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Cᥲρίtᥙᥣo 2

Es un mensaje de mi madre.

Desbloqueo el celular y me dirijo directo a la bandeja de entrada. Sí, es un mensaje. De hoy. Un mensaje de hoy, con la hora y fecha de hoy. No me lo puedo creer. Seis meses sin hablarme desde que se dio por finalizado el divorcio y hoy se le ocurre mandarme un mensaje. Me obligo a darle una leía por encima y no me sorprende en absoluto. Es lo mismo de siempre. No puedo ni decir que esperaba al menos un saludo cordial de su parte.

Hasta este momento, la única noticia nueva que tenía sobre Paula (mi progenitora) era que estaba en juicio por lo que sucedió el año pasado. Tampoco es como si antes de lo ocurrido nos habláramos o viéramos todos los días. En cuanto nos plantábamos en la misma habitación, las discusiones escalaban de forma tan precipitada que bien podríamos haber roto algún récord. Lo mejor para todos fue que cada quien tomara su propio camino. Ella se fue, yo me mudé, Cathy se mudó a lo de mi padre...

Cuando se separaron, papá se juntó con una mujer que, a pesar de ser mi madrastra, no es como esas horripilantes madrastras que muestra Disney. Cathy es dulce, casi rosando lo empalagoso, y de sonrisa cálida. Es muy diferente a mi progenitora. Es esa madre que cualquiera quisiera tener.

Quisiera tener...

Al releer el mensaje, recuerdo todo lo malo que viví al lado de Paula. Los gritos derivaban a los golpes y a arrojarse cosas sobre la otra. Fue una vida bastante difícil con las dos en un mismo espacio. Todavía no sé cómo sobrevivimos. O cómo mi papá sobrevivió a nosotras. Él es un hombre más bien pasivo, que detesta los conflictos e involucrarse en ellos.

Ojalá se hubiera involucrado más.

Después de lo que ocurrió hace unos meses, decidí que ya era hora de volar del nido. Aunque me costaba imaginarme a mí misma viviendo sola, resulta que no me dejaron a mi merced. Terminé dentro de una casa con otros seis individuos que terminaron por ser mi segunda familia.

Claro que a veces regreso a mi antigua casa (si bien no le guardo mucho cariño) para visitar a papá, comer la deliciosa comida de Cathy y hacerme una maratón de series con Kat, mi nueva hermanastra. Sin embargo, prefiero estar lejos de lo que viví con Paula.

Suspiro. Debí cambiar de número. Ahora todo vuelve a mí como un fuerte golpe que logra sacarme el aire de los pulmones, sin posibilidad de estabilizarme. Sacudo la cabeza. Tomo una captura y la mando al grupo donde están mis amigos. No me gusta causar drama con esto, pero me ha sentado tan mal que no sé qué más hacer.

—¿Qué ocurre? —Tania pasa su mano por mi espalda—. ¿Qué te ha llegado o qué?

Borro la conversación. Tania no está en este grupo, sino en otro, donde abarca a más personas. Personas que a las que jamás les contaría mis problemas intrafamiliares. No tiene caso que lo sepan y sientan pena por mí.

—Nada. Ya sabes. Cosa de familia.

Ella entrecierra los ojos, pero parece captar la indirecta y me da mi espacio. Me hago a un lado para acomodar la comida en los escaparates y que no vean la mala cara que debo tener estampada. A los tres minutos, aparece Lu frente a mí. Está que le saltan chispas por los ojos.

—¡Esa...! ¡Es una...! —Aprieta los dientes sin completar ninguna frase. Sé que se contiene porque no quiere faltarme al respeto. Por mí, genial, que le cante las cuarenta y no se deje nada para sí misma—. ¡¿Cómo es capaz de decirte algo así?! ¡Eres su hija!

—¿Qué más da? —Me encojo de hombros—. Toda mi vida fue así o peor. De hecho, diría que se amansó bastante.

Lo digo muy en serio. ¿Será la edad o la soltería?

—¡Por Dios! —exclama Lu más enfadada que yo. Se cruza de brazos y niega con la cabeza.

Desde su celular veo la captura que envié.

Y ya está, eso es todo. Ni un «¿cómo estás?» y menos un «hola». Ella no esperaba nada de mí, y yo ya me había resignado a que esas películas familiares eran una mentira.

