ACTO PRIMERO: NORMAN I: RENACIMIENTO
"Hola niño, yo también era como tú: introvertido, curioso, juguetón y alegre... Un día, toda esa inocencia de la infancia se desvaneció con un solo acontecimiento..., un acontecimiento que dejó mi alma maltrecha, que me obligaría a madurar rápidamente en mi inmadurez, a sentir que el mundo por algún motivo me odiaba, a presenciar como en muchas ocasiones la muerte me llamaba...; a vislumbrar como mi entorno se desmoronaba".
Así alcanzó su clímax la novela favorita de Norman: "La Casa de Damián", no era consciente de las veces que había leído aquel libro, pero cuando aquello ocurría, su rostro dibujaba una sonrisa de satisfacción; suspiró profundamente y replicó con vehemencia: "La vida es tan nefasta". Claro está que perdió la noción del tiempo, pues su reloj marcaba las 11:27 AM; su rutina era el caos absoluto en vacaciones. El chico, que amaneció en su afición de lector, pronto se dignaría a bajar, pero no por gana propia, sino que por el capricho de una mujer escandalosa.
Con prontitud se halló en la puerta, el sonido del timbre le irritaba, causaba en él amargura y desesperación. Sus sospechas pasaron a ser verdades cuando jalo el pestillo, era Aubrey, su hermana mayor. La joven, quién olía a alcohol, estaba bañada en sudor y emanaba de ella una incesante rabia y frustración. Norman pensó que sería mejor no decirle nada, si actuaba, todo acabaría en insultos hacia su persona; el hombre no estaba para "una orate", como en ocasiones le llamaba. Sin insistencia, el profeta acertó en su premonición, la endiablada chica no paró sus pies hasta encerrarse en su habitación; solo ella sabe el porqué de su enojo e indignación.
Pero la primogénita de la familia ya gozará de mayor protagonismo con el transcurrir de la historia, mejor centrémonos en Norman por ahora. Con lentitud, se improvisó un desayuno: huevos revueltos, pan de molde y batido de plátano; qué haragán era para su edad. Mientras comía, el teléfono principal vibraba y él pasaba de contestar, odiaba levantarse por "ridiculeces", prefería degustar apropiadamente su precaria alimentación. Transcurrían los segundos y la molestia del ruido agotaba su paciencia, así que, para finiquitar su leve tortura, paró con cólera y cogió el aparato; el joven exclamaría con fuerza: "¿Quién es y qué quiere?". La sorpresa que se llevó anularía toda impotencia, pues una voz conocida contestó a su interrogante: "Laura, tu madre. Quiero que vengas a recogerme del aeropuerto ¡Traje recuerditos...!"; su hijo colgó sin responderle, pensó que este día sería movidito y no se equivocaba con tal razonamiento.
Norman pidió un taxi, y mientras este arribaba, él se alistó muy por encima: un polo azul noche, unicolor; un pantalón negro azabache, de tela gruesa; y dos zapatillas a botines, oscuras, con rayas blancas en los bordes: "Un look sencillo, pero necesario", eso fue lo que él dijo. Cuando el taxista paró en su destino, halló al chico afuera, con apatía y ligeramente nervioso; aquel hombre le miró fijamente para luego preguntarle: "Buenos días, joven, ¿a dónde le llevo?". Norman, quién quería simplemente estar en su cuarto, tocando en su guitarra una canción que había escrito hace tres días, y que ahora tenía que ir por su madre al aeropuerto, le contestó: "Buenos días, señor... Lléveme al Pedro Paulet, por favor". Con eso dicho, él subió al vehículo y el hombre al volante arrancó a toda marcha. El sujeto yacía incómodo, notó un ambiente pesado, claramente aquel "pulpín" —como lo calificó en su mente— le parecía alguien extraño y desagradable; para su pesar, no podía hacer nada, esos eran los "gajes del oficio".
Entre el punto "A" y el punto "B" habían 15 minutos de recorrido, los más densos para aquel que manejaba el auto. El hombre intentó sacar tema de conversación con el muchacho, pero este era cada vez más cortante, o cómo él lo diría después, seco.
