luna en el ojo derecho del guerrero y lo identificó inmediatamente como uno de los clanes enemigos.
 

Los soldados, al creer que su majestad podría ser agredida, se abalanzaron con sus lanzas hacia los jóvenes en el suelo.
 

Los agotados ojos de Taeh se abrieron por unos segundos. Al observar que su Alfa sería atacado por la espalda, volvió a dejar caer sus párpados. Una intensa e incandescente luz brotó desde el centro de su ser, haciendo que todos los soldados dejen caer sus armas en el acto.
 

En vano intentaron recogerlas o usar nuevas armas. Todas caían al suelo por alguna inexplicable fuerza y les era imposible despegarlas del piso.
 

Aquella extraña energía llamó la atención de la mujer que seguía agachada  enfrente de su hijo y del Alfa que lloraba mientras acariciaba con cariño los cabellos del muchacho en sus brazos.
 

La reina ordenó inmediatamente que ambos fueran liberados y atendidos por los médicos del castillo. Detuvo la ejecución de todos los apresados hasta poder ordenar las ideas en su mente después del increíble hallazgo de su hijo y de haber visto la asombrosa fuerza que emanó de él.
 

Unas horas después, Taeh despertó en una de las habitaciones de la torre principal. Su herida había sido tratada y la medicación devolvió cierta vitalidad a su cuerpo. Observó a Guk a su lado, dormido sobre sus piernas. Sentado en una silla contigua a la cama, el Alfa no se separó ni un solo momento de su Omega y sus cabellos negros reposaban en su regazo.
 

Taeh levantó débilmente una de sus manos y acarició los largos cabellos. Guk abrió los ojos. Llevó su mano a la mejilla del príncipe y le sonrió con ternura al verlo recuperado.
 

La reina observaba a ambos, de pie, a un lado de las lujosas cortinas de la ventana de la habitación. Podía notar claramente el amor que se profesaban aquellos dos hombres con solo una mirada.
 

Se acercó a pasos lentos y sostuvo una de las manos de Taeh con cautela. Gruesas lágrimas caían del rostro de la mujer al relatar la historia que él ya sabía de memoria, pero se conmovió al oír a su madre suplicar su perdón por haberlo tenido encerrado tantos años, siendo el mal menor que eligieron los reyes antes de seguir las recomendaciones de acabar con su vida. Ambos lloraron y se consolaron mutuamente por todo lo sucedido y por la pérdida del rey y sus hermanos.
 

La reina explicó a ambos jóvenes que el doctor que revisó a Taeh, informó que la extraña fuerza que brotaba de él no era suya. La misteriosa energía provenía del nuevo ser que crecía en su interior.
 

Los dioses habían otorgado al futuro heredero un grandioso poder.

 
El don de la armonía y la paz.

 
Tras una larga meditación de todo lo acontecido, la monarca comprendió al fin la lección de las divinidades. Las batallas debían de terminar. Su descendencia sería quién traería por fin la paz a su reino.
 

Los grandes adivinos erraron en sus apresuradas predicciones sobre el nacimiento de Taeh, pues aunque el reino desistió de sus conquistas utilizando la fuerza, lo cual podría significar la caída y la desgracia del Reino de Vante, en cambio formaron alianzas con los clanes, siendo Guk el intermediario. Entre todos formaron un solo pueblo, apoyándose mutuamente.
 

A pesar de que el guerrero jurara venganza por haber perdido a sus padres y parte de su familia a manos de los soldados enviados del reino, le fue imposible cumplir tal misión, pues su lobo no le hubiera permitido jamás dañar a quien hacía latir su corazón cada día. Al mirar los claros ojos de Taeh, sólo podía ver en ellos respeto, confianza y cariño. Así pues, dejó atrás su triste pasado y decidió transformar todo su rencor en infinito amor hacia su hermosa estrella caída del cielo y a la pequeña luz que vendría en camino, fruto de su unión.
 

El príncipe, gracias a los incansables cuidados día y noche de su Alfa, mejoró prontamente de su profunda herida. A pesar de no hablar, ambos se entendían con solo una mirada y debido al lazo creado entre los dos, podían saber y sentir lo que necesitaban uno del otro.
 

Taeh supo que el pueblo de Guk formaba parte de los clanes rebeldes que atacaron aquella vez el castillo, acabando incluso con la vida de su propio padre, pero hubiera sido infame revertir todo su odio en una persona que sólo lo había protegido y brindado amor desde el primer día.
 

A pesar de que no salieran palabras de sus labios, el mutuo perdón llenaba sus corazones de sosiego y sus lobos descansaban en quietud cada vez que ambos estaban juntos.
 

Semanas después, Taeh fue proclamado rey, al ser el primogénito y único descendiente vivo de su padre. Gobernó con justicia y rectitud, siendo siempre apoyado por su fiel Alfa Guk.
 

Ambos enseñaron los mismos valores a su hija, a quien llamaron Taeyang, "Llena de luz del sol", una preciosa niña de cabellos negros y ojos color del cielo, al igual que sus padres.
 

La heredera llevaba en su rostro la marca de la media luna y las estrellas. Haciendo honor a su nombre, con su sonrisa y su carisma, fue el sol que iluminó el reino. Años después se convirtió en una hermosa Alfa que al ser proclamada reina, gobernó con sabiduría al igual que su padre Taeh. Nunca recurrió a las armas y utilizó su don en bien del Imperio Vante y los clanes con quienes convivieron en armonía.
 
 

La Diosa Luna se había compadecido de ver la sangre derramada de sus hijos en incesantes guerras sin descanso y les envío el mejor regalo divino: el sol que trajo por fin la paz.
 

La adivina del Clan Jeon nunca se equivocó en su predicción:

 
"En el sendero de estrellas,
la luna encontró su remanso
y un nuevo sol brilló."

 
 
 
°❀• Fin •❀°


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