Cᥲρίtᥙᥣo 3
Es lunes por la mañana, estamos a quince grados y tiemblo hasta los dientes. Diciembre se acerca con rapidez.
Entro a Libellus, dispuesta a prepararme para hacer el inventario, ese trabajo que promete tenerme ocupada un buen rato y, lo más probable, con dolor de espalda al final. Hoy me siento con nuevos aires, más despejada. Una noche comiendo pizza y desvelándome viendo películas malas, resultó ser de gran ayuda. Al pasar por mi mesa predilecta, lo veo. El chico ese. Fran. Está sentado frente a su portátil, con una rebanada de pie de limón y un chocolate caliente. (Sí, también vendemos chocolate, té, jugos, y, en momentos de verdadera tensión, hasta cerveza). Parece distraído por la vista que da a los decorados de Noche de Brujas y que cuelgan por toda la calle.
Camino rápido, pero doy un tremendo frenazo al escuchar que me llama. La anterior vez lo noté apenas, sin prestar demasiada atención. En esta ocasión, sin embargo, puedo afirmarlo: Fran tiene una voz preciosa. Es grave pero suave; melódica, casi cantarina. Dulce.
Increíble que solo ocho palabras me hagan sacar tantas conclusiones.
—Buen día. —Sonrío por costumbre, no por ganas—. Lo siento, no es mi turno.
—Oh... —Fran baja la mano con la que me llamó—. Es que quería saber si me podrían dar la clave del internet. Me dijeron que, si me hacía cliente, la tendría. —Al alzar las comisuras de sus labios, dos hoyuelos hacen acto de presencia.
La clave, claro. Dejamos de ponerla abierta porque un montón de gente se sentaba afuera del local para robarse el wifi y ahuyentaba a la clientela. Además, nos dificultaba usar los ordenadores para ocuparnos de nuestro trabajo.
—Déjame te la apunto —le digo—. Pero debes prometer no compartirla con nadie que no sea cliente habitual, por favor.
—No te preocupes, se me da muy bien guardar secretos —me asegura con una sonrisa cómplice.
Una parte de mí termina por confiar en que dice la verdad, pero la otra... duda en si esa no será la respuesta de un sociópata con experiencia en guardar secretos sangrientos. Bueno, con que no sea en mi turbo... Le escribo la clave de doce dígitos y él la ingresa en su portátil. De inmediato carga la página que estaba utilizando y, sin querer queriendo, distingo una página web de escritura.
¿Será que él también escribe?
Fran me mira sobre su hombro y yo doy un salto atrás. Ruego para mis adentros que no se haya dado cuenta de mi fisgoneo involuntario.
—¿Te anda bien? —le pregunto para tapar mis nervios.
—Marcha bien —asiente.
Levanto los pulgares y me escabullo lo más pronto posible hacia el sótano, para empezar con el inventario. Suelto un resoplido al toparme, no solo con el polvo acumulado de cada semana, sino que, además, libros viejos que ya nadie quiere y debemos pasar a regalar. La mayoría son de años escolares anteriores. Mientras hojeo unos cuantos, la cabeza me da vueltas y regresa a esa interacción con el chico llamado Fran. Sus hoyuelos coloreados con un tenue sonrojo, sus pequeños ojos oscuros, el cabello alborotado y de un castaño claro salpicado por mechones oscurecidos. Es alto y un poco robusto. Tiene las mejillas regordetas y una miranda gentil.
Tania lleva la razón: es lindo.
¡Y esa voz!
Sacudo la cabeza en un intento de concentrarme en lo mío. Hay mucho por hacer y tan solo un par de manos. Recojo lo que no se venderá y lo distribuyo en tres filas: lo que se puede reutilizar en la librería, lo que podemos donar para que alguien más lo reutilice y lo que se puede regalar.
También hago el inventario de lo que hace falta y mando a pedir los libros que más se venden entre los lectores y estudiantes. No sé cuántas horas se me han ido en hacer llamadas, checar otras librerías, cuando Tania entra por la puerta y se sorprende al verme todavía delante de la computadora.
—¿Qué haces? Te has perdido dos descansos, tonta.
