La tarde termina y nos la hemos pasado en el sillón, y creo que lo que más extrañaré será estar así sin hacer nada, sintiendo que estamos juntos, sintiendo que estamos vivos, sintiendo que estamos acá, sintiendo que somos realidad, una realidad que no admite dudas, que no pide más porque esto es todo lo que hay y no puede haber nada mejor, no va a existir nada mejor y voltea a preguntarme si la voy a amar hasta el fin de los tiempos y no lo pienso para decirle que sí y que la mayor recompensa en la vida va a ser volver a verla así sean dos segundos y llora y dice que no se quiere ir y llora y me abraza tan fuerte que me quita el aire y me bebo sus lágrimas y nos entremezclamos y ella vuelve a sonreír, ya no queda ninguna gota de dolor, ni rastros de angustia, reemplazado por el suave halo de su respiración mientras apoya sus manos sobre mi pecho, ese pecho que le pide con cada latido que se deje arrastrar por estos momentos efímeros de alegría, esa alegría que hace ecos en su murmurante confesión, esa confesión que me invita a recorrer su pecho, a atravesar un pudor que fue tan solo un velo, a arrastrarnos por esas olas de calor que navegan por nuestras venas para cerrar una puerta a la que nunca volveremos y marcarnos dejando nuestras huellas en estos cuerpos que recién están despertando.