—Chico, ¿cuál es tu nombre? —preguntó el taxista con intriga.
—Me llamo Norman —contestó con rigidez y mirando por la ventana del costado.
—Qué nombre tan raro tienes. Ja, ja, ja, ja. Pero da igual, es bastante decente, ¿no? —le comentó al joven intentando ser simpático—. Seguro que muchos también creen que es curioso el mote que tienes, chico —finalizó el señor con algo de incomodidad al ver un inexpresivo rostro en su cliente.
—Me lo han dicho, sí —contestó con frivolidad—. Escuche —miró directamente el espejo delantero del vehículo—, preferiría que no conversemos, ahora no tengo ánimos para eso. Disculpe mi aptitud, espero sepa comprenderme.
El taxista —quién usó el espejo como medio para transmitir su indignación— le miró con molestia y decidió concentrarse en el volante; aquel "niño" era incorregible y no merecía que se le responda con palabras.
Los pocos minutos transcurrieron y Norman llegó al aeropuerto, él joven estaba tan absorto en sus pensamientos, que no podía evitar dudar del porqué de las cosas: "Realmente, sí existe un Dios, este da miedo ¿Qué tan infantil tiene que ser? Estoy harto de esta vida tan monótona e insustancial, padeciendo del cortejo entre el tiempo y mi vacía indisciplina. Lo detesto..."; filosofaba. El taxista, al ver que no recibía atención del adolescente, alzó ligeramente la voz para exclamar: "Norman, ¿verdad? ¿Cuánto tiempo más piensa quedarse allí sentado? ¿Este no era su destino?". Al oír esas palabras, bajó sin rechistar, él sabía perfectamente que su presencia allí molestaba.
Una hora pasó y su madre no se apersonaba "al lugar de siempre", esa intersección donde era usual el que se encuentren. El joven suspiró y miró la hora en su reloj, este marcaba la 1:09 PM: "Hahh, pero, ¿qué pasa con ella? Hoy almorzaré tarde...". Mientras Norman se quejaba entre caretos de disgusto, su madre lo vio de lejos y le gritó sin vergüenza alguna: "¡Bebé, acá estoy!", sus mejillas se pusieron rojas de enojo, fue víctima del oprobio de su progenitora mientras esta se reía juguetonamente. Así el "mal día" —al menos para Norman— había empezado, sin entusiasmo y con indiferencia.
Entonces, madre e hijo, fueron a almorzar a un restaurante cercano de tal lugar, pues "ya hacía su hambre" y aguantar hasta la vuelta a casa, para encima, empezar a cocinar, dilataba aún más el tiempo de espera. Mientras aguardaban los platillos —Lomo Saltado para Norman y Arroz a la Jardinera para Laura—, el ambiente se tornó silencioso; se hacía evidente la falta de comunicación entre progenitora y segundogénito; claramente esta es una familia disfuncional.
Empezaría una conversación muy particular, un intento de fraternidad impulsado por la madre:
—Y cuéntame, hijo, ¿cómo has estado?, hace ya cerca de cuatro meses que no nos vemos, tanto que seguro que extrañaste mucho a tu hermosa madre. Ja, ja, ja ——dijo Laura con ánimas altas.
—Lo hice, sí... —respondió Norman—. Mamá —miró directamente a su madre con algo de tristeza. Ignoró "la típica pregunta" de ella para ejecutarla él mismo—, ¿cómo has estado tú?
—Yo he estado bien...— contestó la mujer—. Hijo, ¿por qué evades mi pregunta...? —Laura pudo sentir, con un pujante pesar, como una pena habitual en ella escalaba abruptamente.
Norman volteó la mirada y prefirió no seguir dialogando con su madre, no quería mostrarle su patética expresión de soledad e insatisfacción afectiva; aunque él era consciente de que ella podía percatarse de tal lamento, pues lo conocía muy bien.
