Cᥲρίtᥙᥣo 1
Es un lugar de ensueño, ¿saben? Es uno de esos lugares que es bonito, deslumbrante y con una estética tan reconfortante que parece que solo puede vivir en Pinterest. Lo miras y piensas: «Caray, esto es tan perfecto que seguro debe de ser un set montado para una sesión fotográfica. Nada en esta vida luce así de bonito».
¡Error! Sí existe, y es el lugar donde trabajo, consumo carbohidratos, escribo y me inspiro: Libellus.
Es un edificio viejo pero resistente. Tiene un aire acogedor de cabaña, con un toque rústico y hogareño. Aunque aquí, en los países bajos, no es para nada típico tener chimenea, ¡este lugar la tiene! Porque lo que sí es típico es el frío que te estremece hasta los huesos. Libellus es una librería, una cafetería y un lugar de estudio o escapatoria. Llegamos a hacer actividades para cualquier edad y hasta tenemos ciertas conexiones con editoriales que nos envían libros inéditos para presentarlos. Incluso hemos tenido el honor de realizar firmas de libros.
¡Son asombrosas!
La primera vez no vino mucha gente, y menos aún compraron. Sin embargo, en las siguientes presentaciones, con autores más conocidos (que además hicieron promoción del local en sus redes sociales), el lugar se llenó de gente, y las cajas estaban a reventar de dinero. Todavía recuerdo esa semana como una auténtica locura. Y estresante, sí. Son muy emocionantes, pero el estrés solo te lo quita el bono navideño.
Esa es la parte buena. La razón por la que me levanto con ganas de ir a trabajar todos los días (no el estrés, ese no).
La parte mala es el dolor de espalda por cargar cosas pesadas, limpiar el polvo, hacer inventarios, realizar llamadas, levantarme temprano y salir un poco más tarde de lo que alguien con mi sueldo debería. Pero, eh, al menos, muy de vez en cuando, me dejan llevarme libros gratis. En especial si estos contienen algún tipo de error evidente. Me he propuesto la meta de tener una colección completa de esos libros defectuosos.
¿Quién sabe? Quizá algún día valgan algo (frase que siempre me repito).
Al menos son gratis (frase que también me repito para consolarme).
Lo que no imaginé al trabajar en una librería es que pasaría la mayor parte del tiempo sirviendo café y bocadillos. En ocasiones me siento honrada, ya que toda mi vida me he asegurado de que mi comida sea servida en perfectas condiciones higiénicas (aun así, más de una ocasión terminé en urgencias), me puedo asegurar de que esta gente se lleve a la boca comida limpia y con la fecha sin caducar.
No soy muy conversadora (a diferencia de Tania, quien es una sociable de primera y se la pasa de chisme en chisme de forma encantadora, según ella), parece que le agrado a las personas de por aquí. Eso también contribuye a que me guste mi trabajo.
—Ana, es hora de que tome mi turno. Ahueca el ala y lárgate a comer —me dice Tania mientras me da un empujón con su cadera. Sonríe cuando me ve fruncir el ceño—. Anda, que quiero leer el siguiente capítulo. —Alza un dedo y me lanza su mirada amenazante—. Más te vale que actualices esta semana.
Pongo los ojos en blanco, sin dejar de fruncir el ceño ni de sonreír. Tres cosas a la vez que ella logra en mí.
—Eso pasará si tengo la suficiente inspiración.
—Tienes que hacerlo. Andrew y Logan se han vuelto bien ternuritas. —Sus ojos adquieren ese brillo juguetón que suele tener cuando menciona sus nombres—. Quiero saber qué les depara la vida... —Guarda silencio, enarca una ceja y me mira desde debajo de sus lentes para cocinar (de otra forma no sería capaz de ver lo que pone de ingredientes)—. O, mejor dicho, qué les deparas tú. —Me apunta con el dedo acusador—. Con que sea algo malo y le digo a mi abuela que te corra de una buena vez.
—En todo caso, no sabrás si hay segundo libro —le advierto, con un tono falso de indiferencia.
Ella suelta un gritito y sus brazos me apresan con emoción.
