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Amatista

Escrito por: PrinceLendav

De haber sabido que el abuelo me abrigaría hasta las orejas esa mañana, jamás le habría dicho que saldría al bosque con Amelia.

—Tengo que asegurarte la bufanda. ¿Dónde está tu prendedor? —me preguntó, ignorando lo tarde que se estaba haciendo para mi cita. No pude sostenerle la mirada para contestarle.

—Lo perdí.

Él se rio.

—Tú jamás pierdes las cosas, Iria. ¿Estás enamorada?

Descolocada por su pregunta, no pude siquiera parpadear mientras mi abuelo sacaba de su habitación un prendedor de amatista y me lo colocaba con cuidado.

—Tienes suerte de que haya conservado esta reliquia —comentó—. Espero que no te moleste usarlo, sabiendo que era de un idiota.

—¿Del idiota con el que estuviste después de que falleciera el abuelo Víctor? —le seguí la corriente.

—De ese mismo. —Volvió a reír.

—¿Del idiota que te dijo que en la cueva del bosque hay una bestia aterradora?

—¿No vas a dejar de cuestionarlo? ¡Esa es la única verdad que pudo haber salido de su boca! En la cueva hay una bestia.

Puse los ojos en blanco. Junto con Amelia había pasado toda la semana interrogando a la gente sobre la bestia que habitaba la caverna del bosque que rodeaba la ciudad, pero la información que habíamos recabado era contradictoria; aunque casi todos coincidían con que, desde hacía poco, la bestia era guardiana de un tesoro, algunos decían que era un monstruo despiadado, mientras que Úrsula, la bibliotecaria de la universidad, juraba que era inofensiva.

El día anterior Amelia había logrado convencerme de ir a averiguar, de una vez por todas, cómo era la criatura exactamente. Sentada, con los pies sobre el escritorio del salón en donde nos reuníamos desde hacía pocos meses, me había dicho que teníamos magia suficiente como para salir de apuros si las cosas salían mal; si descubríamos la verdad, empero, resolveríamos un misterio que había perdurado en la ciudad por décadas. Era nuestra oportunidad de probar cuánto habíamos progresado sin profesores que nos dieran lecciones de magia.

Por ello Amelia y yo acordamos encontrarnos esa mañana y adentrarnos juntas en el bosque. Buscaríamos a la bestia y, con suerte, nos quedaríamos con el tesoro, además de que podríamos probar nuestro progreso como brujas aficionadas.

Por supuesto, me había guardado de contarle a mi abuelo aquella parte del plan antes de irme.

—¿Conseguiste las indicaciones para llegar a la cueva? —le pregunté a Amelia antes de entrar al bosque. Ella esbozó una sonrisa.

—Mejor que eso. Tengo una roca que pertenece a ella. Podemos conjurar un hechizo de rastreo para encontrar el mejor camino.

Me cedió la roca exagerando una reverencia, con sus cabellos cobrizos cayendo de sus hombros en una cascada. Me obligué a concentrarme en la magia, conjuré el hechizo y pronto nos encontramos caminando entre la neblina que inundaba el bosque. La mañana había creado un ambiente maravilloso; se podía oír el murmullo de los árboles, y aunque fuese difícil ver a lo lejos, alrededor de nosotras había pequeñas plantas saludándonos con el cariño peculiar de la naturaleza. Cuando llegamos a la cueva, el ambiente era más claro; se podía respirar el aire de la magia que mi amiga y yo intentábamos aprender.

Amelia, como había prometido el día anterior para que yo la acompañara, colocó una pequeña torre de galletas en la entrada de la cueva, a modo de ofrenda para los espíritus del bosque, antes de que ambas encendiéramos una luz mágica y entráramos. Vagamos por un rato en silencio, siguiendo el único camino trazado por las rocas, hasta que mi compañera se atrevió a preguntar algo con el tono despreocupado que la caracterizaba.

—Iria, ¿qué pasa cuando una antropóloga y una botánica entran a una cueva?

Resoplé.

—Amelia, por favor, no empieces con los malos chistes desde tan temprano.

—¿Por qué no? La aventura de hoy ha sido demasiado silenciosa.

—Deberías concentrarte en el camino. No quiero que nos perdamos en este lugar.

—¿Dudas de mi sentido de la orientación? —replicó, cruzándose de brazos sin dejar de caminar detrás de mí—. ¿Debemos recordar quién necesitó pedir indicaciones la última vez que nos reunimos fuera del campus?