Fijo la vista en ella, con los ojos abiertos. ¡Dos descansos! Con razón el rugido de tripas y los mareos. Me apresuro a hacer los últimos pedidos y apago el ordenador. Me estiro sobre la silla mientras Tania me mira con desaprobación. Si fuera por ella, me arrojaría a la cabeza esa caja que lleva entre las manos.
—Van a pensar que te estamos explotando. Que tus descuidos no nos descuiden a nosotras, Ana.
—Se me pasó el tiempo. —Le lanzo una sonrisa en forma de disculpa y comienzo a recoger mis cosas—. ¿Qué hora es? ¿Qué toca?
Tania hace su típico gesto pensativo: mano en la barbilla, ojos concentrados en un punto en el techo, boca fruncida, entrecejo arrugado y una inmovilidad inquietante. La primera vez que la vi en ese modo, me dio un susto que hasta me bajó la presión.
—De hecho, es hora de tu otro turno. Pero —pone los ojos en blanco— ya que te has perdido dos, date un tiempo para comer y un extra. De todas formas, hoy sales a las ocho. Mmm..., ¿sabes qué? Mejor ya vete.
—Si son las cinco apenas —protesto, mirando la hora en mi celular—. Tendría que salir a las ocho.
—Bueno, tomate un descanso y vete a ayudar a Lu a acomodar las estanterías. —Me da la espalda, pero luego se gira y me sonríe. Estoy a punto de salir corriendo por esa mirada de maniaca que adorna su rostro moreno y sin una sola imperfección—. El chico de la ventana azul está todavía ahí, ¿sabes? Escribe y escribe, como si su vida dependiera de ello. ¿Será que también es escritor? Quizá eso es lo que le falta a mi vida. —Suelta un suspiro melodramático—. Tiene un rostro tan... suave.
Se me escapa una risa.
—Ya, ya. Un rostro muy suave. —Camino hacia la puerta—. Nos vemos.
—Ojalá sea británico. Tiene aire de británico. —La voz de Tania me sigue a mis espaldas—. ¡Descubre de donde es, Ana! ¡No quiero morir sola!
***
En efecto, el chico sigue en su sitio, bien concentrado en sus asuntos. Me sorprende que todavía no haya preguntado sobre los futuros eventos literarios para informarle a la pequeña Esther. Supongo que en serio necesitaba relajarse.
Puede que no sea escritor, me digo mientras lo observo con disimulo desde lejos. Bien podría escribir un ensayo para la escuela o hasta la tesis. Nunca he hecho una tesis, pero he escuchado historias escalofriantes sobre ella. ¡No porque alguien escriba desde las nueve de la mañana quiere decir que es un escritor!
Y si lo es, se convertirá en mi ejemplo a seguir. Ojalá yo pudiera pasar ocho horas seguidas dándole matraca a las teclas de mi portátil. De todas formas, sé bien que, aunque no tuviera trabajo, mi concentración estaría dispersa casi en su totalidad.
—Deja de mirarlo con esa cara y vete a comer —me ordena Lu, que apareció de quién sabe dónde—. No te pongas en plan Tania, por favor. El chico se dará cuenta y se irá asustado. Y mira que pide servicio. No nos vendrá bien que lo espanten.
Retrocedo mientras parpadeo y aparto la mirada.
—¿En plan Tania? —Carraspeo—. No, no, nada de eso. Es que justo ella me habló sobre él. Creo que le gusta.
—¿Cómo le va a gustar un desconocido? —Lu frunce el ceño. Me pone una caja repleta de libros gordos sobre las manos y me hace un gesto para que le ayude a acomodarlos. Avanzamos por las estanterías, con el estómago que no me deja de rugir por la indignación de no ser alimentado—. ¿A ti te gusta?
—No. —Niego en retundo con la cabeza—. Yo ni lo conozco. La única vez que hablé con él fue por la chiquilla que trajo para comprarle los cuentos de Susana.
Y cuando me pidió la clave del wifi.
—Qué buenas ganancias se está llevando esa Susana —se burla con un cierto tono acido.