—¡¿Hay segundo libro?! —Me zarandea.
—Pues no. —Me rio mientras ella se aparta. Casi puedo sentir como sus ojos entrecerrados me ahorcan. Por poco se le caen los lentes—. Pero, si lo hubiera (y no digo que así sea), no podría escribirlo porque no tendría para pagar el internet, ni para tener un techo sobre mi cabeza o para comer y no morir de hambre.
Ella hace un gesto despectivo con la mano, su forma de decirme que soy una dramática, porque vivo con mis mejores amigos y ellos no me dejarían morir de hambre. Mucho menos Mary, que nos utiliza como conejillos de india para probar sus sabrosos experimentos.
—Tampoco es que ganes mucho por aquí —comenta Leo, que barre hacía nuestra dirección como si quisiera arrojarnos la basura encima.
—Gano más que tú, y lo suficiente para mis necesidades. —Tampoco es que tenga muchas si comparto casa, aunque no lo menciono. Todos ponemos la mitad para cada cosa y, quien no pueda, se encarga de hacer las compras o lavar la ropa. Nos la arreglamos para cooperar.
—Mentira —murmura él. Después se endereza y nos mira—. A todo esto, ¿de qué hablan?
—Cosas de chicas —responde Tania, acomodándose detrás de la caja registradora para revisar las cuentas—. No lo entenderías.
—A ver, pruébame, nena. —Leo le dedica una sonrisa que, supongo, la cree seductora, pero Tania le regresa una mueca de asco al entender el doble sentido en sus palabras.
—Menstruación.
—Me voy. —Acelera su espantosa forma de barrer y en dos segundos está fuera de nuestra vista y nosotras de sus oídos.
Me echo a reír. Increíble que algo tan típico en nosotras es como la venida de Cristo para ellos. Deben huir en cuanto escuchan la palabra. Imposible de entenderlos.
—Ve a comer y a escribir, Ana —me apremia Tania. Sacude sus manos hacia mi dirección para echarme.
Me dirijo a la mesa de todos los días. Está cerca de una ventana azul que da a una pequeña plaza llena de más locales, una escuela (que nos da bastante trabajo en época de exámenes y ciclos escolares), un diminuto museo que más bien parece el sótano de algún coleccionista tenebroso y un parque, cuyos árboles le centran muy bien a nuestro lugarcito.
Inhalo y exhalo. El aroma a café y pan crujiente me envuelven. No es el paraíso en toda ocasión, pero me logra tranquilizar cuando todo parece irse al caño.
Abro el portátil y me voy a mis archivos de Word para seguir escribiendo. Este pequeño momento me dio inspiración, aunque, para desgracia de Tania y mi futuro trabajo aquí, no es la historia que ella espera. Esa todavía tendrá que esperar un día más. En su lugar, agrego un capítulo a una historia que todavía no tiene título y menos aún un ápice de saber a dónde se dirige. Aun así, me encanta cómo quedó.
—¿Y esa sonrisa tan mona? —me pregunta Lu mientras se desplaza por el asiento frente al mío—. ¿Ya has escrito un nuevo capítulo? —Junta las palmas de sus manos y las lleva debajo de la barbilla, y hace una clase de puchero que ni en las caricaturas se plasma—. Tú no lo sabes, pero yo tengo una enfermiza obsesión con saber qué pasó con Zonra. —«Zonra» es el nombre del ship de dos de mis personajes—. ¡No puede haberse quedado en una confesión sin respuesta! ¡Necesito una respuesta! ¡Exijo mi respuesta! —Golpea la mesa con el puño para enfatizar cada palabra amenazante.
Sonrío. Ninguna de ellas me deja de amenazar cada semana o mes.
—Lo haré en cuanto tú actualices también. —Increíble que ella me reclame cuando lleva mucho más tiempo sin escribir que yo. Una desfachatez total por su parte. Me debería de indignar.
De reojo la veo poner los ojos en blanco como yo con Tania.
—Dame tiempo y lo haré. Ya los tengo escritos. Después te los paso para que les des una leída y me des tu opinión. Todavía me faltan unos detalles por corregir. Ya lo verás.