Aterrizaron los exquisitos platillos a finiquitar el hambre que les abatía, o eso es lo que se suponía, ahora, uno y otro se encontraban perdidos en "La Tierra de la Aflicción", presos del dolor del corazón. Cada bocado se sentía abrumador, cada movimiento en los cubiertos, cada acción que realizaban: era una oda a la obra de Cage, pero con el toque de Schopenhauer; una pieza musical de absoluta enajenación.
Los segundos, que al paso del tiempo se hacían minutos, chocaban fuertemente con la tranquilidad que podrían querer ambas partes en tan ásperas circunstancias; no obstante, rostros tales, de carácter ventrílocuo, impregnaban a la atmosfera de incertidumbre. Cuando Laura pagó la cuenta, el escenario tampoco es que cambiase mucho, seguía representando la misma tragedia familiar y así fue hasta regresar a su hogar; las charlas sobraban entre los dos, o, mejor dicho, "las charlas sobraban, la inconformidad no".
Ya, en la sala principal de su residencia, Norman fue mandado por su madre a llamar a sus hermanos, más que todo, porque esta les había traído almuerzo; estuvo en lo cierto al pensar que sus otros hijos no comían aún: "Cariño, ve y diles a tus hermanos que bajen, por favor". El chico, haciendo caso a lo que su progenitora le ordenaba, fue a avisarles a sus hermanos de que Laura regresó de Ankara después de cuatro meses; era habitual en la señora él no notificar de sus retornos a Perú, pues las condiciones en las que laburaba no le permitían hacerlo.
Comenzó con Duncan...
—¡Oe, mamá ya está de nuevo en la casa! ¡Baja, que creo que te trajo algunas cosas de Turquía! —exclamó Norman afuera de la habitación de su hermano menor.
El muchacho salió rápidamente de su cuarto, sin miramiento alguno y con una notable mueca de felicidad en su rostro; qué algarabía le irradió de oreja a oreja.
Prosiguió con Aubrey, el verdadero reto...
—Aubrey, ba...
—¡Tarado, sí escuché que "la bruja" está abajo! ¡No soy sorda! —exclamó la chica, interrumpiendo el mensaje de su hermano—. Más bien, ya que estás acá, ¿por qué no entras?, hay algo que tengo que contarte y eres la única persona con la que puedo hablar. No seas fregado y hazle este favor a tu hermana favorita —concluyó.
Norman estaba atento a las señales corporales de Aubrey, pudo notar su tristeza, malamente mezclada con un sentimiento de humillación; tal presión carcome las neuronas de cualquiera. El chico, tras ello, decidió entrar sin oponerse: "Esto da para rato", pensó entre fastidios y curiosidad; era preso de una convergencia inusitada de reacción y contracción.
Allí, la charla sucedería, teniendo como escenario a una habitación totalmente contraria a la de Norman; con la ropa alborotada en el armario, suelo y cestas; con la cama desordenada, sin fundas en las almohadas y sin sábanas en el colchón; con los peluches dispersados a los alrededores, así como los corazones rotos de aquellos que costearon su precio; era la desorganización en su máximo esplendor, y también la jaula de la gata: Aubrey.
—A ver, dime, ¿qué sucedió en esa fiesta que te tiene más quisquillosa de lo normal? —esbozó Norman perturbado.
—Mira, Ignacio y yo nos dirigimos en su auto a recoger a Lorena de su casa, ya sabes, la chica que conocí hace un par de semanas, cuando fui de "vaca" a Máncora con el grupito de la facultad —comenzó a contar Aubrey—. Después de eso, fuimos a la fiesta sin problemas, ya que solo faltaba mi amiga "íntima" que tenía que acompañarme. Mis ganas de destrozar a la perra de Paula se intensificaban con el paso de los minutos, y más cuando llegamos a su hogar; quería hacer añicos a esa conchesumare, quería que sufra por intentar sobajarme en la reunión de fin de año —siguió mientras se sujetaba a una fresada con fuerza.
¿Ya? —dijo Norman, incentivando a que siga con su historia—. ¿Y qué pasó luego? —concluyó su cuestión mientras le miraba con hambre farandulero.
