Vete a la porra
Mis rizos azotan el viento y la baja espalda de Damián. El muy bruto, no solo me lleva colgando como un saco, sino que para colmo, va corriendo como un energúmeno. Me revuelvo todo lo que puedo. Le golpeo la espalda con los puños y le pateo el abdomen con desesperación. Una desesperación que aumenta a medida que me doy cuenta que no logro nada más que hacer reír a Damián. Está claro que mis golpes le sientan como cosquillas.
— ¡Que me sueltes! ¡Imbécil! — chillo.
Sigo pataleando y maltratando la espalda de Damián con todas mis fuerzas. Inútilmente, claro. Estoy agotada de protestar en vano, así que me veo obligada a tomar una decisión a la desesperada, y le clavo las uñas en la espalda. Justo en las lumbares. Su carne cede bajo la presión de mis uñas, y en una cuarta milésima de segundo, Damián me suelta como si el contacto de mi cuerpo le quemara. Caigo al suelo. Más concretamente, sobre un charco fangoso y asqueroso que me deja un olor putrefacto de agua estanca.
— ¡Mierda!— bufo con asco, sintiendo el agua sucia filtrando hasta mi piel. Salgo del charco de un salto, embarrada hasta los huesos.
— ¡Serás salvaje!— vocifera Damián, acariciándose la parte magullada por mis uñas, contrayendo el rostro en un gesto de dolor.
— Te he dicho que me soltaras. ¡Mira cómo me has puesto!— replico.
Damián me escruta de pies a cabeza. Y aunque al principio me parece percibir un atisbo de arrepentimiento en la profundidad de su mirada celeste, me reitero en cuanto una sonrisa de satisfacción asoma en sus labios.
— Solo quería ahorrarte el barrizal —se excusa, y señala el charco del que acabo de salir.
Miro en la dirección que señala su dedo índice y compruebo que el camino recorrido está cubierto de un fango mucho más asqueroso que en el que acabo de caer. Las huellas de Damián se ven sepultadas por el agua embarrada como a cámara lenta.
— Pero ya veo que tenías prisa por mancharte — recrimina. Lo miro ceñuda. Si lo que espera es que se lo agradezca, la llevaba clara. — Yo que tú, me cortaría esas uñas. — Desvía la mirada hasta mis manos y hace un mohín de desaprobación — Parecen mejillones, flor.
Por un momento, sopeso la idea de meterle el dedo en el ojo y clavarle el "mejillón" índice hasta el cerebro. Pero, en ese momento, justo cuando esa idea tan sádica cruza mi mente, me doy cuenta de que es justamente mi cerebro el que ha llegado a ese punto, y que no ha sido impulsado por la oscuridad. ¡No me lo puedo creer! Estoy más quemada que la moto de un hippie, rabiosa como una mona, y... Y no siento la perversa maldad empujándome ha cometer una locura.
«¿Será que puedo discutir con éste imbécil como una persona normal y corriente?»
— ¡Eres un imbécil! — chillo. Y a la vez que lo insulto, me pongo a prueba a mí misma. Me asombra seguir sintiéndome libre de ese dichoso demonio interno. Si no fuera porque Damián está mirándome y sonríe burlón, saltaría de la emoción por poder sentir un enfado tan normal como los que sentía antes del accidente.
— Lo siento florecilla — suelta con fingido pesar. — El campo es el campo; piedras, bichos, barro... — expone burlón. Lo mato con la mirada, lo acuchillo. Pero parece darle igual, puesto que me da la espalda y se sienta sobre un tronco podrido que yace sobre una gran roca.
Vale, este tío es tonto y se cree que me acaba de hacer un favor. Contra la gilipollez no puedo hacer nada; si es tonto es tonto. Pero, aunque sé que no voy a conseguirlo, al menos tengo que intentar que deje de hacer una cosita.
— No me llames florecilla. Suena ridículo — mis palabras suenan a sabio consejo, aunque ambos sabemos que se trata de una orden.
Damián se ríe en mi cara; echa la cabeza hacia atrás y hasta se lleva una mano al estómago. Eso hace que me hierva la sangre de rabia. Y aunque parte de mí no quiere, la otra parte más profunda, se lamenta por no sentir ni el más mínimo atisbo de la oscuridad que tanto suelo temer soltar.
