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Día 5: MADRASTRA, LUGAR MALDITO, AMENAZA

(16/07/2021)

Se vive bien en Santa Carietta. Hay naturaleza, parques comunitarios, escuelas, bibliotecas, farmacias, hospitales, bancos, supermercados, riqueza histórica, empleo. El lugar ideal para echar raíces, para empezar de cero.

Los Murillo descargaban cajas y muebles del camión de mudanza a media tarde, luego de un viaje de diez horas. Una familia hermosa, sin duda. Las dos hijas, Lucía y Sabrina, eran gemelas idénticas; el padre, Nicolás, ingeniero eléctrico; y su esposa, Ana, ingeniera civil.

El pueblo era perfecto. Por mucho tiempo permanecieron como nómadas, así que la idea de quedarse en tan precioso lugar les emocionaba. Su nueva casa era de ensueño. Dos pisos, cuatro recámaras, dos baños. Una fachada colonial, y un jardín enorme, sin cercar. Nicolás se enamoró de la amplia cocina de inmediato. Las niñas de la piscina trasera.

La vida volvió a su curso normal luego del primer mes, que fue muy atareado. La pareja asistía a sus respectivos trabajos, las gemelas a la escuela. Se llevaban de maravilla con los vecinos, que los recibieron con los brazos abiertos. Los Murillo no siempre podían asistir a sus fiestas por trabajo, pero se sentían agradecidos de ser tomados en cuenta.

Una noche, cuando veían películas, Sabrina rompió a llorar de pronto. Ana y Nicolás le preguntaron qué sucedía. "Unas chicas de mi clase te llamaron puta asquerosa y rastrera, Ana", respondió. Ambos quedaron perplejos. No comprendían por qué chicas de catorce años habían decidido decir algo como eso.

Sabrina, que amaba a Ana con toda el alma, solo pudo reaccionar de forma violenta. La hoja de citación decía "le arrancó un mechón grande de pelo a una compañera". Sabrina se disculpó por lo que hizo, pero tampoco entendía por qué lo dijeron. Lucía estaba furiosa.

Las gemelas nunca fueron problemáticas antes, ni siquiera Lucía, la más inquieta. Ana fue a la escuela al día siguiente, echando espuma por la boca. Nadie le hacía eso a ninguna de sus niñas y quedaba impune.

La recibió la directora, que de inmediato puntualizó que no había llevado a Sabrina. Ana le dijo que lo que tuviera que decir, se lo diría a ella. La directora no la intimidaba ni un poco, aunque tratara. Había lidiado con capataces de obra más grandes que ella misma. Había aprendido a imponerse por su profesión. Le exigió explicarse.

- Ya he conversado con las otras niñas, señora Murillo. Comentaron que Sabrina y ellas hablaban tranquilas, y que luego les dijo algo aberrante y espantoso.

- Ninguna de mis niñas es así. No le creo eso.

- Si bien tengo entendido, señora, ellas no son sus hijas.

- ¿Y eso por qué viene al caso?

- Pues, Sabrina les dijo que usted es su madrastra, y que por eso dijeron lo que dijeron. Ellas...

- A ver, -la interrumpió Ana.- sigo sin comprender cómo eso es "aberrante y espantoso", señora directora.

La mujer no respondió de inmediato. Solo observaba a Ana, como si la respuesta fuera más que obvia. Ana le sostuvo la mirada todo el tiempo, expectante.

- Santa Carietta es una comunidad bastante tradicional, señora Murillo. -dijo, disimulando su enojo.- La gente de aquí puede ser poco flexible con algunas cosas, y llegan a darse situaciones como esta.

- La intolerancia existe en todo el mundo, señora directora. Haga algo o tomaré otro tipo de acciones.

La directora rompió el lápiz que tenía en las manos a la mitad.

- No haré nada, señora Murillo. Concuerdo con las niñas. Una familia debe de estar compuesta del padre, de la madre y de los hijos. Nunca de una mujer que se entromete en esa unión sagrada, que usurpa esa posición.