No es resentimiento del todo. Un poco, tal vez. Tanto Lu, Rosa (otra amiga nuestra), Ibeth y yo ayudamos a Susana con sus libros. Lu se encargó de la promoción, Rosa de la corrección y maquetación, Ibeth terminó los bocetos que Susana había empezado y les dio color, y yo fui su lectora beta y me encargué de la distribución y de editar sus promociones para las redes sociales.
¿Qué ganamos con eso? A día de hoy, cada mes solo se me acumulan cinco pesos en mi cuenta bancaria. Con suerte. Acordamos con Susana que nos pagaría con cada venta que hiciera. A ella le va bien, sus cuentos venden, pero no tenemos ni idea de cómo funcionan las finanzas. Síp.
Lu hace un ademán hacia Fran, quien se ha levantado. Me da un codazo y me ordena:
—Ve a ver qué quiere.
—Tengo dos descansos en curso. —Le regreso la caja—. Me los perdí por falta de atención y mucha concentración.
—¿Tú? Te creo la falta de atención, pero ¿mucha concentración? —Cruza los brazos sobre su pecho y una sonrisa socarrona se le dibuja en el rostro—. Muy bien. Entonces, ve a ver qué quiere y toma después tu descanso.
Le doy un empujoncito que la hace reír, y me dirijo hacia Fran. Estoy por hablarle cuando lo veo dar a un respingo. Puede que no me haya escuchado acercarme. Eso, u hoy amanecí más fea de lo normal.
—¿Se te ofrece algo? —pregunto.
—Eh..., sí. La cuenta. Es hora de irme. Se me durmieron las piernas y creo que terminaré con el trasero aplastado.
Despliego una sonrisa. No lo atiendo yo (por mucho que quiera escuchar más su voz), sino que llamo a Nico para que sea él quien registre la compra. Después, me robo unos panecillos, un café y un pedazo de tarta de la que preparó la abuela de Tania, la señora Lula, y me debato en cuál mesa me sentaré. Escojo una con ventana, aunque no tenga las mismas buenas vistas que la ventana azul, para mi pesar. Le doy el primer bocado a mi panecillo y por fin me doy cuenta del hambre que tenía.
Sin embargo, cuando estoy por dar un segundo mordisco, una sombra se ciñe sobre de mí. En cuanto levanto la cabeza, mi vista se enfoca en esas cejas tupidas y negras.
—Hey —me saluda Fran—. Me di cuenta de que yo te di mi nombre, pero tú no me has dicho el tuyo. Eres amiga de Mary y Silver, ¿no?
Con la mirada busco a Lu detrás de él. Descubro que ella ya nos estaba observando. Apenas puede disimular a su señora chismosa interior. En cuanto nuestras miradas se cruzan, ella hace como si limpiara el aire y no estuviera pegada al chisme.
—Sí, sí —respondo entre titubeos—. Soy Ana. ¿De dónde conoces a mis amigos?
Estoy casi, casi segura de que ellos no mencionaron a alguien llamado Fran. O Francisco.
Tal vez sí.
¿O no?
Ni idea.
—Los conozco desde la secundaria. Y Silver le hizo un tatuaje a mi hermano hace unas semanas. ¿Viven juntos?
—Sí. También Lu. —Señalo a la chica que sacude el aire mientras su cabeza está girada hacía nosotros. Mi amiga nos saluda y sigue con lo suyo. O eso intenta—. De hecho, vivimos siete bajo el mismo techo.
—Una fraternidad —se burla—. Yo también vivo con mis hermanos. Ya conociste a Esther.
Asiento, con la vista pegada a mi comida. El estómago me ruge en protesta y yo suplico para que no se haga escuchar más alto. Aunque, por la risita que suelta él, deduzco que lo escuchó.
—Bueno, te dejo comer —dice, y se despido con la mano—. Un gusto, Ana. Es bueno tener conocidos por aquí. Me gusta este lugar. —Le echa un vistazo, embelesado, como si la biblioteca de Alejandría hubiera renacido en todo su resplandor—. Es tan tranquilo. En mi casa es un caos y me distrae mucho. ¿Puedo venir el día que quiera?