—Pues, cuando yo lo vea, tú también.
Lu se endereza de su asiento y me planta un golpecito en medio de la frente con sus nudillos. Suelto un quejido envuelto en una sonrisa; ella también sonríe. Es un trato justo y lo sabe.
No es que todos sepan que escribo. Mi pasatiempo e identidad secreta solo las conocen mis amigos más cercanos y algunos familiares. Soy más bien anónima. Lu, en cambio, no. Es bastante guapa y eso la ayuda a crecer en seguidores y hacerse notar como escritora.
Lo bueno de tener amigas guapas y caritativas, es que te hacen promoción gratis para que tú no tengas que pasar vergüenza por internet. No se me dan tan bien las cámaras y estoy segura de que no les agrado a estas, ya que en cada toma hacen lo posible por agrandar mis defectos y no el número de mis vistas.
—Lu, ¿qué haces ahí sentada? Ven acá, que se te necesita —le grita la señorita García, tía de Tania e hija de la dueña del local.
La llamamos «señorita» porque, en palabras de ella, al nunca haber contraído matrimonio o estado con un hombre, sigue siendo una señorita. La señorita García es conocida por usar un moño bien apretado cada día del año. A veces bromeamos con que utiliza así su cabello cobrizo para que la cara se le estire y no se le noten las arrugas. También lleva una falda de tubo y una camisa gris con figuras de rombos. Es el cliché de bibliotecaria andante.
—Bueno, bueno. —Lu suspira. Se le puede ver el cansancio en sus parpados caídos—. Te veo en casa. Mi turno se alargó una hora más. No me esperes.
—¿Segura? —Le doy un sorbo a mi café—. No me molestaría esperar una hora más.
—Pues como quieras, pero luego no quiero quejas.
—No tengo nada más que hacer. —Me encojo de hombros y me llevo a la boca un pan de dulce que después me arrepentiré de haber probado. Directo a mis muslos que, ya de por sí, abarcan una buena parte del asiento.
—Sí que tienes —replica mientras se levanta y va con la señorita García.
Me pongo manos a la obra. Escribo otras dos mil palabras sin darme cuenta y termino mi comida baja en calorías allá en la luna. Antes de que se acabe mi descanso, guardo como loca el capítulo, porque memoria y paciencia no tengo y no me apetece perder todo lo que progresé. Después acomodo el portátil dentro de mi mochila para llevarla a un lugar seguro y que no me la roben.
Creo que es necesario aclarar que mis cosas las cuido con mi vida. No confío en nadie para salvaguardarlas. Y eso, por desgracia, no me excepta a mí. Aquí la prueba: cuando me pongo en pie y doy unos cuantos pasos, termino por tropezar contra un chico que lleva de la mano a una pequeña niña de rizos dorados. Si no fuera porque me aferro a las correas de la mochila, se me habría caído. Por eso no confío ni siquiera en mí.
Bajo la mirada hacia esa melena dorada para comprobar que no pisé a nadie. La niña parece una muñequita de carne y hueso, con sus ojos de un color lapislázuli. Casi me derrite el corazón, pero entonces abre la boca para soltar gritos enfurruñados. No parece que la haya pisado ni nada por el estilo, solo molestado.
Retrocedo. Debo recordarme que los niños solo son lindos en las fotos para vender disfrazases y hacerte gastar dinero que no tienes, porque ya lo has gastado en esos disfraces.
—Lo siento —digo, apresurada. Agarro más fuerte la mochila para evitar que se me resbale. Con el susto me han empezado a sudar las palmas de las manos.
El chico sonríe y dos hoyuelos se le forman en las mejillas. Deben ser nuevos por aquí. Estoy segura de que jamás olvidaría unos ojos tan brillantes y oscuros como esos.
—Discúlpame a mí que no me fijé. Buscamos el área de niños. Por casualidad, ¿sabrás dónde está? Somos nuevos.
¡Lo sabía!