Me siento tentada de darle un bofetón y hacerle tragar su propia risa. ¿Qué digo? ¡Lo hago! Sin titubear ni un segundo, me abalanzo sobre él con la mano extendida y dispuesta a dejarle un precioso recordatorio de mis cinco dedos en la cara.
«Mierda.»
Antes de que pueda darme cuenta, el condenado me esquiva y le da la vuelta a la situación. Damián me agarra por la muñeca de la mano alzada, me retuerce el brazo tras la espalda, y me recuesta bruscamente sobre el tronco donde él estaba sentado hace un nanosegundo. Me tiene inmovilizada.
Recuesta el pecho sobre mi espalda, en una postura bastante incómoda e insinuante. El calor de su pecho se siente a través de mi ropa mojada, y el cálido aliento que se escapa de entre sus dientes en una risotada de suficiencia, me acaricia la mejilla. Me estremezco de pies a cabeza, y el bajo vientre se me tensa de golpe, como siempre que lo veo. Intento no temblar ante esa sensación.
Damián acerca los labios a mi oreja. Su respiración es dura, pero contenida, y eso me fustiga el vientre con más tensión que nunca. No sé por qué, pero tenerlo tan cerca me provoca tanto, tantísimo, que mi sentido común me insta a querer apartarme de él tanto como me sea posible. Pego la otra mejilla todo lo posible al tronco.
— Florecilla... — ronronea seductor.— ¿Es que no has oído los rumores que corren sobre mí?
Intenta intimidarme, lo sé. Al igual que sé que todos esos rumores son infundados. O eso quiero creer, claro. Porque de ser ciertos, ya me puedo dar por jodida. Sobre todo sin esa yo endemoniada que ahora echo en falta.
— No me harás daño — aseguro, intentado creerme mis propias palabras. Siento los labios de Damián tensarse en una sonrisa sobre la piel de mi oreja.
— ¿Cómo estás tan segura? Esto es un bosque, estamos solos, no estás en disposición de defenderte... — me recuerda apretando aún más mi muñeca entre sus fuertes dedos. Se me escapa un pequeño gemido de dolor.
— No me harás daño — vuelvo a asegurar. Y al ver que no me lo creo ni yo, refuerzo mi teoría — Si quisieras hacerlo, ya lo habrías hecho.
Damián se queda quieto y en silencio, sin aflojar la tortura a la que somete mi brazo. Por un segundo, casi lo siento ausente, como si estuviese analizando mis palabras. Entonces me doy cuenta de mi error: no me ha dañado antes porque no ha tenido mejor ocasión que esta. Además, hasta ahora nunca le he dado motivos, ni siquiera me hablaba con él hasta que lo sentaron junto a mí en clase. El remolino de calor en mi vientre se torna una bola de miedo.
Tiemblo al sentirme tan pequeña y débil ante él. Vulnerable. Con un Damián tan bruto presionando mi cuerpo contra el tronco como si fuera fácil de romper. Como si fuera... Quizá por eso me llama "florecilla". Porque sabe que me puede estrujar entre sus manos y despedazarme. Porque sabe que no tengo opción de defenderme. Porque...
— Florecilla porque te llamas flor. — Su voz suena igual que quien resuelve una adivinanza. Me quedo petrificada ante su respuesta. ¿Cómo ha sabido lo que estaba pensando? — Creí que debía aclarártelo antes de nada.
Ese "antes de nada", es justamente lo que me preocupa. Y viendo que, de algún modo, el hecho de llamarme "florecilla" parece distraerlo, sigo con ese tema para ganar tiempo hasta que se me ocurra cómo quitármelo de encima.
— No me llamo flor. Me llamo Raysa, imbécil. — Contengo el bufido para que suene lo mejor posible. No me conviene que se irrite ahora.
El condenado rompe a reír echando la cabeza hacia atrás para luego dejarla reposar sobre mi nuca, intentando recobrar la compostura. Me hierve la sangre, y la idea de matarlo aquí mismo me parece tan sugerente que por mi mente pasan varias formas de hacerlo. Pero el cabrón no afloja el agarre de mi brazo ni un poquito.
— ¿Y qué significa Raysa, si no flor? — rebate divertido.
«Se acabó.»