—Precisamente por eso quiero que pongas tu atención en el camino. A mí se me va a olvidar, y lo sabes.

Antes de recibir una respuesta, tropecé con una roca y perdí el equilibrio. Amelia me sostuvo, batallando para no caerse junto conmigo.

—¿Quién es la que no está viendo por dónde camina? —preguntó. Yo sabía que estaba reprimiendo una carcajada.

Recobré mi postura para mirar alrededor. Había varios caminos detrás de nosotras, pero yo no recordaba por cuál de ellos habíamos cruzado, además de que nuestra luz parecía no alumbrar lo suficiente. La sonrisa de Amelia se esfumó cuando ella también notó que nos habíamos extraviado.

—¡Es increíble! —lamenté—. Debí saber que esto pasaría.

—Iria, solo confundimos un camino, no es tan grave.

—Claro que es grave, Amelia. Perderemos mucho tiempo si intentamos hallar de nuevo la salida. Si buscamos a la bestia y al final necesitamos huir, también estaremos en problemas.

—Déjamelo a mí —me dijo, demasiado confiada—. Apuesto un pan de nata a que logro encontrar el camino justo ahora. Usaré un hechizo en el que he estado trabajando, ya que no tenemos objetos que provengan de la entrada de la cueva para rastrearla.

—¿Has probado el hechizo antes?

—No, por eso es mi oportunidad.

Escuché a Amelia murmurar palabras en el idioma antiguo de Ultramar. Cerró los ojos, extendiendo su mano derecha hacia los tres senderos que nos separaban de la salida de la cueva. De pronto, una línea brillante atravesó los caminos, llenando de luz cada uno de ellos. Supe que algo andaba mal cuando todo a nuestro alrededor comenzó a temblar.

Llamé a mi amiga en vano. Intenté correr hacia ella para detenerla, sin embargo, cuando la alcancé su hechizo estaba concluido. Las paredes y el techo se derrumbaron frente a nosotras, bloqueando el camino de regreso con un estruendo que se esparció por toda la caverna.

—Prueba tus hechizos antes de presentarlos, Amelia —comenté, con una mano cubriendo mi rostro.

—Estaba segura de que funcionaría.

—¡Pues no funcionó! ¿Cómo vamos a salir de aquí ahora? ¿Y si la cueva está completamente cerrada? ¿Qué pasará si la bestia estaba dormida y la despertó el ruido? Por eso, precisamente, yo no quería venir contigo hoy.

—Todo va a estar bien, Iria, tranquila...

—¡No puedo tranquilizarme sabiendo que nos quedamos atrapadas aquí! ¿Qué pasa cuando una antropóloga y una botánica entran a una cueva? ¿Se quedan adentro para siempre porque la antropóloga no sabe conjurar hechizos?

—Iria, ten calma. —Me tomó por los hombros delicadamente y me miró a los ojos—. Respira. Juguemos a algo y luego pensamos en qué hacer, ¿te parece? Dime el nombre de una planta mágica que empiece con la letra «a».

Respiré hondo, con la presión de las manos de Amelia sosegándome poco a poco.

Achillea millefolium —respondí—. Tu turno; letra «b».

—Berenjena.

—¡Amelia! La berenjena no es mágica.

—Aquí tú eres la que sabe de plantas, ¿o no? Yo solo seguí el juego. Además, ¡te hizo reír! Ahora, andando. Tal vez haya otra salida si seguimos adelante.

Nos adentramos aún más en la cueva por el único camino que encontramos; bajamos demasiado, de seguro, pues el frío empezó a ser inclemente al poco rato. A pesar de que yo lo soportaba con gran facilidad, Amelia estaba teniendo problemas; temblaba con disimulo, evitando tiritar porque sabría que yo lo notaría.

Desprendí el broche que sujetaba mi bufanda, lo guardé y le cedí la prenda a mi amiga, acomodando la tela alrededor de su cuello con cuidado. Poco convencida, empero, también coloqué mi abrigo sobre sus hombros, procurando que la parte que estaba tibia cubriera sus brazos y su espalda. Ella me sonrió, y con el calor que se apoderó de mi pecho y mis mejillas, yo tampoco pasé frío.