—Ok, pasa que, en plena reunión, con muchos de los allí presentes ebrios, el tarado de Ignacio y la huevona de Paula, decidieron joderme delante de todos. Llamaron a todos para que los vean, e inmediatamente después, se besaron; fue una cagada lo que hicieron. —narró Aubrey, mientras padecía indignación. Mostraba una expresión de injusticia—. ¿Sabes qué es lo peor? —miro a su hermano mientras este le contestaba con sus gestos—, que los imbéciles a mi alrededor se rieron, ¡pero de mí! ¡Gente con un nivel mediocre se burlaba de mí!, ¡de alguien que es claramente superior a ellos! ¿¡Pero quiénes se creen...!? —concluyó Aubrey, a punto de llorar.
Norman le abrazó y no dijo nada, pues las palabras sobraban; si bien él no estaba para nada de acuerdo con el comportamiento de su hermana mayor, entendía por qué ella suele ser así y porqué le inundaba el desaire.
Mientras ello ocurría, Laura subió a buscar a sus otros hijos, dado que pensó que tardaban mucho; ella se posicionó afuera de la habitación y les llamó asertivamente: "Aubrey, debes bajar a almorzar, además, te traje un atrapasueños muy bonito. Tú también, Norman, hay algo de lo que quiero hablar contigo". En ese momento, el chico se desligó de los brazos de su hermana para ir a dónde su madre; entonces, el bullicio se desató:
—¡Yo no pienso ir! ¡No sabes lo poco que me importa que hayas llegado! —exclamó Aubrey, rechazando la orden de su madre—. Tú siempre haces lo que quieres... —dijo mientras su voz titubeaba.
—Pero Aubrey, ¿por qué siempre te comportas así... —respondió Laura, intentado reprocharle a su primogénita la conducta brusca y de rechazo que tenía hacia ella, siendo interrumpida en el acto.
—¿En serio te lo preguntas...? ¡Yo no te importo!, fue así desde que mi papá murió... ¿No te das cuenta que soy como tú?, alguien que ignora a la gente y ni se preocupa por entenderla... —replicó Aubrey con vehemencia, intentado limitar los argumentos de su madre.
—¿Crees qué quiero ignorarlos? Yo me voy al extranjero a trabajar para darles un buen nivel de vida, ¿cuándo serás consciente de ello? —contestó la madre, buscando hacer que su hija reflexione.
—¡Yo no te pedí que hicieras eso! Se puede vivir con un menor sueldo trabando acá, en Perú; esas excusas no me las trago nunca. Lo que realmente sucede es que tú no tienes responsabilidad afectiva, porque huiste de tus responsabilidades desde que él murió... —replicó la hija—. ¡Eres una cobarde que cree que solo el dinero importa! —exclamó Aubrey, ignorando las señales que Norman le hacía para que se detenga.
Mientras Norman lidiaba con el temperamento extremo de Aubrey, Laura entró a la habitación, se dirigió hacia ella y le golpeó con dos bofetadas; así la mujer descargó toda su rabia, malestar, impotencia y cansancio. Cuando la señora entró en sí otra vez, ya era demasiado tarde; el error que cometió —en su juicio— era irreparable y las disculpas no funcionarían:
—Perdón... Aubrey, no debí de hacer eso... Hija, discúlpame...—dijo Laura al borde de las lágrimas.
—¡Te odio! ¡Ojalá hubieras muerto tú y no mi papá! ¡Él sí nos quería! —exclamó Aubrey mientras le mostraba a su madre una mirada de repulsión que ella nunca había visto.
Norman, quién fue un espectador, no pudo evitar sentirse mal, y más a ver a su sollozada madre, arrepentida de lo que había hecho. El chico, por inercia, acompañó a su madre afuera y le dijo: "No te preocupes mamá, no eres mala, probablemente somos nosotros unos pésimos hijos... Ya bajo, necesito conversar con ella sobre lo que acaba de pasar, no pude detenerla y eso me aflige". La mujer, quién se sintió peor por las palabras de su hijo, percibió como un sentimiento de culpa atravesó su cuerpo; ella estaba decepcionada de su maternidad. Así Norman se dirigiría a "La Caverna del Cisne", a consolar a su hermana, sin enunciar nada, la abrazó; los códigos sobran en la tempestad.