—De lunes a martes, de las siete de la mañana a las siete de la tarde. De miércoles a viernes, de siete de la mañana a ocho de la noche. El sábado, de las ocho de la mañana a las cinco de la tarde. Y el domingo descansamos, así que estamos cerrados —recito el horario que la señorita García nos obligó a aprendernos de memoria. Nunca pensé que llegaría el momento en el que, esas infernales horas gastadas en memorizar, me servirían—. Los días feriados entran a discusión. Dependiendo de lo que se festeje, podemos estar abiertos o cerrados.
Él se ríe con las dos cejas casi tocándose una a la otra. Se parecen tanto a las de Emilia Clarke. ¡Son como gemelos!
—De acuerdo. Trataré de... aprenderme los horarios. ¿Y cuándo son tus turnos?
Vacilo antes de responder.
—Casi siempre empiezo a las nueve de la mañana y salgo a las cinco. Pero cuando hago turno doble, me voy a las ocho de la noche. Como hoy.
—Como hoy —repite algo pensativo—. Genial. Nos vemos. —Sin agregar más, se va. Sale por la puerta y se pierde entre los adornos de una festividad impuesta por las películas estadounidenses.
Me vuelvo hacía mi comida. En menos de cinco minutos me devoro hasta las servilletas.
Silver me mira con cara de no entender ni su idioma materno. Se estira y, tras un bostezo, responde:
—Ah, Fran, sí. Lo conocemos desde hace un par de años. Su hermano vino a mi estudio hace unas semanas para que le hiciera un tatuaje. Un canalla de primera, con pintas de abogaducho. ¿Qué con eso? ¿Te ha molestado o qué? Para la otra le pincho con la máquina. Tú dime.
—No, no. Me entró la duda porque..., bueno, pues porque él me preguntó si soy amiga suya.
Estamos en la sala, viendo el programa ese donde los famosos deben responder preguntas que, uno imaginaría que cualquiera sabría, sin embargo, ellos sí que se esfuerzan. Mary toma asiento al lado de Silver. Trae entre las manos un bol lleno de palomitas rociadas en miel caliente. Me dan nauseas de solo verla devorarlas.
—¿Francisco? ¿Nuestros ex compañero? —pregunta. Luego lanza una palomita a la pantalla—. ¡Buh! ¡Qué tontos! ¿Cómo no van a saber sobre su propio país?
—Yo ni siquiera recuerdo el nombre del estado donde nací, Mary. —Silver se vuelve a estirar, cansado—. Y sí, el mismo. Fran ahora va a donde trabajan Ana y Lu.
—No me sorprende. Su madre es un cerebrito, siempre enterrada entre libros. Ya ni mencionar que su padre es profesor en una universidad o algo así. Ah. —Se lleva un montón de palomitas a la boca—. Su madre es psiquiatra. Ana, te apuesto a que tienen al menos uno de los libros que ha escrito en la librería. Se llama Martha L. Capell.
—Ya lo buscaré —digo, distraída por su forma de comer.
—Te apuesto cincuenta billetes. —Sus enormes ojos se abren más de lo recomendable.
Y todo por avaricia, pienso al verla así de emocionada por cincuenta billetes todavía no apostados. La miro como quien mira al peor actor del mundo que se cree muy talentoso.
—Ni hablar, margarita. Suficientes gastos tengo como para apostar por una bobada.
Ella suelta un bufido. Seguimos mirando a más famosos que no dan ni una. Gritamos las respuestas a la pantalla como si fueran a escuchar nuestra frustración. Silver grita algo sobre ir al programa y responder todo él solo.
—No necesito de ningún famoso para volverme millonario —gruñe—. Saldré de ese apestoso estudio con los bolsillos repletos.
—¿Quieres apostar? —pregunta Mary con tan deslumbrante sonrisa.
Silver toma unas palomitas y se las arroja, luego choca los cinco conmigo.
Silver, Mary y Fran... Pues sí que es pequeña esta ciudad, que, más que serlo, parece pueblo.
Nota de autora:
Increíble que estemos en vísperas de Navidad... y yo aquí, publicando un capítulo con ambiente de Halloween, jajajaja. ¡Feliz Navidad, mi gente!
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