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El mayor error


—Cariño, tenemos que hablar—Marisa se encontraba consternada después de haber recibido una llamada telefónica.

—Claro, dime, ¿Qué ha pasado?—Manolo sacó de su bolsillo su pipa y comenzó a fumar.

—Me han llamado del hospital, mi madre ha empeorado esta noche —dijo con la voz casi rota—. Tiene que usar silla de ruedas y dicen que necesitara asistencia constante.

—Bueno... podríamos buscar una residencia.

—¡NO, ni pensarlo! Nunca le haría eso y además, te recuerdo, a tu padre le pasó algo parecido y vivió con nosotros hasta que falleció.

—Pero esto es distinto, Marisa...

—Porque se trata de mi madre y no de la tuya ¿eso quieres decir? —se la podía notar algo enfadada.

Se produjo un silencio de unos segundos. Luego Manolo con pintas de que no le hacía ninguna gracia aquello dijo:

—Vale, está bien. Que se venga a casa con nosotros. Pero yo no pienso cambiarle los pañales —de un resoplido dejó salir el humo de lo que estaba fumando.

Marisa se quedó pensativa un momento. Ellos Vivian en una casa en la que había escaleras. Si metían a su madre allí casi no podría salir de su cuarto nunca. No quería eso para su madre.

Se le había ocurrido finalmente una solución pero se lo tenía que consultar a Manolo antes.

—Pero... en nuestra casa hay un problema, Manolo. Si viniera tendría que estar prácticamente todo el tiempo tumbada en la cama sin poder moverse porque no podría bajar escaleras...

—Ya, pues buscamos una residencia.

Marisa se armó de valor y dijo en lo que había pensado.

—Pondríamos vender la casa e irnos a un piso, con ascensor preferiblemente.

—¿CÓMO DICES?

—Mi madre tendría más vida, yo limpiaría menos y creo que todos saldríamos ganando. No necesitamos una casa tan grande.

—¡A mí me gusta nuestra casa!

—Ya pero, cariño, entiéndelo...

Se produjo otro silencio en el que Manolo miraba a su mujer con cara de asco y dijo:

—¡NO! Y te voy a decir una cosa: yo soy el que trae el dinero a casa y harás lo que yo diga.

Marisa comenzó a llorar.

· · ·

Casi treinta años después, Marisa y Manolo estaban hablando con unos amigos.

—Pues yo creo que a mi mujer siempre le he dado una vida muy placentera —afirmó un Manolo lleno de orgullo y con la cabeza bien alta–. ¿Verdad, cariño?

Marisa no dijo nada durante un rato en el que Manolo esperaba su respuesta. Mientras Marisa, con cara de enfado, abría los ojos como platos y lo miraba fijamente.

—¿Cómo dices? ¿Qué me has dado una vida muy placentera? —ella no lo podía soportar más y aunque tenía gente delante estalló—. Si siempre has sido tan machista y has tenido la cabeza más dura que la piedra de esa pared.

Sus amigos estaban perplejos.

—Pues eso es mentira —se defendió Manolo.

—¿Cómo que mentira?

—Pero así de grande —él separó los brazos y con las manos hacia como que media una longitud bastante grande—. Siempre hemos hecho lo que tú querías.

—Claro, siempre encerrada en esa casa, limpiándola y ocupándome de todo yo sola porque el señorito es muy torpe para hacer nada.

—Pues haberlo dicho y nos habríamos mudado, nunca comentas nada.

—Pero si ya lo hice, cuando mi madre enfermó, doce años hasta que se murió en los que lloraba casi todos los días porque se los paso en su cuarto encerrada por no poder salir. Yo te dije que en un piso estaríamos mejor y podría darse más vida y me dijiste que no. ¿Y después de todo lo que he pasado contigo tienes el valor de decir que me has dado una vida muy placentera?

—Mira, me voy porque cuando las mujeres os ponéis así no se os puede decir nada —y acto seguido, Manolo, se levantó y se fue a su casa dejando a su mujer con la palabra en la boca.

—Debería haberlo dejado en ese momento, me arrepentiré toda la vida —murmuró Marisa. 

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