Señalo con la mano una pequeña área destinada a los niños, muy colorida y dinámica. La niñita dorada, en cuanto la nota, empieza a dar saltitos de alegría. Se vuelve hacia el chico y tira de él.
—Gracias —grita mientras es arrastrado por una niña como de seis años.
Meneo la cabeza, casi cautivada. Lo que es estar a cargo de una personita tan pequeña. Supongo que eso es lo que sentimos con Ibeth, ya que la chica mide como un metro con cincuenta centímetros. Bueno, quizá no sea buena idea meterme con su estatura, ya que yo la secundo.
Una vez guardo mi mochila, me dirijo hacia Tania, dispuesta a llenarle de pequeños adelantos de la nueva historia que tengo pensada. Aunque ya sé que no le hará ni pizca de gracia no tener nada nuevo de La Avenida de los Rompecorazones. Me planto delante de ella y, con mi mejor sonrisa atrayendo su atención, consigo que me pregunte qué me traigo entre manos. Comienzo a parlotear hasta que noto que su enfado se mezcla con la curiosidad de saber más, y mi tiempo de descanso se termina.
Tania me hace un espacio detrás del mostrador, sin dejar de quejarse porque lo más interesante que le ha pasado durante el día, es que le cuente sobre mis cosas inventadas pero bonitas, según sus palabras.
—Te lo juro, necesito volver a las citas lo antes posible —dice, cruzada de brazos—. Ando muy sola. No he besado a nadie en dos meses. Quiero a alguien que me apapache. Que me diga que me quiere y que... Oye, oye, ¿qué tal ese?
Sigo su mirada que se queda clavada en el chico con el que me había tropezado. La niña sujeta un montoncito de libros entre las manos. Está contenta, algo inusual en niños de su edad, a los que, en su mayoría, obligan a venir aquí. El chico le pide los libros para colocarlos encima del mostrador.
—Oh, hola —me saluda y me dedica una sonrisa de cortesía. Y vaya, qué bonita voz tiene—. Encontramos el área de niños y esta hermosa jovencita escogió sus libros ideales. —Señaló con la barbilla a la niña.
—Ideales, sí, sí —repite ella. Tiene los ojos puestos en el collar de perlas que lleva alrededor del cuello. Se parece al de Marge Simpson.
—Hola —responde Tania, sin reparar en la niña que está ansiosa por irse—. ¡Sean bienvenidos a Libellus! La cafetería donde encontrarán un cómodo asiento para tomar su bebida favorita o degustar su postre favorito. Además de ser una hermosa librería donde encontrarán un buen libro para relajarse o llorar porque su personaje favorito ha muerto. ¿Cierto, Ana?
Frunzo el ceño. ¿Me habrá querido decir algo?
Los tres miramos a mi compañera. Su sonrisa se extiende más de lo que creía posible. Se parece al Grinch. Además, ¿de dónde habrá sacado ese eslogan? Se lo habrá robado de alguna parte, eso seguro. Aquí con trabajo recordamos como nos llamamos entre nosotros.
—Gracias. —Las mejillas del chico se colorean de un rojo suave.
—Me alegro de que hayan encontrado sus libros ideales. —Tecleo en la computadora los precios.
—¡Ya quiero leerlos! ¡Vamos, rápido! —exige la niña, sin dejar de retorcerse bajo el agarre del chico con una paciencia de admirar.
—Tranquila, Esther —la tranquiliza él a la vez que nos ofrece una mirada de disculpa—. Está en la edad.
Tania abre la boca para decir algo, pero en eso llega Nico, nuestro otro compañero, y la arrastra al otro lado del mostrador para que atienda la parte de los postres.
—Está bien. —Mientras espero que la computadora registre la compra, me hago de uno de los cuentos coloridos y lleno de dibujos de animales—. Por cierto, no es por alardear, pero conozco a la autora de estos preciosos cuentos.
—¿En serio? —Los ojos azules de la niña se abren con un brillo—. ¿La conoces?
—Así es. Se llama Susana Rodríguez. Hace dos años estuvo aquí para presentar sus libros y firmarlos. Fuimos la primera librería donde se presentó y fue un muy bonito evento.
