¿Adiós Roma?
Oseías
Me tomo un momento en el que todo desaparece a nuestro alrededor y observo a Roma con la distancia que nos permiten. No hizo falta que le dijera absolutamente nada, ella es testigo de cuánto la quise, y de todo lo que podría haber hecho por ella.
—Si quieres decirle algo. —Dice el mayor— Hazlo. Pero si lo haces le restaré números, y tan solo le daré cinco para correr.
Miro con detención las manos de Roma que se abrazan así misma. Nadie la ha pasado bien aquí, y soy testigo de que ahora mi madre tampoco, un mes ha sido demasiado para todos.
Roma alza sus ojos un poco y da un paso adelante, estamos frente a frente, con aquel maldito sentimiento que se retuerce bajo el fuego, mis labios se curvan y sienten peso, decepción y un poco de melancolía. En sus ojos hay humedad, pero también hay mucho temor. Mi corazón está latiendo, pero si pudiera el viento venir y tirarlo, lo haría. Miles de recuerdos se me escapan en una mano que alzo para acariciar con el pulgar una de sus mejillas.
—Que lastima roma... ya nada puedo hacer... —Le digo apenado.
Roma solloza con pesar y asiente con gran dolor cerrando sus ojos, dejando caer un poco sus rizos sobre su rostro.
—Creo que, es momento de asumir que no nos llevamos bien... no nos hacemos bien... como dicen, nuestro amor no se lleva bien.
—Cinco minutos entonces. —Dice el mayor tomando a Roma por el hombro y haciéndola retroceder— Vete de aquí Sacerdote, y nunca más vuelvas a tratar de acercarte a estas dos, cinco minutos no son suficientes y no me place desperdiciar material.
Observo a la señora Fernández, y la abrazo dejando a Kaleb a un lado. No volvería a verla jamás, pero juro que este abrazo reúne características que nunca podré olvidar. No pude hacer nada más por ella, a quien más siento.
—Tengo tantas ganas de decirte que, al final de todo, estoy feliz de saber que eres mi madre. Y que no importa desde dónde o de quién vengo, porque solo importa que me buscaste, y me encontraste...
—Mi pequeño... —Ella acaricia mi rostro y besa mi frente— Mi vida se ha completado tan solo con tocarte una vez más...
Me pongo de pié tras ver la cara del hombre que exigua que me fuera y tomando a Kaleb les doy un último vistazo.
Roma está deshecha mirándonos marchar, pero Kaleb no la abraza, es su decisión y frente a eso nada puedo hacer. Yo y el niño nos limitamos a caminar a la salida escoltado por dos hombres que me llevan con la ametralladora en la espalda.
Cierro los ojos y tras ser literalmente expulsado en un lugar extraño, me percato de que estamos en Marruecos, en algún lugar de este gran laberinto. Me paso horas caminando sin sentido, todos hablan extraño, y Kaleb comienza a decaer, varias veces en el camino se sienta y respira agitado, Otras cuantas me dice que siente debilidad, seguro que sí, este encierro nos hizo bajar de peso y esforzarnos hasta quedar sin fuerzas.
Me detengo frente a un restaurante donde pido ayuda como puedo, mi hijo se está desvaneciendo en mis brazos y parecen entenderlo.
Han pasado largas horas en las que lo veo dormir en una casa ajena en la que nos han prestado abrigo por la noche, han descubierto que le ha picado un alacrán en un tobillo y de no ser por estas personas que saben de antemano tratar aquello, Kaleb podría haber muerto.
—Se le pasará. —Asegura una mujer joven de velo verde enrollado en su cabello y boca— Usted es el Obispo que expulsaron de Roma, lo reconozco, por eso le hablo en español. Sé que usted viajó desde Chile, y que hoy es libre de la guerrilla... ¿Cómo lo hizo?
Veo a la joven y asiento a lo que dice.
—Agradezco que alguien al menos hable conmigo ahora. Todo el mundo me ve como un enemigo mortal al cual hay que humillar...
—Nada de eso, alá no nos permite dejar al desamparado a su suerte. Soy Agatha, y yo vengo desde República Dominicana, la familia de mi padre es de este país, y ciertamente aquí crecí toda mi adolescencia.
—Mucho gusto Agatha. —Le digo sin tocarla, me he percatado durante estas horas que aquí a las mujeres no debemos de saludarlas de beso o tocando sus manos directamente— Con respecto a tu pregunta, ni yo sé bien cómo es que estoy vivo, debería haberme quedado...
— ¿Usted prefiere quedarse allá? ¿Con qué clase de coco le dieron? Habría que estar demente para querer quedarse allá. —Asegura con sus ojos bien abiertos— Lo extraño es que vinieran a situarse aquí, pensé que jamás llegarían a nuestras tierras.
— ¿Por qué? —Pregunto confirmando la temperatura en la frente de Kaleb— Aun tiene fiebre.