— ¡Significa Rosa! — siseo, removiéndome rabiosa. Damián vuelve a apretar su mano alrededor de mi brazo, recordándome el dolor — ¡Hijo de...!
— Exacto. Rosa...Raysa... — murmura, como si el mero hecho de pronunciarlo le diera placer. — Tan hermosa como peligrosa. Tan aparentemente débil a simple vista, como dañina al tacto de sus espinas.
«¿Pero qué coño? Este tío esta loco. Absoluta e irremediablemente loco. ¡Es un auténtico psicópata!»
— ¡Suéltame! — chillo desesperada. Las lagrimas de la impotencia se me apelmazan tras los párpados. Damián sigue apretándome el brazo; cuanto más me muevo, más fuerza ejerce. Y yo estoy sola en medio del bosque con este jodido lunático. — Por favor — ruego patéticamente.
Damián se pega más a mi oreja y, soltando mi brazo de golpe, coloca las manos a ambos lados de mi cara y me retiene presionando mi espalda con su pecho contra el tronco.
— No es a mí a quien tienes que temer — advierte, y tras sus palabras, se aleja de mí.
En cuanto siento que recupero mi espacio personal, me escurro hacia un lado, lejos del tronco, y me vuelvo para encarar a Damián. Adopto una posición defensiva.
— ¿No es a ti a quien debo temer? — repito con cinismo. — ¡A quién si no! ¡Estás loco! — la impotencia se torna rabia, y la rabia, lágrimas.
El condenado esboza una media sonrisa socarrona.
— Solo era una broma — se excusa. — ¿De verdad creías que iba a matarte? Menudo sentido del humor tenéis los nórdicos — se queja.
Que admita que solo ha sido una broma y que se ha reído de mí en mi propia cara, me sienta peor que la propia amenaza de matarme. Es un golpe bajo contra mi ego orgulloso.
— Eres un... un... — gruño frustrada por no saber qué narices llamarle. No tengo insulto que equivalga a su maldad.
Damián resopla, pone los ojos en blanco y alza las manos en sinónimo de paz.
— Lo siento, ¿vale? A veces me dan ganas de darles motivos a esos que inventan los rumores. Ya sabes, para que hablen con razón.
La excusa que me da me parece razonable. De hecho, me parece una explicación lógica con la que yo también me siento un poco identificada. Kenia me tacha de puta, aunque la única puta fue ella al acostarse con el que era mi novio, y, muchas veces, me dan ganas de quitarle a Christian, solo para que así, tenga motivos reales para llamarme eso. Pero bueno, aunque entienda un poco la manera de pensar de Damián, sigo sin comprender por qué narices me incordia a mí. Yo nunca le he hecho nada. Así que eso no es una excusa que me valga de mucho.
— Pues ve y dile a ellos, no a mí. ¿Acaso tenemos que pagar justos por pecadores? — reprocho.
Damián ríe ante mis palabras. Pero a diferencia de antes, o de todas las risitas que le he escuchado desde que se sentó conmigo en clase, esta suena diferente. Ríe libre, despreocupado y descontrolado. Como si le hubiese contado un chiste buenísimo. Un chiste que desde luego yo me he perdido.
— Al final vas a resultar graciosa.
No sé cómo encajar eso. Creo que este no es el mejor momento como para que me diga que soy graciosa. Pero, de algún modo que no entiendo, lo percibo como un halago.
— Eres odioso. ¿Lo sabías? — intento sonar enfadada, pero la verdad es que me he desinflado como un globo.
Ofuscada conmigo misma por dejar que sus palabras me hagan cambiar de estado de ánimo tan sumamente rápido, decido esquivar el momento lo mejor que puedo. Saco el mapa del bolsillo de mi pantalón empapado y le echo un vistazo. Estamos cerca del punto de salida, así que me oriento bastante rápido. A unos veinte metros, estan las gigantescas piedras que parecen formar un Dolmen. Un Dolmen donde, tiempo atrás, Kenia, Dafne y yo pasábamos las tardes. Una vez pasado el falso Dolmen, se supone que deberíamos llegar al límite establecido por el internado. O al menos, el límite establecido hasta este día.
— ¿Tienes miedo, florecilla? — pregunta Damián, rompiendo su máximo record sin minarme la moral.
— Vete a la porra.
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