Horas pasaron y la noche llegó, el hogar de los Ackerman quedó preso en un mantra maligno, uno que rechazaba el bienestar y aceptaba el dolor. Cuando Norman se hallaba en su habitación leyendo tiras cómicas para evitar dejarse consumir por la "tormenta" —que a su hogar tenía abatido—, una espina se clavó en su mente; arraigada, esta no tenía intenciones de desaparecer: "Faltan cinco días para mi cumpleaños, ¿debería salir con Nikole esa fecha?, creo que, actualmente, solo con ella podría pasarla bien".
Mientras el joven distraía su mente, la madre entró a su habitación:
—Hijo, perdón que entré así, pero hay algo de lo que debemos conversar —dijo Laura con una mirada de mejor aspecto que la de la tarde.
—Dime, mamá, ¿qué pasó? —contestó Norman con intriga.
—Hace unos minutos compré cuatro pasajes de avión para mañana a las 3:50 PM con destino a Trujillo, quiero ir con ustedes a visitar a tus abuelos, siento que un cambio de aires nos vendría bien para aliviar nuestras penas —Explicó la madre a su hijo con ligero entusiasmo; su rostro, a los ojos de Norman, era agradable de ver, le transmitía paz.
—¿Compraste cuatro pasajes?, ¿ya hablaste con mis hermanos? —preguntó Norman, el chico se mostraba dudoso. No lo mal entiendan, él quería ir, su preocupación se sustentaba en Aubrey y Duncan, no estaba seguro de que sí ellos verían la idea de Laura como positiva, más Duncan, que solo se la pasa jugando en la consola.
—Ya lo hice... —respondió la madre con amargura—. Duncan no se despega de los juegos y de Aubrey no obtuve respuesta alguna. Tengo pensado que tu cumpleaños se celebre allá, pero parece que no se podrá —Finalizó la mujer, que, mientras miraba a su hijo, no pudo evitar sentirse insatisfecha con su labor de madre.
—Vamos los dos, Aubrey cuidará de Duncan, así que no hay problema —replicó el hijo. Norman rebozaba de felicidad, podía notarse por la mirada que su rostro mostraba—. Gracias mamá. Realmente era lo que necesitaba, y sé que tú debes estar cansada del trabajo también. ¡Empacaré mi maleta ahora mismo! —concluyó el joven, finalizando la conversación.
Mientras Laura dejaba la habitación, él meditó sobre el viaje; a su mente llegaron secuencias que hace mucho no vislumbraba: "Espero que ir a Trujillo ayude a mi madre, ella demanda urgentemente el desestresarse, y ciertamente, yo debo reflexionar algunas cosas"; Norman creía firmemente que la doctrina ideal para una vida armoniosa era la bondad, pero a la vez comprendía que ello no es así de simple, recordar la muerte de su padre le daba esa respuesta deprimente.
Norman, quién empacaba su ropa para la estadía en "La Ciudad de la Eterna Primavera", se veía consternado: "Llevaré cuatro shorts, dos polos, dos camisas y la ropa para andar por el centro. Mmm... será molesto vestir como lo suelo hacer, allá en el norte el sol es mucho más intenso que aquí"; para un joven como él, abandonar su típico outfit simple y sin carisma era un verdadero reto, no obstante, hizo el esfuerzo, pues sintió que valía la pena.
El chico añadió al equipaje un par de viseras, lentes de sol, la ropa interior y los productos de aseo personal: la tablet, los cargadores y los audífonos —más la billetera— irían en el bolso de hombro; así estaría listo para el viaje. Entonces, cuando ya parecía todo resuelto, atinó a ver que faltaba algo importantísimo: l
a guitarra. Norman, quién era incapaz de vivir un día sin su instrumento musical, lo desligó del atril y lo echó al estuche junto al capotraste y la plumilla para luego exclamar: "Ahora sí, ya no falta nada".
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