—Porque esos tipos son nómades, graban sus videos en todos los lugares del mundo, jamás están en un solo lugar o los descubrirían. Una vez, una mujer de Brasil logró salir, pero estaba en los huesos, imagino que su familia debió pagar muchísimo dinero, Alá me libre como lo libró a usted.
Giro la mirada a la mujer y me fijo que lleva varias cadenas de oro encima y comienzo a pensar en cómo volver a Chile con Kaleb... necesitaría dinero.
— ¿Las vendes?
— ¿Las cadenas? —Niega— Son obsequios de mi prometido al que no conozco.
— ¿Te casarás con alguien que no conoces? —Indago extrañado— Por favor, necesito que me ayudes a volver a mi país, nadie lo entiende aquí...
—Pero si quieres volver tendrás que trabajar por el oro, no puedo robar para ti —Comenta apenada— Aunque si te parece puedo ayudarte a contactar a tu familia con el teléfono de casa... si tú tienes el número podemos intentar.
—Sí, eso, ¡Eso me vendría de anillo al dedo!
—Entonces sígueme, no hagas ruido porque todos duermen y si me ven que estuve aquí a solas contigo me ponen de cabeza.
Sigo a la mujer de acaso unos quince años, y digo mujer porque aquí toda chica a la que le baja la menstruación pasa a serlo. Y cuando se detiene me estira el teléfono con algo de temor.
—Vigilaré que nadie venga.
Agradecido le hago una leve reverencia y ella me empuja un poco.
—No te pases. No me agradezcas así. —Se mofa vigilando.
Cuando estoy frente al teléfono me bloqueo y no recuerdo ningún número excepto el de la iglesia de Chile en Quilpué, y ni modo, no estoy para pensar en nada. Marco hasta allí y pido ayuda, les digo todo y dónde estoy.
—Avisarán a mi familia dónde estoy, y me enviarán dinero para irme—Murmuro— Gracias Agatha.
Las luces se encienden en el pasillo contiguo y ella se asusta en demasía y me tira debajo de la mesa que está a un lado del sofá.
En su idioma, debate con un hombre mayor que creo es su padre, pero enseguida la sube desde el brazo al segundo piso, ha de haber pensado que venía a hurtadillas a verme. Cuando suben yo me largo hasta llegar donde Kaleb.
Esta noche intento dormir a su lado, pero me es imposible dejar de pensar en el frío que existe afuera, y en los cuerpos de todos aquellos rehenes que acompañan a Roma, y a mi madre...
Miriam
La hermana Perla me ha alertado de Oseías mientras todos esperamos sentados en aquella casa en que ocurrió todo. Aquel chico de ojos azules y cabello rubio que se llama Artemis, no ha dejado de mirarme extraño, como si me tratase de una cucaracha.
— ¿Qué me ves?, ¡Deberías estar feliz de que Oseías esté bien! Dios me ha escuchado...
—Es que... nunca vi una monja con tacones. —Comenta con diversión
Yo giro la mirada con hastío y me muerdo la lengua para no contestarle. Que desagradable es.
—Que felicidad... —Murmura esa mujer que se llama Oriana. Sacude sus manos sobre su ropa y se pone de pié abrazando a Artemis— ¡Que felicidad que esté bien!
—Enhorabuena. —Dice el rubio acariciando el cabello de la chica— Ahora deberás abrir tu boca Oriana, no quieras mantenerte lejana, que estas cosas se presentan una sola vez en la vida.
—No, no te apures. No quiero traerle algo en que pensar, de seguro ahora que llegue a su país se dedicará a su hijo...
Mis pasos hacia la taza de té en la mesita de centro se detienen al escucharla e imagino que es lo que pasa aquí. Algo apenada termino de coger la taza y beber de su contenido. Es bien cierto que aun ahora sigo sin tener esperanzas con mi hermano, y tendré que declinar si él desea estar con esta mujer. En realidad, sería yo misma la que se lo preguntaría.
—Me retiro —Les comento a los otros dos— Tendré que viajar con mi familia hasta Chile, cuando sepa de mi hermano les diré de ustedes para que tengan contacto.
— ¡Que bellíssima mujer! —Dice Artemis que besa mis dos mejillas y me suelta— Dale un golpe de mi parte, y a Roma, cuando la veas, dile que iré por ella.
Yo asiento. No lo había pensado, pero es obvio que por la razón que sea, Oseías habría de llegar a Chile con esa horrible mujer y otra vez nos encontraríamos en la posición equivocada.
La chica Oriana me observa sin poder decir nada, tan solo alza una mano y se despide de lejos. Yo hago lo mismo, y tomando mi maleta salgo pasando el cordón de la policía. A esta hora, la noticia ya habrá dado la vuelta al globo. Pero nuestra conversación no.
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