Caminamos hasta perder la noción del tiempo, buscando una salida a pesar de que cada rincón de la caverna parecía ser igual a todos los que habíamos pasado antes. Tanto Amelia como yo estábamos empezando a desesperarnos cuando, por fin, las paredes se abrieron frente a nosotras, mostrándonos las entrañas mismas de la tierra. Respiraba, conversaba consigo misma en la armonía de las gotas de agua que caían periódicamente desde arriba de nuestras cabezas. Sin embargo, la oscuridad en ese sitio no era absoluta; al fondo del rocoso salón se veían rastros de una luz azul diferente la nuestra, presentándonos la sombra difusa de algo que se movía.

Habíamos encontrado a la bestia.

Nos detuvimos, atendiendo a los murmullos que provenían del mismo lugar en donde se encontraba la luz. Contrario a lo que yo esperaba, el ruido de la criatura no era ningún rugido; más bien, era un silbido parecido al de las serpientes.

O, al escuchar con atención, podía ser el sonido de la respiración y del andar de un humano.

Amelia me miró, intentando leer mi mente. Señalé la nueva fuente de luz con la cabeza, animándola a acercarnos con sigilo, escondernos detrás de una pared y asomarnos discretamente. Ninguna de las dos esperaba que, al observar por un momento, encontraríamos a una mujer en lo más profundo de la cueva.

Ella se volvió hacia donde estábamos. Intenté esconderme, tal como lo había hecho Amelia, pero sus ojos me capturaron antes de lograrlo. Mi corazón se perdió de un latido.

—Hola —dijo ella con serenidad. Yo no pude contestar—. Ven, no temas. Si has llegado hasta aquí, es porque este lugar así lo quiso.

Desde su escondite, Amelia sujetó mi brazo. Me separé de ella con un ligero movimiento para acercarme a la mujer que me llamaba, pues confiaba en ella como si la conociera de toda la vida. Había algo en ella que me provocaba una curiosidad profunda. Tal vez era su piel morena, como la mía; o su largo cabello blanco trenzado infinitamente; quizá las arrugas en su piel, que competían en número con las de mi abuelo; también lo podía ser el pequeño fuego azul que parecía seguirla, como sucede con todos aquellos que han nacido con el don de la magia. Era una bruja; una de verdad, como las que habían existido en la ciudad décadas atrás.

Cuando finalmente me paré enfrente de ella, miró hacia donde estaba Amelia y la llamó. Ella se presentó con menos soltura que la mía, pero estaba igual de sorprendida.

—Dudo que hayan llegado hasta aquí esperando encontrarme —adivinó la mujer—. ¿Es de ustedes ese torpe olor a magia?

Bajé la mirada. Amelia, sin embargo, metió las manos en los bolsillos del abrigo y encaró a la mujer.

—Vinimos hasta aquí en busca del tesoro que hay en esta cueva. La gente dice que está resguardado por una bestia.

La bruja rio.

—Queridas, llevo décadas aquí, y jamás he visto algún tesoro o escuchado a ninguna criatura que merezca ser calificada como bestia. ¿Quién les dijo semejante cosa?

—Todo el mundo lo dice —respondí, arrugando la frente.

—¿Desde cuándo?

—Desde hace años —aclaró mi compañera. La mujer volvió a reír.

—Entonces quizá yo sea esa bestia. Es una lástima que no pueda salir de este lugar para aclarar ese malentendido, y también lamento que nadie más que bajado tanto como para permitirme defender mi imagen.

Se volvió a presentar con nosotras, diciendo que su nombre era Minerva, y que era la última bruja que había tenido la ciudad. Nos contó que se valía de su magia para ayudar a las personas con pequeñas cosas, como reanimar plantas marchitas, cerrar leves heridas o curar el mal de ojo; sin embargo, en secreto utilizaba su poder para mantener a la ciudad a salvo de fantasmas y criaturas peligrosas.

Minerva vivía con su esposa a las afueras de la ciudad, en los tiempos de mi abuelo. Había pasado años pacíficos hasta que un día, desde el pueblo más cercano, llegó un cazador de brujas que se atrevió a retarla y enfrentarse contra ella, frente a la mirada incrédula de su esposa. La contienda duró casi toda la noche, pues Minerva era poderosa y, además, se negaba a dejar sola a la mujer que amaba. Sin embargo, el cazador logró herirla gravemente, provocando que ella le rogara por conservar la vida. Entonces, su oponente la guio hasta el bosque y selló sus poderes, dejándola encerrada en la parte más profunda de una cueva para que, según él, no siguiera haciendo daño.

