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ACTO SEGUNDO: NORMAN II: EL JUEGO DE DOS MENTES

Al otro día, Norman y su madre estarían llegando a Trujillo, cerca de las 5:00 PM, bajando directamente en tierras huanchaqueñas; esa tarde el sol brillaba fuertemente, incluso estando cerca de ocultarse, pareciera que el "Astro Rey" les recibiera con un manto protector. A las afueras del aeropuerto esperarían los padres de Laura, su hermano y la hija de este: Lucero; aquella era la única prima que tenía Norman, pero pese a que la edad de ambos era la misma, solían llevarse mal.

Luego de una breve conversación de bienvenida entre Norman y Laura con la familia, ellos se dirigieron a la cevichería del hermano de esta; todos sentados en una mesa, todos disfrutando de una buena comida marina. Lucero fue la primera en irse, no terminó su "Arroz con Mariscos", sabiendo todos allí que aquel era su platillo favorito, simplemente se retiró, ignoró los llamados de su padre y se justificó en un "Tengo tarea" sin sustento alguno; ella se sentía incómoda con la presencia de su primo, para la muchacha norteña, el chico era un petulante y engreído capitalino más.

Aunque Norman sabía guardar correctamente las apariencias, él pudo notar por qué su prima se marchó del lugar; desde pequeño intentó cuajar con ella, pero nunca pudo establecer siquiera una conversación amigable y decente. En el camino a casa, mientras su progenitora se ponía al día con su familia nuclear, él decidió irse a la playa, pero a una zona alejada del muelle: escondido de la gente para evitar un ataque de pánico social, el peor hábito de nuestro joven protagonista.

Encima de las rocas, con los audífonos puestos, reproduciendo a "Los Outsiders", era "un alma libre" que se dejaba llevar por la brisa costera y el ritmo de una canción alternativa; un guerrero de un mundo desolador creado por Allan Poe en los últimos días de su vida, la decadencia de un hombre promiscuo e indiferente de su pantanoso destino. Mientras Norman bebía del veneno de la soledad, giró su tronco hacía la derecha, y sin que su intención sea esa, observó a una chica jugando con la arena; aunque se encontraba a unos pocos metros de él, la grave miopía que tenía —heredada de su padre— le impedía darse cuenta que tal persona era Lucero, su prima.

Volteó nuevamente su cabeza y no le dio importancia, él quería seguir disfrutando del ambiente enervante que había construido. Mientras se disponía a continuar en ese estado de "paz", Lucero se acercó a él sin que se diera cuenta del acto; al parecer también se percató de la presencia de Norman, pero la diferencia estaba en que ella sí lo reconocía.

—Deberías operarte esa vista, aprovecha que en Lima están las mejores clínicas del país —exclamó Lucero con ironía para tratar de persuadirlo—. ¿Es que acaso no me escuchas? ¡Quítate eso de la cabeza! —continuó hablándole con una expresión algo apática para luego alterarse y retirarle los audífonos.

—¿Qué pasó? ¿Espera, la chica que estaba allá eras tú? —exclamó Norman consternado.

—Aparte de ciego, idiota. Obvio que era yo— respondió Lucero con molestia—. Oye, ¿qué haces tú aquí?, deberías estar con el resto, en la casa de los abuelos —concluyó mirándolo con una expresión seria, pero más calmada.

—¿Yo? Eh... Solo quería estar solo —contestó Norman con algo de intranquilidad—. No encajaba nada allí, supuestamente vine a despejar mi mente, pero ni siquiera nos tratamos como lo que somos: primos —él realmente se mostraba vulnerable ante tal cuestión.

—Ja, ¿lo dices en serio? Tus hermanos y tú creen que son mejores que yo porque el tío Roth era alemán y porque viven en la capital. Me irrita ese ego de mierda que muestran, es vomitivo. —Lucero soltó todo lo que pensaba porque creía que era el momento idóneo para ser sincera y directa.

—Entiendo... La verdad, nunca te miré por debajo del hombro, creo que ninguno de los dos se conoce lo suficiente como para que puedas afirmar eso —respondió Norman a las declaraciones de Lucero, él realmente intentaba acercarse más a ella.