Me fijo que en el grupo algunos ya respondieron. Mary y Silver no tienen el mismo filtro que Lu, así que desahogaron cuanta cosa se les vino a la mente. Mary es bastante creativa a la hora de poner sobrenombres. Quisiera sonreír. Quizá mañana lo haga. Reiré. Me hará gracia.

—¿Cómo estás, Ana? —me pregunta Lu con esa mirada que tanto detesto que me brinden.

Me encojo de hombros, se podría considerarse mi marca personal.

—Quisiera decir que no me importa lo que opine de mí, pero mentiría. No es que me importe del todo, solo que sus palabras tienen ese efecto de hacerme... perder el buen ánimo.

Mi amiga rodea el mostrador y me da un breve abrazo. Suficiente para reconfortarme y hacerme saber que ella está aquí, conmigo. Me apoyará con cualquier cosa y cualquier situación.

—Todo estará bien —me susurra al oído—. Que no se te olvide que tienes un montón de personas que te queremos. Ella no vale ni el esfuerzo de odiarla.

Le creo. Aunque el día de hoy me lo arruinaron.

Batidos rosados con bastones de caramelo, pan tostado con mantequilla y una peli de comedia, ¿qué mejor que esto?

Ibeth está en el suelo porque se le dio por contar las piedrecillas para sus pulseras, mientras que nosotros estábamos sentados en el sofá. Silver va con un nuevo look: cabello platinado y unas ojeras pronunciadas que le sientan bien con esos ojos verdes que tiene. Mary está acurrucada en su hombro, dormida, porque, según, lo suyo es el terror, no la comedia. Lu, a mi lado, está muerta de la risa. Y Alec, a mi otro lado, intenta captar dónde está el chiste, al igual que yo.

—No entiendo —me dice en voz baja—. ¿Debemos reírnos ahora?

Ambos ladeamos la cabeza hacia un lado. Me gusta Adam Sandler, pero... hay películas donde, por mucho que lo busco, no encuentro el chiste. Una de esas es la última película de Halloween que estrenó el octubre pasado.

—¿Y si mejor vamos por las pizzas? —me pregunta Alec, aburrido.

—¿No las pedimos a domicilio? —Le echo un vistazo con el ceño fruncido. Él hace una mueca que, en definitiva, deja a relucir lo fastidiado que está por pasar una noche de viernes así. Preferiría estar de fiesta o con una bonita chica. No con sus amigos los aburridos.

Vaya amigo, lo juzgo en mis pensamientos. Le lanzo un puntapié en la espinilla solo porque sé que, a la primera oportunidad, nos dejaría.

—¿Por qué me pateas? —me reclama. Luego resopla—. Eres rara. Quiero hacer algo, Ana. No quiero quedarme aquí a ver como Sandler se pedorrea y Lu se parte de la risa.

—Uno diría que sería al revés. —Enarco una ceja.

—¿Por qué? ¿Porque soy hombre y me deberían dar risa los pedos?

Me rio por el tono más aguda que emplea cada vez que se ofende. Asiento con la cabeza y él me da un codazo.

—Eso es sexista, ¿o no?

—Me da igual. Este no es mi día. Déjame ofenderte un poco.

—Ya es de noche, aguanta. Vamos por las pizzas.

Y vamos por las pizzas. Quince minutos después, cruzamos las puertas de la pizzería. Alec se acerca al mostrador y pide una de pepperoni con pimientos y carne, y otra con solo champiñones y pimientos. Aunque son para dos distintos grupos de pizzadictos, yo me zamparé de los dos bandos.

Mientras esperamos la orden, nos sentamos en una mesa, a la espera de que se haga más de noche y nos caiga mal la comida al día siguiente. Cosa de adultos. Alec nos trae unos batidos y, cuando se sienta, me lanza una mirada de «tenemos algo pendiente de lo que hablar». Yo me refugio detrás de mi batido para evitar la conversación.

—Anita, la huerfanita —murmura, con los ojos entrecerrados.

—Qué chiste el tuyo. —Volteo la cabeza hacia un lado para que sepa que lo ignoraré si continúa así—. No quiero hablar, Alec. En serio. Es una tontería.

—Disculpa por decirlo, pero tu madre que es una tontería. Ella y todo lo que dice.

—Estoy bien —miento, sin poder evitar soltar un suspiro que suena casi dramático. No debí enviar nada—. Lo olvidaré y estaré mejor.