El mismo cazador, supuse, se encargó de esparcir el rumor de que en la cueva donde había capturado a Minerva había una bestia. Con el paso de los años se fueron construyendo nuevas especulaciones, como aquellas que hablaban de un tesoro, o las que decían que la bestia era una criatura dócil. Nadie más que Amelia y yo se había adentrado tanto en la caverna como para averiguarlo, por lo que Minerva había pasado décadas lejos del mundo.

Cuando la bruja terminó su relato, Amelia lucía furiosa.

—Entonces no hay ningún tesoro —concluí.

—Me temo que no.

—¡Lo que sí hay es un cazador de brujas suelto! —exclamó mi compañera. Lanzó un par de improperios al aire, dedicándole todo su odio al cazador que había encerrado a Minerva. Intenté tranquilizarla, pero no fue hasta que entrelacé su brazo con el mío que ella recobró la calma, permitiéndome hacer una pregunta.

—Minerva, ¿cómo se llama tu esposa?

—Úrsula.

Amelia y yo nos miramos, intercambiando suposiciones en silencio. Mi amiga sujetó mi brazo con más fuerza, entusiasmada.

—¡Tenemos que sacarte de aquí inmediatamente! —le dijo a la mujer—. ¿Recuerdas el hechizo que utilizó el cazador para atraparte aquí? Tal vez con él podamos descubrir una manera de liberarte.

Minerva soltó una pequeña risa.

—Confían demasiado en sus capacidades, queridas. Su magia es aún muy joven y el cazador era poderoso. No podrán revertir el hechizo, aunque les diga cómo hacerlo.

—Entonces debe haber otra forma. ¿Cómo era el cazador? Tal vez si lo encontramos...

—Seguramente ya no luce como lo recuerdo —interrumpió la mujer—. Los años debieron pasar para él tal como lo hicieron conmigo. Cuando me enfrenté con él, tenía el cabello largo y blanco, pero lucía joven. Había símbolos mágicos tatuados en sus manos, como en las de todos los cazadores de brujas; su rostro era angular y alargado, único, pero endeble contra el tiempo.

Amelia comentó otra cosa sobre ir a buscar al cazador, pero no logré escuchar exactamente lo que dijo. No podía dejar de pensar en que la descripción del hombre me parecía muy familiar. Demoré unos segundos, pero cuando la imagen se consolidó en mi mente, tuve una corazonada increíble. Estaba segura de que había visto al cazador en una fotografía.

—Tal vez no necesitamos buscar al cazador —comenté—. Si se encargó de sellar la magia, forzosamente necesitó tener un objeto para guardarla. ¿Pudiste ver qué cosa utilizó para contener tu poder, Minerva?

—Lo único que portaba ese cazador, que no fuera un arma, era un prendedor. No recuerdo los detalles, pero sé que mi poder quedó atrapado ahí. ¿Piensan buscarlo solo para liberarme?

Amelia estuvo a punto de contestar, pero yo negué con la cabeza. Metí la mano en el bolsillo del abrigo que le había cedido a mi compañera, con el corazón latiéndome fuertemente, para sacar el prendedor de amatista con que mi abuelo me había asegurado la bufanda antes de irme.

—¿Lo reconoces? —le pregunté a la mujer. Ella y Amelia me miraron con asombro.

—¡Es verdad que todas las cosas suceden por alguna razón! —dijo Minerva, encantada—. ¿Cómo ha llegado eso a tus manos, cariño?

—Tal parece que mi abuelo en algún momento tuvo algo que ver con el cazador que te encerró en este lugar. Lo he visto en una fotografía; mi abuelo estuvo con él por un tiempo. —Reí—. El prendedor apareció en el bolsillo de una chaqueta suya que mi abuelo conservó después de que se separaran. ¿No es increíble?

Amelia soltó una carcajada.

—¡Iria, estabas destinada a llegar a este lugar! —Me miró con ojos brillantes. Seguramente se me subieron todos los colores a las mejillas cuando sentí que me abrazaba—. Era tu deber venir y ayudar a Minerva.

La mujer, agradecida, tomó el prendedor entre sus manos y recitó un par de palabras para liberar la magia que había sido capturada en él. La cueva se iluminó por completo, obligándonos a Amelia y a mí a cerrar los ojos; dejó de hacer frío, y cuando la luz del lugar volvió a ser la misma, pudimos ver cómo Minerva trazaba símbolos en el aire. El espacio por donde mi compañera y yo habíamos llegado al encuentro de la bruja se cubrió de una capa semejante al cristal y se quebró. Minerva dio un paso afuera antes de volverse hacia nosotras con una sonrisa, dándonos las gracias por haberla encontrado.