—Vaya, sí que sabes hablar, ¿no? —replicó Lucero—. Deja de decir mentiras y mejor vámonos a la casa de una vez —al darse cuenta de que en todo este tiempo presuponía el comportamiento de sus primos, ella se sintió derrotada.

Allí fue cuando la charla terminó, ellos decidieron ir caminando a la casa de sus abuelos; si bien no dijeron nada en el tiempo que transcurrió, la incomodidad que anteriormente había en la atmosfera se esfumó y trajo a la palestra un ambiente de tranquilidad; ese era el resultado de su mutua honestidad.

Ya en la casa de los abuelos, Lucero le dijo a Norman que le acompañase al patio trasero; ella quería conversar con él y darse la oportunidad de conocerlo realmente. Norman, a quién le agradó la idea, accedió sin miramientos ni quejas; sentía que esta sería la oportunidad idónea para sembrar la semilla de la amistad entre los dos. Antes de llegar, pasaron por la cocina, donde la joven sacaría hielos y una cantidad generosa de latas de cerveza; el contexto era claro: charlar de la vida hasta quedar inconscientes de la ebriedad.

Ya, en el patio, ambos se sentaron en los dos sillones de totora antiguos de sus abuelos, colocaron las cervezas al ras de la grama y empezaron a platicar. Los minutos pasaron y pronto se convirtieron en horas, aun así, una vez acababan las bebidas, traían más y seguían con la rutina. Entre lo que allí se decía, hablaron de anécdotas de la niñez, entendimiento conjunto de cómo son ellos, y, sobre todo, filosofías de vida.

—A veces visualizo el cielo y me pongo a meditar, me traslado a una dimensión paralela, repleta de paz; digamos que así huyo de la soledad —dijo Lucero con una mirada algo nostálgica, ella ya se encontraba mal—. Imagino que tú también debes de practicar algo similar, creo que en eso somos iguales. Ja, ja, ja... —concluyó para luego empezar a llorar ligeramente.

—¿Iguales...? No, somos distintos —replicó Norman mientras Lucero lo miraba sorprendida—. Cuando mi papá murió, una parte de mí se marchó con él, yo ya no volví a ser un hombre completo. Cuando tu mamá abandonó a mi tío, tú inconscientemente tomaste su lugar; tu rol solo mutó, pero tu espíritu aún permanecía en una pieza —él dijo todo eso y su prima se desmoronó, lo que guardaba en el corazón floreció; persistir con la "Pared de Cristal" era un sin sentido, pues esta acababa de resquebrajarse.

Después de la charla —que parecía interminable— ambos siguieron tomando hasta embriagarse; en esa noche no se encontraban más que ellos dos en la casa, porque sus papás y abuelos viajaron al Valle Chicama a visitar las casonas de Casa Grande, lugar donde se quedarían a dormir. Aprovechando eso, salieron a la calle agarrándose uno del otro, caminando como soldados famélicos después de una ardua y extensa guerra; las personas que los veían pasar pensaban que aquella era una pareja de jóvenes perdida en la miseria absoluta y los vicios mundanos.

Así subían más y más por las calles empinadas de la ciudad, pasando los parques y las avenidas en el proceso; ese par de primos querían —en su alcoholismo— llegar a la Catedral de la Virgen de la Candelaria, en el mirador de Huanchaco; buscaban observar el mar con la luna llena alumbrándolo: ella era la cuestión. Cuando llegaron a la cima, Lucero empezó a tener nauseas con mayor intensidad, tanto que nada del paisaje pudo contemplar, porque su cuerpo no le dejaba; era el castigo que se merecía por beber sin miramientos ni restricciones. Norman —quién no se encontraba precisamente mejor—, en su baja compresión visual del entorno, concluyó asertivamente que su prima estaría pronta a vomitar; tanto fue su asco, que no pudo evitar tirarla al suelo, él era un mezquino cuando se trataba de ese tipo de cosas.

—Gulp, sí quieres vomitar, embárrate sola en tu mierda... Gag —dijo Norman al ver a su prima queriendo vomitar—. Gag, gag... ¡Gag! —él estaba quizá peor que ella, porque sus arcadas eran cada vez más constantes.

—Maldito limeñi... ¡Buagh! —Lucero intentó contestar a lo de su primo, pero en el proceso, empezó a vomitar—. ¡Buagh! ¡Buaaaagh! —ella vomitaba a borbotones, y como estaba echada de costado, la emesis caía directamente al suelo. Ella se embarró con sus propias secreciones fusionadas con la tierra.