No puedo evitar alardear, esto atrae a los clientes.
—Quiero conocerla —pide la niña, agarrándose de las esquinas del mostrador para levantarse unos centímetros más y mirarme—. ¿Puedo conocerla? Quiero que me lea uno de sus cuentos, por fa.
El chico me paga, y con cuidado acomodo los libros dentro de una bolsa de papel decorada con un dibujo: dos libélulas posadas sobre un montón de libros. A un lado, un café humeante y un plato con un pan dulce. En el centro, estampado con elegante tipografía, destaca el nombre del lugar: Libellus.
—Por allí me dijeron que tiene pensado escribir otro cuento y, quizá, haga otro evento para presentarlo. Podrías venir.
—¡Sí! —Da brincos y aprieta la bolsa de papel contra su pecho—. ¡Fran, Fran! ¿Podemos venir?
—Ya sabes que sí, pulgarcita. —El chico llamado Fran le da unos golpecitos en la nariz con la punta del dedo y se vuelve hacía mí—. Supongo que vendré más seguido para estar al tanto. —Sus ojos vuelan de una esquina a otra. Le echa un vistazo a las bebidas y a los postres—. Se ve bastante acogedor.
—Lo es. —Luego arrugo el ceño—. A menos de que estemos en época de exámenes, cuando se llena de pobres almas en desgracia. O cuando entra un nuevo ciclo escolar, ahí las pobres almas en desgracia pasan a ser los padres y sus bolsillos.
El chico (Fran) sonríe con un brillo que no logro concebir. Es como si toda la bondad del mundo estuviera atrapada en esos ojos café oscuro. Me sorprendería si llegase a matar una mosca y no se pusiera a llorar por la culpa.
—Parece un sitio perfecto para descansar, leer una buena historia y contemplar el atardecer —dice.
No distingo si lo que piensa va en serio o si solo recita algo que vio en Tumblr. Parece un diálogo sacado de una de esas novelas románticas que tanto leen Tania e Ibeth.
Está bien, está bien. No digo que no haya gente que diga eso en voz alta. Solo digo que, usualmente, vienen aquí para comprar libros escolares, cuentos para niños, libros de autoayuda o recetarios. En una que otra ocasión vienen a buscar algo de ciencias o poemarios. En los últimos meses, para la suerte de este local que parecía que no llegaría a nada, más jóvenes comenzaron a explorar géneros literarios diferentes y se llevan libros de fantasía, romance, terror o ficción histórica. Un cambio que es muy de mi agrado.
Me gusta ver cómo la gente se atreve a leer historias largas y llenas de suspense, fuera de lo común y lo ordinario. Historias creadas por una mente capaz de vagar de un mundo en otro. Capaz de imaginar escenarios y cientos de situaciones que te hacen vivirlo a través de sus páginas y sus letras. Que te llenan de emociones y tanto te arrancan de la realidad como te muestran tal cual es.
Es fascinante.
—Algunas madres vienen a esperar a sus hijos. Aunque, en realidad, se la pasan observando al hombre que trabaja en la fontanería —reflexiono, y se me escapa una risita—. Siento que todavía falta que se les enseñe a los niños a amar un buen libro. Hay personas que ni siquiera son capaces de retener la concentración en libros de cien páginas. ¿Te lo puedes creer? ¡Cien páginas!
—Me lo creo, conozco a varias personas que son así. —En un tono más bajo, añade—: Fui uno de ellos. Pero —se encoge de hombros— nunca se sabe cuándo encontrarás ese libro que te haga descubrir esta pasión tan cara. —Señala con la barbilla a la niña y sus compras.
Asiento. Él ha gastado ciento y veinte, pero los libros de más de cien páginas valen el doble o el triple. Algunos llegan a superar los novecientos pesos. Es un gusto caro, a decir verdad. Más que gusto, se podría decir que es un privilegio. Ni siquiera yo tengo esa cantidad de dinero para comprar un solo libro.
—La felicidad cuesta..., y mucho —agrego.
Esther vuelve a jalar de Fran, quien la termina por cargar en brazos, aunque ella protesta y por poco lo golpea en la cara con la bolsa. Él se retira justo a tiempo.