—¡Vámonos de aquí! —declaró, caminando varios pasos más lejos de nosotras.

Amelia se aclaró la garganta.

—Creo que eso va a ser un problema —se atrevió a decir en voz baja.

—¿Por qué?

—Amelia obstruyó la entrada a la cueva con un hechizo fallido —me quejé. Minerva nos sonrió.

—Necesitan lecciones de magia urgentemente. Búsquenme cuando todo vuelva a la normalidad y con gusto se las daré. Los cazadores vienen de otros lugares pensando que las brujas de esta ciudad hacen tanto daño como las de sus pueblos. Necesitamos gente que les demuestre que están equivocados.

Sin mirarnos, Minerva tomó un puñado de tierra, murmuró un hechizo que no logré memorizar y sopló sobre la palma de su mano. Una parte de la pared, a lo lejos, reveló un sendero por el que caminamos hasta salir de la cueva y llegar al bosque. Amelia me llevó de la mano hasta que las tres nos encontramos en la ciudad, sin parar de repetir que había acertado al llevarme hasta la cueva, además de cuán feliz le hacía saber que recibiríamos educación formal para la magia.

Increíblemente, no llegamos a la ciudad mucho después del mediodía. Con una mirada de complicidad, entonces, Amelia y yo dirigimos a Minerva hacia la biblioteca de la universidad. Al llegar ahí, atestiguamos un reencuentro bellísimo: Úrsula, la bibliotecaria, estalló en lágrimas al ver a Minerva, quien se acercó a abrazarla con sumo cuidado, como si temiera romper su cuerpo, frágil a causa de los años.

Úrsula nos contó su parte de la historia, sin parar de agradecernos. Según ella, el cazador jamás le reveló el paradero de su esposa, y ella tuvo que buscarla por su cuenta; decidió aprender un poco de magia cuando se quedó sin otra alternativa, pero tardó demasiado en reunir poder suficiente para descubrir en dónde se encontraba su amada. Cuando logró hacerlo, ella ya no tenía fuerza suficiente como para adentrarse en la cueva.

De boca de Úrsula había salido el rumor de que la bestia escondía un tesoro, pues solo la curiosidad era capaz de llevar a alguien hasta las entrañas de la tierra. La bibliotecaria se sentía con suerte, pues había logrado que alguien encontrase a Minerva y la llevara de nuevo con ella.

Amelia y yo, después de haber reunido a Úrsula y Minerva, caminamos todavía más por las calles de la ciudad, esperando el atardecer. Mi amiga insistió en pagar la apuesta que había hecho dentro de la cueva, así que me llevó a su lugar preferido para que pudiésemos comer el pan de nata que, con muchísima razón, le había ganado.

—¿Crees que sea muy necesario revelar lo que descubrimos hoy en la cueva? —pregunté cuando ambas terminamos de comer.

—No —respondió ella, despreocupadamente—. La idea de encontrar una bestia en una cueva es atractiva, hay que dejar que más gente se divierta. Además, obstruí el camino hacia la parte más profunda; no quiero dar explicaciones sobre eso.

Ambas nos echamos a reír. Amelia tomó mi mano y jugueteó con los anillos que llevaba en cada uno de mis dedos; ella me había regalado un par de ellos.

—De verdad amo salir contigo de aventuras —me dijo, con una sonrisa preciosa dibujada en los labios—. Hay que hacerlo más seguido, ¡celebremos que somos la próxima generación de brujas!

Le devolví la sonrisa, pero no fui capaz de sostenerle la mirada. Separé mi mano de la suya delicadamente, antes de excusarme y decir que debía volver a casa. Por un momento creí que Amelia me dejaría ir, sin embargo, después de alejarme unos pasos ella volvió a tomar mi mano y me dio un beso en la mejilla. Justo después se dio a la fuga, aunque a lo lejos pude notar cómo su cara se tornaba tan roja como su cabello.

Sentí que el corazón se me salía del pecho mientras continuaba mi camino. A pesar de ello, había algo que me motivaba a mantener los pies sobre la tierra: cuando llegara con mi abuelo, tendría muchísimas cosas que contarle sobre mi aventura de aquel día.

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