—¡Buagh! —él también vomitó...

Marcaba el reloj de la iglesia las 2:37 AM y los chicos dormían profundamente al costado del mirador, sin ser conscientes de lo que habían hecho; pero ya no importaban sus acciones, solo el primer recuerdo hilarante que ambos compartían; esas ocasiones en donde la felicidad no brilla por su ausencia.

Alrededor de las 5:56 AM, Norman se levantaría a miccionar, y, algo "picado" aún, se dio cuenta de la situación en la que estaba metido: "¿Cuánto es que tomamos ayer...? Dios..., tengo que apresurarme en levantarla para ir pedir un taxi. ¡Ahh, qué vergüenza, esto es repulsivo...!". Luego de terminar su berrinche, descansó el cuerpo de su prima en los hombros y la llevó cargada hasta la avenida, donde tomó el primer auto que pasó por allí; tal era su sentimiento de indecencia que no pudo esperar a que Lucero despertara totalmente, estaba desesperado por llegar a la casa y olvidarse de todo en un instante.

Cuando ellos regresaron, Norman despojó a la chica de su espaldar y la dejó reposar en el mueble, él aún no era capaz de asimilar lo que hace unas horas atrás ocurrió; nunca antes bebió tanto y menos con Lucero, a quién solía caerle mal. La resaca era insoportable, su cuerpo cansado, su cabeza con dolorosas punzadas; él solo quería dormir y desaparecer, pero no podía hacerlo. Tras estar sentado un rato, con la mirada en blanco —alrededor de veintitrés minutos sin realizar acción alguna—, decidió levantarse e ir por una botella de agua; luego bebió otra, y luego una más, así lo haría hasta acabar todas las que yacían en el refrigerador; el muchacho era literalmente "una cisterna a punto de reventar".

Pasaron un par de días de ese suceso, días donde la relación familiar entre los primos se estrechó, ya no encontrando conflictos ni asperezas entre los dos. El cumpleaños de Norman estaba pronto a suceder, solo faltaba un día para ello; el joven estaba ansioso, realmente creía que el sentimiento de felicidad inundaría su onomástico. Con Lucero, salieron a comprar alimentos para el "almuerzo de mañana", la torta y demás implementos; ella también quería llenarse de la emoción con una fiesta —cosa que en su vida era como encontrar la aguja en el pajar.

Aquella noche llegaron tarde a casa, cansados, directamente a sentarse en el mueble; Norman sacó el parlante y en su celular reprodujo una "playlist" de rock peruano a todo volumen; Lucero asumió que dicha acción era el inicio de una borrachera más, pero no pudo estar más equivocada. El joven fue al cuarto donde él se alojaba y sacó la guitarra de su funda, se acomodó en una silla y empezó a tocar al ritmo de las canciones que sonaban; trajo el hábito de músico, y sin consultarle nada a su prima, siguió con su personaje. La muchacha, que no entendía dicho comportamiento, interpretó que él simplemente estaba repleto de algarabía por su pronta celebración.

—Estoy nervioso, tan nervioso que no pude evitar hacer esto para tranquilizarme, es a lo que llaman zona de confort —Norman dijo eso después de detener la música, no quería que su prima malinterprete tal hecho y lo relacione con la locura.

—Vaya, yo cuando me encuentro así, quemo papel; supongo que cada quién usa métodos distintos para tranquilizarte, pero ciertamente lo de nosotros es una rareza. Ja, ja, ja, ja —comentó Lucero con una ligera expresión de alivio y tranquilidad—. Bueno, tú sigue con lo tuyo, yo iré a cocinar. Haré chaufa —ella quería darle un regalo adelantado a su primo.

—Gracias por la comida, intentaré tocar de la mejor forma para que la cocina parezca Sandunga en año nuevo. Ja, ja, ja, ja —contestó Norman con satisfacción tras oír de la cena que le habían ofrecido.

El joven siguió con la música y con ese concierto improvisado que se había montado en la sala de sus abuelos, Lucero, por su parte, disfrutaba del ambiente que se formó alrededor de ella; aquella escena era una hogareña y cálida que, encapsulada a los primos en la comodidad, escena que a la posteridad sería solo un viejo recuerdo de una vida mejor.