Sé bien que no lo convencí. No deja de mirarme con esos ojos marrones y penetrantes suyos que me hacen estremecer... de miedo. Siento que es capaz de leerme el pensamiento. Estoy al 1000% segura de ello.

Desvío la mirada, por si acaso.

—¿Has pensado en lo de la carrera? —pregunta. Puede que quiera cambiar de tema, pero todavía estamos dentro de este mismo.

Tomo otro sorbo del batido. Más allá, una figurita de cabellos dorados salta emocionada. Se me hace conocida.

La carrera... Maldita sea.

Nunca he sabido con exactitud a lo que me gustaría dedicarme el resto de mi vida. Tuve opciones, pero cada una la fui descartando por miedo a no ser suficiente. En algunos momentos llegué a pensar que quería ser esto o esto otro, pero luego reflexioné sobre los inconvenientes y me olvidé. No soy buena en matemáticas y menos en química, apenas dibujo dos líneas que tengan sentido, me distraigo con una facilidad única y me cuesta concentrarme en ocasiones, y procrastino. Procrastino mucho...

Ya es difícil tener dieciocho años y no saber lo que quieres estudiar. Se supone que, al año siguiente de graduarte de la preparatoria, debes entrar directo a la universidad. Se supone... No obstante, yo no tengo dieciocho. Yo tengo veinticuatro años y, al parecer, soy una adulta fracasada que ya perdió el rumbo de su vida y no tiene retorno.

Hace un año quise estudiar una carrera o alguna materia que tuviera que ver con la escritura. ¿Qué pasó? Pues sobrepensé tanto que, al final, parecía que solo perdería mi tiempo y dinero. Aunque es una opción que todavía tengo en cuenta, temo mucho equivocarme. Más porque cometí el error de no guardarme bien las cosas para mí misma y Paula lo descubrió.

—¿Crees en serio que escribir estupideces te traerá algún éxito en la vida? —me gritó en la sala de la casa—. ¿Estás loca? ¿Eh? ¿Es eso? ¿Quién te ha metido en la cabeza esas tonterías? Escribir. Sí, ya lo creo. ¿Quién te crees que eres? La... —sacudió la mano, como si eso la fuera a ayudar a recordar—... La que escribió sobre ese niño de anteojos, cicatriz y varita. No recuerdo el nombre. Pero no lo eres. Nunca lo serás. Nunca serás reconocida por nada. Entiende. Vivirás en la indigencia. Ni un billete verás frente a tus ojos.

Si ya tenía bastantes dudas, sus palabras lograron meterme todavía más incertidumbre. No creo que me vuelva súper famosa ni mucho menos, pero ¿qué daño haría intentarlo? ¿Qué daño me haría tan siquiera tomar una clase o escribir en mis ratos libres?

—Ana —me llama Alec. Sacudo la cabeza y dirijo mi atención hacia él—. Está bien —se rinde. Alza las palmas de sus manos, gesto que da por finalizado el tema—. Olvidémonos de esto.

Dejo caer la cabeza hacia atrás.

—Alec, la vida es una perra.

Él se ríe y asiente.

—Lo es, Ana. Pero debes vivirla lo mejor posible. Arriésgate. —Se termina su batido de un solo sorbo—. Qué más. Solo disfruta y no te frustres más.

—Es difícil —admito—. Veinticuatro años.

—Tenemos la misma edad —me recuerda con un tono aún más ofendido que el que usó antes—. Tampoco me ves a mí cosechando muchos éxitos, ¿verdad? Somos adultos, sí, pero recién aprendemos a serlo. Para de pensar, por favor. Comienzo a ver cómo te sale humo de las orejas.

Pongo los ojos en blanco, aunque sonrío cuando me jala del lóbulo de la oreja para hacerme entrar en razón y que deje de pensar. Cuando trato de esquivarlo, la sonrisa se me borra al reparar en la niña de la cabellera dorada. Viene acompañada por un chico alto y con una sudadera una talla más grande que él.

Fran y Esther.

Vaya, qué pequeña es esta ciudad. De verdad que muy pequeña.

Nuestras pizzas llegan y, en cuanto nos las entregan, me apresuro a poner a prueba los métodos de fuga de las películas. No creo que me reconozcan, pero tampoco quiero lidiar con la clientela o con la niña que hace un escándalo.

Otros quince minutos después, pizzas listas, refrescos y una nueva película de comedia. Espero que las penas se resuelvan así, porque no tengo ningún otro método.  



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