—Ya nos vamos, Esther. Niña inquieta. Nos vemos. —Se despide con un gesto de mano que correspondo de inmediato—. Por cierto —echa un vistazo sobre su hombro hacia mi dirección—, soy Francisco, pero ya que vendré seguido, puedes agarrar confianza y llamarme Fran.
—Un gusto, Fran. —Los miro alejarse mientras me pregunto qué se sentirá tener un rostro eternamente sonrojado.
—Guao... —El suspiro de Tania choca contra mi cara. Sacudo la mano para alejar su aliento a cebollas caramelizadas que tanto le gusta comer—. ¡Qué chico tan lindo! ¿Cómo dijo que se llamaba? —Me sacude por los hombros, con una mirada demoniaca que me da miedo.
La empujo fuera de mi espacio personal y me aliso la camisa que acaba de arrugar.
—Francisco. Puede que lo veas a menudo.
—Francisco... —repite con una voz aguda, con el codo recargado en el mostrador y la barbilla sobre sus nudillos. La muchacha ya se ilusionó—. Qué lindo. ¿Será extranjero? Tiene cara de no ser de estos barrios.
—¿Pues qué clase de cara tenemos los que vivimos en estos barrios? —pregunta Nico a su lado, con su usual tono de enfado. Algo más eterno que esas mejillas sonrojadas: el ceño fruncido de Nico—. ¿Quieres decir que nosotros somos feos o qué?
Tania pone los ojos en blanco mientras se endereza.
—Pues no, pero ya sabes. —Enarca una ceja y cruza los brazos sobre su pecho—. Me gustan los chicos distintos. Todavía espero que el amor de mi vida, de ojos azules, cabello rubio, piel dorada, mandíbula cuadrada, entre por esa puerta y me proponga matrimonio con una declaración de amor que no daría lugar a réplicas. —Su dedo apunta hacia la entrada y su mirada se pierde, como si pudiera ver con claridad a su ser amado atravesando esa puerta para declararle su amor eterno.
Nico y yo compartimos una mirada, acto seguido, con la palma de la mano, le damos un leve golpe en la cabeza a la chica disociativa. Ella suelta un gruñido casi salvaje.
—Quieres a un extranjero sin siquiera mover un dedo —le increpa Nico—. A ver, ¿tú qué le ofrecerías?
—Mi hermosa actitud y caderas. —Señala su cuerpo con las manos—. Soy exótica también, bombón. Solo un tonto no aprovecharía tener una cita conmigo.
No puedo más. Dejo que la carcajada me condene. Un segundo después, me froto el golpe que me ha dado Tania, pero ni eso me borra la sonrisa.
—No quiero a un extranjero cualquiera —afirma Tania mientras finge sacudir las estanterías detrás de nosotros. Nico se gira para presenciar la siguiente tontería que esté por hacer. La última vez por poco tiró todos los buñuelos que hicimos en doce horas—. Quiero a alguien parecido a ese tal Francisco, y con ese mismo aire de Nick Nelson, pero con la ternura de Charlie Spring. Oh, y que tenga los muslos y sonrisa de Henry Cavill. No me importaría que tenga el cabello como el de Chris Hemsworth. O que sea Chris Hemsworth. Me encantaría que fuese Chris Hemsworth.
De esto no me puedo reír. Me limito a parpadear. Esta chica está loca.
—Tania, mejor vuélvete drogadicta, porque con esos gustitos tuyos, solo obtendrás un hombre de ese tipo con base a alucinaciones. —Nico se gira para atender a los clientes en su parte del mostrador.
Cuando estoy por comentarle que ha sido bastante grosero (por mucho que Tania exagere), una notificación me detiene. El corazón se me acelera al verla. Un mensaje.
Por poco pierdo el equilibrio.
No puede ser posible.
Nota de autora:
¿Y bien...? ¿Qué tal este primer capítulo de esta nueva historia? c: ¿Les ha gustado o intrigado? Espero que les guste. <3
Y sí, amo a Fran, bye.
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