Cuando la comida se sirvió en la mesa, Norman y Lucero disfrutaron de una charla muy afable, conversaciones que eran herencia del puente que ambos habían levantado. En plena platica, Laura, su hermano y sus papás regresaron de Casa Grande; sin las manos vacías, con Pollo a la Brasa a montones —ignorando que los jóvenes ya cenaron— y con regalos para el chico, obsequios que no podía abrir aún. Una reunión familiar sin disgustos es lo que se gestó, sin conflictos, sin molestias ni incomodidades; todos con "la panza llena y el corazón contento".

Después del festín acaecido anteriormente, cada uno se dirigió a su cuarto, ninguno de los presentes quería dormirse, al menos hasta las 12:00 AM, donde las felicitaciones abundarían; todos allí deseaban ser la primera persona en decir: "¡Feliz cumpleaños!". El joven, quién también luchaba consigo mismo para no desfallecer, se dirigió al baño, abrió sus párpados con la mano y dejó caer en ellos gotas de agua; era eso o que le canten "Las Mañanitas".

Mientras él repetía el ejercicio de hombre cansado en el lavabo, el horario y el minutero marcaron media noche; efectivamente, ya era mayor de edad. El primer elogio no fue ni de Lucero ni de Laura, ni del tío ni de los abuelos, la dueña de esa dicha fue Aubrey, su hermana; ella mando un mensaje de audio en donde exclamaba a viva voz: "¡Feliz cumpleaños, tarado! ¡Tu hermana favorita te quiere mucho!", en el fondo, ese era el "eureka" que Norman más necesitaba.

Su celular vibraría unas cuantas veces más: Duncan —su hermano menor—, Nikole, Matías y demás personas le darían la enhorabuena; luego su madre y prima respectivamente, que corrieron a buscarlo para abrazarle fuertemente. Ese fue de las etapas más emotivas en la historia de Norman, de las pocas anécdotas donde excedieron las risas y la "llenura emocional"; ella era una vivencia que le daba un verdadero significado a su existencia.

El espectáculo acabó y Morfeo volvió a hacer acto de presencia, abrió su boca para luego resoplar; su aliento se expandió por todo el entorno, el sueño regresó como dueño de la realidad. La mañana llegó y con ello se dieron las preparaciones, todos ayudando, hasta el festejado participaba de aquel proyecto; Norman era el que más esfuerzo le ponía. Cuando el patio y la casa quedaron listos, los seis se reunieron en la mesa para degustar de los potajes que Laura y sus papás —con la ayuda de Lucero— cocinaron para el muchacho: Arroz con Pollo, Papa a la Huancaína y Seco de Cabrito; ello era un deleite, una oda a la comida criolla, ideal para la ocasión. En la mesa proliferó un sentimiento de familiaridad sin precedentes, todo allí eran risas, charlas anecdóticas, cháchara, algarabía y bonanza emocional; tales fueron las circunstancias, que nuestro protagonista quedó absorto de esa naturaleza; se olvidó en el proceso de la soledad.

Siguió transcurriendo el día, con el mismo abordaje, cuando la torta se puso encima de la mesa, el resto de lo que sucedería era claramente evidente. El "Happy Birthday" se cantaría al unísono; en un coro con voces de distintas tonalidades, pero con un mensaje que se podía leer entre ellas: "Feliz cumpleaños a ti". La sonrisa de Norman quedaba impregnada en cada foto, con sus abuelos, en el último recuerdo que creó junto a ellos en vida; con su prima, Lucero, con quién extinguió las malas vibras y un infantil pasado; con su mamá, la mujer más importante de su vida; con su tío, al cual estimaba y respetaba mucho; y con los cinco, en un cuadro que, en cada píxel, transmitía la dicha de estar vivo.

El sol se ocultaba y despedía a Norman, la luna reaparecía y lo volvía a ver; él, quien sucumbió a las tinieblas, se aferró fuertemente en el cuarto; todos en la sala esperan su regreso para seguir con la inacabable congratulación, tanto como para que a la casa lleguen unos amigos de Lucero, quien los invitó con el fin de que su primo disfrute sin consecuencias ni limites su cumpleaños. La muchacha apareció en la habitación y observó un chico que se retraía a la fuerza; esa ambivalencia entre beatitud y vacío era evidente en su mirada; sus ojos bebían de un patrón grisáceo que se negaba a pintarse de colores.