- No tengo que darle explicaciones, pero no me he entrometido en nada. La madre de las niñas falleció cuando eran muy pequeñas, y su padre se casó conmigo algunos años después. Soy tan madre suya como lo fue aquella gran mujer al parirlas.

- Creo que no me ha comprendido...

Ana se levantó de la silla, indignada.

- Métase sus ideales de mierda por el culo si quiere. Diga lo que quiera de mí, pero no voy a permitir que le hagan daño a mis hijas. -enfatizó las dos últimas palabras, y se retiró.

Al llegar Nicolás a casa, le explicó todo lo sucedido. Estaba igual o más colérico que ella. Sabía que Ana era fuerte como el concreto y no le preocupaba, pero si le preocupaba que las niñas estuvieran involucradas.

Conversaron largo y tendido al respecto, y de pronto cayeron en cuenta de algo. Nunca habían visto que padres del mismo sexo, padres solteros o viudos vivieran allí. No habían visto abuelos con sus nietos en los parques, ni familias muy numerosas. Siempre mamá, papá y unos cuantos hijos. Habían estado en muchos lugares del país y siempre encontraban familias diversas, así fueran solo algunas. Pero no era así en Santa Carietta.

Luego de aquel incidente empezó el infierno. Los vecinos ya no los invitaban a sus fiestas. Los ignoraban deliberadamente. Las gemelas sufrían acoso en la escuela y lloraban por las noches. Despidieron a Ana de su trabajo, y se sostenían gracias al sueldo de Nicolás, quien también sufrió el escarnio social: lo sacaron de varios proyectos de desarrollo y su paga disminuyó. Tenían planeado irse cuanto antes, pero no tenían el dinero aún.

La situación solo fue a peor y Ana se llevó la peor parte. No conseguía empleo en ningún lugar, la echaban de las cafeterías, se negaban a atenderla en el supermercado. La llamaban usurpadora, y no le permitían acceder a ningún servicio de primera necesidad, fuera para ella o para su familia. Les suspendieron los teléfonos y el internet. A las gemelas las expulsaron. Sus compañeros les decían que iban a enterrar a Ana en el cementerio de los manchados.

Con el tiempo, los Murillo ya no podían salir como antes. Los vecinos vandalizaron su casa y sus autos. Lanzaban basura en las ventanas. Habían tenido que tapiarlas por miedo a recibir pedradas. Los tenían sitiados en su propio hogar y las provisiones se acabarían en cualquier momento.

Nicolás y Ana, convencidos de que debían irse pronto si querían sobrevivir, alistaron sus maletas y a las gemelas a media noche, mientras todos dormían. Empacaron todo lo que pudieron llevarse. Encendieron los autos, pero al tratar de ir por la izquierda, rumbo a la vía principal del pueblo, descubrieron que habían bloqueado la calle. Solo podían irse por la derecha, por una vía secundaria rara vez usada.

Tenían la terrible sensación de estar cayendo en una trampa, pero no fue así. Unos kilómetros adelante, la calle atravesaba un cementerio. Las lápidas, viejas y maltrechas, no tenían nombre. Lo que decían era peor: usurpadora, traidor, torcido, puta, infiel, basura, caduco. El cementerio de los "manchados".

Ana, que iba sola en el auto de atrás, lloró desconsolada. Vio como Nicolás agachaba a las gemelas en el asiento trasero, para que no observaran la escena. Salieron pitando de aquel lugar maldito, dejando atrás la amenaza de esa gente cerrada y loca. Trataron de dar a conocer lo que sucedía allí, pero nadie lo creyó. Rehicieron sus vidas con el tiempo, pero nunca pudieron olvidar. Siempre estuvieron convencidos de que sobrevivieron porque no se dejaron quebrantar.

Se vive bien en Santa Carietta, siempre y cuando sigas sus reglas...

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