—Mis amigos ya llegaron, qué haces acá, llevas casi media hora desaparecido; imaginé que era estreñimiento... Ojalá hubiera sido eso —dijo Lucero después de apreciar a su primo en ese estado.

—Creerás que soy estúpido, hace tan solo un rato estaba gozando de esto, riendo y disfrutando de lo que se me preparó. Quizás extraño a mis hermanos, o a mi papá... —contestó Norman a su prima mientras se le escapaban algunas lágrimas.

—Sí pues, eres estúpido —la respuesta de su prima sorprendió a Norman, quien veía como ella se sentaba a su lado—. Ah, Norman, escucha, el tío era una persona realmente increíble, y es una pena que haya muerto alguien así de maravilloso, pero, ¿no crees que a él le gustaría ver a su hijo siendo feliz? —Lucero intentaba animar a su primo como ella siempre lo hacía con todos: siendo directa.

—Tienes razón en todo, en serio te lo digo, pero... no es justo ¿Por qué? ¿Por qué el tiempo no se detiene cuando alguien muere? Este mundo es tan cruel, da impotencia saber que, cuando uno muere, la vida de tus seres queridos seguirá estando allí, que el rumbo de ellas no cesará —respondió Norman con una clara molestia, esa que nace de la incapacidad de poder cambiar el curso de las cosas cuando nada sale como uno quiere.

—Quién sabe primo, quién sabe; dicen que solo Dios sabe. Me lo pregunté alguna vez al despertar: "¿Por qué es que el mundo no se detiene cuando tu vida se desmorona?"; la respuesta es fácil: El mundo no se detendrá por alguien que sea consciente de su existencia, alguien como yo, o como el resto de las personas. El pretender que algo como eso pueda suceder es caer en el mayor de los egoísmos — cuando Lucero le dijo esto a Norman, él ya no supo qué contestar; ella había dado en el clavo, en el hueco exacto de su corazón.

Después de esa corta conversación, Lucero terminó con un: "Apresúrate, sin ti será aburrido" para luego salir del cuarto en el que dormía Norman. El chico, quién dejó de actuar como meditabundo, miró una foto de su papá en el celular y sonrió levemente; entendió que recordarlo como el gran hombre que había sido era lo único que importaba, porque las vivencias que tiene en su memoria nunca desaparecerán. Así que decidió ir al encuentro de los demás en el patio, se despojó de ataduras emocionales, esas que mermaban su vida; en ese instante comprendió algo vital para entender al hombre y su porvenir en la sociedad: "Los momentos que quedan impresos en las mentes de las personas, independientemente de lo que se legue en ellos, nunca podrán concretarse sí no hay un sentir detrás que los impulse".

Aquella noche fue vibrante y bulliciosa, bebidas alcohólicas y comida en abundancia; música variada que expandía su potencia con cada baile dado por los chicos; nombres que quedaron grabados en la cinta cinematográfica; cuerpos que se desenvolvieron alrededor de un "prisma inquebrantable" que creía tener propiedades solemnizadoras, de carácter inocuo, propio de la virtuosidad; Norman era cautivo de una falacia existencial, del meollo de la ingenuidad.

Dejando el balneario con una profunda ignorancia, con un aprendizaje a medias, semimuerto; la idea filosófica tras el objeto de vivir: ¿Ser impertinente o llegar a la paz interna después del "Juego de dos mentes"? Cuando Norman se despidió de Lucero al día siguiente, dejó caer en el escenario las siguientes palabras: "Gracias por todo prima, ahora realmente lo entiendo, ya sé cómo es que debo de afrontar todo"; ella respondería con la misma premisa de falsa madurez: "Tú también me ayudaste mucho, sin ti quizás aún tuviera ese nefasto orgullo insano y tóxico". La mentira que se camufla en ese "hasta luego", ese que prolonga la peregrinación de nuestro protagonista; una distorsión de la realidad, una visión descontinuada.

Bueno, pongámosle pausa a lo de Norman por ahora, pasemos a narrar la historia de la hermana mayor, de Aubrey.

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